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PRIMERA GUARDIA EN NEUROLOGÍA

PEDRO ISAAC BARREIRO CHANCAY

De todas las salas de internamiento del hospital, una de las más estresantes, era en ese entonces, al menos para mí, la de neurología. El temor que inspiraba el jefe de ese servicio era compartido por todos quienes estábamos en proceso de formación. Hasta los médicos residentes y posgradistas compartían –en menor grado, por cierto– esos temores, pues las exigencias de disciplina, estudios y conocimientos rebasaban nuestros esfuerzos y nuestra escasa experiencia acumulada en los años precedentes.

Ya nos habíamos familiarizado con casi todas las áreas físicas del hospital. Los amplios pasillos por los que se llegaba a los pabellones de especialidades lucían siempre limpios y brillantes. El temido pabellón correspondiente a neurología estaba ubicado en el ala norte del primer piso del flamante hospital.

El inocultable entusiasmo que todos experimentábamos ante nuestra cercana graduación como médicos cirujanos, a menudo era disminuido por las preocupaciones que, seguramente desde siempre, han asaltado a todos quienes han escogido la medicina como una forma de vida al servicio de sus congéneres. El temor de no saber qué hacer frente a una desconocida dolencia o una complicación inesperada o un proceso terminal, rondaba permanentemente nuestras cabezas. Sobre todo, cuando ese tipo de eventos se presentaba en momentos en que nos encontrábamos solos, sin el apoyo de un especialista, de nuestro tutor, del médico residente o, al menos, de alguno de nuestros compañeros de turno. En esos cruciales momentos, era inútil tratar de recordar lo que habíamos leído en los voluminosos textos que todo estudiante –y todo profesional– tiene a la mano y consulta durante el ejercicio de su profesión.

Paradójicamente, esas situaciones parecen esperar a la noche o las madrugadas, cuando todo el mundo duerme, o al menos descansa un poco y ponen a prueba nuestro proceso de aprendizaje previo. Pero, más que nada, nuestra vocación y nuestro temple.

La obligatoria visita a los pacientes hospitalizados se realiza todas las mañanas y con ella se inician las actividades habituales, casi rutinarias en un hospital. Los experimentados maestros ingresan a cada habitación, impecablemente vestidos, y siempre acompañados por el médico residente, uno o dos posgradistas, una enfermera, y entre uno y tres internos rotativos. Entonces se revisa la Historia Clínica, se verifica que se hayan cumplido las prescripciones ordenadas el día anterior, se revisan los resultados de los exámenes realizados, se pregunta al paciente cómo se siente, qué novedades tiene y, si es necesario, se realiza un examen físico de gran contenido didáctico. El médico tratante hace preguntas a sus residentes, a los posgradistas, a los estudiantes. Comparte sus impresiones y experiencias con respecto a la enfermedad del paciente y dicta las nuevas prescripciones, ya sea que el paciente sea dado de alta o que deba continuar hospitalizado. A continuación, el procedimiento se repite con el enfermo de la cama vecina.

Cuando se produce el alta de un paciente, la cama es ocupada, casi de inmediato, por otra persona con una dolencia generalmente distinta a la del ocupante anterior. Entonces, el interno debe elaborar una nota de ingreso y una nueva Historia Clínica que será revisada por el médico residente. Casi siempre el nuevo paciente ingresa con un diagnóstico definitivo cuyo tratamiento requiere hospitalización, aunque también se producen ingresos con presunciones diagnósticas para el estudio, la confirmación y el tratamiento respectivo.

Recuerdo que era el último viernes de un frío y lluvioso mes de enero. La visita médica se había cumplido sin mayores novedades y, recuperados de sus respectivas enfermedades, tres pacientes habían salido con el alta. Quedaron, por tanto, tres camas disponibles para posibles ingresos.

