Читать книгу La tiranía de los Derechos - Brewster Kneen - Страница 10
ОглавлениеLa Génesis de los Derechos
Sería razonable argumentar que el concepto de los derechos, incluidos los derechos humanos, tuvo su génesis hace dos milenios en civilizaciones grecorromanas. En ese momento, como señala el abogado Radha D’Souza, “el concepto filosófico se asoció con ideas éticas y morales de lo que es correcto o equivocado. Como todos los seres humanos tienen que hacer lo correcto y abstenerse de hacer mal, el concepto filosófico suponía guiar a personas en acciones ‘correctas’”1. En este contexto, los “derechos” son lo que se refiere a lo que es adecuado que la gente haga, o incluso a lo que es su responsabilidad hacer, como en el término “haciendo bien”.
Sin embargo, el concepto de “derechos”, familiar para nosotros hoy en día, surge de la cultura particular del individualismo, el materialismo y el racionalismo engendrados por el Iluminismo europeo en el siglo XVIII. Este concepto encuentra su primera expresión pública completamente desarrollada en la Declaración Universal de Derechos Humanos de las Naciones Unidas en 1948.
Desde entonces, y en particular en los 20 años pasados, el lenguaje de los derechos ha adquirido un lugar de honor y utilidad en el discurso público de los políticos liberales, así como conservadores y entre las organizaciones no gubernamentales (ONGs) y organizaciones de la sociedad civil (OSC). Ya sea en referencia a los derechos humanos o derechos de propiedad, el derecho a la vida o al aborto, los derechos de los agricultores, derecho al agua o los derechos de propiedad intelectual, la palabra en sí parece haberse convertido en una especie de invocación esencial, aunque impotente.
Mi argumento es que los “derechos” funcionan como código que identifica una idea, principio moral o condición legal como si fuera una carta de poder para que se materialice lo que se designa como un derecho.
Rara vez se explica el significado real o el contenido de un “derecho” o de los “derechos” y, aparentemente, se supone que son reconocidos tan universalmente como ley natural, que no se requiere explicación o definición. El razonamiento es el siguiente: la civilización occidental es la forma más avanzada de desarrollo humano; esta civilización se basa en el principio de libertad individual (personal), acompañada por los conceptos de propiedad privada y derechos de propiedad. Los privilegios del individuo (interpretados como derechos) son, entonces, de suprema importancia filosófica, política y legal. Se le asigna al Estado (o sociedad, como una unidad organizada y orgánica) la responsabilidad y el poder para aplicar y hacer cumplir estos derechos.
La consecuencia de esta lógica es que, desde el punto de vista político, el reclamo de un derecho está enmarcado como una demanda, por lo general contra el Estado, pero su cumplimiento sigue siendo un efímero objetivo ya que continúa dependiendo del Estado (o poder dominante) darle al derecho el significado y el contenido sustantivos. Podría, además, no ser de interés del Estado dar un significado a cualquier derecho en particular, sobre todo cuando se encuentra estrechamente alineado con los intereses de una clase o sector particular de la sociedad, tales como el sector empresarial o la élite financiera. Todo depende de a quién representa el Estado y quién ejerce realmente el poder de dicho Estado. En cualquier caso, el solicitante está haciendo un llamamiento a un poder superior o autoridad, reconocido como tal por el propio recurrente.
El efecto más fundamental del lenguaje de los derechos es que su adopción redefine cuestiones morales y éticas del derecho, justicia social y responsabilidad como problemas legales. La violación de lo que se describe como un derecho es considerada como violación de una ley, la ruptura de una regla. Judith Shklar describe esto como legalismo: “el desagrado por las generalidades vagas, la preferencia para el tratamiento del caso por caso de todas las cuestiones sociales, la estructuración de todas las relaciones humanas posibles en forma de reclamos y contra-reclamos en el marco de reglas establecidas, y la creencia de que las reglas están ‘allí’ —éstas se combinan para maquillar el legalismo como una perspectiva social.”2
Este cambio es particularmente problemático donde la aplicación de las decisiones judiciales es débil. Los derechos, como consecuencia, se convierten en demandas, o reclamos contra otros, sin la correspondiente responsabilidad de esos otros. Beauchamp & Childress, en su texto clásico Principios de Ética Biomédica comentan que:
“Puede parecer extraño que no hayamos empleado el lenguaje de los derechos, especialmente a la luz de la reciente explosión del lenguaje de los derechos en el contexto de aplicación ética a la política exterior. Muchas controversias morales en biomedicina y política pública, implican debates acerca de derechos, tales como el derecho a morir, el derecho a reproducirse, el derecho de privacidad, el derecho a la vida.... Estos debates morales, políticos y jurídicos a veces parecen presuponer que no hay argumentos o motivos que puedan persuadir a menos que puedan afirmarse en el lenguaje de los derechos. El idioma de los derechos es congruente con el individualismo liberal que ha penetrado en nuestra sociedad. Al menos desde Thomas Hobbes, individualistas liberales han empleado el lenguaje de los derechos para cimentar argumentos morales, sociales y políticos y la tradición legal anglo-americana ha incorporado este lenguaje.”3
En los últimos dos decenios, el discurso de los derechos ha sido elevado a nivel internacional, donde no sólo las ONG, sino también los gobiernos exigen el reconocimiento de los derechos humanos. Ahora algunos Estados están dispuestos a intervenir aún militarmente en nombre de la protección de los derechos humanos, como en Afganistán, Irak y Kosovo (en lo que una vez fue Yugoslavia). En este punto, las políticas de los grandes poderes entran en acción y el lenguaje de los derechos se convierte simplemente en una máscara moralista para el ejercicio del poder, ya que la soberanía del Estado ofensor es socavada o simplemente ignorada, quedando sin autoridad para actuar sobre las reivindicaciones y demandas de los derechos incluso aún queriéndolo.
