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Habacuc 1.1–4

En crisis con Dios

Los cuestionamientos del profeta Habacuc son también dilemas de nuestras más profundas inquie­tudes en nuestra relación con Dios. El profeta no está solo, su crisis es la misma que atormenta a hombres y mujeres alrededor del mundo. Las preguntas del profeta del abrazo desesperado hacen eco en nuestra espiritualidad tornándose en preguntas incontesta­bles. Sus angustias laten en nuestro pecho aun hoy. Sus gritos de dolor todavía hacen eco en los oídos a lo largo de nuestra historia.

El libro de Habacuc no encierra una literatura que deba ser desconocida, cuyas páginas quedan en­cubiertas por el polvo del tiempo, ni tampoco como una profecía sin ninguna conexión con los tiempos actuales. La voz de Habacuc está en las calles, en las salas de clase de las universidades, en los tribunales de justicia, en los salones de los palacios de gobierno y en el complejo y mundo sensible del alma humana.

Para conseguir identificarnos con la crisis del profeta, consideremos las situaciones que circun­da­ban la vida del profeta.

La ciudad de Jerusalén estaba cercada por los enemigos porque renunció a ser protegida por Dios. El pueblo soberbio de Judá no quiso comprender las razones de Dios para el arrepentimiento y ahora estaba aterrorizado con la presencia demoledora de la violencia instalada en su región. La teología era clara, como estaba indicado en Deuteronomio: la desobediencia tiene un alto precio, y aquellos que caminan por los senderos sinuosos de la rebeldía tendrán que sufrir amargas consecuencias. Desde la muerte del buen rey Josías, su hijo y sucesor, Joacim, estaba conduciendo al país hacia la destrucción (Jer 22.13–19). Y mientras el pueblo y su líder se en­contraban ocupados en equivocar el camino, Dios mismo se encargaba de traer a los caldeos para corregir a Su pueblo soberbio, confiado en que mien­tras no se tocara el Templo y la ciudad, todo estaba bien.

Por otro lado, la decadencia espiritual y el colapso moral de Judá era un reflejo de la arrogancia de sus líderes y de los profetas que predicaban por conveniencia. Nadie quería escuchar la voz de Dios, y mucho menos los líderes, quienes contrataban falsos profetas para predicarles mensajes agradables a sus oídos. Se había convertido en un pueblo que quería entretenimiento en lugar de arrepentimiento.

Los sucesos internacionales que pasaron en aquella época no fueron un fenómeno político cual­quiera, sino una acción de la mano poderosa de Dios. Su soberanía en la historia no siempre es recordada, ni mucho menos plenamente reconocida, aun entre el pueblo de Dios.

La lectura que el profeta Habacuc se hallaba haciendo de la corrupción interna de Judá y el ataque externo de Babilonia, lo estaban dejando en profun­da crisis. Poco a poco, se va dando cuenta de que la acción soberana divina no encaja en su teología y lógica humana. Dios debería intervenir y detener a los invasores de su pueblo; Él ha elegido este pueblo para protegerlo y convertirlo en una gran nación. Este sólo debería buscar hacer su voluntad, vivir en paz con Dios sin arrastrar culpabilidades y buscar el bienestar, la ternura del Señor. Esto era vivir como ovejas de su prado, agradecidos al Dios soberano de la historia (Sal 79.8–13).

A través de un diálogo con Dios, el profeta le expone en voz alta sus cuestionamientos, situacio­nes y experiencias, que hablan también de nuestras propias crisis en el intento por relacionarnos perma­nentemente con Dios.

Un mensaje “pesado”, un diálogo imperdible con Dios

La profecía que vio el profeta Habacuc (Hab 1.1).

La vocación de profeta siempre ha sido complicada y Habacuc encarna esta realidad en su tarea profética. Las dos primeras palabras presentes en el libro del pro­feta son importantes para entender su crisis con Dios: Su mensaje: “la profecía” y su nombre: “Habacuc”.

En realidad, esta “profecía” que menciona el texto, era una “sentencia”. La palabra hebrea signi­fica, literalmente, ‘peso’, ‘pesado’ o ‘carga’. Y es que Habacuc tiene la visión y responsabilidad en sus manos de un mensaje pesado y “complicado” que dar, pues debe anunciar asuntos que no se quieren escuchar en el pueblo de Dios, por personas que él conoce, con quienes ha compartido la vida. Encarar la realidad no siempre es bien recibido, siempre se prefiere mirar a otro lado. Preferimos hacernos los desentendidos ante la realidad.

