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ОглавлениеCONFESIÓN: LA MAGIA DE LOS ERRORES Y EL MEA CULPA
El éxito no consiste en no cometer errores jamás, sino en no cometer el mismo por segunda vez.
GEORGE BERNARD SHAW
En una fresca noche a principios de septiembre, cuatro reactores Typhoon rugieron en el cielo sobre las aguas congeladas del mar del Norte. Involucrados en un combate de dos contra dos, descendieron en picado, se pusieron de lado y se hundieron en la oscuridad a una velocidad de hasta ochocientos kilómetros por hora, en busca de una oportunidad de tiro. Era un ejercicio de entrenamiento, pero a los pilotos les parecía muy real. Atado en su cabina de mando, con una máquina de casi once toneladas vibrando en las puntas de sus dedos, el comandante Dicky Patounas sentía la adrenalina. Era su primera salida táctica nocturna en uno de los aviones de combate más potentes que jamás se hayan construido.
Vamos sin luces porque estamos haciendo esto como si fuera real, cosa que no hacemos muy a menudo, así que todo está oscuro como boca de lobo, de manera que debo confiar en las gafas y en los instrumentos —afirma Patou—. Estoy usando el radar, poniéndolo en el modo adecuado reduciendo el alcance, cambiando la elevación..., vamos, todas las cosas básicas. Pero el avión era nuevo para mí, así que estoy saturado.
Y entonces algo se torció.
Unos meses después, Patounas revive aquella noche con los pies en la tierra. Su base aérea, la RAF Coningsby, está en Lincolnshire, un condado del este de Inglaterra cuyo terreno plano y sin accidentes es más apreciado por los aviadores que por los turistas. Con un traje de vuelo verde, lleno de cremalleras, Patounas parece uno de los protagonistas de Top Gun (mandíbula cuadrada, hombros amplios, erguido y pelo rapado). Saca rápidamente papel y lápiz para ilustrar lo que ocurrió a continuación aquella noche de septiembre, hablando con el tono cortante del ejército británico.
Patounas volaba detrás de los dos Typhoons enemigos cuando decidió realizar una maniobra conocida como pasar a una Fase 3 de Identificación Visual. Se desvió a la izquierda y después volvió a su trayecto original, de manera que aparecería justo detrás del avión enemigo. Sin embargo, ocurrió algo imprevisto. En lugar de mantener su curso, los dos aviones de combate que iban delante se desviaron a la izquierda para evitar un helicóptero que estaba a 32 kilómetros. Ambos pilotos anunciaron el cambio por radio, pero Patounas no lo oyó porque estaba demasiado distraído realizando su maniobra. «Todo es muy técnico —explica—. Tienes que ladearte en un ángulo de 60 grados y después avanzar durante veinte segundos, bajar el escáner 4 grados, después cambiar el radar a una escala de 16 kilómetros, y después de veinte segundos, debes ir a la derecha usando un ángulo de 45 grados, continúas con 120 grados, te despliegas y, al buscar al tipo en tu radar, debería estar a unos seis kilómetros. Así que mientras estaba llevando a cabo todas estas maniobras, me perdí la llamada de la radio que anunciaba la nueva orientación».
Cuando Patounas acabó la maniobra, encontró un Typhoon enemigo delante de él, tal y como esperaba. Estaba henchido de orgullo. «Este avión aparece justo en la cruz donde esperaba que apareciera el tío, así que pensé que lo había hecho perfecto. Encendí el radar, volví a ajustarlo y el tío que estoy buscando está justo debajo de mi cruz y a oscuras. Así que pensé: “Soy un genio, soy bueno en esto”. Literalmente pensaba que nunca había volado tan bien».
Sacude la cabeza y se ríe irónicamente por su propia soberbia. Resultó que en el punto de mira tenía el Typhoon equivocado. En lugar de acabar detrás del jet de cola, Patounas seguía la estela del que iba en cabeza, y no tenía ni idea. «Fue un error: básicamente perdí la pista de dos de los aviones. Sabía que estaban allí, pero no estaba seguro de poder ver dos rastros. Lo que debería haber hecho es aumentar el radio de escala y echar un vistazo para ver dónde estaba el otro tipo, pero no lo hice porque pensaba que había hecho el procedimiento perfecto».
El resultado fue que Patounas pasó a 3.000 pies del Typhoon de cola. «No estuvimos tan cerca, pero la clave es que no tenía conciencia, porque ni siquiera sabía que estaba allí —dice él—. Podrían haber sido tres pies o podrían haber volado directamente hacia él». Patounas se quedó en silencio durante un momento, como si se imaginara el peor escenario posible. Aquella noche de septiembre, su piloto de apoyo observó cómo se desarrollaba todo el desastre, sabía que no había riesgo real de colisión y permitió que el ejercicio prosiguiera, pero un error similar en un combate real podría haber sido catastrófico, y Patounas lo sabía.
