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Capítulo III
ОглавлениеJulieta estacionó el 206 casi en la puerta del lugar. Estaba como a un metro por encima del suelo, era una edificación antigua pintada de blanco, con molduras sobre la puerta y las ventanas pintadas de azul. Debía subir unos 5 escalones para poder ingresar. Las ventanas eran altas con celosías y balcones estilo francés. El lugar era muy bonito, acogedor y circundado con flores de muchos colores. Todo estaba abierto, la puerta y las ventanas y el aire de la nochecita corría llevando consigo el perfume a fresco. Subió los peldaños e ingresó a lo que parecía ser un comedor bastante grande e iluminado. El piso de color rojo estaba muy cuidado, brillaba como uno nuevo; pero era antiguo. Había 6 mesas rectangulares con 6 sillas cada una, coronadas con hermosos manteles en cuadrillé rojo y blanco. Paredes altas, prolijamente pintadas de blanco. Una televisión grande colgada en una de las paredes y una puerta hacia otra habitación con la luz encendida y ruido a que alguien estaba allí. Julieta golpeó las manos y llamó.
¿Hola? – un perro cocquer salió ladrando desde la otra habitación y la voz de una mujer le siguió al ladrido.
¡Shhh! ¡Coca! – la mujer reprendió a la perrita que había ladrado mientras se secaba las manos con el delantal. En el ambiente se sentía un olor exquisito - ¡Hola! Perdón ladra por cualquier cosa, se está poniendo vieja.
¿Usted es María Rosa? – le preguntó
¡Sí! ¿Te mandó Fede? Él me avisó que venías. Me llamó por teléfono. Qué bueno que llegaste – Julieta sonrió.
Soy Julieta.
María Rosa, pero decime Marité – era una mujer muy simpática, sonriente, de estatura un poco más baja que ella, rubia con el pelo debajo de los hombros y flequillo. Ojos claros y un strass en la nariz. A Julieta le agradó de inmediato.
¿Tendrá un lugar para que pueda quedarme?
Tuteame por favor… me hace sentir vieja – rió – Sí, te preparé la piecita más linda. Por aquí.
Caminaron hacia una puerta antigua y alta, de esas que tienen banderolas arriba, con vidrios repartidos esmerilados. Al cruzarla, pasaron hacia una galería semi techada, con el alero bien alto que era sostenido por cuatro columnas muy antiguas de hierro torneado en excelente estado y pintadas de negro. El piso era rojo, pero con dibujos de rombos blancos en la parte central, formando un rectángulo en toda la galería, que al encender la luz, brilló como el que había visto en el comedor. Las puertas de la galería en forma de “U” eran todas iguales, de doble hoja, altas, con banderolas y vidrios repartidos esmerilados. El jardín en el centro era precioso; la gramilla prolijamente cortada lo cubría todo y se erguían hermosos arbustos con flores. En el centro había un aljibe rodeado por florcitas rosas y un enorme jazmín lo perfumaba todo. Ese lugar era realmente precioso y Julieta no dejaba de ver cada detalle. Marité se detuvo en la segunda puerta de las dos que había sobre ese costado, justo frente al jardín. Al otro lado de la “U” una pared baja con rejas negras lo separaba de la calle.
Te preparé la piecita que tiene baño. Las demás comparten el de allá – y señaló otra puerta – La tuya es en suite como dicen ahora – le dijo y rió.
Entraron al cuarto y Marité encendió la luz, a su huésped le encantó de inmediato. Piso de madera de pinotea en perfecto estado, un roperito con molduras y puertas dobles. La ventana era igual a las del frente, pero esta llegaba hasta el piso. También con balcón. Una cama grande de hierro que se veía muy cómoda y la mesita de noche de madera con mármol tenía un velador arriba. Cobijas blancas y almohadones en color azul, gris y negro daban ese toque de color. Un sillón de mimbre al lado de la ventana y un espejo de pie en uno de los rincones. Otra puerta, no tan alta, pero con vidrios repartidos esmerilados daba al baño que Marité le mostró orgullosa.
Este es tu bañito – dijo en diminutivo – Tiene ducha y bañera. Todo funciona perfecto.
Este lugar es hermoso… realmente hermoso – dijo mirando todo a su alrededor.
Gracias. La casona es todo para mí y la cuido como el hogar que es ¡Ay! – grito del susto al oír caer un rayo cerca de ahí. La tormenta había llegado – Parece que se vino no más. Después cerrá la persiana así el agua no entra.
Sí. No hay problema.
Si tenés algo en el auto podés buscarlo. ¿Tenés hambre? Yo iba a comer. Te convido
Si gracias – no dudó en aceptar la invitación. Uno porque tenía hambre y dos porque el aroma al entrar le había hecho agua la boca.
Bueno, yo voy a la cocina. Después vení conmigo.
