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Оглавление2. El papel fundamental de la motivación
«Podría hacer más, pero es distraído y tiene pocas ganas». «No se interesa». «Está desmotivado».
Cuántas veces en nuestra vida como docentes hemos escuchado estas frases, quizá algunos de nosotros las hemos dicho también. El hecho es que a ningún niño se le dan alternativas: cada niño debe ir a la escuela, pero no es posible que cada niño muestre interés por todo, siempre. Hay una fuerte asimetría en la relación fundamental que rige la escuela, es decir la relación profesor/alumno: el profesor está en la escuela por elección personal, se le paga por educar, tiene poder de decisión (aunque limitado); el alumno está en la escuela por obligación, incluso cuando no tiene ganas (es razonable pensar que de los 200 días escolares haya más de un día en el que el estudiante prefiera hacer algo diferente).
«Está desmotivado» suena a acusación, una culpa. ¿De quién?
Por otro lado, ¿cuál es el mecanismo que hace nacer una “motivación para aprender”? Y ¿qué es esta motivación?
Haciendo uso de la infinita bibliografía sobre este tema, trataré de delinear una respuesta general, no solo relativa al mundo escolar, para disponer de más elementos.
Basándome de manera preliminar en los célebres y clásicos análisis de Azrin (1958) y de Goldiamond, Dyrud y Miller (1965), presentaré una selección de motivaciones operativas.
1. Motivación referida a las variables que hace eficaz el logro de un comportamiento inducido.
Un ejemplo banal: un niño fue privado toda la mañana de bebidas y estuvo bajo el sol; al final de la mañana, la mamá le dice: «No has bebido en toda la mañana y has estado siempre bajo el sol, debes tener sed».
2. Motivación basada en el comportamiento.
Un ejemplo banal: un niño está acostumbrado desde hace tiempo a tomar un chocolate cada vez que va a ver a una señora, pero la mamá le dice que evite este comportamiento por educación. El niño entra y no va directamente, como suele hacerlo, al tazón donde están los chocolates. La señora lo observa, espera y, después de un rato, le dice: «¿Cómo puedes privarte de esos chocolates tan ricos? ¡Vamos, toma uno!». La motivación para actuar está relacionada con un comportamiento precedente, repetido en el tiempo, por demanda.
3. Motivación basada en las consecuencias.
Un ejemplo banal relacionado nuevamente con la comida: la motivación es inherente a un hecho (o a una serie de hechos) que generalmente no está relacionado con la necesidad; un niño necio hizo un pacto con su mamá: organizar su habitación para así ser considerado educado y querido. Sin embargo, el niño no siempre respeta dicho pacto. Una mañana, la mamá le dice: «¿Quieres desayunar? Entonces tiende primero la cama y luego te doy el desayuno».
4. Motivación basada en estímulos discriminatorios.
Diferentes estímulos pueden crear la misma motivación e incluso reforzarla. Aquí se juega con gran parte de la motivación interna, la cual no es banal como en los casos anteriores. Diferentes estímulos pueden llevar a distinguir, de manera consciente o no, los diversos componentes involucrados. Tales estímulos pueden ser establecidos por parte del actuante de manera consciente o no (en nuestro caso por parte del alumno) o por parte del profesor. Por ejemplo, Holland e Skinner (1961) estudiaron el comportamiento animal, con base en el cual el animal escoge entre varios estímulos aquel que reconoce como un refuerzo (el famoso experimento de la elección del color rojo). De tal manera, la motivación de tipo 4 no es solo deliberada (por parte del sujeto) sino que puede ser inducida.
De todas formas, este apresurado análisis por sí mismo no permite estudiar, en mi opinión, el fenómeno académico que nos interesa: en Gagné (1973, pp. 330 e ss.) se entra más en lo específico. En esto me inspiraré para la siguiente sección.
Entre tanto, acepto inmediatamente la afirmación de Gagné según la cual el problema de monitorear, conocer, reforzar, desarrollar y utilizar la motivación es «la exigencia más seria que la escuela puede encontrar».
Por lo tanto, el problema es enorme: al menos psicológico, pedagógico y didáctico. “Tener motivación” se relaciona (en gran medida) con la esfera afectiva: una acción educativa que tenga en cuenta esto abarca problemáticas enormes, que ni siquiera sueño con afrontar aquí. Me limitaré a dos aspectos relacionados con esta cuestión:
• motivaciones para frecuentar la escuela;
• motivaciones para aprender.
Pasaré por alto un estudio profundo de las primeras motivaciones, lo cual no es rigurosamente banal. El niño, como decía anteriormente, tiene la obligación de ir a la escuela; tal obligación puede tener consecuencias negativas sobre su comportamiento, atención y disposición, si no hay motivación. A veces, al menos en lo que se refiere a la escuela primaria, la presión social (y familiar de manera particular), el placer de encontrar algo nuevo y la posibilidad de establecer relaciones con algunos o todos los compañeros de clase y con el ambiente son motivaciones suficientes. Sin embargo, hay estudios sobre la motivación negativa en cuanto a la frecuencia escolar, especialmente en lo referente a las clases menos favorecidas. No hay que olvidar que Huckleberry Finn considera que perder el tiempo yendo a la escuela es “cosa de nenitas”. Al parecer esta actitud no está del todo extinta hoy en día. Los estudios de Riessman y Wilson (en los años 60) (citados por Gagné, 1973) demostraron (especialmente para los niños de los Estados Unidos) que hay cierta diferencia entre la contrariedad provocada por la obligación escolar y la motivación de aprender una vez éstas se juntan. Sin entrar en detalles, me limitaré a exponer un comportamiento asumido por muchos estudiosos de la psicología del comportamiento escolar que haré mío: doy por descontada la presencia en el ambiente escolar motivada de modo positivo, de otra manera la complejidad de la problemática excedería mis posibilidades y competencias. Diré solamente que, si la familia del alumno estima la escuela y la apoya, se resuelven gran parte de los problemas; de esta forma, si la comunidad en la cual vive el niño acepta e impulsa la escuela, es plausible pensar en una motivación positiva para la frecuencia. Pero el caso contrario no es tan raro: la escuela obligatoria para los trashumantes, para jóvenes inmigrantes sin título de estudios reconocido (que se ven obligados a asistir a la primaria), para niños acostumbrados a estar en la calle sin control y sin atención, los cuales no son una minoría, sino que constituyen (en el mundo y también en Europa) un caso cuyo porcentaje hay que tener en cuenta hoy (y aún más mañana).
