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El odio

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Quizás uno de los sentimientos más primitivos y profundos que experimentamos. Pero, ¿cómo se origina y cómo nos afecta? Y lo más preocupante: ¿por qué lo ignora nuestra sociedad encubriéndolo con fachadas sociales nada genuinas de coloreadas variaciones; por ejemplo la ira, el menosprecio, etc.? A menudo, al final de un conflicto, en la hora de recreo se sugiere a los alumnos: «todos tenemos que ser amigos»... ¿Ah, sí? ¿Es saludable este consejo o simplemente políticamente correcto? ¿Cómo nace en nosotros esta aversión y repulsa profunda hacia alguien muy diferente a nosotros o por alguna cosa?, como por ejemplo hacia el olor del tabaco, para los que lo hemos dejado después de mucho esfuerzo.

¿Quién odia más? Mujeres, hombres, niños. De nuevo la diferencia. No olvidemos que el odio está desposeído de género. El odio tampoco es genético, como señalaba Nelson Mandela: «Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, origen o su religión».

Seguidamente nombramos cuatro situaciones en donde el odio nace:

En primer lugar, en el caso de niños pequeños donde aún no pueden expresar la rabia que sienten de manera oral, es decir, antes del habla. A menudo encontramos circunstancias en donde el segmento oral: la barbilla, la boca, la mandíbula, las mejillas y la garganta, descarga energía (libido). Al no tener aún la capacidad de expresar sus sentimientos con palabras aparecen los conocidos mordiscos de la guardería. Es en esta parte del cuerpo (boca) en donde se concentra la rabia. Es de recorrido o de elaboración más breve que el odio. Por lo tanto, se expresa más físicamente, más rápidamente. El odio, en cambio, necesita más tiempo para construirse. Habita en otro segmento corporal. Más cerca del corazón, compartiendo espacio con el amor. «Cuanto más pequeño es el corazón más odio aloja», decía Víctor Hugo.

Segundo, en una relación de pareja donde uno de los integrantes, independientemente de su género, tiene un carácter más autoritario que el otro y deja poco o nada que negociar a la otra parte. Obligando durante años a ceder constantemente. En el lenguaje vernáculo, diríamos que la persona más sumisa de la pareja se somete a una imposición a regañadientes (en contra del self) acumulando un sufrimiento de humillación y de angustia. Estas relaciones de dominio-sumisión, siempre inmaduras e infantiles, desembocan en un sentimiento de odio profundo a nivel inconsciente que va acumulando la persona sumisa hacia la persona dominante o autoritaria. La mayoría de las veces el sentimiento de odio es disimulado en la superficie.

En tercer lugar, el caso del odio envidioso relacionado con los celos. Aparece odio fruto de una experiencia vivida desde la confusión con el objeto de amor. Odio hacia un amigo, hacia el trabajo, hacia el cónyuge, hacia un hermano pequeño que acaba de aparecer en la tranquila y egocéntrica vida del hijo primogénito.

En cuarto lugar, situaciones relacionadas con la depresión. Recordamos que una de las diferencias entre las personas que viven un duelo normal y los deprimidos es que estas últimas guardan un odio hacia sus seres queridos que ya no están. Un odio que nace de la confusión de creer que la persona que ya no está o que te ha abandonado te pertenece, que no tiene vida propia fuera de ti.

Entonces encontramos el odio invadiendo el segmento torácico: los pectorales, el trapecio, el romboide, los escapulares, los músculos intercostales, los pulmones y el corazón. El odio se instala de forma profunda para quedarse «congelado» al menos durante un tiempo. ¿Qué tienen en común las situaciones previamente descritas que provocan el sentimiento de odio y de agresividad? La lucha de los instintos que cada persona libra en su interior se va acumulando en agresividad. Ahora ya sabemos que esta libido apilada se descarga de una forma y otra. No se puede postergar ad vitam pues engendraría aún más sentimiento de odio.

¿Cómo modificamos este sentimiento tan arraigado por otro más ligero y sano? Con diálogo. Analizando los objetos de amor para fragmentarlos. Dividiendo la mente en partes emocionales más simples y más sencillas para llegar a entender la situación. Conversando con uno mismo, con la otra parte o con otras partes y con paciencia.

Esto amplia nuestro umbral de tolerancia a la diferencia. Si el odio se construye durante años, ha de existir pues un diálogo largo y profundo para derrocarlo. Desmenuzar el odio hará brotar durante la larga etapa de deconstrucción de la mente toda una serie de inevitables emociones nada agradables a las que habremos de encarar. Empezaremos a sentirnos «perturbados, sensibles, vulnerables, desconcertados, incómodos, cansados, inadecuados, incorrectos, desfigurados, postergados, degradados, avergonzados, subestimados, difamados, desacreditados, deshonrados, humillados...».

Quizás tendríamos que aspirar a una sociedad que pueda coexistir con la pulsión de muerte (Freud). Dar salida de alguna manera a la agresividad sana, a nuestra «parte animal» que genera conflicto en lo social; no sólo negarla o controlarla sistemáticamente. Tener la oportunidad de poder descargar el exceso de energía en lugares controlados, como durante la práctica de una actividad deportiva. Más correcto sería trabajarlo psicoanalíticamente (W. Reich). Estudiar por qué esta parte animal —agresiva sana— rompe la armonía. Cuestionar los valores, probablemente obsoletos, que cuadriculan de forma sagaz nuestro tejido social y que aún decretan nuestra forma de vida.

El delito de odio está castigado en el Código Penal, igual que el fomento de la violencia entre grupos o personas por motivos de etnia, racistas, ideológicos o religiosos. Por otra parte, sentir odio genuino y expresarlo de una forma pacífica y creativa, como las narices rojas de los payasos o los gags humorísticos y las letras de las canciones de los raperos, no tendrían que ser considerados un delito. Aquí entraríamos en el campo de la psicopolítica y la utilización partidista del odio para fines de represión y de control social.

Anatomía de las emociones

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