Gracias Marité.
De nada reina – le dijo y salió del cuarto.
Julieta recorrió el lugar con la vista otra vez y le pareció divino. El baño era blanco y negro y la bañera era una de esas antiguas con patas, blanca e impecable. Los pisos brillantes y relucientes. A diferencia del piso en Puerto Madero, era acogedor y no un lugar frío y sombrío que había quedado muy atrás.
Caminó de regreso al comedor y salió a la calle hasta el auto para ir por sus cosas que estaban en el asiento y el baúl. Se fijó en dejar todo bien cerrado para que el agua no entrase. Miró a su alrededor y solo encontró paz. Una sola luz iluminaba la plazoleta que tenía en frente. De una camioneta roja perpendicular a ella vio bajar a una persona, pero no le prestó atención. Fue a la única persona que vio a su alrededor. Todo parecía tranquilo y callado, salvo por los truenos que se hacían presentes.
Volvió a caminar hacia el interior de la casona, Marité ya había cerrado las tres celosías de las ventanas que daban al frente. Julieta llevó sus cosas a la habitación e hizo lo mismo cerrando la persiana. Encendió la luz del velador y apagó la de arriba y fue hasta la cocina al encuentro con la dueña de casa, atendiendo el llamado de aquél aroma embriagador. Ante la calidez de la cocina, ambas se sentaron a la mesa enorme que había allí y que ocupaba casi todo el espacio.
Siéntate – le dijo y señaló la cabecera de la mesa, ella se sentó a su izquierda, de espaldas a la mesada.
A Julieta le llamó la atención la enorme cocina industrial que tenía la mujer, estaba casi en medio de una mesada azulejada que iba de un extremo al otro de la habitación, finalizando al lado de una puerta, que pensó, iría a la parte trasera de la casa. La mesa ocupada todo el lado opuesto, media como dos metros y medio, dejando tan solo un pasillo estrecho para pasar entre ella y la mesada. Al otro extremo de la habitación estaba una antigua cocina a leña y donde la perrita tenía su camita justo al lado. Un par de puertas empotradas daban acceso a la despensa, de donde Marité había sacado todo lo que había en la mesa.
Comé reina – le dijo extendiéndole un plato a Julieta – Eres tan delgadita – dijo haciéndola sonreirá – Son unos sorrentinos que sobraron del servicio del mediodía ¿No te molesta no?
¡No, por supuesto que no! – le contestó amable y ya al verlos comenzó a comer con los ojos.
Son caseritos. Todo hecho con mis propias manos. Ahí hay quesito rayado.
Están riquísimos – saboreó la invitada de Marité - ¿Dijiste servicio?
Sí, yo tengo un comedor. Aquí vienen a comer vecinos que se quedaron solos, algunos peones y gente de paso. Fede los manda cuando alguien pregunta por un lugar para comer.
O dormir… - dijo sonriente.
O dormir, sí – ella la imitó – Eso me ayuda a mantener todo esto en pie, así como lo ves. Por lo general se llena a la noche, porque al mediodía vienen los viejos. Los peones almuerzan en al campo.
¿Hace mucho que lo haces?
¿Todo esto? – hizo ademán con sus manos abarcando todo a su alrededor – Lo hizo mi abuelo como en el 1890 y pico o 1900. Llegó de España y aquí se quedó. Primero fue pulpería, venían los gauchos a tomar la ginebra y el aguardiente – rió – Después mi papá y su hermano hicieron el hotel. Lo de atrás era la casa de mi abuelo y ellos lo reformaron. Mi tío falleció y mi papá lo cuidó hasta que yo me hice cargo. Sola, porque a mi hermano nunca le interesó. Él es abogado en Rosario y allá se quedó.
¿Esto tiene más de 100 años Marité? – dijo sorprendida.
Sí, sí – contestó con evidente orgullo.
¡Wau!
Mi sobrino me ayuda mucho a mantenerlo. Quizás lo conozcas antes de irte. Hoy debe haberse quedado en el campo, con alguna amiga. Sino siempre cena conmigo los sábados.
María Rosa le contó casi toda la historia de su vida y del lugar. A ella le gustaba contarla y a Julieta escucharla, así que la dejó hacer. Hablaron hasta terminada la cena y el postre, que había sido una porción generosa de budín de pan con dulce de leche. Hasta que Marité miró la hora en el reloj de pared y suspiró.
Son más de las doce, con razón me dio sueño. Me voy a ir a dormir. Cierro acá adelante y me voy a acostar.
Te ayudo.
Ambas caminaron hasta el comedor y cerraron las ventanas. La mujer miró a través del vidrio de la puerta y exclamó.