Y llegamos ahora a la motivación para aprender.
En primer lugar: ¿es ésta una motivación específica para algunos temas particulares del aprendizaje o es, por así decirlo, generalizada? En el primer caso, ¿es más eficaz el aprendizaje cuando hay motivación? Contrario a lo que se podría pensar, no hay mucha diferencia en los resultados de los dos tipos de aprendizaje, como se demostró a mediados de los años 60 gracias a las investigaciones de Postman (citadas por Gagné, 1973). Lo cual nos lleva a no considerar la motivación para aprender algo específico, sino una motivación general. Por otro lado, la confianza que el niño le tiene a su profesor hace parte de las generalidades del contrato didáctico: confío en ti, tú sabes qué debo aprender y por qué, y como tengo que contestar a tus preguntas, estoy en tus manos. Este hecho lleva inevitablemente a una situación que he llamado el “fenómeno de la escolarización” (D’Amore, 1999b). En estos términos, los impulsos que motivan al niño a aprender parecen ser:
• el deseo de aprobación (los compañeros, los profesores, los padres o la sociedad en general);
• evitar la desaprobación de los demás (lo cual es una consecuencia y un reforzamiento del deseo anteriormente expuesto);
• alcanzar una posición de estima entre los niños de la clase (estima social);
• el deseo más o menos inconsciente de dominar las habilidades intelectuales que lo estimulan.
Obviamente tales impulsos se interrelacionan y pueden reforzarse mediante estímulos oportunos (y aquí retomo lo que dije en la apertura de esta sección). Los refuerzos y estímulos son:
• las expresiones explícitas de aprobación;
• la falta de desaprobación;
• las demostraciones de estima social;
• la facilidad para dominar habilidades;
sin embargo, el refuerzo ocurre por medio de una cuidadosa elección de tareas que se proponen al niño, precisamente para darle la posibilidad de mostrar la idoneidad que posee y de merecer, por ende, aprobación y estima. Entre otras, como práctica escolar ya consolidada, más o menos velada, más o menos explícita, el profesor hace una declaración sobre el desempeño. Y es bien sabido que, aún en tiempos de evaluación por conceptos y no por notas, la sociedad y la familia tienden a cargar al niño de expresiones de motivación al respecto. (De todos modos, los papás y mamás de los niños que inician la escuela primaria hoy son los alumnos que en lugar de notas obtuvieron expresiones valorativas sobre su desempeño; y, aun así, estos padres se expresan en términos de notas sobre el desempeño de los hijos. Lo que, sin duda, quiere decir algo).
Seguramente la mejor motivación es la autosatisfacción de quien es consciente de haber alcanzado metas positivas y que, consecuentemente, tiene el deseo de mejorar. Si se alcanzara este nivel, ¡tendríamos sustancialmente autodidactas! Pero estamos lejos de lograr este tipo de motivación tanto en la normativa como en la práctica académica cotidiana.
J. G. Nicholls (1983) distingue tres tipos de comportamientos vinculantes en su teoría sobre la motivación:
• vínculo extrínseco: aprendo para obtener algo (consenso social, terminar la escuela, recibir premios o recompensas, […]);
• vínculo interior: deseo mostrar que soy juicioso e inteligente;
• vínculo en las tareas: estoy satisfecho con mis mejoras y con la facilidad con la que puedo realizar las tareas asignadas.
¿Cómo mejorar la motivación?
Se han tenido experiencias en este campo (Mager, 1962; Bereiter y Englemann, 1966; y otros en los Estados Unidos, especialmente después del asunto del Sputnik [...]):
• aumentar la recompensa en caso de comportamientos positivos;
• preguntar “sobre la marcha”, sin esperar que el estudiante haya terminado;
• hacer que el estudiante sea consciente por sí mismo de sus propios éxitos;
• crear una escala de recompensas y premios;
es obvio que, para ser críticos, ninguno de estos métodos es por sí solo la clave mágica; por ejemplo, el refuerzo positivo (estudiado por Skinner, 1968) es muy valioso, pero no es la solución.