Por otro lado, el nombre del profeta se relaciona con su mensaje. Habacuc significa ‘abrazo’, pero no cualquier abrazo. Los himnos de su profecía refle­jan precisamente la personalidad del profeta, su carácter. Habacuc no es alguien que se queda pasivo ante lo que se percibe de Dios. Está listo a encarar un combate, como ese deporte japonés donde se abraza al contrincante, con las manos vacías, para sacarlo de un ruedo y vencerlo. El abrazo del profeta con su Dios es un abrazo cargado de emociones, un abrazo desesperado de alguien que no quiere soltarse de su Dios y quedar fuera, de alguien que se va a mantener, como Jacob, luchando por una manifestación especial de Dios.

Debemos entender que la labor de un profeta es una tarea complicada, pues no crea su propio men­saje. Él tiene que hablar de parte de Dios, es boca de Dios. Habacuc estaba batallando con un mensaje que se convertía en un dilema tremendo porque no contenía una buena noticia. Este mensaje no había sido producido en el laboratorio del discurso religioso, no estaba arreglado a la conveniencia de la audiencia ni a la del profeta. Esta profecía había sido revelada al profeta; Habacuc había sido inspirado, su mente y sus emociones habían sido impactadas y debía comunicarlo aunque no le agradara al rey de Judá. Él debía ser fiel a la verdad revelada por el Rey de reyes. El profeta luchaba con su convicción de no predicar para arrancar aplausos de los hombres, sino para llevarlos a la convicción de la necesidad de ser sensibles a un cambio de actitud, aun entre lágrimas de arrepentimiento.

En esta “sentencia” poética, Habacuc destapa la corrupción y la arrogancia que prevalece en la nación, levanta el tapete y muestra que la virtud es despreciada, la verdad pisoteada y la justicia me­nospreciada y olvidada. Habacuc tenía un mensaje pesado para entregar y tenía que hacerse cargo. Ese es el primer dilema que le produce una crisis a Haba­cuc. Y es el primer dilema que experimentaremos nosotros; si comenzamos a hablar de vivir en serio el cristianismo, la situación se irá poniendo un poco pesada y complicada para nosotros.

Un silencio “perturbador”

¿Hasta cuándo, oh Jehová, clamaré, y no oirás; y daré voces a ti a causa de la violencia, y no salvarás? (Hab 1.2).

Habacuc tenía una relación muy particular con Dios. Su mayor problema no era hacer un diagnóstico de la enfermedad de su nación, sino un estudio del accionar de Dios en el que la imagen de Él quedaría desdibujada. El silencio de Dios perturba la mente inquieta y la profunda espiritualidad de Habacuc. Esta ha sido nuestra experiencia en alguna ocasión con el Señor. Algunas veces, nuestra teología no resiste el accionar de Dios. En medio de las crisis, de la desesperación, al no obtener respuestas, nues­tra teología se queda corta, empequeñecida, para contener las actitudes que Dios toma ante nuestros problemas.

En Habacuc vemos claramente la situación de opresión y violencia, muy propia de una sociedad invadida por una fuerza militar superior, en la que se termina sometiendo y destruyendo la dignidad del pueblo. No se trata solamente de situaciones espirituales, sino de estructuras que legitimaban el poder político y económico en Judá en tiempo de Joacim. Es un tiempo en el que el pueblo está sufriendo económicamente porque debe pagar tri­buto a Egipto, financiar construcciones ostentosas y, además, sostener a la elite gobernante, que no tiene escrúpulos en usufructuar del trabajo de su propio pueblo en beneficio únicamente de ella.

Frente a esta situación, el silencio de Dios es perturbador y angustiante. El profeta tiene la misión de conducir la reiterada reflexión de los afligidos: ¿Cómo lidiamos con los silencios de Dios? ¿Cómo lidiamos con el aislamiento o “la soledad” de este Dios soberano, como diría Arthur Pink, muy distinto del “dios” del púlpito corriente? ¿Cómo lidiamos con su ser y su accionar en medio de nuestra desesperación e inseguridad? La crisis de Habacuc se agravó más cuando Dios le respondió, como veremos más adelante, de una manera que no esperaba. Definitivamente, nuestra teología, por más elaborada que sea, es siempre muy pequeña para dialogar abierta y sinceramente con Dios. Termina­mos reconociendo que lo único que nos queda es verlo lleno de gracia y de verdad, como lo había visto Juan, confiable, amigable, de criterio suficientemente amplio.

El silencio es prolongado y al profeta le parece tan indefinido que le pregunta desesperado a Dios: “¿Hasta cuándo, Señor?”. Este es el eco de la angustia de alguien que no soporta ver más lo que está viendo. A diferencia de otros profetas, no lo vemos fustigando al pueblo con su voz; el profeta está importunando a los cielos con sus oraciones. Pero Dios sigue en silencio. No hay otra palabra que la que ya pesa sobre el profeta.