¡Sí vino Juan!... debió llegar tarde. Por eso no debe haber venido a comer – ella sonrió – Es la camioneta roja de allá – se la señaló a Julieta y ella miró hacia donde le dijo. Recordó haber visto el vehículo cuando buscó las cosas en el auto, pero no dijo nada.
Julieta se recostó en la antigua cama oyendo la lluvia caer sin descanso. Un sonido continuo pero tranquilo, hipnótico y relajante. Sintió el olor de la tierra mojada, el aire fresco colarse por las rendijas de la persiana y oyendo a la lluvia pronto se vio envuelta en un sueño profundo.
El domingo, Julieta despertó a media mañana, sintiéndose completamente renovada. Aún se oía el sonido de la lluvia, había llovido toda la noche. Abrió la persiana y observó todo lo que la noche anterior no había podido. La ventana daba a la parte trasera de la casona de más de 100 años y delante de ella solo estaba el horizonte. Solo había campo y nada más.
Una huerta hermosa crecía a sus pies. Prolijamente cuidadas, crecían lechugas, acelgas, tomates, morrones, zapallos y sandías enormes; y todo estaba siendo regado por el agua de lluvia. Corrió la cortina de voile y la vio bailar con la brisa que entraba por la ventana. Se dirigió al baño y comenzó a llenar la bañera, esa tan blanca e impecable que había visto por primera vez la noche anterior. Buscó en su neceser un frasquito con aceite de jazmines y perfumó el agua, también, sobre una especie de bandeja de madera que cruzaba la bañera y se sostenía a los lados, dejó shampoo, jabón y acondicionador. Mientras preparaba el baño, sobre la cama había dejado una muda de ropa que aún no había estrenado y un pote de crema para el cuerpo, para hidratar la piel luego de haberse bañado.
Se sumergió en el agua caliente y sintió sus poros abrirse con el relajante calor de la inmersión, mientras oía la lluvia caer. Con calma y premura, lavó su cuerpo y su cabello. Cuando se sintió satisfecha y renovada, se secó con una de las toallas que Marité le había dejado colgada en un toallero. Era tan suave al tacto que más que secarse, la acariciaba a cada paso por su piel, luego la hidrató y se vistió con lo que había escogido minutos antes.
Salió al pasillo de la galería, caminó hasta la puerta de vidrios repartidos que daba al comedor y se detuvo al oír la voz de un hombre. La dueña de casa hablaba con alguien, pero por alguna razón, Julieta creyó conveniente no darse a conocer, había algo en esa voz.
¡Hubieses venido igual a cenar Juan! – le reprochó Marité – Si la chica es re simpática.
No lo dudo… la vi cuando llegué ayer – confesó su sobrino – Pero no quise interrumpir.
¡Qué salame que sos!
Gracias tía – dijo irónico.
Tomá – le dijo mientras le extendía un plato con tostadas de pan casero, queso y mermelada – Comé y tomá el mate.
Uno no más. Quizás la chica se despierta y…
¿Y qué? ¿Me vas a decir que le tienes miedo ahora?
Juan no le tuvo miedo. Él la había visto llegar la noche anterior y, aunque estaba algo lejos, pudo verla y sentir que despertaba algo en él. Algo diferente. Era absurdo, quizás ridículo. Él solo había visto a una chica sacar cosas de un auto y entrar a la casa de su tía ¿Por qué entonces deseaba apartarse? ¿Por qué necesitaba mantenerse lejos?
Se llama Julieta – su tía lo había quitado del trance, mientras le ofrecía otro mate – Quizás se vaya hoy o mañana. Vino a pasar la noche solamente ¿Y Natalia?
¿Qué hay con ella?
¿La seguis viendo?
Nah
¿Cuándo vas a sentar cabeza? – se quejó la mujer – Vas con una, con otra y con ninguna…
¿Y qué con eso? – dijo molesto.
Tenés 30 años Juan
Acabo de cumplir 29. Me voy ya.
¿Por qué?
Porque aunque sea domingo, no quiero escuchar sermones.
¿Venís a cenar? – lo llamó mientras cruzaba el comedor hacia la puerta de entrada.
¡No!
Este chico me va a sacar canas de todos los colores – se quejó Marité y suspiró mientras seguía con sus quehaceres.
¿Buen día? – dijo Julieta detrás de ella. Al ver la figura de tan imponente hombre marcharse, se había sentido segura y había salido de su escondite.
¡Hola! – la saludó – Juan acaba de irse.
Me estaba bañando – se excusó.
No, está bien. Él es así, va y viene. Se enoja y vuelve – suspiró apenada. Ella quería algo bueno para su sobrino.
Lo quería como al hijo que no había podido tener y le dolía verlo así, desorientado. Ella creía que Juan no sabía cómo formar una familia, porque él mismo no había tenido una. La había visto tener muchas novias o “acompañantes”, pero se aburría rápido y se quedaba solo hasta encontrar a otra y así se conducía por la vida.