Hay también dos tendencias opuestas que tal vez convenga conocer; hay quienes sostienen que la motivación más fuerte es la de las tareas, mientras que la del desempeño es apenas una consecuencia, especialmente Ausubel (1968), a quien cito:
La relación causal entre la motivación y el aprendizaje no es unidireccional, sino recíproca. Por este motivo, no es necesario postergar las actividades de aprendizaje en aras del desarrollo del interés y las motivaciones adecuadas; ya que la motivación no es una condición necesaria para el aprendizaje. Frecuentemente, la mejor manera de enseñar a un estudiante no motivado es indagar sobre el hecho y concentrarse en la manera más eficaz posible de enseñarle. Habrá en todo caso cierto grado de aprendizaje, a pesar de la falta de motivación, y se puede esperar que, de la satisfacción inicial de haber aprendido, el estudiante desarrolle la motivación para seguir aprendiendo. Por lo tanto, en algunos casos, el modo más apropiado para suscitar motivaciones para aprender y para focalizar los aspectos cognitivos del aprendizaje es confiar en que la motivación generada por el buen desempeño académico dé energías para el aprendizaje futuro.
Entonces, los estudios entorno a la motivación han arrasado con la llamada “teoría de los intereses”, poniendo en evidencia todos los procesos internos que influencian el empeño (en sus varios “tipos”) y las elecciones y los resultados consecuentes (en términos de éxito-fracaso). Los primeros pasos para intentar buscar una definición de la “motivación” nos llevan a hacer una distinción entre los investigadores que incluyen la disposición heredada o los que la excluyen, aceptando solo los aprendizajes explícitos; mientras que todos aceptan las disposiciones conscientes e inconscientes. En últimas, la motivación va hacia el estudio de las características del comportamiento (individual y social). Desde esta perspectiva, la familia y el profesor juegan roles centrales, ya que ellos son elementos insustituibles en la educación, en la estimulación y en la orientación, explícita o no, del niño. El profesor es un activador de comportamientos, positivos y no, y de alteraciones; es por esto que, una visión clínica lleva al profesor a autoanalizar sus propios comportamientos como base para analizar los del niño. Especialmente en el caso de los niños pequeños, pues la figura del profesor es un hecho nuevo, es la primera vez que un adulto, que está atento a las necesidades del niño, comparte el mismo comportamiento con otros sujetos extraños (y es esencialmente por esta razón que el preescolar puede desarrollar un rol socializador positivo).
Retomando a D. P. Ausubel, parecen relevantes tres “campos motivacionales” que caracterizan la interacción entre el profesor y el alumno; los cuales tomo de M. Groppo (1970):
• la motivación explorativa: en la familia reina una buena relación afectiva, por lo cual el niño tiene un buen nivel de estabilidad emocional e intenta establecer una relación explícita con el profesor basada en evidencia y problematización;
• la motivación incorporativa: el niño rechaza la figura del profesor porque tiene una experiencia familiar poco satisfactoria en el campo de las relaciones afectivas;
• la motivación conformista: el niño busca una relación afectiva con su profesor intentando recrear el ambiente familiar.
Es claro que tres estilos diferentes en el acercamiento con el profesor no pueden sino involucrar tres estilos didácticos diferentes; con este objetivo, el profesor debería, en su análisis de la clase, tener en cuenta estas características, distinguiendo y aislando los tipos y las diferencias y adoptando estilos individuales al menos en cuanto a la relación se refiere. Es por tanto así que P. Scilligo (1971) toma en consideración a la motivación no solo entre los factores que se deben tener en cuenta en los estudios sobre el aprendizaje, sino además en clave didáctica, poniéndola como instrumento y objetivo mismo de la educación. Siento que debo apropiarme de esta posición.
Skinner hace eco a Ausubel, diciendo que el problema de la motivación (en la escuela) no consiste en “impartir” motivaciones, sino en predisponer las condiciones para el estudio y el aprendizaje de manera tal que sean reforzadas. Llamaremos esta posición “motivación por las tareas”.
En cambio, la otra tendencia puede ser denominada “motivación por el desempeño”. La posición es inversa y por tanto no requiere muchas explicaciones. Entre los primeros en sustentar esta tesis se encuentra McClelland (1961) quien no estudió el caso particular de la escuela, sino el del grupo en general; para este estudioso, una motivación por el desempeño duradera es un motor y puede ser obtenida mediante una definición clara de las metas individuales, la percepción de mejoría individual, la disposición a asumir responsabilidades individuales en lo referente a las actividades propias, etc. Entonces, es necesario primero motivar para el desempeño; la motivación por las tareas es una consecuencia.
Otros autores prefieren, siempre en el ámbito de la motivación por el desempeño, ver como base de la motivación el aumento de las competencias o un “sentimiento de eficacia”, y esto puede y debe ser aprovechado en el ambiente educativo, hasta llegar a hacer que se “aprenda” la motivación misma.
Me parece que hay verdad en ambas posiciones, como sucede frecuentemente, sin tener que ser sectarios forzosamente.
Cuando no hay motivación, activar igualmente una tarea es también una forma de comunicación y, si el profesor es hábil, no se excluye que tal acción pueda crear motivación. Pero esto significa, al mismo tiempo, crear condiciones adecuadas para hacer que, mediante un desempeño positivo (que los estudiantes se vean a sí mismos incluidos positivamente en el contexto social de la clase), sea en sí un elemento de motivación. Me parece que hay un intercambio entre las dos posiciones.
Ni quisiera que se olvidase que nos estamos ocupando de la resolución de problemas de Matemática. Aquí no hay alternativa: ¿cómo se puede convencer a una persona que no tenga motivación a resolver un problema? En esta actividad, más que en otras, a mi modo de ver, la cuestión de la motivación es fuerte y hay que ponerla en evidencia con cuidado. Ignorar este hecho, empecinándonos en el desempeño, puede ser tiempo perdido y un modo para no poder recuperar en el ámbito personal.