Un diagnóstico “sombrío”

¿Por qué me haces ver iniquidad, y haces que vea molestia? Destrucción y violencia están delante de mí, y pleito y contienda se levantan. Por lo cual la ley es debilitada, y el juicio no sale según la verdad; por cuanto el impío asedia al justo, por eso sale torcida la justicia (Hab 1.3–4).

La invasión de Babilonia y la opresión del pueblo suscitan reacción y la violencia no se hace esperar; el caos hace impune el crimen, y el derecho y la justicia quedan en los recuerdos de los tiempos gloriosos de Judá. No se trata solamente de crímenes cometidos esporádicamente por uno u otro criminal. Se trata de la violencia impuesta por el usurpador, como la única forma de adjudicarse el poder. El pueblo ve que la vida deja de tener valor. El ejercicio del poder se ampara en leyes injustas al servicio del invasor, y el dinero no sólo sirve para el consumo, sino tam­bién para la corrupción. El profeta claramente entra en crisis cuando Dios le hace ver la realidad de un mundo violento que es más cruel de lo que él percibía cotidianamente.

Como en toda sociedad, existen instituciones que deberían velar por el derecho y la justicia, y el profeta intenta apelar a su funcionamiento, pero se frustra cuando constata con amargura que se ha des­virtuado el derecho y se ha distorsionado la justicia. En otras palabras, el pobre y el oprimido no tienen ninguna oportunidad en un juicio. La injusticia está institucionalizada.

El profeta no soporta el silencio de Dios, aunque se da cuenta de que algo más alimenta su crisis. Habacuc percibe que los tiempos de Dios son otros, que da la impresión de estar inactivo cuando tratamos de apresurar su respuesta a nuestra oración, pero está muy activo mostrando la iniquidad y la inequidad de Su pueblo. Dentro de esta certeza de lo inespera­do en Dios, el profeta insiste en reclamar: ¿Por qué me haces ver iniquidad, y haces que vea molestia? (v 3a). En otras palabras, una vez más su teología le dice: “Señor, ¿qué ganas sólo mostrándome la iniqui­dad? ¡Haz algo, la ley se debilita, la justicia se sigue torciendo!”.

Cuando las leyes dejan de ser la forma de gober­narse de un Estado y los violentos toman el control del poder, la ley pierde su fuerza, la anomia se instala, no hay ética, el orden que se instala es injusto y los más fuertes y poderosos explotan y oprimen sin consideración, sin que los débiles tengan posibili­dad de recuperar derechos amenazados o perdidos. Habacuc alza su voz contra la institucionalización de la inmoralidad, los juicios viciados y el soborno de poderosos para que la sentencia judicial los favorez­ca, y raras veces a los inocentes. Cuando la ley es violada, y las instituciones corrompidas, la sociedad pierde el equilibro de las relaciones sociales justas y se entrega por completo a la crisis, al deterioro total.

En las grandes tragedias humanas que han im­pactado a nuestra sociedad, no siempre es clara la respuesta de Dios ante nuestros ojos, y el único diag­nóstico constante que hacemos es sombrío.

Vivimos en una sociedad donde los males de siempre parecen ser cada vez más decadentes. Eso es un hecho indiscutible. Por su parte, en el pueblo de Dios, esta realidad la miramos sólo como nuestra miseria humana, sin tomar conciencia de que la iniquidad crece y florece también dentro de nuestros espacios, cuyo fruto no ha sido la paz, el bienestar, o la vocación de ser un pueblo especial.

En cierta ocasión, Billy Graham dijo: “Ninguna nación jamás fue vencida hasta haberse primero destruido a sí misma”. Lo que destruye la gloria de una nación, una iglesia, o una familia, no es tanto el enemigo externo, sino la corrupción interna. Dios quiere que veamos esta realidad.

El texto sagrado nos dice que el pleito y la contienda deshonesta “debilita la ley”. La corrupción y el pecado tuercen el derecho. Cuando la Palabra de Dios se torna un mero adorno, una simple pieza de decoración, el injusto comienza a asediar al justo. Comenzamos a ver desigualdad social y política, degradación moral y relaciones manchadas por la amargura y el rencor que enceguece. Entonces, en nuestras familias, la iglesia y la comunidad toda, no se percibe la gloria de Dios en las circunstancias adversas y desastrosas.

Estudiar Habacuc es diagnosticar nuestro tiem­po, abrir las entrañas de nuestra alma, buscar una respuesta para nuestras inquietudes y dudas. Es darnos la posibilidad de no quedar indiferentes al carácter moral y espiritual del tiempo en que vivi­mos. Benditas sean las crisis si estas van a permitir que veamos la realidad delante de nuestros ojos y podamos reaccionar positivamente frente a esto.

Habacuc

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