Juan era conocido en el pueblo por sus muchas conquistas. Mucho se decía de él y de su estilo de vida, pero poco se sabía en realidad. Lo cierto era que la crianza que había tenido con su padre no había sido del todo buena. Si bien había intentado hacer lo mejor para el chico, cuando su esposa los había abandonado (por algún sueño incumplido) el hombre trató de criar solo a su hijo; un chico por demás enérgico y con muchas ganas de hacer cosas, crear, experimentar y explorar. Pero viviendo en un departamento en la ciudad de Rosario, no había muchos lugares para ser explorador. Había estado confinado a las 4 paredes de su casa, al cuidado de niñeras porque su padre era un abogado reconocido y trabajaba largas jornadas. Juan se aburría y les jugaba bromas a las mujeres encargadas de su cuidado, haciendo que se quejaran con su padre por su mal comportamiento; lo que devenía en castigos físicos severos, los que habían moldeado un carácter muy fuerte en él y a veces peligroso.
Al crecer, se lo había exigido de manera intelectual y había realizado actividades extracurriculares para que Juan (ya adolescente) se mantuviese ocupado. Pero tantas presiones afectaban su conducta y eso lo había llevado de escuela en escuela, de deporte en deporte, idiomas y demás. Solo se había sentido libre, explorador y útil en los veranos en los que su padre lo había enviado a Margarita, en un intento desesperado por tranquilizar al chico. Allí con su abuelo y Marité, había aprendido a cocinar, a cazar y exploraba aquél vasto territorio. Se escabullía entre los maizales, pasaba horas a la vera del arroyo y conocía cada rincón como la palma de su mano.
También había aprendido mecánica de la mano de su abuelo y para su adolescencia, ya arreglaba cualquier motor con los ojos cerrados. Había aprendido a conducir con la Ford F100 del 65´ roja y había tenido su primera vez con Desiré, su “amor de verano” a los 16 años. En Margarita había sido feliz durante su infancia y su adolescencia, hasta que debió someterse a los rigores de su padre por última vez.
Marité le extendió a Julieta una panera con tostadas y ella la puso sobre la mesa, sentándose en el mismo lugar que la noche anterior. Aún podía escucharse la lluvia caer sin pausa. María Rosa sirvió dos tazas de mate cocido con leche y se sentó a la mesa con su huésped.
¿Te gusta el mate cocido? No te pregunté, perdón – se disculpó la mujer.
Huele de maravillas – suspiró Julieta a modo de cumplido.
Menos mal. Come lo que quieras, ahí hay azúcar – fue señalando cada cosa en la mesa – Queso, mermelada de higos, manteca… come con confianza.
Gracias – respondió mientras comía con los ojos – Todo se ve tan rico.
¡Todo caserito! – dijo orgullosa.
Julieta le puso azúcar a la infusión en su taza en lugar de edulcorante y el sabor había sido completamente diferente. Tomó una tostada y la untó con mermelada de higos, que era una delicia al paladar. Nunca había comido tan rico en toda su vida.
No creo que te convenga irte hoy reina. La lluvia no paró en toda la noche. Aunque le hizo bien al campo, la ruta es peligrosa, sobre todo la entrada.
Estaba pensando en quedarme unos días. Hacía mucho no encontraba tanta… paz.
¿En serio? – Marité no ocultó su alegría y entusiasmo. Los ojos le brillaron.
Es que me fui de Buenos Aires buscando exactamente esto y quiero aprovecharlo.
¿Buscando qué? Pensé que ibas de vacaciones a algún lugar.
Buscaba paz Marité – sorbió de su taza la reconfortante infusión.
Pero… ¿Qué te pasó? – dijo extrañada.
Iba a casarme. Incluso hoy debería estar casada viajando a Bahamas. Pero no lo hice. Dejé todo.
¡No lo puedo creer! ¿Ibas a casarte? – Julieta asintió - ¿Y qué pasó?
Me engañó. Con mi mejor amiga – la mujer la alentó a seguir el relato – Yo trabajaba para su padre, era su asistente personal. Al chico lo había conocido en la facultad y por él dejé mi carrera, dejé todo. Su padre me contrató y hace un año me pidió matrimonio porque ya se había recibido de economista y trabajaba también para él.
¿Pero qué hacía ese hombre para necesitar asistente, economista y todo eso?
Es el candidato a Jefe de Gobierno Porteño.
¡Con razón!
Y bueno… hacía un tiempo que Mauro, así se llama mi ex, no era igual conmigo. me trataba bastante mal.
¿Te pegó? – se inquietó Marité y Julieta negó con la cabeza.
No. Más bien eran malas contestaciones. Indiferencia. No me llamaba y se iba todo el día. volvía tarde y malhumorado. Incluso había dejado de tocarme.