Por supuesto que hay historias de luchas por justicia, tanto personales como colectivas, llevadas a cabo en nombre de los derechos, aunque no necesariamente los derechos humanos. El movimiento por los derechos civiles de la década de 1960 en los Estados Unidos era y siempre fue denominado “el movimiento por los derechos civiles”. El mismo no reclamaba simplemente derechos individuales a que los ciudadanos fueran reconocidos como plenos e iguales, sino que solicitó un cambio sustancial en la estructura de las relaciones sociales (civiles) en los Estados Unidos y finalmente, en gran medida, lo logró (se lo podría incluso describir como una acción de clase extra- legal contra la dominación blanca legalizada). Cabe señalar que, como movimiento por los derechos, comenzó, no cuando algún abogado peticionó ante un tribunal blanco un caso de derecho de los negros a sentarse en la parte delantera del ómnibus, sino cuando Rosa Parks, capacitada en acción directa no violenta en la Escuela de Highlander Folk, decidió sentarse en la parte delantera del ómnibus en Birmingham, Alabama, en 1955.
Mientras el movimiento de los derechos civiles consiguió una gran mejora en la justicia social, no terminó con la discriminación racial en los Estados Unidos (como ha indicado el Presidente Obama), tampoco tocó el tema de la estructura de clases, y algunos de los individuos y organizaciones que fueron los principales actores en la lucha, desde entonces se han convertido, penosamente, a la derecha desde el punto de vista político.4 Uno tiende a preguntarse si la falta de discernimiento entre derechos individuales y sociales, y derecho y justicia, ha permitido este lamentable cambio.
Una situación de contraste puede encontrarse en América Latina, donde los derechos sociales tienen una larga historia, especialmente en las iglesias cristianas y se asume como un aspecto del tejido de la vida social, al menos para los colonos “blancos” o europeos, aunque no para los pueblos indígenas. El concepto de derechos, sociales o individuales, es realmente ajeno a los pueblos indígenas de las Américas, tanto del norte, como del sur. Para los pueblos indígenas y, como he descubierto, la mayoría de los no europeos, la “responsabilidad hacia los demás” ocupa el espacio que ocupan “mis derechos” para los discípulos del Iluminismo. Volveré sobre esto más adelante.
Mi conclusión es que el lenguaje de los derechos no fomenta la justicia social e individual. Se serviría mejor a la Justicia, no por los reclamos y exigencias, sino indicando lo que se está haciendo y debe hacerse por aquellos que de lo contrario podrían hacer un reclamo por el derecho a hacer algo. La siguiente declaración de una reunión de comunidades indígenas autónomas en México en 2003 expresa bien esto:
“Para los pueblos nuestros, pueblos primeros, se vuelve claro que el Estado mexicano tomó una decisión ya definitiva: resolvió no reconocer nuestros derechos fundamentales dentro de la Constitución y, sí en cambio, intensificar sus políticas de robo, destrucción y despojo de nuestras tierras, territorios y recursos naturales... Ante lo anterior hemos decidido no solicitar mayores reconocimientos para el ejercicio de nuestros derechos y, si en cambio, respeto de nuestras tierras, territorios y autonomía. Hemos resuelto que si el estado de derecho ha quedado sin vigencia, no nos queda más que hacer valer la plena autonomía de nuestros pueblos y comunidades para atender nuestras graves carencias y buscar un mejor futuro para nuestros hijos.”
Es tiempo para considerar si el lenguaje de los derechos realmente sirve a las intenciones de la justicia social o se ha convertido en una mera ilusión de intenciones, que seguramente son buenas intenciones, detrás de las cuales se llevan a cabo la individualización y la privatización sin obstáculos.
1 Radha D’Souza en Seedling, publicado por GRAIN, Barcelona, Octubre 2007. Radha D’Souza enseña derecho en la Universidad de Westminster, Reino Unido.
2 Judith Shklar, Legalism – Law, Morals and Political Trials, Harvard, 1964, p.10.
3 Beauchamp & Childress, Principles of Biomedical Ethics, 3 edición, rd Oxford, 1989, p.55. Se lo refiere a Thomas Hobbes por su libro de 1651 sobre filosofía moral, Leviathan.
4 Declaración del Encuentro del Congreso Nacional Indígena, Región Centro Pacífico en el Estado de Tlanixco, México, 25-26/1/03 (http://ceacatl.laneta.apc.org/Archivo/030126_cni_cp_pron.htm).