La regla de oro en la aviación civil es que un accidente aéreo típico es el resultado de siete errores humanos.[18] Cada error por sí solo puede ser inofensivo, e incluso trivial, pero si se unen el efecto dominó puede ser letal. Volar en los modernos cazas, con sus endemoniadamente complejos sistemas informáticos, es un asunto especialmente arriesgado. Mientras se reforzaba la zona de exclusión aérea sobre Libia en 2011, un F-15E estadounidense se estrelló a las afueras de Bengasi después de un fallo mecánico. Un mes antes, dos F-16 de la fuerza aérea Royal Thai se precipitaron a tierra durante un ejercicio rutinario de entrenamiento.
Lo más sorprendente del incidente del Typhoon en el mar del Norte no fue lo que ocurrió, sino cómo reaccionó Patounas: informó a todo el mundo sobre su error. En el testosterónico mundo del piloto de cazas, los mea culpa son terreno pantanoso. Como veterano de veintidós años de la RAF, y comandante de un escuadrón de 18 pilotos de Typhoon, Patounas tenía mucho que perder; aun así, reunió a toda su tripulación y admitió el error. «Podría haberme librado de aquello y no haber dicho nada, pero lo correcto era admitirlo, ponerlo en mi informe y en el sistema. Instruí a todo el escuadrón sobre cómo se cometen errores y el error que yo había cometido. De ese modo, las personas saben que no temo levantar la mano y decir que yo también meto la pata, que soy humano».
Esto nos lleva al primer ingrediente de la solución lenta: admitir nuestras equivocaciones para aprender del error. Eso implica asumir la culpa por meteduras de pata serias, así como los pequeños errores y los que hemos estado a punto de cometer, que a menudo son señales de aviso de que se avecinan problemas mayores.
Sin embargo, reconocer errores es mucho más duro de lo que parece. ¿Por qué? Porque no hay nada que nos guste menos que asumir nuestros propios errores. Como animales sociales, nos interesa mucho el estatus. Nos gusta fare bella figura, como dicen los italianos, o bien tener buen aspecto delante de nuestros compañeros, y nada arruina más una bella figura que el fastidiar algo.
Esa es la razón por la que pasarse la culpa de unos a otros es una forma de arte en el lugar de trabajo. Mi primer jefe me dio un consejo en cierta ocasión: «Recuerda que el éxito tiene muchos padres, pero el fracaso es huérfano». Échele un vistazo a su propio currículum vítae: ¿cuántos de sus errores de trabajos previos aparecen en él? En El aprendiz, la mayoría de los enfrentamientos que se producen en las salas de reuniones consisten en que los concursantes les atribuyan sus propias pifias a sus rivales. Incluso cuando hay mucho dinero en juego, las empresas suelen decidir mirar hacia otro lado en lugar de enfrentarse a sus errores. Casi la mitad de las empresas de servicios financieros no acuden al rescate de un proyecto que se hunde hasta que ha cruzado el punto de no retorno o se queda sin presupuesto.[19] Otro 15 % carece de un mecanismo formal para tratar con el fracaso de un proyecto.
Tampoco ayuda que la sociedad a menudo nos castigue por aceptar el mea culpa. En un mundo hipercompetitivo, los rivales saltan al menor error, o al menor atisbo de duda, que interpretan como una señal de debilidad. Mientras que los directivos y políticos japoneses a veces se inclinan y suplican perdón, sus homólogos de otros países están dispuestos a jugar con el lenguaje y la credibilidad para evitar en redondo asumir un error. En inglés, la palabra problem ha sido virtualmente desterrada del lenguaje diario a favor de eufemismos anodinos como issue, «cuestiones», y challenge, «reto». Lo cual no resulta sorprendente cuando los estudios demuestran que los ejecutivos que le ocultan las malas noticias al jefe suelen escalar en la jerarquía corporativa con más rapidez.[20]
Desde su retiro, Bill Clinton sigue la regla de decir «Estaba equivocado» o «No lo sabía» al menos una vez al día. Si un momento así no surge de manera espontánea, se las ingenia para encontrar uno. Lo hace para atajar el efecto Einstellung y todas las predisposiciones con las que nos encontramos antes.
Clinton sabe que la única manera de solucionar problemas en un mundo complejo y en continuo cambio es mantener una mente abierta, y la única manera de hacerlo es aceptar la propia falibilidad. Sin embargo, ¿puede imaginárselo pronunciando esas frases cuando era presidente de Estados Unidos? Ni en sueños. Esperamos que nuestros dirigentes irradien la convicción y la seguridad que surgen de tener todas las respuestas. Cambiar de dirección o de forma de pensar nunca se interpreta como prueba de la capacidad de aprender y adaptarse; al contrario, son actitudes que se consideran muestras de falta de carácter o de debilidad. Si el presidente Clinton hubiera confesado cometer errores o albergar dudas sobre sus propias políticas, sus enemigos políticos y los medios de comunicación lo habrían hecho pedazos.