¡Infeliz!
Julieta le contó a su nueva confidente los sucesos que la habían llevado a dejar todo en Buenos Aires y rieron a carcajadas cuando le contó cómo y dónde había arrojado el anillo de compromiso. Según la mujer “se lo merecía por estúpido”. Ambas desayunaron y al terminar de comer, le siguieron las rondas de mate y los sustos al oír los rayos caer en plena tormenta, la cual, se había ido incrementando con el correr de las horas.
El resto del domingo había transcurrido en la calma absoluta. La lluvia había cesado después del almuerzo y María Rosa se había retirado a su cuarto a dormir la siesta. Coca dormía plácidamente en su camita al lado de la cocina a leña y Julieta, en cambio, estaba en su cuarto leyendo junto a la ventana abierta hecha un ovillo en el sillón de mimbre.
Mientras leía, respiraba profundo para llenar sus pulmones de ese olor a tierra mojada y aire fresco. Pudo oír el trinar de benteveos, teros y calandrias que habían salido luego de la tormenta. El cielo permaneció gris, pero el aire era templado y agradable. Había comenzado a pensar en que quizás su estancia allí podría extenderse bastante tiempo más.
Habían pasado varios días desde la llegada de Julieta a Margarita y se sentía como en casa. Junto a Marité, quién se había vuelto su amiga, habían preparado el servicio del comedor y estaba aprendiendo a cocinar. Había oficiado de moza y atendido las mesas para ayudar a la dueña del lugar. Había conocido a “los viejos” que iban a comer cada día, aquellos hombres que habían quedado viudos y preferían almorzar y cenar en compañía de la gente conocida del pueblo.
Todos le habían dado una cálida bienvenida a la chica de Buenos Aires y habían halagado su belleza. “Ojos de cielo” la habían apodado y a Julieta le había parecido encantador. Algunos de los peones de los campos que venían durante la noche le decían “señorita”, otros solo se quedaban mudos ante su presencia debido a la timidez.
Había hablado con su padrastro y le había contado a cerca de Margarita y su gente tan amable. Ella se sentía cómoda y a gusto allí. En cambio Luis le había contado que su madre estaba cada día más encaprichada con que su hija volviese y se casase con el infeliz de Mauro. Al parecer, el joven, estaba arrepentido de lo sucedido y lo había hablado con Perla.
Mauro se había percatado de que había perdido a una mujer perfecta para él por haberse acostado con una cualquiera. A menudo, se sentaba en el sillón en forma de “L” de la sala y bebía whisky cada noche hasta caer desmayado. Incluso Rosí, la mucama, se había preocupado por el estado de su señor. Estaba demacrado, ojeroso y había catalogado a su higiene personal como algo innecesario. En vano, Rosí había querido llamar a su patrona varias veces, pero el número estaba fuera de servicio. Preocupada buscó ayuda con el padre de Mauro, pero ese hombre era un trozo de hielo. Lo único que le había dicho había sido que “se lo merecía por imbécil y que se las apañara solo”. Ante la negativa de ayuda, la mucama, optó por llamar a Perla y ella acudió de inmediato.
Al presentarse Perla en el piso de Puerto Madero, encontró a un joven desalineado, sucio y desmayado de borracho en el sillón de la sala. Lo ayudó a levantarse y a bañarse. Le cambió la ropa que ordenó tirar a la basura y lo obligó a comer, ya que estaba visiblemente demacrado. Según la muchacha del servicio él no había probado bocado en 3 o 4 días.
¿Quieres matarte Mauro querido? – le había dicho la mujer.
Soy un estúpido. Ella era una reina y lo arruiné todo.
¿Y cómo piensas hacerla volver si ni siquiera te has bañado?
Julieta no va a volver Perla, menos conmigo.
¡Tonterías! – sentenció – Ella volverá de donde quiera que esté y te pedirá perdón a ti por haberse ido así… ¡Ya lo verás!
Luego de una charla motivacional por parte de Perla, obligó al muchacho a recostarse y descansar, mientras que ella buscaría la forma de obligar a su hija a volver a Buenos Aires y cumplir con sus deberes a como diera lugar.
Esa madrugada en Margarita había sido más húmeda y calurosa de lo que Julieta hubiese esperado. El aire fresco era inexistente y el ventilador de pie solo movía el aire caliente dentro de la habitación de un lado a otro. Miró su reloj que marcaba las 5 de la mañana. Estaba aclarando y se vaticinaba un día por demás agobiante.
