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1.

EL MISTERIO DE LA ÚLTIMA CENA

JESÚS Y EL JUDAÍSMO

Jesús de Nazaret era judío. Nació de una madre judía, recibió el signo judío de la circuncisión y creció en el pueblo judío de Galilea. En su juventud estudió la Torá judía, celebró las festividades y días santos judíos y peregrinó al templo judío. A los treinta años comenzó a predicar en las sinagogas judías sobre el cumplimiento de las Escrituras judías, proclamando el reino de Dios al pueblo judío. Al final de sus días, celebró la Pascua judía, fue juzgado por un consejo judío de sacerdotes y ancianos llamado el sanedrín, y fue crucificado a las afueras de la gran ciudad judía de Jerusalén. Sobre su cabeza colgó un letrero en el que se podía leer, en griego, latín y hebreo: «Jesús nazareno, rey de los judíos» (Jn 19, 19).

Como demuestra esta enumeración, el judaísmo de Jesús es un hecho histórico, pero ¿es importante? Si Jesús fue una persona real, que vivió efectivamente en la historia, la respuesta tiene que ser que sí. Es cierto que, durante siglos, los teólogos cristianos han escrito libros[1] sobre Jesús en los que apenas reparan en su contexto judío, centrándose más en explorar la cuestión de su identidad divina. Sin embargo, para cualquiera que esté interesado en descubrir la humanidad de Jesús —y, sobre todo, el significado original de sus palabras y actos—, es absolutamente necesario detenerse a considerar su identidad judía. Jesús fue un personaje histórico[2] que vivió en una época y lugar determinados y, por lo tanto, cualquier pretensión de entender sus dichos y hechos debe asumir el hecho de que lo hizo en el contexto de la Antigüedad judía. Aunque en algunos casos recibió a no judíos (gentiles), que le aceptaron como al Mesías, él mismo declaró que había sido enviado, en primer lugar, para buscar «a las ovejas descarriadas de Jerusalén» (Mt 10, 5), lo que significa que casi todas sus enseñanzas se dirigían a una audiencia judía en un entorno judío.

Por ejemplo, durante su primer sermón en la sinagoga de su ciudad, Nazaret, empezó a revelar su identidad mesiánica de un modo especialmente judío. No fue gritando por las calles ni lanzó diatribas desde las azoteas, proclamando «Yo soy el Mesías», sino que extrajo el rollo del profeta Isaías y buscó el pasaje en el que se aludía a un enviado «ungido» (cfr. Isaías 61, 1—4). Tras leer esa profecía, guardó el rollo y dijo a su audiencia: «Esta escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy». Con esas palabras proclamó ante sus compatriotas que la prolongada esperanza de la venida del Mesías, el «ungido» (en hebreo, mashiah) por fin se cumplía, en él. Como veremos a lo largo de este libro, esa fue la primera vez de las muchas que Jesús empleó las escrituras judías[3] para revelarse ante una audiencia judía como el Mesías judío, tanto tiempo esperado.

NO BEBERÁS SU SANGRE

Sin embargo, si Jesús se veía a sí mismo como el Mesías de los judíos, entonces nos enfrentamos con un acertijo histórico, una especie de misterio. Por una parte, Jesús recurrió a las escrituras hebreas como inspiración para muchas de sus enseñanzas más conocidas —y podemos pensar de nuevo en su sermón en la sinagoga de Nazaret—. Pero, por otra, sostuvo ideas que, en apariencia, atentaban contra lo recogido en esas mismas escrituras y, entre ellas, tal vez las más desconcertantes fuesen las referidas a comer su carne y beber su sangre. Según el evangelio de Juan, en otra sinagoga, otro sábado, esto fue lo que dijo:

Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Esto se lo dijo enseñando, en la sinagoga de Cafarnaúm (Jn 6, 53—54, 59).

Y, de nuevo, durante la Última Cena, en la noche en que fue traicionado:

Mientras estaban comiendo, tomó Jesús pan y lo bendijo, lo partió y, dándoselo a sus discípulos, dijo: «Tomad, comed, este es mi cuerpo». Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio diciendo: «Bebed de ella todos, porque esta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados» (Mt 26, 26-28).