La amenaza de recibir una demanda es otro incentivo para evitar pronunciar un adecuado mea culpa. Las compañías de seguros aconsejan a los clientes que no admitan nunca la culpa de un accidente de tráfico, aunque el choque fuera claramente culpa suya. ¿Recuerda cuánto tiempo tardó BP en emitir algo parecido a una disculpa oficial por el vertido de petróleo del Deepwater Horizon? Casi dos meses. Entre bambalinas, los abogados y los gurús de las relaciones públicas estudiaron minuciosamente los precedentes legales para redactar una declaración que apaciguara a la opinión pública sin abrirle la puerta a una avalancha de demandas. No solo las empresas intentan librarse de aceptar la culpa. Incluso después de dejar el puesto, cuando ya no necesitan atraer al electorado, a los políticos sigue costándoles asumir sus errores. Ni Tony Blair ni George W. Bush se han disculpado como es debido por invadir Irak en busca de unas armas de destrucción masiva que no existían. Si quitamos el ego individual de la ecuación, también seguimos eludiendo los mea culpa colectivos. Gran Bretaña esperó casi cuatro décadas para pedir disculpas formalmente por la masacre del Domingo Sangriento en 1972.
Australia se disculpó en 2008 por los horrores que hicieron sufrir a los pueblos aborígenes, y un año después el Senado de Estados Unidos se disculpó con los afroamericanos por los errores de la esclavitud.
Incluso cuando no hay testigos de nuestras meteduras de pata, admitir que nos equivocamos puede ser doloroso. «No hay nada más intolerable que tener que admitir ante ti mismo tus propios errores», dejó escrito Ludwig van Beethoven. Hacerlo te obliga a enfrentarte a tus fragilidades y limitaciones, replantearte quién eres y tu lugar en el mundo. Cuando metes la pata y lo admites ante ti mismo, no hay ningún sitio donde esconderse. «Ese es el problema de ser plenamente consciente de estar equivocado —escribió Kathryn Schulz en su libro Being Wrong—. Nos despoja de todas nuestras teorías, incluidas las que tenemos sobre nosotros mismos... Nos deja en carne viva, sin protección ante el mundo». Decir «lo siento» es realmente la palabra más difícil de pronunciar.
Esto es una lástima, porque los errores son una parte útil de la vida. Errar es humano, como reza el dicho. Los errores pueden ayudarnos a solucionar problemas porque nos muestran el mundo desde ángulos diferentes. En mandarín, la palabra «crisis» se expresa con dos caracteres: uno que significa «peligro» y otro que significa «oportunidad». En otras palabras, cada metedura de pata encierra en sí misma la promesa de algo mejor, siempre y cuando nos tomemos el tiempo para reconocerlo y aprender de él. Los artistas lo saben desde hace siglos. «Los errores son casi siempre de naturaleza sagrada —apuntó Salvador Dalí—. No hay que intentar corregirlos nunca. Al contrario, hay que racionalizarlos y comprenderlos en profundidad. Después de eso, podrás sublimarlos».
Ese mismo espíritu reina en el mundo más riguroso de la ciencia, donde un experimento fallido puede proporcionar ricas perspectivas y abrir nuevos caminos de investigación. Muchos descubrimientos que han cambiado el mundo tuvieron lugar cuando alguien decidió explorar, en lugar de cubrir, un error. En 1928, antes de irse para pasar el mes de agosto con su familia, sir Alexander Fleming dejó sin cubrir de manera accidental una placa de Petri que contenía bacterias Staphylococcus en el laboratorio de su sótano de Londres. Cuando volvió un mes después, descubrió un hongo que había contaminado la muestra y matado a todas las bacterias que lo rodeaban. En lugar de tirar la placa a la basura, analizó la mancha de moho y descubrió que contenía un poderoso agente que combatía las infecciones. Lo llamó Penicillium notatum. Dos décadas después llegó al mercado la penicilina, el primer antibiótico del mundo, que sigue siendo el más extendido, que revolucionó la medicina y le valió a Fleming el Premio Nobel de Medicina. «Quien nunca ha cometido un error —dijo Einstein— es que nunca ha probado nada nuevo».
Los militares siempre han sabido que asumir errores es una parte esencial para aprender y resolver problemas. Los errores cuestan vidas en la fuerza aérea, así que la seguridad aérea se ha impuesto a la actitud de fare bella figura. En la revista mensual de largo recorrido de la RAF, Air Clues, pilotos e ingenieros escriben columnas sobre errores que han cometido y lecciones que han aprendido. A los miembros de la tripulación también se los gratifica por resolver problemas. En un ejemplar reciente, un sonriente cabo del control de tráfico recibió un premio por la seguridad aérea por denegarle el permiso a un piloto y abortar un vuelo después de darse cuenta de que el extremo del ala había tocado el suelo durante el despegue.
En la RAF, como en la mayoría de las fuerzas áreas de todo el mundo, los pilotos de cazas realizan informes sin limitaciones después de cada salida para examinar qué ha ido bien y qué ha ido mal. Sin embargo, esos informes nunca llegaron lo suficientemente lejos. Las tripulaciones de la RAF solían compartir sus errores solo con los compañeros, y no tanto con sus superiores o escuadrones rivales. Tal y como dice un oficial superior: «Mucha experiencia valiosa que podría haber hecho que el volar fuera más seguro para todo el mundo simplemente se estaba yendo por el desagüe».
Para hacer frente a eso, la RAF contrató a Baines Simmons, un asesor de empresa con un amplio historial en el campo de la aviación civil, para crear un sistema que detectase los errores y aprender de ellos, igual que han hecho las industrias del transporte, minería, alimentación y farmacia.