Un sabio acuerdo motivacional relacionado no solo con la Matemática en general, sino de manera específica con la resolución de problemas matemáticos, pasa de manera forzosa por aquí.
No quiero olvidar el tema de la atención. «No está atento», no es una afirmación inteligente, ni puede ser una acusación significativa. No se trata de una afirmación circunstancial, sino genérica, si es cierto que los estudios de la Psicología de la educación han “sembrado” el tema de la atención en un set de componentes diversas.
No estar atento no es un hecho específico de por sí; puede querer decir mil cosas diferentes, desde la típica falta de atención (el profesor muestra algo en el tablero, mientras el niño mira sus propios dibujos) hasta la falta de respuesta (que puede tener a su vez causas muy diferentes), de la incapacidad para establecer un orden secuencial (lo cual hace que se den respuestas poco pertinentes) hasta la incapacidad para explorar el ambiente (lo cual, en cambio, el profesor da por descontado).
En el conjunto de las capacidades que se deben poner en juego para resolver un problema, también es fundamental la capacidad de estar atento. A mi modo de ver, en este caso juega un rol excepcional la motivación. Pero “motivar” de tal manera que el niño vea el texto del problema con atención y curiosidad, en cambio de ver sus propios dibujos, hace parte del profesionalismo del educador.
Aquí encontraría espacio una problemática sobre la cual me limito a dar la siguiente referencia: la importancia de la organización de la situación didáctica.
Nota bibliográfica
En la redacción de esta sección, hice uso de (Ausubel, 1968, sobre todo del cap. 10; Azrin, 1958; Bereiter, Englemann, 1966; Cobb, 1985; D’Amore, 1999b; Gagné, 1973, sobre todo el cap. 11; Goldiamond, Dyrud, Miller, 1965; Hewett, 1968; Holland, Skinner, 1961; Kleinmuntz, 1976; Mager, 1962; McClelland, 1961; Nicholls, 1983; Skinner, 1968).
En relación con la asimetría en las relaciones escolares específicamente, ver (Caroni, Iori, 1989; Groppo, 1970; Scilligo, 1971).
Consultar también (Barth, 1990, en particular desde la p. 181; Racle, 1983).
Según Racle la motivación no es un estado innato del receptor, ni una reacción voluntaria, más bien es un mecanismo fisiológico que se ejercita en dos planos: uno específico que conduce hacia un sujeto deseable y un plano no específico que asegura un estado de actividad general del organismo, adaptado y adecuado para reaccionar a estímulos externos. Por lo tanto, la motivación es un mecanismo de tipo acción/retroalimentación que puede ser manejado desde el exterior.
A propósito de la vasta e importante problemática de las relaciones afectivas con los profesores, consultar (Aspy, Roebuck, 1977). Me gusta traducir el muy significativo título del libro apenas citado: Kids don’t learn from people they don’t like, Los niños no aprenden de las personas que no les gustan. Hecho confirmado por (Tausch, 1978).
Sobre la capacidad del profesor de entender el desarrollo de las relaciones, ver (Abraham, 1984).
Evito cuidadosamente, para no perderme en caminos infinitos, toda cuestión inherente al Psicoanálisis, por confesada incompetencia. Sin embargo, en esta sección, podría muy bien encontrar lugar una mención relacionada con la problemática del así llamado “mecanismo del placer preliminar”.
Sobre la problemática general de la motivación para aprender, consultar también (Boscolo, 1986, especialmente las pp. 235-260).
Sobre las problemáticas del niño como elemento social, también ligadas a la capacidad o incapacidad de resolver problemas, ver el libro (Gardner, 1987, especialmente de la p. 270 en adelante).
2.2. Motivación y resolución de problemas
El modelo de escuela que los padres tienen en mente, incluidos los padres jóvenes, es muchas veces bastante diferente al modelo que la escuela en realidad ofrece al niño. Aún si los padres no estudiaron de memoria las tablas de multiplicar, han recuperado un modelo viejo consolidado en el tiempo, con niños que realizan operaciones continuamente y que resuelven “problemas” (que son sólo ejercicios) todo el día. A veces el profesor es consciente de esta diferencia de modelos, pero no siempre. Incluso el profesor más experto puede creer erróneamente que los padres (hasta los padres que aparentemente están de acuerdo) afianzarán en casa el trabajo educativo y didáctico. La realidad enseña que de hecho no es sí: los padres a veces critican, delante del niño, la labor del profesor. Esta discrepancia crea un ansia para nada irrelevante. Quedándonos en el tema de los problemas, el profesor puede estar convencido del hecho que a veces se entiende automáticamente que la tarea del niño es una cuestión de aplicación, otras veces en cambio es una deducción obtenida a partir de la observación y el razonamiento, a veces es la planificación de algo que requiere autonomía u otras veces puede ser una creación (o, para no exagerar, una demostración de autonomía). En fin, se puede pasar de una simple operación escrita (aplicación), al análisis de las propiedades particulares de una figura (observación, deducción de propiedades), a inventar una cosa hecha de tal o cual manera (idear, planear), hasta una creación autónoma (inventar un problema imposible). Esta escala de solicitudes, entre otras cosas muy razonables, no es banalmente reconocida por parte del niño, lo que le puede causar vergüenza. Parece preferible, entonces, crear una serie de acuerdos explícitos, haciendo que la calidad de la solicitud sea evidente para el estudiante, es decir hacer la solicitud de manera crítica. Tal vez los niños más “fuertes” pueden, basados en la experiencia, más o menos explícitamente “reconocer” la calidad del trabajo que se les pide. Pero, para los niños más “débiles” esta incerteza puede convertirse en una desventaja y por tanto puede ser contraproducente. Por lo anterior es que parece razonable fijar bien los criterios de evaluación (ver D’Amore, Zan, 1996b):
• se evalúa solo el “razonamiento seguido en la resolución de los problemas”; lo cual significa que no se podrá más adelante recriminar un eventual descuido en la ejecución de los cálculos;
• se evalúa con meticulosidad extrema la ejecución de los cálculos: viceversa.
