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PRÓLOGO

Por Scott Hahn

A DOS MIL AÑOS DE DISTANCIA, parece natural contemplar la crucifixión de Jesús como un sacrificio. Los cristianos son herederos de una larga tradición que se expresó, rezó y pensó así. Pero los judíos del siglo I que la presenciaron no habrían podido entenderlo de este modo, porque no mostraba ninguno de los signos sacrificiales del mundo antiguo. En el Calvario no hubo altar ni sacerdotes identificables y, aunque se produjo una muerte, lo hizo lejos del templo, único lugar válido para los sacrificios entre los judíos, e incluso fuera de las murallas de la ciudad santa.

Sin embargo, san Pablo estableció esa conexión ya en los primeros tiempos, sobre todo para sus compañeros judíos. En la Primera carta a los Corintios, tras hablar de la cruz (1, 18), llama a Cristo «nuestro cordero pascual» que «ha sido sacrificado» (5, 7), vinculando así la Pascua celebrada durante la Última Cena con la crucifixión del Calvario.

Fue esa primera Eucaristía la que transformó la muerte de Jesús de ejecución en ofrenda, y en la Última Cena entregó su cuerpo para que fuese quebrantado, y su sangre para que fuera derramada como en un altar.

Al narrar lo sucedido durante esa Cena (1 Cor 11, 23—25), Pablo empleó términos sacrificiales, y citó las palabras de Jesús «esta es la nueva alianza en mi sangre» evocando la frase de Moisés al ofrendar un buey: «Esta es la sangre de la alianza» (Ex 24, 8). La alianza quedó ratificada por la sangre, en un caso por las palabras de Moisés y en el otro por las de Jesús.

San Pablo también aludió a la última Cena de Jesús como «conmemoración», que era otro término específico para referirse a una clase concreta de sacrificio en el templo (una ofrenda conmemorativa).

Por si a alguien se le habían escapado esos paralelismos, el apóstol también compara la Cena cristiana (la Eucaristía) con los sacrificios del templo (1 Cor 10, 18) e incluso con los sacrificios de los paganos (1 Cor 10, 19—21). Todo sacrificio, subraya, suscita una comunión, una hermandad. Las ofrendas idólatras establecen una comunión con los demonios, mientras que el sacrificio cristiano lo hace con el cuerpo y la sangre de Jesucristo (1 Cor 10, 16).

La visión de la Pascua de san Pablo es deslumbrante, ya que no solo muestra cuánto sufrió Jesús, sino cuánto nos amó. El amor transforma el sufrimiento en sacrificio.

La muerte en el Calvario no fue solo una ejecución brutal y sangrienta: se había transformado, al ofrecerse Jesús en el cenáculo. Era ahora la ofrenda de la víctima pascual sin defecto, el sacrificio personal del sumo sacerdote, que se entregó a sí mismo por la redención de los demás «como oblación y víctima de suave aroma» (Ef 5, 2) siendo sacerdote y víctima. Eso es el amor: la entrega completa de sí.

La Eucaristía nos infunde ese amor, uniendo nuestro amor al de Cristo y nuestros sacrificios al suyo, tal y como lo enseñaba san Pablo: «Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual» (Rom 12, 1). Vemos cómo habla de «cuerpos», en plural, pero de «sacrificio» en singular. Porque somos muchos, pero nuestro sacrificio es uno con el de Cristo, de una vez y para siempre (cfr. Hb 7, 27; 9, 12; 9, 26; 10, 10).

Pablo nos enseña que la Eucaristía se ordena a la cruz, y esta a la resurrección. Lo que los cristianos consumimos en la Sagrada Hostia es la humanidad crucificada y resucitada de Jesús, a la que llegamos mediante el sufrimiento. Pero recibimos la Comunión como prenda de la gloria eterna, y contamos con la gracia para enfrentarnos a todo lo demás. Pero no lo apreciaremos en plenitud hasta que no aprendamos a verlo «como era en un principio» para esos primeros cristianos judíos, que contemplaron el fin de un mundo antiguo y familiar, y el comienzo de uno nuevo, que descendía de lo alto como la Jerusalén celeste.

Este hermoso libro del profesor Pitre nos ofrece todo lo que necesitamos para asimilar lo que ocurrió, y contemplarlo con una claridad aún mayor, «ahora y siempre, por los siglos de los siglos».

En el mundo venidero no habrá comida ni bebida… y los justos se sentarán con coronas sobre sus cabezas, celebrando la luz de la presencia divina, como está dicho, «que vieron a Dios, comieron y bebieron» (Ex 24, 11).

Talmud de Babilonia, tratado Berajot 17a

[Los sacerdotes en el templo] alzaban [las tablas de oro] y mostraban el Pan de la Proposición a los que iban a las festividades, y les decían: «Mirad qué amor nos ha tenido Dios».

Talmud de Babilonia, tratado Menajot 29a

Jesús y las raíces judías de la Eucaristía

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