¿Qué significan estas palabras extrañas? ¿Qué quiso decir a sus oyentes judíos en la sinagoga cuando les reveló que debían comer su carne y beber su sangre para tener la vida eterna? ¿A qué se refería al llamar al pan de la Última Cena su «cuerpo», y al vino su «sangre»? ¿Por qué les ordenó que lo comieran y bebieran?

Responderemos a estas y otras preguntas a lo largo de las siguientes páginas pero, por el momento, me limitaré a señalar que la historia del cristianismo[4] ha manifestado decenas de respuestas distintas. Durante siglos, la mayoría de los cristianos se han tomado estas palabras literalmente, convencidos de que la Eucaristía se convierte, de verdad, en el cuerpo y la sangre de Cristo. Otros, sobre todo desde la reforma protestante del siglo XVI, opinan que Jesús hablaba en términos simbólicos. Aun hay quién, como algunos historiadores modernos, niega que Jesús dijese tal cosa, a pesar de que esté recogido en los cuatro evangelios y en los escritos de san Pablo (véase Mateo 26, 26-29; Marcos 14, 22-25; Lucas 22, 14-30; Juan 6, 53-58, 1 Corintios 11, 23-26).

Este desacuerdo nace de varios asuntos, y el primero es la naturaleza desconcertante de las palabras de Jesús. ¿Cómo podría nadie, ni siquiera el Mesías, ordenar a sus seguidores que comiesen su carne y bebiesen su sangre? En el evangelio de Juan se recoge cómo, al escuchar estas palabras por primera vez, los discípulos de Jesús dijeron: «Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?» (Jn 6, 60). Resultaban tan ofensivas a sus oídos que apenas pudieron atender a ellas y, de hecho, muchos lo abandonaron en ese momento «y ya no andaban con él» (Jn 6, 66). Y él los dejó marchar. Desde el comienzo, la gente consideró una ofensa el mandamiento de comer su carne y beber su sangre.

Otro de los motivos de desacuerdo resulta más sutil. Incluso admitiendo que Jesús hablase literalmente sobre comer su sangre y beber su sangre, ¿qué puede significar un mandamiento como ese? ¿Se refería al canibalismo, a comer la carne de un cuerpo humano? Aunque en la Biblia judía no hay una prohibición específica del canibalismo, desde luego se consideraba tabú. «Discutían entre sí los judíos y decían: “¿Cómo puede este darnos a comer su carne?”» (Jn 6, 52). Es una buena pregunta, que se merece una buena respuesta.

Es posible que la objeción más sólida a las palabras de Jesús proceda de las propias escrituras judías. Como sabía cualquier judío de la Antigüedad[5], la Biblia prohibía radicalmente beberse la sangre de un animal y, aunque para muchas religiones gentiles era aceptable hacerlo como parte de los rituales paganos, la ley de Moisés lo excluyó. Dios había sido claro al respecto, de forma reiterada. Veamos, por ejemplo, estos pasajes:

Todo lo que se mueve y tiene vida os servirá de alimento… Sólo dejaréis de comer la carne con su alma, es decir, con su sangre (Génesis 9, 3-4).

Si un hombre cualquiera de la casa de Israel, o de los forasteros que residen en medio de ellos, come cualquier clase de sangre, yo volveré mi rostro contra el que coma sangre y los exterminaré de en medio de su pueblo. Porque la vida de la carne está en la sangre, y yo os la doy para hacer expiación en el altar por vuestras vidas, pues la expiación por la vida, con la sangre se hace. Por eso tengo dicho a los israelitas: «Ninguno de vosotros comerá sangre; ni tampoco coma sangre el forastero que reside en medio de vosotros» (Levítico 17, 10—12).

Podrás, sin embargo, siempre que lo desees, sacrificar y comer la carne… Sólo la sangre no la comeréis; la derramarás en tierra como agua (Deuteronomio 12, 15—16).