Incómoda en la cama, agobiada por el calor, se levantó para ir a la cocina y buscar algo de agua fresca. Estaba sedienta, la temperatura era la misma tanto afuera como adentro. Caminó a la cocina, encontró a Coca durmiendo jadeante en medio del camino. Antes de llegar a la cocina, escuchó un sonido que llamó su atención. Marité había dejado abiertas las ventanas del comedor pero las celosías cerradas, en un intento en vano por obtener aire fresco durante la madrugada; debido al silencio reinante, cualquier sonido externo podía oírse claramente. Eran respiraciones profundas y jadeos en el silencio de la mañana. Parecía que alguien hacía alguna especie de esfuerzo y tenía la respiración agitada. Extrañada, Julieta se acercó a la puerta vidriada del frente de la casona y buscó el origen de aquellos sonidos, los que descubrió al instante.
Por el porte robusto y su altura (como de 15 o 20 centímetros más que ella) se trataba de Juan, el sobrino de Marité. Vestido con pantalones cortos y zapatillas, estaba en la plazoleta frente al comedor, completamente solo, observado atentamente por un perro mestizo. Él hacía ejercicio. Lo vio recostarse en el piso para hacer abdominales y flexiones de brazos. Lo observó colgarse de un arco de fútbol que había allí y levantar el peso de su cuerpo con los brazos. Los músculos del pecho y brazos se tensaban con cada movimiento, su torso desnudo parecía haber sido tallado con un cincel y sus piernas mostraban su magnitud con cada sentadilla que realizaba. Era lo más hermoso que Julieta había visto en toda su vida. Asombrada, lo vio anudarse una soga a la cintura con el otro extremo sujeto a algo muy pesado, luego él comenzó a correr, levantando una nube de polvo arrastrando aquél objeto que no logró ver con claridad. Era un entrenamiento muy intenso, algo que en Buenos Aires hubiesen pagado fortunas para hacer en el mejor de los gimnasios y Juan lo hacía gratis antes de que saliera el sol.
Lo miró absorta, encantada de lo que sus ojos tenían frente a ella. Respiró profundo sintiendo la falta de aire, pero consiente de la creciente humedad en su sexo. Unas gotas de sudor corrieron entre sus senos, pero ella sabía que no eran por el calor del ambiente, sino el calor que ese hombre le había provocado. Sintió seca la garganta y el sudor en la frente. Al ver a Juan dejar la plazoleta seguido del perro, ella volvió a sus planes de buscar agua en la cocina. Tomó la botella de la heladera y se sirvió un vaso. El líquido fresco corrió por su garganta calmando su sed y el calor de su cuerpo. Volvió a servirse y caminó a su habitación, sabiendo que el deseo que hervía dentro de ella no podría calmarlo tan solo con agua.
Juan había terminado de entrenar como casi todas las mañanas. Había despertado temprano, antes de que el sol saliera y había cruzado la calle para ejercitarse en la plaza frente a su casa. Ringo, su perro mestizo lo acompañó.
Había corrido alrededor del terreno varias vueltas, había hecho abdominales y flexiones de brazos. Varias series de sentadillas y arrastrado la pesa de 50 kilos. Había trabajado cada músculo como de costumbre y se sintió satisfecho. Luego se había bañado y bajo el agua caliente había estirado los músculos trabajados. Se vistió con su ropa de trabajo (jeans, camisa y borceguís de trabajo) cargó sus herramientas en la caja de la camioneta, le abrió la puerta a su perro y éste subió detrás. Condujo por los caminos vecinales hacia los campos donde debía arreglar las máquinas agrícolas descompuestas. Sabía que sería un día largo y agotador, no solo por el calor agobiante de esa jornada, sino también, por la imagen de aquella mujer que a través de la ventana lo había estado observando esa mañana, haciendo el entrenamiento aún más difícil y doloroso, debido a la dureza de su miembro tan solo al verla.
Cada uno había transitado ese día de manera cansina. El calor no había mermado en absoluto y tampoco el pensamiento de uno por el otro, que, aún sin saberlo, era de deseo mutuo.
Julieta había ayudado a Marité en el servicio del mediodía, habían trabajado en el huerto y cosechado tomates, lechuga, morrones y acelga. Les habían quitado las hierbas de entre las plantas y regado todo bien temprano, bajo la mirada de Coca. Ese mediodía el almuerzo había sido muy liviano, con una ensalada bien fresca de lechuga, tomate, zanahoria y huevo. Para Julieta había sido todo un manjar y le había dicho a la cocinera “esta lechuga es tan tierna que es como comer solo los corazones”. No había nada más fresco que eso.
A la hora de la siesta, la dueña de casa se había recostado y Julieta había dejado de lado su lectura para imitarla y descansar un rato. En cambio Juan, había pasado varias horas recorriendo lugares en busca de un repuesto difícil de conseguir para una cosechadora que estaba harto de arreglar. Se rompía todo el tiempo y Alejandro, su dueño, no quería venderla y comprar una nueva. Luego de conseguirlo, le dedicó varias horas más a cambiar el nuevo por el viejo.