El jefe de escuadrón Simon Brailsford es el supervisor actual del nuevo sistema. Después de unirse a la RAF con dieciocho años, voló en aviones de transporte C130 Hercules como copiloto en Bosnia, Kosovo, el norte de Irak y Afganistán. Ahora tiene cuarenta y seis años, combina la actitud impecable del comedor de oficiales con el encanto natural de un hombre que pasó tres años como caballerizo de Su Majestad la reina Isabel II.
En la pizarra blanca de su oficina usa un rotulador para dibujar un esbozo de un caza estrellado, un piloto muerto y una columna de humo. «La aviación es un negocio peligroso —dice—. Lo que intentamos hacer es dejar de recoger a los muertos, los restos del avión estrellado del suelo y reconstruir toda la historia para averiguar los errores y las pequeñas faltas que pueden llevar al accidente, para que, de entrada, este no llegue a pasar. Queremos resolver las dudas antes de que se conviertan en problemas».
Cada vez que los miembros de la tripulación de la RAF Coningsby se dan cuenta de que han cometido algún error que podría poner en peligro la seguridad, deben enviar un informe online o rellenar uno de los formularios especiales que hay en los puestos de toda la base. Esos informes se envían después a una oficina central, donde se decide si hay que investigar más.
Para que el sistema funcione, la RAF intenta crear lo que llama una «cultura justa». Cuando alguien comete un error, la respuesta automática no es culpar y castigar, sino explorar lo que ha ido mal para arreglarlo y aprender de ello. «La gente debe sentir que si te dice algo no va a meterse en problemas, porque de otro modo no te contará lo que fue mal, e incluso puede que intente taparlo —dice Brailsford—. Eso no significa que no se mantenga una reunión seria, se inicien acciones administrativas o que se le envíe a hacer un entrenamiento extra, sino que lo tratarán de una manera justa que sea adecuada a lo ocurrido, y teniendo en cuenta todo el contexto. Si cometes un verdadero error y levantas la mano, te daremos las gracias. La clave es asegurarse de que todo el mundo comprende que debe compartir sus errores en lugar de ocultarlos, para salvarse a sí mismo y a sus compañeros de serios accidentes».
En la base aérea de la RAF Coningsby se inculca ese mensaje con cada paso. Por toda la base (en pasillos, cantinas e incluso sobre los urinarios) hay pósteres que urgen a la tripulación a airear incluso la más pequeña preocupación por la seguridad. Los cubículos de los lavabos están llenos de folletos plastificados que explican cómo mantener la seguridad y por qué vale la pena informar del más pequeño desliz. Clavado en el suelo junto a la entrada principal hay un póster con una foto del oficial de seguridad de la estación de vuelo con el dedo señalando en la clásica pose de lord Kitchener. Impresa sobre el número de teléfono de su oficina se ve la pregunta: «¿Cómo crees que ha ido hoy?». La necesidad de admitir los errores también se les inculca a los cadetes de la academia militar. «No cabe duda de que nos machacan desde el principio con la máxima de que “preferimos que, si te metes en un lío, nos lo cuentes” —dice un joven ingeniero de Coningsby—. Por supuesto, tus compañeros te sueltan muchas puyas y se meten contigo por cometer errores, pero todos comprendemos que asumir los errores es la mejor manera de resolver problemas ahora y en el futuro».
La RAF se asegura de que la tripulación vea los frutos de sus mea culpa. Los investigadores de seguridad telefonean a todos aquellos que informan de los problemas en las veinticuatro horas siguientes, y más tarde les explican cómo concluyó el caso. También organizan sesiones de formación con los ingenieros para explicarles los resultados de todas las investigaciones y por qué tuvieron que tratar con ellos. «Puedes ver cómo enarcan las cejas cuando se dan cuenta de que no los van a castigar por cometer un error y que, en realidad, podrían recibir una palmadita en la espalda», dice uno de los investigadores.
La jefa de escuadrilla Stephanie Simpson, que cuenta con diecisiete años de experiencia en la RAF, se encarga ahora de la división de ingeniería de Coningsby. De mirada rápida y observadora, lleva el pelo recogido en un moño tirante. Me explica que el nuevo sistema dio sus frutos no hace mucho, cuando un ingeniero se dio cuenta de que al realizar una prueba de rutina en un Typhoon se había roto la punta de una pieza en el mecanismo de la cabina. Una cabina dañada puede no abrirse, lo que significa que si un piloto necesitara lanzarse desde la carlinga acabaría estrellándose contra el cristal.
El ingeniero realizó un informe y el equipo de Simpson se puso en acción. En las siguientes veinticuatro horas habían averiguado que un error elemental durante la prueba de la cabina podría dañar una clavija. No había necesidad de volver atrás y comprobarlo después. Los técnicos de vuelo inspeccionaron de inmediato la parte sospechosa en toda la flota de Typhoons de Europa y de Arabia Saudí. El procedimiento se cambió para que la clavija no volviera a resultar dañada durante la prueba.
Hace diez años, jamás se habría informado de algo así, los ingenieros se habrían limitado a pensar: «Oh, eso se ha roto, vamos a reemplazar la pieza sin que nadie se entere», y después habrían seguido adelante —dice Simpson—. Ahora estamos creando una cultura en la que todo el mundo piensa: «Dios mío, en esta terminal podría haber otro avión con el mismo problema que podría pasar inadvertido en el futuro, así que mejor será que alguien haga algo ahora mismo». De ese modo impides que un pequeño problema se convierta en uno mayor.