Estos acuerdos explícitos deben ser respetados por ambas partes. Por lo tanto, es indispensable entrar en detalles sobre las fases de corrección de los trabajos escritos sobre la resolución de problemas, dando sugerencias, completando, y no solo señalando los errores (especialmente, de manera acumulativa, ya que esto no tiene ningún valor).
El lado afectivo hace siempre parte del gran capítulo sobre la motivación; un bloqueo que perdura y que es difícil de eliminar puede ser inducido en los niños que se equivocan frecuentemente si no hay una intervención tendiente al refuerzo afectivo. Para eliminar tales dificultades, Boero (1986) sugiere:
[…] elegir situaciones problemáticas bien contextualizadas, es decir problemas contextualizados en ámbitos culturales ricos y estimulantes para los niños: los “intercambios económicos”, las “producciones hechas en clase”, los “cambios estacionales”, el análisis del fenómeno de las “sombras”, las comparaciones históricas cuantitativas, la geografía económica, las “comparaciones de costo beneficio” entre diferentes tipos de carros (por ejemplo, en los medios de transporte).
Efectivamente, también las experiencias hechas o seguidas por mi muestran que los niños emotivamente o culturalmente más débiles pueden recuperarse (hablo de interés y de motivación, primero; de éxito y de capacidad, después), proponiendo temas de reflexión problemática más cercanos a su realidad. Sin embargo, debo decir que no siempre es así; si la realidad es adversa y cotidianamente difícil, en más de una oportunidad se ha demostrado la eficacia de una situación problemática ficticia, sobre la que se ha establecido un acuerdo. Por ejemplo, la planeación de un viaje de vacaciones a Zaire para una niña (R) que tiene graves dificultades familiares, conllevó al planteamiento de estrategias ficticias y reales sobre una problemática enteramente ficticia, consciente y agradablemente ficticia. Por otro lado, se trataba de un caso humano en el cual cualquier referencia a la realidad personal o familiar podría haber sido perjudicial: la niña necesitaba evadir la realidad y crear problemas atractivos. Lo anterior no tiene el ánimo de contrastar la propuesta de hacer referencia a situaciones reales en el caso de los niños más débiles, sino que tiene el ánimo de decir que no siempre el más débil (muchas veces por privación propiamente de la realidad) ama solo los contextos reales. (El discurso sobre los “más fuertes” es muy diferente: la motivación ya existe, generalmente, y la contextualización es casi del todo irrelevante).
El papel de los padres parece notable en lo concerniente con todo dicho en esta sección.
Nota bibliográfica
Para profundizar lo dicho en esta sección, sugiero (Boero, 1986) donde se puede encontrar una amplia bibliografía.
A propósito de la revelación de errores en los textos de Matemática por parte del profesor, especialmente en la actividad de resolución de problemas, encuentro muy pertinente (Baruk, 1985).
Ver también (D’Amore, Zan, 1996b).
2.3. Motivación, volición y afectividad
Que un elemento afectivo sea parte de cada descubrimiento o invención es bastante evidente, y muchos pensadores han insistido sobre esto: es claro que ningún descubrimiento o invención significativa puede realizarse sin la voluntad de descubrir.
Así se lee en Hadamard (1993). Claro, cuando el gran matemático Jacques Hadamard (1865-1963) habla de descubrimiento o invención, se refiere a ejemplos de descubrimiento o invención de alto nivel matemático.
¿Pero, ya que todo se relativiza (y a mi modo de ver cada descubrimiento o invención puede ser de alto nivel, según las bases de las cuales se parte), por qué no considerar la frase de Hadamard como una frase adaptable a una situación de clase en la cual la didáctica sea, por lo menos en parte, inspirada en las técnicas del aprendizaje por descubrimiento? Nos podemos referir al original discovery learning de Bruner (1961) o a una de sus tantas variantes sucesivas.
Por otra parte, dado que las emociones juegan un rol fundamental en la construcción personal del saber matemático, hecho que ha sido afirmado con fuerza también por parte de Kruteskii (1976) precisamente en el ambiente de clase y en los primeros niveles de escolaridad. Kruteskii habla de las emociones positivas experimentadas por los estudiantes que logran buenos resultados en Matemática, exactamente en los mismos términos en los cuales lo hacían Hadamard y otro gran matemático, Henri Poincaré (1854-1912),
[…] con la consecuencia que los aspectos relacionados con el conocimiento, tan evidentes en la investigación científica, aparecen profundamente conectados a aspectos emocionales» (Zan, 1995) [ver Poincaré (1906, 1914)].
El mismo Hadamard concluye: «Vemos nuevamente cómo la dirección del pensamiento implica elementos afectivos».
Lo cual, en una línea rápida, me gusta resumir de la siguiente manera: «Todo acto cognitivo presupone un ámbito afectivo» o sea: «No existe lo cognitivo sin lo afectivo».