Esa tarde en el servicio de urgencias del hospital se había atendido a un paciente de unos 40 años, debido a que por primera vez en su vida había sufrido una convulsión generalizada, con pérdida del conocimiento. La alta demanda de exámenes de laboratorio y de imágenes retrasó el reporte de los resultados y, como ya había caído la noche, con buen criterio se decidió ingresarlo… ¡al servicio de neurología!

Era mi primera guardia en ese temido servicio y, a pesar de mis temores, tuve que realizar la anamnesis y el examen físico que, registrados en el formulario respectivo, constituyen el documento base de una historia clínica. El paciente había recibido medicación anticonvulsivante y se encontraba muy sedado, casi estuporoso y apenas balbuceaba una que otra palabra, por lo cual la información recibida del servicio de urgencias fue de gran ayuda para cumplir con mi trabajo.

Cerca de las 11 de la noche, y luego de realizar la visita nocturna, guiado por el médico residente y la enfermera de turno, un poco cansado, me retiré a descansar, pensando en mi buena suerte. No hubo contratiempos ni se presentó ningún caso difícil durante ese primer día en el temido servicio de neurología.

Ya en mi habitación, bien abrigado, me pareció que era conveniente revisar alguna literatura científica acerca de los procesos convulsivos para “lucirme” ante el médico residente y los posgradistas al siguiente día durante la visita habitual. Pero, después de pensarlo mejor, con la certeza de que todos los pacientes estaban evolucionando bien y que, por lo tanto, no habría preguntas, preferí volver al placentero descanso leyendo una novela de Benedetti que había empezado hacía varios días y no había podido terminar, precisamente por las tareas y las obligaciones propias de un estudiante de medicina al borde de incorporarse como médico.

Así es que, envuelto en las alegrías y los sinsabores experimentados por Martín Santomé y Laura Avellaneda, en el nostálgico Montevideo de los años cincuenta, debió vencerme el sueño, y una vez olvidados mis temores y obligaciones, por fin me dormí…

De repente el agudo timbre del teléfono –programado a gran volumen para espantar los sueños más profundos– me hizo pegar un salto y reactivó mis peores temores al escuchar la voz de la enfermera de turno que me decía:

–Señor interno, venga de inmediato al piso. Es urgente. ¡El paciente del 101 está convulsionando! El médico residente no me contesta el teléfono ¡Se trata de una emergencia!

¡Y colgó!

Fue así como, casi sin respirar y temblando más del miedo que del frío, me puse mi mandil y mientras corría por los interminables pasillos del hospital iba pensando, casi aterrorizado:

–¿Y ahora qué hago, Dios mío? ¿Ahora qué hago? ¡Ojalá hayan ubicado al médico residente y ya esté allí cuando yo llegue!

Cuando llegué, lo primero que me extrañó fue el silencio absoluto que reinaba en el pabellón. Con gran alivio pensé que el médico residente había llegado antes que yo y ya había resuelto la emergencia. Entonces pude, por fin, respirar calmadamente, abotonar correctamente mi mandil y, arreglarme el peinado “afro” que yo, muy a la moda, lucía en esos días. Ya bien acicalado, me acerqué parsimoniosamente a la estación de enfermería para demostrar que estaba listo para cumplir con mis obligaciones. Pero mi paz interior y mi parsimonia duraron muy poco pues, apenas me vio, la señora enfermera dijo:

–¡Por fin viene alguien! ¡Venga, vamos a ver al paciente!

A través de la semiabierta puerta de la habitación 101, pudimos percatarnos de la penumbra que reinaba en su interior. Tanto las lámparas cenitales como las correspondientes a cada cama se encontraban apagadas y la escasa luminosidad que llegaba del exterior, a través de las persianas de la gran ventana, volvía más tétrica y preocupante la situación.