Gracias a la honestidad de Patounas, una investigación de la RAF descubrió que una serie de errores llevaron prácticamente al que ocurrió sobre el mar del Norte. Su propia incapacidad para oír la orden de girar a la izquierda fue la primera parte del error. La segunda llegó cuando los otros pilotos cambiaron el rumbo aunque él no había informado de que se había enterado de las nuevas órdenes. Entonces, después de que el avión de Patounas se desviara de su rumbo, ninguno de los miembros del equipo encendieron sus luces: «Resultó que se incumplió un conjunto entero de factores, y si alguien hubiera hecho alguna de las cosas que debían hacer, no habría pasado —dice Patounas—. La parte positiva es que eso recuerda a todo el mundo que hay que seguir las reglas para realizar la Fase 3 de un VID por la noche. Así que la próxima vez no tendremos el mismo problema».
Otros miembros de su escuadrón ya están siguiendo su ejemplo. Días antes de mi visita, una joven cabo señaló que no se estaban siguiendo ciertos procedimientos de la manera adecuada. «Su interpretación no era particularmente buena, pero lo vamos a considerar un factor positivo en su historial porque tuvo el valor de anteponer sus convicciones para ir contracorriente cuando podrían haberla castigado —dice Patounas—. Hace veinte años, no habría planteado la cuestión o, si lo hubiera hecho, le habrían respondido algo así como: “¡No digas que mi escuadrón es un asco! Los trapos sucios se lavan en casa”, mientras que ahora se le da las gracias».
La RAF no es ningún dechado de virtudes a la hora de resolver problemas. No se informa de todos los errores o deslices. Los casos similares no se tratan del mismo modo, lo que puede suponer un problema para hablar de una «cultura justa». Algunos oficiales siguen siendo escépticos con respecto a la necesidad de convencer a los pilotos e ingenieros de que acepten las virtudes de airear los trapos sucios. Muchas de las columnas de mea culpa que se leen en la revista Air Clues magazine siguen publicándose de forma anónima. Por desgracia, la RAF sigue teniendo mucho trabajo por delante.
No obstante, el cambio está dando resultados. En los primeros tres años del nuevo sistema, se ha informado de 210 deslices o errores en la base de Coningsby de la RAF, de los que 73 acabaron en una investigación. En cada uno de ellos se dieron los pasos adecuados para asegurarse de que el error no volviera a ocurrir. «Teniendo en cuenta que antes nunca se había informado de pequeños deslices, se ha dado un salto cualitativo, se ha puesto mucha fe en la gente —dice Brailsford—. En lugar de parchear los problemas, ahora profundizamos más y llegamos hasta la raíz. Estamos resolviendo los problemas en el origen, antes, incluso, de que ocurran». Otras fuerzas aéreas, desde la de Israel hasta la de Australia, han tomado nota.
Añadir el mea culpa a su caja de herramientas para resolver problemas resulta útil más allá del ámbito militar. Tomemos, por ejemplo, ExxonMobil. Después del épico vertido de petróleo del Exxon Valdez en la costa de Alaska en 1989, la empresa se dispuso a encontrar e investigar cada metedura de pata, por pequeña que fuera. Descartaron un gran proyecto de perforación en el golfo de México porque, al contrario que BP, decidieron que la perforación era demasiado arriesgada. La seguridad es una parte tan importante del ADN corporativo que en cada bufé que se sirve en los acontecimientos de la empresa se cuelgan carteles que advierten de que no se debe consumir la comida después de dos horas. En sus cafeterías, los encargados de la cocina controlan la temperatura de los aliños de las ensaladas.
Siempre que se comete un error en una instalación de ExxonMobil, el primer instinto de la compañía es aprender de él, en lugar de castigar a los implicados. Los empleados hablan del «regalo» del error que ha estado a punto de cometerse. Glenn Murray, empleado de la compañía durante casi tres décadas, formó parte de la limpieza del Valdez. En la actualidad, como jefe de seguridad de la compañía, cree que ninguna metedura de pata es demasiado pequeña para hacerle caso omiso. «Cada error que estamos a punto de cometer —explica— puede enseñarnos algo. Tan solo tenemos que tomarnos el tiempo necesario para investigarlo».
Como la RAF y Toyota, ExxonMobil anima incluso al empleado más nuevo a dar la voz de alarma cuando algo va mal. No hace mucho, un joven ingeniero recién llegado a la empresa no estaba completamente convencido sobre un proyecto de perforación en África occidental, así que lo cerró de manera temporal. «Paralizó un proyecto multimillonario porque sentía que podía haber problemas y que necesitábamos hacer una pausa y volver a repasarlo por completo. Los responsables lo respaldaron —dice Murray—. Incluso hicimos que se pusiera de pie en un acto y lo nombramos empleado del mes». Gracias a estos criterios, Exxon tiene ahora un récord envidiable de seguridad en la industria del petróleo.