Está claro que el mandamiento que prohibía beber sangre era importante, y quebrantarlo habría supuesto romper con Dios y con su pueblo. Hay que reparar también en que la ley era universal, no dirigida solo al pueblo elegido de Israel, sino a cualquier «forastero» que viviese entre ellos. Finalmente, podemos fijarnos en el motivo de esa prohibición; la sangre no debía consumirse porque la «vida» o el «alma» (en hebreo, nephesh) del animal residía en ella. Como afirma el Levítico, «la expiación por la vida, con la sangre se hace». Aunque los investigadores continúan debatiendo su significado concreto, hay algo evidente: en el mundo antiguo, el pueblo judío era conocido por su rechazo a consumir sangre. Las palabras de Jesús en la Última Cena, por tanto, se vuelven aún más desconcertantes si se tienen en cuenta estos pasajes. Siendo judío, ¿cómo pudo ordenar a sus discípulos que comieran su carne y bebieran su sangre? ¿No supondría eso atentar contra la ley bíblica que lo prohibía? Y, aun en el caso de que sus palabras fuesen simbólicas, ¿cómo pudo pronunciarlas? ¿No estaba invitándoles a transgredir el espíritu de la ley[6], cuando no la letra? Como señala el profesor judío Geza Vermes,

La imagen de comer la carne[7] y, sobre todo, de beber la sangre de un hombre… incluso admitiendo que se haga en lenguaje simbólico, introduce una nota plenamente discordante con el entorno cultural palestino judío (cfr. Juan 6, 52). Los que escucharon a Jesús, con su tabú sobre la sangre hondamente arraigado, sentirían nauseas al oírlo.

Así pues, ¿qué puede hacerse con estas frases de Jesús?

MIRAR COMO LOS JUDÍOS DE LA ANTIGÜEDAD

En estas páginas trataré de demostrar que las palabras de Jesús deben tomarse al pie de la letra[8]. Como la mayoría de los cristianos a lo largo de la historia, creo que Jesús mismo nos enseñó que está presente, de verdad, en la Eucaristía, y en esto sigo al apóstol Pablo, un fariseo del siglo i versado en la Ley, que dijo:

Os hablo como a prudentes. Juzgad vosotros lo que os digo. La copa de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? (1 Cor 10, 16)

Lo que voy a tratar de explicar es cómo un judío del siglo I como Jesús, Pablo o cualquiera de los apóstoles pudo pasar de creer que beber cualquier sangre —y mucho más la humana— era una abominación a ojos de Dios a estar convencido de que hacerlo con la de Jesús era necesario para los cristianos. «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros» (Juan 6, 23).

Para lograrlo, debemos retroceder hasta el primer siglo de nuestra era y comprender en su contexto lo que hizo y dijo Jesús. En cierta medida, esto significa despojarnos de nuestras gafas modernas, y mirar como lo harían los primeros judíos cristianos. Cuando contemplamos el misterio de la Última Cena a través de los ojos de los judíos de la Antigüedad, a la luz de la oración, las creencias y la esperanza judía ante el futuro, descubriremos cosas maravillosas. Por ejemplo, que hay más en común entre el judaísmo antiguo y el primer cristianismo del que cabría esperar. De hecho, averiguaremos que fue, precisamente, la fe judía de los primeros cristianos la que les permitió creer que el pan y el vino de la Eucaristía eran de verdad el cuerpo y la sangre de Jesucristo.

Por desgracia, en cuanto nos pongamos a ello, veremos que existe un problema. Para escuchar a Jesús como lo hicieron sus primeros discípulos, debemos familiarizarnos con dos fuentes de información; 1) las escrituras judías, conocidas habitualmente como Antiguo Testamento, y 2) la tradición judía clásica, recogida en textos que no aparecen en la Biblia.

Si mi experiencia como profesor es relevante, tengo que decir que es habitual que para los lectores modernos —sobre todo los cristianos— las escrituras judías sean un territorio ignoto y desafiante, más aún en los pasajes que tratan de los rituales, sacrificios y plegarias, de gran importancia para explorar la última comida de Jesús con sus amigos antes de ser crucificado. Con respecto a los escritos antiguos judíos que no aparecen en la Biblia, como la Misná[*] o la Torá, aunque a muchos les suenen, es poco frecuente que los lectores no judíos los hayan leído, más allá de los especialistas en estudios bíblicos.

Por este motivo, antes de comenzar, será de ayuda identificar someramente los textos judíos que citaré a lo largo del libro. Puede que el lector desee señalizar esta página como futura referencia. Me gustaría subrayar que no afirmo que el propio Jesús los conociese, ya que algunos de ellos se escribieron largo tiempo después de su muerte, pero lo importante es que, en gran medida, atestiguan cómo eran las tradiciones judías en vigor en la época de Jesús, y además poseen una fuerza argumental considerable a la hora de explicar determinados pasajes el Nuevo Testamento en los que se alude a prácticas y creencias de los judíos.

