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INTRODUCCIÓN

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LA CUERDA ANDON

¡Cuán pobres son aquellos que no tienen paciencia! ¿Hay herida que sane de otra manera que no sea poco a poco?

WILLIAM SHAKESPEARE

En una pequeña habitación sin ventanas, en una pequeña clínica del sur de Londres, está a punto de empezar un ritual familiar. Llamémoslo Hombre que visita a un Especialista para Tratarse su Dolor de Espalda.

Puede que reconozca la escena: las paredes blancas están desnudas aparte de un póster anatómico y unas cuantas huellas emborronadas. De una bombilla del techo emana una luz fluorescente. Un tenue olor a desinfectante flota en el aire. En un carrito junto a la camilla de tratamiento hay agujas de acupuntura colocadas como las herramientas de un torturador medieval.

Hoy, soy el hombre que busca alivio para el dolor de espalda. Boca abajo en la camilla, mirando a través de un anillo de espuma envuelto en papel, veo el dobladillo de una bata blanca arrastrándose por el suelo. Pertenece al doctor Woo, el acupuntor. Aunque está a punto de jubilarse, sigue moviéndose con la gracia ligera de una gacela. Para la muchedumbre dolorida que aguarda en la sala de espera es el estandarte de los beneficios de la medicina tradicional china.

El doctor Woo está plantando un pequeño bosque de agujas a lo largo de mi columna. Cada vez que me pincha la piel, suelta un gruñido amortiguado de triunfo. Y cada vez la sensación es la misma: un cosquilleo de calor seguido por una contracción extrañamente placentera del músculo. Me quedo quieto, como una mariposa rendida ante un coleccionista victoriano.

Después de insertar la aguja final, el doctor Woo baja las luces y me deja a solas en la penumbra. A través de las paredes delgadas, lo oigo charlando con otro paciente, una mujer joven, sobre sus problemas de espalda. Más tarde, regresa para extraerme las agujas. Mientras volvemos a la zona de recepción noto que mi ánimo va mejorando. El dolor ha cesado y puedo mover el cuerpo con entera libertad, pero el doctor se muestra prudente.

—No se deje llevar —dice—. La espalda es complicada y necesita tiempo para curarse adecuadamente, así que debe ser paciente. —Asiento, mientras aparto la mirada y entrego mi tarjeta de crédito. Ya sé lo que viene a continuación—: Debería someterse, al menos, a cinco sesiones más —sentencia.

Mi respuesta es la misma que la última vez, la misma de siempre: concertar una nueva cita, mientras que, en secreto, planeo cancelarla.

Dos días después, como siempre, mi espalda ha mejorado lo suficiente como para cancelar la siguiente visita, y además tengo la petulante sensación de que estoy ahorrando tiempo, molestias y dinero. De todos modos, ¿quién necesita múltiples sesiones de acupuntura? Con una ya vuelvo a estar en plena forma.

¿O tal vez no? Tres meses después vuelvo a estar en la camilla del doctor Woo, y en esta ocasión el dolor me baja por las piernas. Me duele incluso tumbado en la cama.

Ahora le llega el turno al doctor Woo de ser condescendiente. Mientras prepara sus agujas, me comenta que la impaciencia es la enemiga de la buena medicina, y después, me dice algo más personal:

—Alguien como usted no va a mejorar nunca —me dice, con más lástima que enfado—, porque es de esas personas que quiere solucionar rápidamente sus problemas de espalda.

Ay.

Su diagnóstico da en el clavo. No solo soy culpable de todos los cargos (llevo veinte años buscando soluciones rápidas para resolver mis problemas de espalda), sino que, además, a estas alturas, debería haberme aprendido la lección. Después de todo, viajo por todo el mundo dando conferencias sobre lo maravilloso que es ir con calma, tomarte tu tiempo, y no hacer las cosas lo más rápidamente posible sino lo mejor que se pueda. Incluso he predicado las virtudes de la lentitud en congresos médicos. Sin embargo, aunque la desaceleración ha transformado mi vida, el virus de la prisa, evidentemente, sigue corriendo por mis venas. Con precisión quirúrgica, el doctor Woo ha puesto el dedo en la llaga de una verdad incómoda que he evitado durante años: cuando se trata de curarme la espalda, sigo siendo un adicto a las soluciones rápidas.