Pensando que encender la luz podía ser contraproducente, sobre todo si el paciente se hubiera quedado dormido luego de su crisis convulsiva, ingresamos muy lentamente y en silencio a la habitación, muy lejos de imaginar que él estaba escondido debajo de su cama. En el instante mismo en que nos dimos cuenta de que se encontraba vacía, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo al sentir que alguien se agarraba de mis tobillos y me hacía perder el equilibrio. La enfermera, apresurada y en medio de gritos, había alcanzado a apretar el botón del timbre con el que los pacientes solicitan asistencia. La alarma comenzó a sonar sin control a partir de ese momento, mientras el paciente y yo forcejeábamos y rodábamos por el piso en medio de la oscuridad. La enfermera gritaba pidiendo ayuda. El paciente emitía sonidos guturales inentendibles y yo, que había perdido mis lentes, a duras penas alcanzaba a tomar aire porque sus manos me atenazaban el cuello y casi no podía respirar.

Afortunadamente, cuando parecía que me asfixiaba y empezaba a perder las fuerzas por falta de oxígeno, llegaron el médico residente y una corpulenta auxiliar de enfermería, quienes encendieron las luces y de inmediato se incorporaron a la inesperada batalla. Después de un intenso forcejeo, gritos, pataleos y bramidos, logramos inmovilizar entre los tres al paciente para que la enfermera, que durante la inusual trabazón había permanecido paralizada por el miedo, pudiera inyectarle una buena dosis de diazepam. Gracias a esto pudimos sujetarlo a la cama, utilizando cuatro sábanas debidamente enrolladas (una para cada extremidad) sin causarle ningún daño.

Una vez que regresó la calma y logré encontrar mis lentes, los cuatro nos dirigimos a la estación de enfermería para tranquilizarnos, acomodarnos las estropeadas ropas y comentar, con un poco de buen humor y una que otra sonrisa, el irrepetible momento que habíamos compartido la madrugada de ese inolvidable sábado. Cuando todos se fueron, me tomé un tiempo para registrar en las notas de evolución de la Historia Clínica, un resumen del incidente y la dosis de medicamento administrado.

Reconfortado gracias a la pequeña reunión mantenida, y bastante más tranquilo, seguramente por efectos del agua de toronjil que compartimos mientras conversábamos, recordé que era mi obligación asegurarme de que el paciente se encontrara bien antes de retirarme a descansar. Me acerqué cuidadosamente a la cama, cuya iluminación individual permanecía encendida y, cuando me disponía a tomarle manualmente el pulso en su muñeca izquierda, me miró por un instante con sus enrojecidos y desorbitados ojos, y al tiempo que me estampaba un salivazo en la cara me gritó:

–¡Mañana te cojo, cuatro ojos!

Lleno de pavor, con esa amenaza pendiendo sobre mi cabeza y aterrorizado ante la posibilidad de que en el futuro tuviera que enfrentarme con pacientes parecidos, abandoné la habitación y, muerto de frío, comencé a caminar hacia mi dormitorio mientras la claridad del alba empezaba a insinuarse en el nublado cielo quiteño.

Pese al cansancio debido a la mala noche que habíamos pasado, cerca de las ocho de la mañana, ya estábamos nuevamente en el piso, listos para comenzar la nueva visita a los pacientes hospitalizados. Sin embargo, en el momento de recibir las historias clínicas, la nueva enfermera de turno nos informó que el paciente de la habitación 101 había desaparecido, que muy probablemente se había fugado del hospital durante el cambio de guardia. No obstante, ya se habían dado las alertas para su búsqueda puesto que, según las imágenes y los informes de los exámenes realizados la tarde anterior, el paciente era portador de una grave, potencialmente contagiosa y mortal enfermedad: meningitis tuberculosa.

Desde entonces, en mis esporádicas pesadillas, siempre me veo huyendo de un ejército de millones de bacilos de Koch que ruidosamente intentan introducirse en mi cabeza a través de mis oídos, de mi boca, de mis fosas nasales… y que, en algunas ocasiones, logran hacerlo. Afortunadamente cuando eso sucede, un sudor frío me despierta...

Relación médico – paciente

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