La máxima gratificación posible para un profesor dispuesto a aceptar este tipo de consideraciones es, basándose en ellas, ver críticamente la didáctica propia. Lo cual se puede ejemplificar a partir de una frase con la que concluye Zan (1995), haciendo referencia a los que no lo logran resultados positivos en el campo de la Matemática:
El reto propuesto por quien “no lo logra” (más que un reto, es un llamado […]) no prevé caminos delineados a priori, ni admite soluciones técnicas. Pero si se tiene suficiente voluntad, paciencia y sobre todo fantasía para recoger tal reto —para escuchar el llamado— quizá se tenga la gran emoción de escuchar a nuestro alumno decir: «Una vez, en Matemática yo no lo lograba».
Pero: ¿qué se entiende por “afectividad” exactamente? Cito a Pellerey (1992):
Por afectividad se entiende en general un amplio espectro de sentimientos y estados de ánimo que se presentan con características diferentes respecto a la cognición pura. En este espectro se incluyen normalmente los valores, las creencias, las concesiones relacionadas con el sentido y el porqué de un área de estudio, las concesiones en sí relacionadas con tal área, los comportamientos, las motivaciones y las emociones. Las creencias o concesiones de referencia se constituyen a partir de un conjunto de apreciaciones y valoraciones subjetivas, relativas a la matemática, elaboradas bien sea por el alumno o por los profesores (…). En este caso prevalece el componente cognitivo, aunque tal conjunto constituya una parte importante del contexto personal en el que se desarrolla la dimensión afectiva.
Entre los múltiples componentes de esta “afectividad”, hay dos puntos que consideramos, dada nuestra experiencia, de extraordinaria importancia:
• la imagen de sí mismo en el quehacer matemático
• la motivación que tengan los alumnos al hacer Matemática.
Existe una amplísima bibliografía sobre cada uno de estos puntos. Por ejemplo, sugerimos la lectura de: Pellerey y Orio (1996) quienes hacen énfasis en este tipo de investigación (más de tres páginas de bibliografía en el contexto internacional); Cornoldi y Caponi (1997) y Zan (1997).
Indudablemente, el componente de la “motivación” tiene un peso relevante en los procesos de aprendizaje. Se puede advertir tal peso en modo epidérmico, hablando con los profesores, pero se advierte aún más como motivo recurrente en las investigaciones de carácter meta cognitivo.
Tal vez convenga, en primera instancia, distinguir entre motivación y volición:
En esta5 perspectiva, la motivación debe ser vista como el proceso mediante el cual se forman nuestras intenciones; es decir, la elaboración de las razones que nos llevan a hacer algo. Mientras que la voluntad es el proceso base en el cual nuestras intenciones se producen; en otras palabras, el querer conseguir concretamente el objetivo expresado por nuestras intenciones (Pellerey, 1993);
pero, refiriéndose a Heckhausen (1990), el mismo Pellerey (1993) afirma:
La motivación es concebida por Heckhausen según una perspectiva un poco restringida y precisa con respecto al concepto global tradicional. En este sentido, Heckhausen considera, de hecho, los procesos que incorporan la expectativa de resultados deseables o no deseables que se derivan de las acciones emprendidas y la percepción de la capacidad de lograr tales resultados por medio de éstas. El proceso se produce en el contexto de la relación entre persona y situación y constituye el primer paso del actuar, en cuanto elaboración cognitiva marcada por componentes afectivos, que insta más o menos fuertemente a una conclusión operativa (tendencia motivacional). El proceso motivacional, aun siendo el primer paso hacia la acción, no incluye la generación de la intención en sí. Es necesario que se desarrolle al menos un acto de consenso interno para transformar la finalidad de una acción en una intención de actuar explícita. Se trata del momento decisivo propiamente dicho, que no está relacionado tanto con el hacer o no algo, sino con hacer algo en este mismo momento, en este contexto preciso. Es entonces cuando se pasa del deseo a la elección.
Por lo tanto, aceptando la posición de Heckhausen, se pude decir que el paso del deseo a la acción no es tan banal e inmediato6: hablar de motivación en general, entonces, resulta un poco vago; se necesita por lo menos un acto decisivo y este acto parece estar fuertemente influenciado por:
• las decisiones personales previas del estudiante
• la capacidad por parte del profesor de crear el contexto propicio.
Solo que el contexto en el cual se desarrolla la Matemática parece estar a menudo ya confeccionado; las expectativas del estudiante y las decisiones previas (del profesor) en este sentido parecen cristalizadas por un modelo matemático ya pre constituido, ya decidido a priori por alguien más o, lo que es aún peor, por la naturaleza misma de la asignatura.
Nos podríamos limitar a pensar en una situación estándar en la que el profesor
• adopta una estrategia para reforzar la motivación intrínseca, haciéndola lo más extrínseca posible; por ejemplo, la estrategia del incentivo (o, en líneas más generales, técnicas para aumentar la autoconfianza)
y, por lo tanto
• favorezca la creación de una motivación interna [el límite de todo esto es que parece casi inevitable recaer en un modelo preconcebido; ver: Franta (1993)].
