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En los días de Habacuc y en los nuestros

Habacuc profetiza en una época en que su nación, el reino del sur, Judá, estaba al borde del colapso. El pacto con Dios único y verdadero había sido dejado de lado. El pueblo y la monarquía no habían aprendido de la experiencia desastrosa de sus hermanos del reino del norte, Israel, quienes fueron llevados cautivos por Asiria en el año 722 a.C. Judá había entrado en el corredor oscuro del juicio y la tempestad, pintaba de color gris la ciudad orgullosa de Jerusalén. Las oportunidades que los podrían llevar al arrepentimiento y al bienestar pasaron por sus narices sin que ellos se inmutaran. No escucha­ron el llamado de atención de Dios y sufrieron las consecuencias del abandono de la integridad y fideli­dad al pacto y a Dios que fielmente llevaba adelante lo que había propuesto con su pueblo.

Había pasado algún tiempo desde que Samaria, capital del reino del norte, iniciara su propio camino. En esos días fue obligada a atrincherarse por tres años y, finalmente, destruida por el poderoso ejército asirio. No habían escuchado a los profetas de Dios. El reino del norte duró apenas unos 200 años. En todo ese tiempo, testarudamente había endurecido su actitud y anduvo lejos de los caminos de Dios. El cautiverio sin regreso fue su herencia y la herida sin cura fue su legado.

Por su parte, Judá, el reino del sur, se debatió entre seguir por el sendero de la obediencia y las escapadas peligrosas para alejarse del Señor. Todo dependía, finalmente, de los líderes que los condu­cían. Cuando reyes piadosos asumían el gobierno, el pueblo daba oídos a los profetas y se arrepentía de sus malos pasos, pero cuando gobernaban reyes idólatras e impíos, el pueblo sufría opresión y se desviaba de la presencia de Dios.

Teniendo la oportunidad de ver la experiencia previa de sus hermanos del norte, esto no fue sufi­ciente para abrirle los ojos al orgulloso Judá. Ni siquiera las reformas religiosas promovidas, hacía unos diez años, por el anterior rey Josías en el año 621 a.C., pudieron doblar las rodillas de un pueblo que permanecía desafiante frente a su Dios, quien lo exhortaba a cambiar de actitud. Su teología op­timista se basaba en la presuposición de la inmu­nidad del Templo y de la nación. Sin embargo, los acontecimientos en Judá contradecían esa teología, comenzando a ponerse en duda el poder de Dios y su control de todo y la vigencia de sus promesas.

Por otra parte, la reforma religiosa de Josías no fue suficiente para Dios, La ofensa, durante su antecesor Manasés, era más profunda por la aceptación de la exposición de niños a rituales paganos, pasando el rey mismo a su hijo por el fuego. Por llevar a Judá a pecar con sus ídolos, los indujo a que fuesen peor que las naciones enemigas (2R 21.3, 9, 11).

Judá está en los últimos días de su existencia; una tragedia se avecina, Jerusalén quedará en manos del nuevo imperio hegemónico. Inicialmente, Judá resiste a Egipto sin éxito. El rey Josías decide hacer frente al faraón Necao, pero encuentra la muerte en el campo de batalla (2Cr 35.20–27). En su reemplazo, Necao colocó como rey al hijo de Josías, llamado Joacim, quien posteriormente se alejó de los cami­nos del Señor, apartándose de las reformas religiosas de su padre. Resistió fuertemente la predicación del profeta Jeremías, quemó los rollos del libro que dictó a Baruc y mandó al profeta a la prisión (Jer 36.28; 37.15).

El mapa de la política internacional se complica­ba cada vez más. El poderío militar de Asiria y Egipto quedó sometido por un imperio superior que había comenzado a dominar: el nuevo imperio babilónico. El poder y la opulencia del rey Nabucodonosor, haría posible más adelante la invasión y destrucción de Jerusalén. El rey Joacim sería deportado encadenado. Los utensilios del templo serían llevados al templo pagano de Babilonia. La teología iba quedando corta para explicar estos sucesos. Hasta qué punto llegaba la soberbia y la injusticia en el pueblo de Dios que vino a ser merecedor de esta severa corrección. Hasta qué punto una superpotencia que, desafiante, invade a otra nación, oprime, esclaviza y saquea, es enviada por Dios contra su pueblo para devastarlo, porque no ha llegado a perdonar su soberbia e idolatría (2R 24.1–10).

Es precisamente en este tiempo —de la pronta llegada destructora de Babilonia, de la caída repen­tina de Asiria y Egipto, de la inminente invasión a Jerusalén— cuando aparece la voz del profeta Habacuc. Aparentemente, Judá no había sido aún invadido (Hab 1.4), pero el Líbano ya comenzaba a sufrir (Hab 2.17) y había anomia, violencia e in­justicia en el pueblo (Hab 1.2–3). Esto nos llevaría a señalar el ministerio poético-profético de Habacuc entre los años 609 al 597 a.C.

El ascenso de Babilonia a posesionarse impe­rialmente no pasa inadvertido en la historia de la redención. No obstante ser una nación violenta, tiene un pasado cultural significativo. Dios le pidió a Abraham salir de sus tierras hacia lo que más tarde vino a ser la tierra prometida. Babilonia fue constituyéndose en símbolo del mal y de la oposición humana contra Dios (Ap 17.5). En los tiempos de Habacuc, Babilonia, aliada con los medos, destruyó Asiria, conquistó y sometió a Nínive.