Mi historial médico parece un periplo sin fin. A lo largo de las últimas dos décadas, una procesión de fisioterapeutas, masajistas, osteópatas y quiroprácticos han retorcido, hecho crujir y estirado mi espalda. En sesiones de aromaterapia, me han frotado la región lumbar inferior con abedul y manzanilla azul. Los reflexólogos han trabajado en los puntos de presión conectados con la espalda en la planta de mis pies. He llevado una abrazadera, he engullido analgésicos y relajantes musculares, y me he gastado una pequeña fortuna en sillas ergonómicas, en plantillas y en colchones ortopédicos. Piedras calientes, ampollas calientes, corrientes eléctricas, esterillas de calor y bolsas de hielo, cristales, reiki, ultrasonidos, yoga, técnica Alexander y Pilates; sí, he pasado por todas y cada una de esas cosas. Incluso visité a un curandero brasileño.

Hasta ahora, nada ha funcionado. Por supuesto, durante todos estos años ha habido momentos de alivio a lo largo del camino, pero después de dos décadas de tratamientos sigue doliéndome la espalda, e incluso empeora.

Quizá todavía no he encontrado la cura adecuada para mí. Al fin y al cabo, otros han superado el dolor de espalda con técnicas de mi plan de tratamiento, e incluso me recomendaron encarecidamente al curandero brasileño. O quizás, y eso me parece mucho más razonable, el doctor Woo tenga razón. En otras palabras, busco soluciones rápidas para el dolor de espalda, y me centro en los síntomas sin llegar hasta la raíz del problema, lo que tiene como resultado un alivio temporal, y que me irrite cuando dejo de hacer progresos, o que tenga que esforzarme más, hasta que paso al siguiente tratamiento; vamos, como una persona que vigila continuamente su peso y salta de una dieta a la otra. El otro día vi un enlace a una página web en la que se anunciaba que la terapia de imanes era una panacea para el dolor de espalda. Lo primero que pensé no fue: «Claro, y las vacas vuelan», sino: «¿Pueden hacerme eso en Londres?».

Este libro no es un diario sobre mis problemas de espalda. No hay nada más tedioso que escuchar a los demás quejarse de sus achaques y dolencias. Si creo que vale la pena explorar mi batalla perdida con la región lumbar es porque señala un problema mucho mayor que nos afecta a todos. Seamos honestos: no soy el único que busca resultados inmediatos. En todos los aspectos de la vida, desde la medicina y las relaciones hasta los negocios y la política, todos estamos enganchados a la solución fácil.

Buscar atajos no es nada nuevo. Hace dos mil años, Plutarco denunció al ejército de curanderos que engatusaban a los crédulos ciudadanos de la antigua Roma con curas milagrosas. A finales del siglo XVIII, las parejas que no eran fértiles hacían cola con la esperanza de concebir en la legendaria Cama Celestial de Londres. El dispositivo amoroso prometía música suave, un espejo montado en el techo y un colchón relleno de «trigo nuevo dulce o avena sativa, mezclada con bálsamo, pétalos de rosa y flores de lavanda, así como crines de las colas de los mejores sementales de Inglaterra». Se suponía que una corriente eléctrica generaba un campo magnético «calculado para dar el grado necesario de fuerza y esfuerzo para los nervios». La promesa: una concepción instantánea. El coste de una noche de torpes maniobras fértiles: 3.000 libras actuales.

Hoy en día, no obstante, la solución rápida se ha convertido en norma en todos los ámbitos de nuestra cultura desbocada, a la carta y del mínimo esfuerzo. ¿Quién tiene el tiempo o la paciencia para efectuar una reflexión aristotélica o para pensar a largo plazo? Los políticos necesitan resultados antes de las siguientes elecciones, de la próxima conferencia de prensa. A los mercados les da un ataque de pánico si las empresas que se tambalean o los gobiernos inestables no consiguen darles un plan de acción inmediato. Las páginas web están repletas de anuncios que prometen soluciones rápidas a cualquier problema que Google conozca: un remedio de hierbas para reactivar tu vida sexual, un vídeo para perfeccionar tu swing de golf o una aplicación para encontrar al hombre de tus sueños. En los viejos tiempos, las protestas sociales conllevaban llenar sobres, ir a manifestaciones o asistir a reuniones en los ayuntamientos. Ahora muchos de nosotros nos limitamos a pinchar «Me gusta» o escribimos un tuit de apoyo. Por todo el mundo se presiona a los médicos para que curen rápidamente a los pacientes, lo que a menudo significa que tengan que recurrir a una pastilla, que es la solución rápida por excelencia. ¿Te sientes triste? Prueba el Prozac. ¿Te cuesta concentrarte? Únete al equipo de Ritalin. En la inacabable búsqueda de un alivio instantáneo, un británico medio toma, según una estimación, 40.000 pastillas a lo largo de una vida.[1] Ciertamente no soy el único paciente impaciente en la sala de espera del doctor Woo.