Los errores también pueden ser un don a la hora de tratar con los consumidores. Cuatro de cada cinco productos que se lanzan se deterioran en el primer año, y las mejores compañías aprenden de sus fiascos.[21] El Newton MessagePad, el Pippin y el portátil de Macintosh fueron una bomba para Apple, pero aun así allanaron el camino para productos ganadores como el iPad.
Incluso en el despiadado mundo del branding, en el que el menor paso en falso puede hacer que los clientes salgan en estampida por la salida y que se tambalee la firma más poderosa, asumir errores puede desencadenar una lucha competitiva. En 2009, cuando las ventas se hundían en Estados Unidos, Domino’s Pizza invitó a sus clientes a dar un veredicto sobre su comida. Sus respuestas fueron dolorosas. «La peor pizza que he probado», dijo un miembro del público. «No sabe a nada», dijo otro. Muchos clientes compararon la corteza de la pizza de la compañía con el cartón.
En lugar de enfadarse u ocultar los resultados, Domino’s entonó una completa mea culpa.[22] En anuncios de televisión con estilo de documentales, Patrick Doyle, el director general de la compañía, admitió que la cadena había perdido el control de su cocina y prometió hacer mejores pizzas a partir de entonces. Domino’s volvió a la mesa de trabajo y actualizó la masa, la salsa y el queso.
Su campaña de cambio radical en sus pizzas dio sus frutos. Año tras año, las ventas aumentaron un 14,3 %, el mayor salto en la historia de la industria de la comida rápida. Dos años después de la disculpa, el precio de las acciones de la compañía subió un 233 %. Por supuesto, las recetas de la nueva pizza ayudaron, pero el punto de partida fue que Domino’s hizo lo mismo que los miembros de la RAF y los empleados de Exxon deben llevar a cabo como una rutina: reconocer el error de su funcionamiento. Aquello permitió que la empresa entendiera exactamente qué estaba fallando para poder arreglarlo. Eso también aclaró las cosas. Hoy en día, muchas empresas anuncian a bombo y platillo productos de manera que el efecto final es un torbellino de ruido blanco que deja a los consumidores fríos. El propio acto de asumir sus errores le permitió a Domino’s cortar el escándalo y retomar su relación con los clientes.
Los expertos en relaciones públicas coinciden en que la mejor manera de que una empresa maneje un error es disculparse y explicar cómo piensa arreglar el desaguisado, lo cual coincide con mi propia experiencia. El otro día se extravió un pago en mi cuenta bancaria. Después de tener que soportar veinte minutos de evasivas de la centralita, mi tono de voz empezó a subir conforme mi paciencia se agotaba. Entonces, un responsable se puso al teléfono y me dijo: «Señor Honoré, lo siento mucho. Hemos cometido un error con este pago». Mientras me explicaba cómo me devolverían el dinero, mi furia empezó a desvanecerse y acabamos parloteando sobre el tiempo y nuestras vacaciones de verano.
Las disculpas públicas pueden tener un efecto calmante similar. Cuando un cliente filmó a un conductor de FedEx lanzando un paquete que contenía un monitor de ordenador por encima de una valla de dos metros durante los días anteriores a la Navidad de 2011, el vídeo se filtró y amenazó con destrozar las ventas durante el periodo de mayor trabajo del año. En lugar de enrocarse, la empresa se disculpó de la mejor manera posible. En la entrada de un blog llamada «Absoluta y positivamente inaceptable», el vicepresidente sénior de operaciones de FedEx en Estados Unidos anunció que estaba «disgustado, avergonzado y que lamentaba muchísimo el episodio».[23] La empresa también le entregó al cliente un monitor nuevo y sancionó al conductor. Como resultado, FedEx calmó la tormenta.
Incluso cuando dilapidamos el dinero de otras personas, dar un paso al frente para aprender del error suele ser la mejor política.[24] En 2011, Ingenieros Sin Fronteras (Engineers Without Borders, EWB) de Canadá puso en marcha una página web llamada AdmittingFailure.com, en la que los voluntarios pueden colgar sus errores como advertencias. «Abrirse de ese modo a la comunidad va en contra de todas las normas del sector, así que fue un gran riesgo», dice Ashley Good, jefe de operaciones de EWB. Pero los resultados hablaron por sí mismos. Como ya no tenían miedo a que los sancionaran por desatar conflictos, los empleados de EWB se mostraron más dispuestos a asumir el tipo de riesgos que suelen servir de trampolines para conseguir logros creativos. «La gente ahora se siente con la libertad de experimentar, de dar pasos por sí misma, de arriesgarse porque saben que no los culparemos si no lo consiguen a la primera —dice Good—. Y cuando relajas los límites así, consigues soluciones más creativas a los problemas». Pongamos un ejemplo: después de mucho ensayo y error, EWB ha diseñado un sistema que mejora los servicios de agua y sanitarios en Malaui movilizando a los gobiernos de los distritos, al sector privado y a las comunidades al mismo tiempo. Los trabajadores de todo el sector de desarrollo ahora publican sus propias historias en AdmittingFailure.com. Los contribuyentes de EWB adoran también el nuevo sistema. En lugar de correr a la salida, apreciaron su entusiasmo por aprender de sus errores. Good dice: «Hemos descubierto que ser abiertos y honestos, en realidad permite crear un vínculo más fuerte y una mayor confianza con nuestros contribuyentes».