Por su parte, los egipcios, antiguos aliados de Siria, pretendían resistir en Palestina la expansión babilónica. Judá, gobernado por Josías, en una acción sorprendente, contradictoria, recién saliendo de la crisis religiosa, procura detener a los egipcios que resisten la expansión del imperio babilónico.

Los egipcios, posesionados en el área de Pales­tina aún no invadida por Babilonia, avasallan al hijo de Josías, Joacim, y convierten a Judá en tributario del poder regional egipcio y limitan las libertades. Joacim era un pésimo gobernante y tirano, déspota; aunque no aceptó la alianza egipcio-asiria, los tri­butos que les impusieron mermaron la economía de Judá, obligándolo a recurrir al trabajo forzado para las construcciones públicas, especialmente de un nuevo palacio. La oposición popular y la voz profética no se hicieron esperar.

Babilonia finalmente avanzó hacia el sur, en la batalla de Carquemis, en el año 605 a.C., derro­ta a los egipcios y se abre camino hacia Siria y Palestina. En el avance hacia esta, aparece la figura de Nabucodonosor. Judá está en el centro del giro de los acontecimientos. Esto produce desolación en la nación. No fue bastante ser tributaria de Egipto; ahora avanza sobre ella una potencia mundial. A su crisis, parece seguir la desintegración. La teología de la obediencia para bendición, aparentemente no le trae resultados. La reforma religiosa, a su parecer, ha sido un fracaso. No vale la pena la fidelidad al pacto. Una relación entre ética y teología no es posible, parece ser el análisis ante los acontecimientos. Una ética superficial y una condescendencia con prácticas paganas que surgen de la distorsiones del Dios de la historia y ya abandonadas, se reinstalan en Judá.

Sobrevive en la mentalidad religiosa la idea de que el Templo, la ciudad y la nación estaban protegidos por el pacto con el Dios Todopoderoso. Hay una promesa de por medio y los hechos parecían darles la razón. Nabucodonosor sometió a Joacim sin invadir Judá, inicialmente, y el imperio babiló­nico se había impuesto en la región de Palestina. Sin embargo, más tarde, unos diez años después, el ejército de Nabucodonosor invadió Jerusalén; deportó encadenado, inicialmente, a Joacim, quien, posteriormente, tras una rebelión en Judá, murió probablemente asesinado. Tras su muerte, se inició la deportación de personas notables, príncipes, artesanos, herreros, militares, a sus mujeres, a los poderosos de la tierra, y dejaron a los pobres, a la gente de la tierra. Además, Nabucodonosor hizo llevar los utensilios del Templo y los reubicó en su templo pagano en Babilonia (2R 8–17; 2Cr 36.5–8).

Este fue el inicio del fin de Judá como pueblo asentado sobre lo que identificamos como la tierra prometida. Frente a todo este desastre que se avecina, el profeta no está solo, lo acompaña un remanente del pueblo, que no espera sino la justicia y la miseri­cordia de Dios. Ellos ven cómo se derrumba el poder, cómo la teología que legitimaba el poder religioso y la alianza con los poderosos no sirve cuando Dios decide reivindicar abiertamente al justo, al que cree que la fidelidad al pacto en la historia pasa por aban­donar la soberbia y esperar la misericordia de Dios.

La violencia con que se iniciaron los hechos pasó de la violencia relacional, cotidiana, a la violen­cia estructural. La anomia, la vida al margen de la ley se generalizó, al igual que el sentimiento de in­seguridad, y todo esto motivó a la búsqueda de una explicación. Tal vez uno de los temas más estudiados en la actualidad, es la búsqueda de una explicación de la falta de seguridad para el ciudadano común y corriente y de a pie. Sin embargo, desarrollamos poca conciencia de estar siendo parte de un sistema en el que se produce una “justicia torcida”, como la llama el profeta. Es tal la situación que el sistema mismo ha producido su propia “justicia y dignidad” y ha terminado siendo ofensivo. Contradictoriamente, el imperio es respetado; Habacuc observa que se lo considera “formidable” y “terrible” al mismo tiempo. Babilonia produce fascinación y temor a la vez. Es una nación poderosa y también cruel y violenta que lleva el terror delante de ella.

En su profecía, el profeta reflexiona en voz alta buscando que el pueblo justo llegue a comprender las causas de la situación y simultáneamente realice una acción crítica que traiga alguna esperanza de transformación. Asimismo, su intercesión sincera y su teología desarticulada vienen a ser, en el fondo, la preocupación de Habacuc. La responsabilidad de oír la Palabra de Dios y temerla es la actitud impres­cindible para que el Espíritu haga brotar esa teología poética y profética esperanzadora (Hab 3.1).

La lectura atenta de la poesía y profecía de Habacuc, permite que los que sufren, los oprimidos, explotados y débiles de todos los tiempos y lugares, encuentren una senda que les permita encontrar su lugar y su acción en la historia, pues descubren la confianza y la esperanza en Dios como parte de su vivencia real.


Habacuc

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