—La forma más fácil de hacer dinero hoy en día no es curar a la gente —me dice—, sino venderles la promesa de una curación instantánea.

De hecho, gastar dinero se ha convertido en una solución fácil por sí misma, puesto que se ha promovido la idea de que arrasar en los centros comerciales es la manera más rápida de levantar un estado de ánimo hundido. Bromeamos sobre las compras impulsivas mientras enseñamos nuestro nuevo par de zapatos Louboutin, o la última funda de iPad. Las empresas dedicadas a la dietética han convertido la solución fácil en toda una forma de arte. «¡Consiga un cuerpo perfecto para lucir biquini en una sola semana! —grita el anuncio—. Pierda 5 kilos... ¡en SOLO 3 días!».

Incluso puedes recurrir a una solución fácil para arreglar la vida social. Si necesitas un compañero de entrenamiento para el gimnasio, un padrino para tu boda o un tío amable para animar a tus hijos el día de un partido, o si solo quieres un hombro sobre el que llorar, puedes recurrir a agencias de alquiler de amigos. La tarifa media para alquilar un colega con el que dar una vuelta por Londres es de 6,50 libras la hora.

Todas las soluciones rápidas susurran la misma promesa seductora de obtener el máximo resultado por el mínimo esfuerzo. El problema es que esa ecuación no funciona. Piénselo por un momento. ¿Adorar el altar de la solución rápida nos hace más felices, más sanos y más productivos? ¿Sirve para encarar los retos épicos a los que se está enfrentando la humanidad a principios del siglo XXI? ¿Realmente hay una aplicación informática para todo? Por supuesto que no. Intentar resolver los problemas a toda prisa, ponerse una tirita cuando lo que se necesita es cirugía puede que proporcione un respiro temporal, pero por lo general conlleva que más adelante tengamos que enfrentarnos a problemas peores. La verdad, dura e inapelable, es que una solución rápida nunca arregla nada en realidad. Y a veces no hace más que empeorar las cosas.

Hay pruebas por todas partes. Aunque nos gastamos miles de millones de libras en productos dietéticos que nos prometen unos muslos a lo Hollywood y unos abdominales dignos de Men’s Health a tiempo para el verano, la cintura de la gente por todo el mundo no deja de ensancharse. ¿Por qué? Pues porque no hay nada parecido a un consejo que permita mantener una barriga plana. Los estudios académicos demuestran que la mayoría de las personas que pierden peso con dietas lo recuperan todo, y a menudo lo aumentan, en los primeros cinco años.[2] Incluso la liposucción, la opción por excelencia en la carrera por tener unos brazos delgados, puede volverse en contra. La grasa aspirada de los muslos de una mujer y del abdomen suele resurgir al cabo de unos años[3] en alguna otra parte de su cuerpo y dar como resultado unos brazos fofos, por ejemplo, o lorzas en los hombros.

A veces, la solución rápida puede ser peor que no hacer nada en absoluto. Echemos un vistazo a la «terapia de un día de compras». Comprar el último bolso de Louis Vuitton puede hacer mejorar tu humor, pero el efecto suele ser pasajero. Al cabo de poco tiempo, vuelves a encontrarte comprando de nuevo por Internet o en el centro comercial en busca de nuevas emociones, mientras facturas sin abrir se amontonan en el buzón.

