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La culpa
ОглавлениеDe definiciones sobre la culpa, esta temida prisión emocional, encontramos una larguísima lista. Es como un peso que nos invalida y nos aplasta. Nunca duerme. Nunca descansa ni nos deja descansar. Se prolonga tanto que nos da demasiado tiempo para reflexionar. Una reflexión incluso persecutoria. ¿En qué pensamos cuando sentimos culpa? Sentir culpa por no haber hecho lo suficiente y evitar perder la pareja, un trabajo, un amigo...
¿Por qué sentimos esta losa tan desagradable que nos lo roba todo?: la libertad a sentir de nuevo, de producir nuevos sentimientos, de intentar nuevos proyectos. Roba el presente. Nos hace esclavos de nosotros mismos. Obedeciéndola. Venerándola. Como el mismo Dios judaico; recordando que la culpa es bíblica, «naturalmente». Bien sabido es que de natural no tiene nada. ¿Dónde nace? ¿Cómo podemos convertirla en tan omnipotente? Es nuestra deuda. Nos vigila, nos obliga, nos hace sumisos. Nos reprime fuertemente en nuestro anhelo de libertad. Estricta, exigente, petrificada: superyoica según el psicoanálisis.
¿Cómo explicar pues, el origen de este sentimiento? Recordamos la Biblia por ejemplo, en donde la culpa es contemplada bajo una pátina religiosa. La conocida mancha del pecado original. También puede tener un origen típicamente social: en donde una persona responsable puede transgredir una norma o ley (moral, civil o penal) de la comunidad en la que vive. Analicemos dos ejemplos que originan el sentimiento de culpa. En primer lugar, nombraremos la horda primordial como señalaba Freud, aquella tribu nómada, primitiva, donde mataron al líder y se lo comieron. Después la comunidad sufrió un gran sentimiento de culpa, individual y colectiva, que dio lugar como consecuencia al nacimiento de las normas, los preceptos, los mandamientos, las leyes, las constituciones, etc., para evitar la repetición del crimen. El segundo ejemplo estaría en la situación en donde el niño pequeño se siente desconsolado y culpable ante la posibilidad de que su rabia hubiera hecho daño a la persona que lo quiere, la madre. En estas dos situaciones vemos como se origina la culpa. Son las dos configuraciones en dónde encontramos sentimientos ambivalentes. Es decir, sentimientos amorosos y sentimientos de hostilidad.
Los dos ejemplos representan como todo vínculo pasa obligatoriamente por sentimientos ambivalentes de «doble corte». Aprecio al líder, incluso me gustaría ser como él pero a la vez me molesta para conseguir lo que quiero. Se ha de aniquilar o derrotar políticamente. Estos ataques, inevitables, a los objetos buenos, despiertan ansiedad y sentimientos ambivalentes (amor-odio) que se pueden traducir en una sola palabra: culpa. Un anhelo insatisfecho, proyecciones (fantasías) fallidas hacen surgir también este sentimiento cuando nos damos cuenta de que hemos destruido o hemos perdido a la persona (objeto) amado. Toda esta amalgama de dobles sentimientos tiene efecto igualmente en el tejido cultural y social. Por ejemplo, los independentistas catalanes tendrían de sentirse culpables de serlo, si lo miramos desde el punto de vista del constitucionalismo español.
¿Cómo curarse de esta angustia que nos deja respirar, que no nos deja vivir como querríamos? Nos ayudaría en gran medida ser conscientes de lo que se oculta en un nivel secundario —más profundamente que la fachada social— detrás de la culpa: la rabia. Rabia no expresada, no descargada. Reprimida. Esta rabia, en principio sana, no puede atravesar la armadura caracterológica (defensa muscular de W. Reich).
Esta energía no puede llegar a la superficie de la piel para obtener una respuesta emocional esperada. Por lo tanto, choca contra la armadura y vuelve a nuestro interior transformada en culpa y enojo. Este proceso se repite una y otra vez. Paralizando nuestras acciones: no dejo la pareja porque siento culpa, o aún más duro sería sentir culpa porque la pareja me ha dejado; no cambio de trabajo, no digo lo que pienso, etc. Empezamos a ser conscientes de que todo aquello no expresado y postergado en exceso nos hace volvernos neuróticos. Abruptamente, surgen en nuestro cuerpo contracturas, rigideces y otras somatizaciones. Existe toda una ciencia, la farmacología, para paliar y disimular las molestias colaterales de la culpa. Se ha de tener presente que nunca se trabaja la raíz del conflicto.
¿Nos salvaría quizás maquillar la culpa en un viaje o unas exóticas vacaciones en un «paraíso emocional»? Buscando sensaciones más que fuertes. Poniendo a prueba el propio cuerpo: mordiscos de serpientes, insectos venenosos, selvas peligrosas, la suciedad, el sexo por el sexo, elementos climáticos hostiles, etc. Todas estas situaciones (superyoicas) superadas y expuestas —envueltas— en forma de gesta, que a menudo enmascara una flagelación posmoderna de un alma en pena en un intento vacuo para eximirse de la culpa. ¿O bien me libero «olvidando» como sumergimiento de «salud vigorosa» según Nietzsche?
Una opción más razonable y con menos gastos económicos sería el retirar la inversión de energía en aquel objeto o vivencia que me hace sentir culpa; en esta situación es necesario construir distancia. Separación: atravesar un proceso de duelo del objeto siempre es una tarea lenta y ardua.
El silencio y la soledad (mental) son ahora buenos aliados en este «poner orden» interno. También un buen acompañamiento psicoanalítico (W. Reich). Lejos de distracciones, ellos nos ofrecen un espacio mental seguro en donde revivir ideas y sentimientos para «trascenderlos», superarlos. Un espacio de contención, de protección en donde pueda «pagar» simbólicamente la deuda de la culpa.
Analizar para deshacer y desmontar aquello que nos hace sentir culpables. Dejando salir la rabia que se oculta detrás. La consecuencia inevitable: quedarse solo. Esta soledad nos obsequia un territorio de orden para poder leer con una nueva luz y entender que ha pasado realmente dentro de nosotros. Es entonces, cuando se expresa la rabia terapéutica, que inicia el orden interno. El orden interno es capital para desvanecer y enjuagar la confusión. Licuando el movimiento de boomerang de la culpa; restaurando progresivamente la tranquilidad en uno mismo.
Es en este lugar de calma, separados del objeto, donde me regenero sin olvidar nunca. Esta consciencia, darse cuenta, comprender viviendo la propia tristeza rompe la «compulsión de repetición» (Freud). Sólo tomando consciencia pasando por un duelo del objeto se puede dejar de repetir. Lo que en lenguaje vernáculo expresa: dejar de tropezar dos veces en la misma piedra.
Quizás, la experiencia diaria sería más placentera si viviéramos en un tiempo más ligero, más etéreo, más helénico. Como lo orquestaban los maestros de la tragedia griega afirmando que al fin y al cabo la culpa de los males del mundo la tenían los Dioses.