Lo mismo ocurre en las relaciones personales. Un primer paso para reconstruir una relación fallida con un compañero, amigo, padre o hijo es que todas las partes acepten su parte de culpa. Admitir los errores puede aplacar la culpa y la vergüenza que sufre quien ha cometido el error, y ayuda a la víctima a superar la ira que a menudo dificulta el perdón. Marianne Bertrand ve la magia del mea culpa todas las semanas en su trabajo, porque es terapeuta familiar en París. «Muchas personas se sientan en mi oficina y ni siquiera pueden empezar a tratar sus problemas porque están estancadas en la rabia y el resentimiento por lo que salió mal —explica él—. Sin embargo, cuando al final aceptan sus errores y se disculpan sinceramente por ellos, y oyen a la otra persona hacer lo mismo, puedes sentir de verdad que la atmósfera en la habitación cambia, que la tensión baja y, entonces, podemos empezar a trabajar en la reconciliación».
Incluso los médicos están cediendo al mea culpa. Estudio tras estudio se demuestra que lo que muchos pacientes quieren después de ser víctimas de un error médico no es una gran suma de dinero, ni la cabeza del médico servida en una bandeja. Lo que realmente desean es lo que hizo FedEx después del incidente del lanzamiento del paquete: una disculpa sincera, una explicación completa de cómo ocurrió el error y un plan claro para asegurarse de que no volverá a suceder. Casi el 40 % de los pacientes que ponen una demanda por mala praxis médica afirman que podrían no haberlo hecho si el médico que los atendió hubiera dado explicaciones y se hubiera disculpado del contratiempo.[25] El problema es que muchos de los profesionales de la medicina son demasiado orgullosos o están demasiado asustados para decir lo siento.
Quienes lo hacen cosechan los beneficios. A finales de la década de 1980, el centro médico del Departamento de Asuntos de los Veteranos de Lexington, en Kentucky, fue el primer hospital de Estados Unidos que comprendió el poder del mea culpa. Informa a los pacientes y a sus familias cuando cualquier miembro de su equipo comete un error que causa algún daño, incluso aunque las víctimas no sean conscientes del error. Si de verdad resulta que el médico ha tenido la culpa, debe ofrecer una disculpa clara y compasiva al paciente. El hospital también explica los pasos que adoptará para asegurarse de que el error no volverá a producirse, y pueden ofrecer algún tipo de indemnización. Sin embargo, la piedra angular del nuevo sistema es el simple acto de decir lo siento. Es algo que funciona bien tanto con los pacientes como con sus familias. «El resultado es que, según nuestros cálculos, ahora gastamos mucho menos tiempo y dinero en demandas por mala praxis», dice Joseph Pellecchia, el jefe de personal del hospital.
Disculparse también proporciona mejores cuidados médicos. Cuando los trabajadores médicos pueden tratar abiertamente con el fracaso emocional resultante de cometer un error, están menos estresados y son más capaces de aprender de sus errores. «Los médicos no son dioses, son seres humanos, y eso significa que cometen errores —dice Pellecchia—. Se ha producido un cambio increíble, en el que se ha pasado de un entorno punitivo a uno de aprendizaje, y un médico puede preguntar: “¿Qué ha pasado? ¿Qué ha ido mal? ¿Ha sido un problema del sistema? ¿He sido yo?”, y aprender de sus errores para proporcionar un mejor cuidado». Otros hospitales del mundo han seguido su ejemplo. A su estela, los gobiernos estatales y provinciales de Estados Unidos y Canadá han promulgado las que se conocen como «leyes de disculpa», que impiden a los litigantes usar la disculpa de un médico como prueba de culpabilidad. El efecto ha sido el mismo en todas partes: médicos más felices, pacientes más felices, y menos litigios.
Lo cierto es que cualquier solución lenta digna de su nombre suele empezar con un mea culpa. Ya sea en el trabajo o en las relaciones, la mayoría de nosotros solemos dejarnos llevar fingiendo que todo va bien (recuerde la tendencia al statu quo y el problema del legado). Admitir que existe un problema y aceptar nuestra parte de culpa puede sacarnos de esa senda. En el programa de doce pasos inventado por Alcohólicos Anónimos, y que ahora se usa en la batalla contra muchas otras adicciones, el primer paso es admitir que has perdido el control de tu propio comportamiento. «Hola, me llamo Carl y soy adicto a la solución rápida».
Evitar fustigarse a modo de castigo suele ser el primer paso para superar nuestra aversión natural a admitir errores, sobre todo en nuestros puestos de trabajo. También ayuda dar alicientes, animarlos o incluso recompensarlos por asumir un error. Recuerde el premio al empleado del mes que se le concedió al joven ingeniero de ExxonMobil. Además de los premios de seguridad aérea, la RAF da un incentivo económico a cualquiera que señale un error que más tarde ahorre dinero a las fuerzas aéreas. En el ámbito de la ayuda, las organizaciones pueden ganar un premio al fracaso más brillante por compartir errores cometidos en el desarrollo de proyectos. En SurePayroll, una compañía online de pagos de nóminas, los empleados se proponen a sí mismos en una competición por el mejor nuevo error. En una animada reunión anual, escuchan las historias de colegas que se han equivocado y lo que todo el mundo puede aprender de sus meteduras de pata. Quienes asumen los errores más útiles ganan un premio en metálico.