Veamos el daño que causa nuestra adicción a las píldoras. Hay estudios que sugieren que cerca de dos millones de estadounidenses abusan de los medicamentos con prescripción médica,[4] y que se producen más de un millón de hospitalizaciones cada año por efectos secundarios de la medicación.[5] La sobredosis por pastillas legales es ahora la principal causa de muerte accidental en Estados Unidos, donde el mercado negro de medicamentos difíciles de conseguir ha provocado un gran aumento de los robos a mano armada en las farmacias. Incluso las unidades de neonatología informan de un incremento en el número de bebés nacidos de madres adictas a los analgésicos. Y no es una visión agradable: los recién nacidos que sufren el síndrome de abstinencia gritan, tienen espasmos y vomitan, se frotan la nariz hasta dejársela en carne viva, y tienen problemas para comer y respirar.

Desde luego, no se pueden resolver los problemas difíciles nada más que con dinero. En un intento de mejorar sus deficientes escuelas públicas, la ciudad de Nueva York empezó a vincular la paga de los profesores a los resultados de sus alumnos en 2008.[6] Después de desembolsar más de cincuenta y cinco millones de dólares a lo largo de tres años, los encargados desestimaron el proyecto porque no se hallaron diferencias en los resultados de los exámenes ni en los métodos de enseñanza. Resulta que reflotar una escuela que hace aguas, como se verá más adelante en este libro, es mucho más complicado que limitarse a repartir unos cuantos incentivos económicos.

Incluso en el mundo de los negocios, donde la velocidad suele ser una ventaja, nuestra afición a las soluciones rápidas tiene consecuencias perjudiciales. Cuando las empresas se meten en arenas movedizas, o se las presiona para reducir las pérdidas o revalorizar el precio de las acciones, la respuesta automática suele ser una reducción de plantilla. Sin embargo, los recortes de personal hechos a toda prisa raramente salen a cuenta. Pueden vaciar una empresa, desmoralizar a los trabajadores que se quedan, y ahuyentar a los clientes y a los proveedores. A menudo, los problemas de base ni se tocan. Después de revisar concienzudamente treinta años de estudios longitudinales y transversales, Franco Gandolfi, profesor de Dirección de Empresas, llegó a una conclusión tajante: «El resultado global de los recortes de plantilla es que producen efectos financieros negativos».[7]

El auge y caída de Toyota es una historia con moraleja. El fabricante japonés de coches conquistó el mundo buscando obsesivamente las fuentes de los problemas para resolverlos. Cuando algo iba mal en la cadena de montaje, incluso el obrero con la menor responsabilidad podía tirar de un cordón, conocido como la cuerda Andon, que activaba un timbre y encendía una bombilla roja sobre ellos. (Andon significa «lámpara de papel» en japonés.) Como niños pequeños, los empleados se preguntaban: «¿Por qué, por qué, por qué?» una y otra vez, hasta llegar a la raíz del problema. Si resultara que este era serio, podrían llegar a parar toda la producción. No se detenían hasta encontrar una solución permanente.

Sin embargo, todo cambió cuando Toyota se embarcó en una carrera precipitada para convertirse en el constructor de coches número uno del mundo. La dirección se vio abrumada, perdió el control de la cadena de montaje e hizo caso omiso de los avisos de la planta de producción. Empezaron a apagar fuegos sin haberse preguntado antes qué los originaba.

Resultado: una retirada de más de diez millones de vehículos defectuosos que destrozaron la reputación de la firma, costaron miles de millones de dólares en ingresos y desencadenaron una oleada de demandas legales. En 2010, Akio Toyoda, el escarmentado presidente de la compañía, explicó al Congreso de Estados Unidos la caída en desgracia de Toyota: «Perseguimos el crecimiento a una velocidad por encima de la que nuestros trabajadores y nuestra organización podían asumir». Traducción: dejaron la cuerda de Andon y cayeron en las soluciones rápidas.

Puede verse la misma insensatez en el deporte profesional. Cuando un equipo sufre un bajón, y el clamor por un giro radical llega al paroxismo en las gradas y en los medios de comunicación, los responsables siempre echan mano de la solución más vieja del manual: despedir al entrenador y contratar uno nuevo. Como el mundo se ha vuelto más impaciente, la lucha por conseguir resultados en el campo se ha vuelto más frenética. Desde 1992, el promedio de tiempo que un entrenador de fútbol profesional se mantiene en Inglaterra en un equipo ha caído de los tres años y medio al año y medio. En las categorías inferiores, la norma ahora va de seis meses a un año. No obstante, convertir el puesto de entrenador en una puerta giratoria es un modo equivocado de dirigir un equipo.[8] Una investigación académica demuestra que la mayoría de los entrenadores nuevos solo proporcionan un pequeño periodo de luna de miel de mejores resultados. Después de una docena de partidos, el rendimiento del equipo suele ser el mismo, o peor, de lo que era antes de que se produjera el cambio, igual que las personas a dieta que recuperan kilos después de saltársela.