Con estas premisas[9], además del Antiguo Testamento, presento algunas de las fuentes judías más relevantes a las que me iré refiriendo:

 Manuscritos del Mar Muerto: antigua recopilación de manuscritos judíos, copiados entre el siglo ii a. C. y el 70 d. C., y que recogen numerosos escritos del periodo del Segundo Templo, en el que vivió Jesús.

 Obras de Josefo: historiador judío, fariseo, que vivió en el siglo i d. C., y cuyas obras ofrecen un testimonio imprescindible sobre la historia y la cultura de los judíos en la época de Jesús y de la Iglesia primitiva.

 Misná: extensa colección de tradiciones orales de los rabinos que vivieron entre el año 50 a. C. y el 200 d. C., y que en gran medida se refieren a asuntos litúrgicos y legales. Para el judaísmo rabínico, la Misná sigue siendo la fuente más autorizada sobre la tradición judía, además de la Biblia.

 Tárgum: traducciones y paráfrasis de la Biblia, del hebreo al arameo, del judaísmo antiguo, y que comenzaron a aparecer tras el exilio en Babilonia (587 a. C.), cuando muchos judíos empezaron a hablar más arameo que hebreo. No hay acuerdo entre los expertos acerca de su datación.

 Talmud de Babilonia: extensa compilación —en más de treinta volúmenes— de las tradiciones de los rabinos que vivieron entre el año 220 y el 500 d. C. El Talmud recoge tanto opiniones legales como interpretaciones bíblicas en forma de largos comentarios a la Misná.

 Midrasim: comentarios históricos sobre diversos libros de la Biblia, de los que algunos son posteriores al Talmud, aunque también aparecen otros que se atribuyen a interpretaciones de las Escrituras de rabinos que vivieron en la época de redacción dla Misná y el Talmud.

Estos no son todos los escritos históricos relevantes para estudiar y comprender el Nuevo Testamento, ni mucho menos, pero sí que son los que citaré con más frecuencia en este libro.

En particular, me gustaría destacar la importancia de la literatura rabínica: la Misná, el Talmud y los Midrasim. A pesar de que, en gran medida, fueron editados tras la época de Jesús, tanto los expertos rabínicos como los del Nuevo Testamento concuerdan en que, si se emplean con cautela, pueden aportar muchas luces[10] a la hora de estudiarla. No en vano los rabinos afirmaban conservar tradiciones que se remontaban a la época en la que el templo aún existía (antes del 70 d. C.). En muchos casos hay motivos fundados para aceptar esta pretensión, y además, al contrario de lo que sucede con los manuscritos del mar Muerto o los escritos de Josefo, la literatura rabínica sigue jugando un papel destacado en la vida cotidiana actual de las comunidades judías. Por este motivo he prestado especial atención a la Misná y al Talmud, a los que muchos judíos consideran las fuentes más autorizadas acerca de la tradición clásica.

Con este telón de fondo, ya podemos centrarnos en las creencias del judaísmo de la Antigüedad acerca del Mesías, que iluminan las palabras eucarísticas de Jesús. Por desgracia, gran parte de los lectores contemporáneos apenas están familiarizados con las esperanzas judías sobre su venida y, de hecho, gran parte de lo que los cristianos creen saber sobre las ideas mesiánicas suele estar simplificado y cargado de exageraciones, cuando no se trata, directamente, de falsedades.

Por lo tanto, para situar las enseñanzas de Jesús en su contexto histórico, debemos retroceder un poco y responder a una pregunta más amplia: ¿Qué esperaban los judíos del siglo i, en concreto, de Dios? Sabemos que muchos de ellos confiaban en que les enviase al Mesías, pero ¿cómo creían que sería? ¿Qué imagen tenía de lo que ocurriría después?

[*] La transcripción de los títulos de los tratados de la Misná y de otras obras judías extrabíblicas sigue el criterio establecido en La Misná (Sígueme, Salamanca, 1997) por su traductor, Carlos del Valle, que tiende a castellanizarlos. Las citas y nomenclaturas bíblicas están tomadas de la Biblia de Jerusalén (Desclée de Brower, Bilbao, 1999) y del Vocabulario de teología bíblica de X. Léon—Dufour (Herder, 1966) (N. del t.).

Jesús y las raíces judías de la Eucaristía

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