¿Cuándo vas a vender esta maldita porquería? – le había dicho.
¡Oye! El dinero no crece en los árboles, bien sabes que no me darán mucho por esta mierda y yo no tengo tanto para comprar otra – respondió Alejandro, el dueño de la máquina y del campo.
¡Deja de llorar!
Supe que hay una chica muy bonita parando en la casa de tu tía – dijo sin miramientos y Juan sintió la ira apoderarse de él.
Cuidado Alejandro… no querrás que te rompa todos los huesos del cuerpo – dijo amenazante con la mitad del cuerpo metido dentro del motor de la cosechadora.
¡No puedes quererlas a todas para ti amigo!... todas quieren que Juan se las coja. “Quiero que Juan me invite a salir” – dijo Alejandro poniendo voz aguda a modo de burla – Además, si esta chica está de paso quizás quiera conocer la caballerosidad margaritense – dijo tocándose la entrepierna – Ya sabes… algo que no se olvide de su paso por aquí. Podría ir esta noche a cenar y… - desprevenido, Alejandro sintió un golpe seguido de un dolor agudo en la nuca y su cuello siendo aplastado por una mole. Al abrir los ojos, vio los azules de Juan a centímetros de los suyos. Lo tenía inmovilizado con su antebrazo aplastándole el cuello dificultándole la respiración. El tipo era demasiado fuerte.
Aléjate de Julieta – volvió a amenazarlo con su voz grave y pausada – Si la tocas haré que vayas a visitar al creador maldito degenerado ¿Lo entiendes? – Alejandro no podía respirar ni tampoco librarse de Juan. Apenas asintió él lo soltó. Cayó al piso y tosió como acto reflejo. Juan recogió sus cosas y silbó llamando a Ringo que estuvo a su lado en segundos. Tiró las herramientas dentro de la caja de la F100 y se fue de allí. Cuando pudo volver a hablar, Alejandro le gritó.
¡No puedes tenerlas a todas maldito imbécil! - siguió tosiendo mientras vio la camioneta alejarse.
Condujo como enajenado por los caminos vecinales de tierra, levantando una nube espesa de polvo a su paso con la F100. La ira y el sentido de la posesión lo habían tomado por completo. No quería ver a esa mujer con otro hombre que no fuese él. Ella era suya.
Se había mantenido distante, tratando de que ella no lo afectara, pero le había sido imposible. Su plan había sido esperar a que ella se fuera del pueblo, pero no había sido así. Había pasado como una semana y aún seguía allí. ¿Por qué no se había ido? ¿Acaso no estaba solo de paso?, sea lo que fuese, ya no tenía sentido; porque Juan se sintió atraído por aquella mujer (demasiado para su gusto) y no había vuelta atrás. Esa noche iría a cenar a lo de Marité y vigilaría que nadie se pasara de listo con ella.
La había visto el día que llegó a Margarita. Era bellísima. Había sentido su perfume tan solo al entrar al comedor aquél domingo, la había visto detrás de la puerta vidriada que iba del comedor a la galería antes de irse, incluso supo que lo había estado observando esa misma mañana mientras entrenaba en la plazoleta. Lo estaba volviendo loco, y ni siquiera habían cruzado palabra. Era descabellado, casi estúpido; pero supo que cuando le pusiera una mano encima perdería el control por completo. En su interior, Julieta, ya era suya y de nadie más.
Para el servicio de la cena, afortunadamente el calor había mermado un poco y corría aire fresco del sur. Marité y Julieta habían abierto todas las ventanas y las puertas de los cuartos para ventilar y refrescar los ambientes. Excepto la puerta que iba del comedor a las habitaciones, porque la dueña de casa mantenía la privacidad de aquella ala de la casa.
Habían preparado milanesas con ensalada para la cena y Julieta estaba ayudando como lo hacía desde que había llegado. El comedor estaba lleno, incluso había mujeres, que, según María Rosa, eran las cocineras o empleadas domésticas de los campos que a veces iban a cenar.
Mientras preparaban las bandejas con la comida en la cocina, escucharon a las mujeres decir “¡Juan!” y Marité fue feliz al tener que poner otro juego de plato, vaso y cubiertos para su sobrino. Mientras tanto Julieta experimentó cierta incomodidad, mezclada con deseo y ganas de salir corriendo.
¡Vino Juan! – le confirmó su tía -Llevale el pan y la manteca – le extendió las cosas y Julieta invadida por el miedo y la expectativa, caminó al comedor.
No había hecho dos pasos que los ojos de él estuvieron sobre ella. No había dejado de verla al acercarse. Julieta vio su rostro por fin y se derritió por dentro. Sus ojos azules (un poco más oscuros que los de ella), el cabello corto negro estaba húmedo, seguramente porque se había dado un baño antes de ir a comer. Su rostro de rasgos definidos y masculinos, la barbillas hermosamente dividida en dos y la barba de algunos días le cubrían las mejillas dándole aún más carácter… no había dejado de mirarla y ella a él tampoco. No se dijeron nada, solo se miraron.