Se ven los mismos errores en la guerra y en la diplomacia. La coalición dirigida por Estados Unidos se equivocó al no apoyar la invasión de Irak en 2003 con unos planes adecuados a largo plazo para reconstruir el país. Así, las tropas occidentales se amontonaron en la frontera. Donald Rumsfeld, el entonces secretario de Defensa de Estados Unidos, recurrió al tópico de que los soldados «estarían en casa por Navidad». Según declaró, la guerra de Irak «podría durar seis días, o seis semanas. Dudo mucho de que llegue a los seis meses». A sus palabras siguieron años de caos, carnicería e insurgencia, que finalizaron con una retirada innoble con el trabajo a medio hacer. En la mordaz jerga de los militares de Estados Unidos, los altos mandos hicieron caso omiso de la regla de oro de las siete Pes: «Prior Planning and Preparation Prevents Piss-Poor Performance», es decir, la planificación y la preparación previas evitan una actuación miserable.

Incluso la industria tecnológica, ese tren de alta velocidad, está aprendiendo que no puedes resolver todos los problemas limitándote a introducir más datos y escribiendo mejores algoritmos. Un equipo de especialistas de tecnologías de la información acudió hace poco a la sede central de la Organización Mundial de la Salud en Ginebra con la misión de erradicar enfermedades tropicales como la malaria o el gusano de Guinea. Se produjo un choque de culturas. El departamento de enfermedades tropicales está a años luz de las modernas oficinas de Silicon Valley. Archivadores grises y bandejas para documentos repletas con carpetas amontonadas bordean un pasillo apenas iluminado. En la rendija para las monedas de la máquina de bebidas hay una nota amarillenta en la que puede leerse «Hors Service» (No funciona). Quienes trabajan allí, en oficinas con ventiladores en el techo, tienen el típico aspecto de universitario y llevan sandalias. Parece el Departamento de Sociología de una universidad sin fondos, o algún puesto fronterizo en un país en vías de desarrollo. Como muchos de los expertos de allí, a Pierre Boucher le sorprendió, a la vez que le divirtió, la fanfarronería de los entrometidos informáticos. «Aquellos tipos expertos en tecnología llegaron con sus portátiles y nos dijeron: “Dadnos los datos y los mapas y nosotros os arreglamos el problema” —cuenta, con una sonrisa escéptica—. Pero las enfermedades tropicales son un problema tremendamente complejo que no se puede resolver solo con un teclado».

—¿Hicieron algún avance los superempollones? —pregunté.

—No, ninguno en absoluto —respondió Boucher—. Acabaron yéndose, y nunca más volvimos a saber de ellos.

Bill Gates, el sumo sacerdote de las soluciones a alta velocidad, ha aprendido la misma lección. En 2005 retó a los científicos del mundo a encontrar soluciones a los mayores problemas de salud global en un tiempo récord. La Fundación de Bill y Melinda Gates premió con becas por un valor de 458 millones de dólares a 45 de más de las 1.500 propuestas que los inundaron. Se habló mucho de crear, por ejemplo, vacunas que no necesitaran refrigeración en los siguientes cinco años. Sin embargo, cinco años después, los ánimos se templaron. Incluso los proyectos más prometedores estaban muy lejos de proporcionar soluciones reales. «Pecamos de ingenuos cuando empezamos», admitió Gates.

La moraleja está clara: la solución rápida no es el caballo ganador. Por sí solo, ningún algoritmo ha resuelto jamás un problema global de salud. Ninguna compra impulsiva ha dado giro alguno a ninguna vida. Ningún medicamento ha curado jamás una enfermedad crónica. Ninguna caja de bombones ha arreglado jamás una relación rota. Ningún DVD educativo ha transformado a ningún niño en un pequeño Einstein. Ninguna conferencia TED[*] ha cambiado el mundo. Ninguna guerra relámpago ha acabado con grupo terrorista alguno. Siempre es más complicado que eso.