Incluso en el ámbito educativo, donde fallar una sola pregunta en un examen puede torpedear las posibilidades de entrar en una buena universidad, se están dando pasos adelante para que los estudiantes acepten los errores. Ante la preocupación por que sus alumnos más destacados hubieran perdido el apetito por asumir riesgos intelectuales, una de las mejores escuelas de Londres para chicas celebró una Semana del Error en 2012. Con la ayuda de profesores y padres, y mediante asambleas, tutorías y otras actividades, las estudiantes de Wimbledon High exploraron los beneficios de equivocarse. «Las personas con éxito aprenden del fracaso, lo aceptan y siguen adelante —dice Heather Hanbury, la directora—. Que algo salga mal puede incluso ser lo mejor que podría pasarle a una persona a largo plazo, incentivando la creatividad, por ejemplo, aunque en el momento preciso pareciera un desastre». La semana del fracaso ha alterado la atmósfera de la escuela. En lugar de sobreproteger a los alumnos, los profesores se sienten más cómodos diciéndoles sin tapujos que se han equivocado, lo que les hace más fácil encontrar una solución mejor. Las chicas también están asumiendo mayores riesgos, han seguido líneas de investigación más atrevidas en clase, y un mayor número de ellas se ha apuntado a concursos de escritura. Los miembros de la escuela de debate utilizan argumentos más arriesgados y ganan más concursos. «Quizá lo más importante que nos dio aquella semana fue una forma de hablar del fracaso, no como algo que había que evitar, sino como una parte esencial para aprender, mejorar y solucionar problemas —dice Hanbury—. Si una chica está disgustada por una mala nota, ahora otra podría hacerle una broma amistosa sobre ello o decir algo así como: “Vale, esta vez no te ha ido bien, pero ¿qué puedes aprender de ello?”».
La mayoría de los lugares de trabajo necesitan urgentemente un cambio cultural similar. Pensemos en todas las lecciones que no se aprenden, en todos los problemas que quedan sin resolver, en los malos sentimientos que se alimentan, y en todo el tiempo, la energía y el dinero malgastados por culpa del instinto humano de tapar sus propios errores. Ahora pensemos en lo mucho más eficiente, por no decir agradable, que sería su lugar de trabajo si cada error pudiera ser una chispa que hiciera el trabajo más inteligente. En lugar de ir quejándose por las esquinas, podría revolucionar su oficina o su empresa de pies a cabeza.
Todos podemos dar ciertos pasos para aprovechar el mea culpa y aprender de nuestros errores. Programe un momento Clinton diario en el que diga «me he equivocado», y después averigüe por qué. Cuando cometa un error en el trabajo, extraiga una o dos lecciones de la metedura de pata, y entonces asúmalas sin demora. Cuando otros se equivoquen, contenga la tentación de burlarse o mofarse y ayúdelos a encontrar el lado positivo. Inicie una conversación en su empresa, escuela o familia sobre cómo el hecho de admitir errores puede inspirar y acabar suponiendo saltos creativos. Refuerce ese mensaje usando términos positivos como «regalo» o «bonificación» para describir la revelación de errores útiles y recordando citas como la de Henry T. Ford: «El fracaso es simplemente la oportunidad de empezar de nuevo, esta vez de forma más inteligente».
También ayuda el crear un espacio compartido, como un foro de Internet o un libro de sugerencias, para airear los errores. Tomando prestada una idea de Toyota, Patounas ha colocado un tablón de anuncios en los cuarteles de su escuadrón en el que cualquier miembro de su equipo puede llamar la atención sobre algún problema, y cada caso se investiga y se trata de inmediato. «Ya es muy popular, así que es fácil ver a los ingenieros y los pilotos reunidos en torno a él —dice Patounas—. Es tangible, algo que puedes coger con las manos».
Desde luego, ayuda saber que nuestros errores raramente les parecen a los demás tan malos como imaginamos. Tenemos una tendencia natural a sobrestimar lo mucho que la gente se fija en nuestras meteduras de pata o cuánto le importan. Los psicólogos lo llaman «el efecto foco», es decir, tal vez pueda sentirse mortificada por descubrir que ha asistido a una gran reunión con una carrera en las medias o morirse de vergüenza al ver que lleva la corbata manchada de huevo, pero lo más posible es que nadie más lo notara. En un estudio llevado a cabo en la Universidad de Cornell, se les pidió a unos cuantos estudiantes que entraran en una habitación con una camiseta de Barry Manilow, una sentencia de muerte para la vida social de cualquier persona que se considere al tanto de las últimas tendencias de la moda.[26] Mientras que los sujetos casi se mueren de vergüenza, solo el 23 % de las personas presentes en la habitación se fijaron en el empalagoso cantante.
Aunque asumir un error apenas llega a ser tan malo como tememos, es solo el primer paso hacia una solución lenta. El siguiente es dedicar el tiempo necesario para averiguar de entrada cómo y por qué erramos.