¡Ojos de cielo! – la llamó Don Cosme desde una de las mesas. Julieta debió ir a verlo.
¿Qué le traigo Don Cosme? – dijo sonriendo. Sin dejar de sentir la mirada de Juan sobre ella.
Un poco más de pan – le extendió la panera vacía.
Ya le traigo – la tomó y volvió a la cocina. Sentía un temblor correrle por todo el cuerpo. Al entrar distraída, se dio de bruces con Marité quien llevaba una jarra con agua al comedor, lo que hizo que Julieta se mojara de arriba abajo.
¡Ay perdón! – se excusó la mujer – Fue sin querer.
Está bien. Yo estaba distraída y no te vi. Voy a cambiarme.
Tranquila, yo sigo por acá – y María Rosa siguió con los quehaceres.
Juan, que había estado atento a todo, vio a Julieta irse hacia el otro lado de la casa y fue tras ella. Despacio dejó su silla, caminó hasta la puerta y desapareció. Las mujeres que allí estaban se ofuscaron porque el semental había ido tras la chica nueva.
Se ocultó en la habitación a oscuras y vacía que estaba al lado de la de Julieta, y la esperó. Pudo oírla cambiarse y oler su perfume desde allí. Era como una bestia al acecho. Cuando Julieta pasó por delante de la puerta de la habitación, Juan la tomó por detrás y le tapó la boca con una mano para que no gritase y llamase la atención. La sostuvo contra la pared y la instó a que hiciera silencio. “Shhh” sisó y ella lo observó atónita. Se miraron a los ojos, azul contra azul. Julieta respiraba agitada, su pecho subía y bajaba; Juan le quitó la mano de la boca muy despacio y se miraron casi sin pestañear. El corazón les latía con fuerza. Puso el pulgar en el mentón de ella y el resto de la mano en la nuca, tocó sus labios con el dedo y le habló casi susurrando, acariciándola con la nariz en su paso por el cuello, mejillas y boca.
Sé que me observas. Te he visto. Aunque creíste que no lo hacía – habló en su oído y Julieta se sintió desfallecer - ¿Qué quieres de mí Julieta? ¿Acaso no sabes lo que despiertas en mí? ¿Lo que me provocas? – ella no pudo decir palabra alguna, ese hombre la tenía completamente cautivada – Debes saber que a partir de este instante y desde el momento en que te vi, tú, me perteneces… ¿Lo sabes? – ella asintió – Dilo… ¿Eres mía? – su voz grave y susurrante en su oído despertó en ella sensaciones que jamás había sentido.
Lo soy – susurró sin pensar.
Entonces Juan llevó su otra mano al rostro de Julieta y sosteniéndole las mejillas y la nuca arremetió contra su boca. Tomó por asalto sus labios, la besó y ella lo dejó hacer. Aprisionó su cuerpo contra el de Julieta y ella pudo sentir la dureza de Juan sobre su pelvis. Ambos comían la boca del otro, dejando salir ese deseo que los había embriagado desde el primer instante, aún sin haberse visto.
Julieta enredó los brazos en el cuello de Juan, se puso de puntitas porque era muy alto, él la sostuvo de la cintura y la aprisionó contra la pared. La hizo suya con la boca y ella se entregó a ese hombre que le inspiraba miedo, temor y deseo. Cuando la soltó por fin, ambos respiraban agitados y sentían sus corazones acelerados. Se miraron una vez más, Juan besó la punta de su nariz y le sonrió por primera vez, mostrándose satisfecho. Él se fue caminando tranquilamente hacia el comedor, dejándola sola allí, confundida. Sintió la puerta del comedor abrirse y cerrarse unos segundos después, como si el beso no hubiese ocurrido, como si nada hubiese pasado. Se arregló la ropa, el pelo, respiró profundo y volvió al comedor. Lo vio a Juan comer con la vista en el plato y sonriendo. Su tía le preguntó.
¿Dónde estabas?
En el baño – respondió sereno.
Julieta se sentó en su lugar en la mesa de la cocina, vio su plato servido pero dudó si comer o no, ya que no quería que el sabor de Juan se fuera de su boca. Aún olía el almizcle de su cuello y sentía un hormigueo en sus labios “¿Eres mía?” le había preguntado, “Lo soy” le había respondido. La cabeza le daba vueltas.
¿Estás bien? – le preguntó Marité quitándola de sus pensamientos.
Sí – le contestó – Te esperaba para comer.
Gracias reina. Pero si tienes hambre puedes comer sin mí.
Puedo esperarte – sonrió y pensó “Total, ya comí los labios de Juan”.