Con independencia del ámbito que tratemos (salud, política, educación, relaciones, negocios, diplomacia, finanzas o medio ambiente), los problemas a los que nos enfrentamos son más complejos y más apremiantes de lo que lo han sido jamás. Una actuación lamentable ya no nos lleva a ninguna parte. Ha llegado el momento de resistirse a los cantos de sirenas de las soluciones precocinadas y paliativas solo a corto plazo y empezar a arreglar las cosas de la manera adecuada. Necesitamos encontrar una nueva y mejor forma de encarar cada tipo de problema; esto es, necesitamos aprender el arte de la solución lenta.

Ha llegado el momento de definir los términos. No todos los problemas se crean por igual. Algunos pueden arreglarse con una solución rápida y sencilla. Insertando una sola línea de código se puede conseguir que una página web deje de dar problemas a una empresa. Cuando alguien se está ahogando por un trozo de comida atascado en la tráquea, con la maniobra de Heimlich se puede hacer salir el objeto que bloquea la vía y salvarle la vida a la víctima. Sin embargo, en este libro pretendo tratar problemas muy diferentes, donde los parámetros no están claros y pueden variar, donde el comportamiento humano entra en juego, donde incluso puede no existir la respuesta correcta. Pensemos en el cambio climático, la epidemia de obesidad o en una empresa que crece demasiado para su propio bien.

Cuando se trata de problemas así, la solución rápida trata los síntomas en lugar de la causa. Proporciona alivio a corto plazo, en lugar de una cura duradera. No ofrece respuestas para efectos secundarios indeseados. Cada cultura tiene una tradición de soluciones superficiales. Los franceses lo llaman una solution de fortune; los argentinos, «enrollarlo todo con alambre». En inglés, se habla de band-aid cures y duct-tape solutions. Los finlandeses bromean sobre arreglar un pinchazo con chicle. La palabra hindi jugaad significa «resolver problemas» (desde construir coches hasta reparar bombas de agua) usando cualquier cacharro que se tenga a mano. Mi metáfora favorita para hablar de la locura de la solución rápida es la expresión coreana «hacerse pis en una pierna congelada»: la orina templada proporciona un alivio instantáneo, pero, al final, el problema solo empeora porque el líquido se congela y se solidifica sobre la piel.

Así pues, ¿qué es la solución lenta? Esa es la pregunta que responderemos en las siguientes páginas. Sin embargo, resulta ya evidente que se basa en una virtud que escasea hoy en día: la paciencia.

Sam Micklus lo sabe mejor que la mayoría. Es el fundador de la Odisea de la Mente, lo más cercano que existe a unos Juegos Olímpicos de solución de problemas. Cada año, alumnos de 5.000 escuelas de todo el mundo se proponen resolver uno de los seis problemas que el propio Micklus propone. Tal vez se trate de tener que construir una estructura capaz de soportar peso con madera de balsa, crear una obra de teatro en la que una comida se defienda en un supuesto tribunal de la acusación de no ser saludable, o bien retratar el descubrimiento de tesoros arqueológicos del pasado y del futuro. Los equipos se enfrentan en competiciones regionales, y después en nacionales para ganarse un puesto en la final anual mundial. La NASA es el principal patrocinador de la Odisea de la Mente, y envía a algunos empleados en busca de nuevos talentos.

Me encontré con Micklus en las finales mundiales de 2010 en East Lansing, Michigan. Es un profesor jubilado de Diseño Industrial de Nueva Jersey, que ahora vive en Florida, y tiene el aspecto exacto del típico pensionista estadounidense, con zapatos cómodos, pelo canoso y un ligero bronceado. En las finales mundiales, no obstante, rodeado del alboroto de niños disfrazados y haciendo los últimos preparativos para su representación ante los jueces, se muestra tan alegre como un niño la mañana de Navidad. Todo el mundo se dirige a él como doctor Sam.

Durante los treinta años que ha estado al timón de la Odisea de la Mente, Micklus ha observado cómo el culto a la solución rápida ha ido echando raíces en la cultura popular. «El problema real de hoy en día es que ya nadie está dispuesto a esperar —dice—. Cuando le pido a la gente que piense en un problema, aunque sea durante un minuto o dos, desvía la mirada al reloj al cabo de solo diez segundos».