• O, y es aquí donde entra en juego nuestra experiencia (la cual describiremos más adelante), se necesitaría:
• por un lado, desplazar la expectativa preconcebida en relación con la Matemática (estándar: la de la escuela); se trata sustancialmente de poner en cuestión las viejas convicciones;
• por otro lado, convencer implícitamente (para evitar la demagogia; es decir, basándose en la tarea asignada y no en recomendaciones ni prédicas estériles) que cualquiera está capacitado para construir Matemática (e incluso que la Matemática son un producto construible de manera personal); se trata entonces de elaborar nuevas convicciones;
• en fin, incluir en la evaluación (que frecuentemente es un paso motivacional fuerte para el estudiante) precisamente el fruto de las tareas asignadas, sin dar a la Matemática escolar tradicional un tratamiento diferente, en el momento de la evaluación, al de la Matemática construida sobre la instancia no estándar (de manera que se dé dignidad tanto a la parte estándar como a la no estándar); sustancialmente se trata de una elección de tipo didáctico con el fin de llevar a cabo los primeros dos puntos.
Se trata de crear un contexto emocional positivo que debe ser estable a nivel cognitivo y relacional (ver la experiencia narrada en D’Amore, Giovannoni, 1997).
En resumen, es obvio que la emoción que no se relaciona con hechos contingentes y raros modifica el sistema mismo de convicciones y valores (sobre este punto, ver Pellerery y Orio, 1996): las reacciones emocionales repetidas llevan a asumir comportamientos; nos parece que un resultado positivo se puede obtener si el estudiante está dispuesto a modificar el modelo mismo de expectativa estándar de la Matemática por un modelo no estándar que el profesor le da como alternativa (repetimos: no de manera episódica, sino de manera estable en cuanto al tiempo y a la motivación).
Lo anterior nos lleva necesariamente a una reflexión sobre los comportamientos frente a la Matemática.
Recuerdo aquí los estudios pioneros de Aiken (1970, 1976), en los cuales se distinguieron los momentos cruciales del nacimiento de un comportamiento negativo en relación con la Matemática en la franja escolar que corresponden a los grados de 6 hasta 8 (es decir más o menos alumnos entre los 11 y los 14 años de edad). Aquí se trata de revertir el fenómeno buscando, en la medida de lo posible, comportamientos positivos. Ahora bien, existe un Inventario de comportamientos con relación a la matemática de Sandman (1980) que incluye seis escalas de medida:
• el placer de hacer Matemática
• el valor dado a la Matemática
• la percepción del profesor de Matemática
• la ansiedad con respecto a la Matemática
• el auto concepto en el quehacer matemático
• la motivación para hacer Matemática.
El hecho que los valores mínimos se alcancen en el paso de la primaria a la escuela sucesiva, e incluso que tales valores se vuelvan negativos propiamente entre los grados 6 y 8, además de ser evidente ante los ojos de cualquier profesor e investigador, es confirmado por algunos estudios, por ejemplo los de Anderman y Maehr (1994); lo anterior se adhiere al rechazo, a la aversión, a la motivación negativa, al negarse a creer que la construcción personal de la Matemática es una posibilidad: una especie de autodefensa de un “monstruo” que no se puede controlar de ninguna manera.
El interés investigativo e incluso el interés solo pedagógico en este sentido se debe centrar, más que en los procesos de la enseñanza, en los procesos del aprendizaje; mejor aún, debe centrarse en la relación enseñanza/aprendizaje partiendo de las siguientes convicciones, tal como se presentan en D’Amore y Frabboni (1996):
• el sujeto de la enseñanza de la Matemática no es la Matemática misma sino el alumno y, por lo tanto, la atención del profesor debe estar concentrada en los alumnos que están aprendiendo Matemática; de tal manera, se vuelve vital reconsiderar cada vez y tener siempre presentes todas las implicaciones incluidas en el triángulo de la Didáctica (Chevallard, 1985);
• el aprendizaje no se mide a través de una “cantidad de competencias adquiridas” vagas e indefinidas, se mide sobre todo a partir del placer, el deseo y la disposición a usarlas;
• la motivación intrínseca para aprender se debe mostrar como un objetivo didáctico, no como una condición de inicio (D’Amore, Sandri, 1994);
• en la enseñanza de la Matemática es necesario respetar al individuo; en este punto se sitúa la intención de no forzar aprendizajes vacíos o meramente formales, sino la necesidad de construir el pensamiento matemático, con la colaboración continua y cercana del alumno mismo, inclusive con la intención de dejar en él recuerdos positivos (no solo de orden cognitivo) de la materia (ver Furinghetti, 1993);
• en el proceso aprendizaje/enseñanza de la Matemática hay que considerar como algo prioritario que se debe tener siempre bajo observación la imagen que tanto el profesor como el alumno tienen de la Matemática, la imagen que tiene el alumno de sí mismo cuando hace Matemática y también la imagen que tiene el profesor de sí mismo en el desempeño de su rol.
Nota bibliográfica
Para la redacción de esta sección, hice uso de (Aiken, 1970, 1976; Anderman, Maehr, 1994; Boero, 1986; Bruner, 1961; Chevallard, 1985; Cornoldi, Caponi, 1997; D’Amore, 1994a, 1995a; D’Amore, Frabboni, 1996; D’Amore, Giovannoni, 1997; D’Amore, Martini, 1997b; D’Amore, Oliva, 1994; D’Amore, Sandri, 1994, 1996; Franta, 1993; Furinghetti, 1993; Hadamard, 1993; Hart, 1985; Heckhausen, 1990; Kruteskii, 1976; Kuhl, 1984; Laborde, 1982, 1995; Maier, 1993; Pellerey, 1992; Pellerey, Orio, 1996; Poincaré, 1906, 1914; Sandman, 1980; Zan, 1995, 1997).
De manera particular, sobre la distinción entre motivación y volición ver (D’Amore, 2003; D’Amore, Fandiño Pinilla, 2012; D’Amore, Godino, Arrigo, Fandiño Pinilla, 2003; Fandiño Pinilla, 2006; Pellerey, 1993).