Da un sorbo de agua de una botella de plástico y mira a su alrededor en el enorme gimnasio en el que estamos charlando. Parecen las bambalinas de un musical del West End londinense, con niños yendo de un lado a otro, gritando instrucciones, montando su atrezo y probando flotadores sorprendentemente elaborados. La mirada de Micklus se detiene en un grupo de chicas de once años que luchan por arreglar una cadena defectuosa en su autocaravana casera.

«Incluso aquí, en la final mundial, cuando hablas con las personas que en el futuro estarán más capacitadas para resolver problemas, muchos de los chicos siguen queriendo lanzarse de cabeza con la primera idea que se les ocurre y hacer que funcione de inmediato, pero su primera idea suele no ser la mejor, y pueden tardar semanas o incluso más en encontrar la solución correcta para un problema y llevarla a buen puerto», dice.

Nadie, ni siquiera Micklus, cree que tengamos que resolver cada problema lentamente. Hay veces que, como cuando hay que curar a un soldado en el campo de batalla, por ejemplo, o enfriar un reactor nuclear dañado en Japón, sentarse a rascarte la barbilla y a sopesar el panorama en su conjunto y a largo plazo no es una opción. En esos casos, debes ponerte en plan MacGyver, coger la cinta de embalar y apañar una solución que sirva para ese mismo momento. Cuando en 1970 los astronautas del Apolo 13 comunicaron a Houston que tenían un «problema», los cerebritos que controlaban la misión de la NASA no se embarcaron en una investigación completa para averiguar qué causó la explosión en los tanques de oxígeno en la nave espacial. En cambio, se remangaron y trabajaron contrarreloj para hallar una solución rápida y sucia que modificara los filtros de dióxido de carbono para que los astronautas pudieran usar el módulo lunar como bote salvavidas. En cuarenta horas, los encargados de resolver problemas de Houston dieron con una ingeniosa solución usando materiales que había a bordo de la nave:[9] cartón, mangas de trajes, bolsas de plástico de almacenamiento, e incluso cinta de embalaje. No fue un arreglo permanente, pero permitió que la tripulación del Apolo 13 volviera a salvo a casa. Después, la NASA tiró de la cuerda Andon, y dedicó miles de horas a averiguar exactamente qué había fallado en esos tanques de oxígeno, y a diseñar una solución lenta para asegurarse de que nunca volvieran a explotar.[10]

Y, sin embargo, ¿cuántos de nosotros seguimos el ejemplo de la NASA? Cuando una solución rápida alivia los síntomas de un problema, como hizo la sesión de acupuntura con mi espalda, nuestro deseo de tirar de la cuerda Andon suele desvanecerse. Después de que un maremoto de deuda tóxica sacudió los cimientos de la economía mundial en 2008, los gobiernos de todo el mundo se apresuraron a reunir rescates por un valor de más de cinco billones de dólares. Esa fue la solución rápida necesaria. Sin embargo, una vez que la amenaza de una crisis mundial retrocedió, también lo hizo la voluntad de buscar una solución de mayor alcance. En todos los países, los políticos no consiguieron llegar hasta la raíz del problema, ni llevar a cabo la reforma que nos protegiera del Armagedón financiero 2: La secuela.

Demasiado a menudo, cuando una solución rápida va mal, nos retorcemos las manos, prometemos pasar página y volvemos a cometer los mismos errores una vez más.

Incluso cuando se requiere un cambio más fundamental, la gente sigue optando por la solución rápida —dice Ranjay Gulati, profesor de Administración de Empresas de la Harvard Business School—; parecen tomar las decisiones adecuadas y dar los pasos correctos, pero en última instancia no siguen, así que lo que empieza como una solución lenta, acaba siendo otro arreglo rápido. Es un problema común.

BP es un ejemplo de libro de texto. En 2005, la refinería de la empresa de Texas explotó, y allí murieron 15 trabajadores y otros 180 resultaron heridos. Menos de un año después, se descubrió una fuga de petróleo de una grieta de 25 kilómetros de una tubería en la costa de Alaska. La cercanía temporal en la que se produjeron ambos incidentes debería haber servido de llamada de atención, un aviso de que años de atajos habían empezado a causar problemas. En 2006, John Browne, el entonces director ejecutivo de BP, pareció aceptar que había pasado el momento para las soluciones rápidas. «Tenemos que establecer correctamente las prioridades —anunció—. Y lo primero que hay que hacer es ocuparse de lo que ha ocurrido, arreglar las cosas y llegar hasta el final. No vamos a adoptar soluciones superficiales, sino que vamos a llegar hasta la raíz del problema».

Sin embargo, eso nunca ocurrió. En lugar de ello, BP prosiguió con la misma política de siempre, lo que le valió unas cuantas reprimendas oficiales y una importante multa por no llevar a cabo la promesa de Browne. En abril de 2010, la empresa pagó un alto precio por su enfoque displicente cuando una explosión destrozó su plataforma petrolífera Deepwater Horizon, en la que murieron 11 trabajadores y otras 17 personas resultaron heridas; al final, lanzó más de 779.000 toneladas de crudo al golfo de México, en el que se convirtió en el peor desastre medioambiental de la historia de Estados Unidos.

El fiasco de BP es un recordatorio de lo perniciosamente adictiva que puede ser la solución rápida. Incluso cuando están en juego vidas y grandes sumas de dinero; cuando todo, desde nuestra salud y relaciones con nuestro trabajo y el entorno está en peligro, incluso cuando nos vemos bombardeados por las pruebas de que el camino hacia la catástrofe está cimentado con soluciones que no son más que parches, seguimos viéndonos arrastrados hacia la solución rápida, como polillas hacia la luz.

Las buenas noticias son que podemos vencer esta adicción. En todos los aspectos de la vida, cada vez somos más los que estamos empezando a aceptar que, cuando nos enfrentamos a problemas graves, lo más rápido no es siempre lo mejor, que las mejores soluciones surgen cuando invertimos suficiente tiempo, esfuerzo y recursos. En otras palabras, cuando vamos lentamente.

Hay muchas preguntas que este libro debe responder. ¿Qué es la solución lenta? ¿Existe la misma receta para cada problema? ¿Cómo sabemos cuándo está resuelto adecuadamente un problema? Y sobre todo, ¿cómo podemos poner en práctica una solución lenta en un mundo adicto a la velocidad?

Para responder esas preguntas, he viajado por todo el planeta para conocer a personas que se aproximan a los problemas difíciles con nuevos enfoques. Visitaremos al alcalde que revolucionó el transporte público de Bogotá, la capital de Colombia; nos reuniremos con el director y los presos de una moderna prisión de Noruega, y exploraremos cómo los islandeses están reinventando la democracia. Algunas de esas soluciones podrán aplicarse a nuestra propia vida, organización o comunidad, pero mi objetivo es ir mucho más allá. Se trata de extraer algunas lecciones universales sobre cómo encontrar la mejor solución cuando algo va mal. Eso significa hallar el punto en común entre los problemas que superficialmente parecen no tener relación alguna. ¿Qué lecciones pueden aprender los negociadores de la paz de Oriente Próximo, por ejemplo, del sistema de donaciones de órganos español? ¿Cómo puede un programa de regeneración de una comunidad en Vietnam ayudar a incentivar la productividad de una empresa de Canadá? ¿Qué ideas pueden tomar los investigadores franceses que están intentando reinventar la cantimplora de la rehabilitación de una escuela con problemas de Los Ángeles? ¿Qué podemos aprender nosotros de los mediadores de la NASA, de los jóvenes que participan en la Odisea de la Mente, o de los jugadores que pasan miles de millones de horas intentando arreglar problemas en línea?

El libro es también una búsqueda personal. Después de años de falsos principios y medias tintas, de atajos y de seguir pistas falsas, quiero averiguar qué le pasa a mi espalda. ¿Es mi dieta? ¿Mi postura? ¿Mi estilo de vida? ¿Hay algún motivo de base emocional y psicológica en todos esos problemas de columna? Finalmente estoy dispuesto a bajar el ritmo y asumir el esfuerzo necesario para curarme la espalda de una vez por todas. No más soluciones con cinta de embalar, ni tiritas ni chicles.

Olvidémonos de orinar sobre las piernas congeladas.

Ha llegado el momento de la solución lenta.

La lentitud como método

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