A propósito de la motivación externa al aprendizaje de la Matemática, la educación de la intuición y la superación de los estereotipos escolares puede ser muy fructífero el estudio de las investigaciones de G. B. Saxe; quien, en efecto, hace mucho tiempo estudia situaciones de aprendizaje de la Matemática fuera del mundo escolar y, de tal manera, ha logrado comparar el aprendizaje escolarizado y el no escolarizado, obteniendo resultados interesantísimos. Sugiero (Saxe, 1977, 1979, 1982, 1985). Sobre todo, en lo relacionado con nuestro tema (Saxe, 1988). Para el lector poco familiarizado con las búsquedas bibliográficas (Saxe, 1991).
Un estudio critico – analítico del triángulo de la Didáctica en (D’Amore, Fandiño Pinilla, 2002.
2.4. El contrato didáctico en el laboratorio
Una sección breve para decir solo que: si al menos parte de la actividad escolar de la Matemática se desarrolla en el laboratorio, el contrato didáctico cambia porque cambian la motivación, el interés, el comportamiento y la volición.
Como lo dije anteriormente (con varios ejemplos de “casos”) la figura del profesor que da o promueve problemas es distinta solo si en cambio del ambiente de clase se trabaja en un ambiente distinto, un especifico ambiente de laboratorio, por varios motivos. Esto depende de varios factores, entre los que el “hacer” tiene un rol privilegiado, más que el “escribir” o el “hablar”. Las situaciones problemáticas que se delinean en el laboratorio se relacionan muchas veces con algo que se debe construir, hacer o manejar en la práctica, concretamente; para cuya realización se deben superar no solo obstáculos conceptuales sino también obstáculos prácticos y concretos. La ayuda del profesor (o del “técnico del laboratorio”, cuando existe) es esencial y significativa. La motivación que nace de esta actividad puede ser diferente y muy productiva: al final hay un producto funcional, un objeto que se puede mostrar; no solo un simple resultado o una simple aceptación social, existe la posibilidad de mostrar con orgullo un objeto, algo que funciona y que tiene un sentido.
Lo anterior me lleva consecuentemente al problema de la operatividad:
• en el laboratorio se puede pensar en un reto o en una simulación de la realidad en términos reales;
• en clase, la simulación del laboratorio no logra ser convincente (tan solo como modalidad ficticia); a lo cual yo llamo extrañamiento del ambiente o identificación artificial.
El origen de muchas de las molestias que produce el simple acercamiento a la Matemática es precisamente no querer distinguir lo real de lo ficticio. El mero acercamiento a la formalización de lo real puede generar un rechazo que, paradójicamente (valdría la pena reflexionar) es más acentuado en los estudiantes más “listos”. Cito aquí el caso de una niña de cuarto grado, J.; J. es muy lista en todas las asignaturas, sobre todo en idiomas y en dibujo; la niña demuestra creatividad, sabe hablar y contar historias, comprende los textos inmediatamente, es espontánea y activa; en Matemática es muy rápida, pero no participa activamente en la resolución de ejercicios ni en la ejecución de operaciones. Apenas se acerca a la descripción de una situación problemática, aún más si la situación es real, J. se cierra y no muestra disposición para escuchar, rechaza el contacto con la formalización y manifiesta incomodidad y poca tolerancia.
¿Qué se puede hacer en este caso? No se trata de una manifestación aislada, aún si en este caso se manifiesta de manera macroscópica; hay que “enmascarar” las situaciones problemáticas de carácter matemáticos, lo que puede pasar con:
• decir que se trata de otra cosa, no de Matemática;
• recurrir al laboratorio, donde el lenguaje puede no ser formal (puede estar relacionado con el dibujo u otra labor concreta).
Nota bibliográfica
Para la redacción de esta sección, utilicé (D’Amore, 1990-91; Fischbein, Vergnaud, 1992).
Las referencias bibliográficas generales para todo el capítulo son aquellas relativas al estudio de la relación comunicativa que pasé por alto para no hacer demasiado pesado el texto. Me limito a algunas referencias significativas: (Caroni, Iori, 1989; Argyle, 1974; Coffman, 1971; AA. VV., 1978).
Para el tema de la enseñanza vs. aprendizaje, una visión unitaria de proceso de interacción, ver (Postic, 1979).
Sobre el tema de las interacciones verbales profesor/alumno existen cientos de técnicas diversas, tal y como lo expone el clásico (Ballanti, 1984).
Entre las técnicas de interacción verbal, me parece aún interesante el modelo de Amidon-Hunter (el cual perfecciona sustancialmente el modelo precedente de Flanders), muy complejo y variado; ver (Amidon, Hunter, 1983).
Actualmente, en este campo, es indispensable poner atención a la llamada “interacción no verbal” (examinada en una fase especial por nosotros, la fase en la que los niños de una clase resuelven problemas dados por un experimentador, en presencia tanto de éste como del profesor); ver (Kaes, Anzieu, 1981; Kaes, 1983; AA. VV., 1974; AA. VV., 1985).
5 El autor de este pasaje (Pellerey, 1993) se refiere a los célebres trabajos de Kuhl (1983, 1984) sobre los procesos que preceden la realización de nuestras intenciones.
6 Ciertamente, hay que examinar si no es banal solo el “paso”, o también los dos “polos”: el deseo y la realización. Pero este punto debo pasarlo por alto, dejando en las manos de los más expertos la tarea de continuar.