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1 La herencia griega, o de cómo se propuso la pirámide visual como instrumento conceptual

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Si quisiéramos encarar preguntas relativas a la percepción visual con un enfoque racional ajustado a los preceptos metodológicos propuestos por un filósofo cartesiano, tendríamos que iniciar la investigación solo después de haber resuelto definitivamente las dudas asociadas con la naturaleza de la luz, con la forma como ella interactúa con los objetos (en particular, los tejidos vivos), con la estructura, la funcionalidad y la anatomía ocular, con la distribución, el recorrido y la activación de los nervios, con el funcionamiento de las estructuras musculares que hacen posible la rotación del ojo y con el funcionamiento completo del cerebro. Solo así, supondría un cartesiano, podemos avanzar de lo claro a lo claro y, con ello, evitar los tropiezos que surgen cuando avanzamos a ciegas, cuando nos adentramos en territorios que desconocemos y lo hacemos sin una guía segura. Llamemos a estas dudas preliminares “preguntas por los fundamentos”.

¿Conviene iniciar una investigación adoptando estándares metodológicos tan exigentes? Será fácil mostrar que así no se iniciaron las investigaciones que queremos rastrear. Debemos, no obstante, preguntar si así se debieron iniciar. Quizá podamos identificar los movimientos de los primeros investigadores como obstáculos epistemológicos que no nos dejaban ver con claridad precisamente por haber comenzado con metodologías obscuras.

Imaginemos, en gracia de discusión, que adoptamos en serio la recomendación cartesiana de avanzar en una investigación solo si tenemos absoluta claridad sobre los fundamentos. Preguntemos, por ejemplo, ¿cómo podríamos tener claridad acerca de la naturaleza de la luz y de la forma como ella interactúa con los objetos? Para empezar, solamente diviso una respuesta tan básica como amplia: tendríamos que dejarnos guiar por la observación, procurando que las expectativas teóricas encuentren en la observación un régimen de control.

Ahora bien, en estricto rigor cartesiano, no debemos iniciar tal programa de investigación hasta no conocer con detalle profundo los mecanismos más delicados que hacen posible que nosotros podamos observar y dar reportes acerca de lo observado. Lo mismo vale para los otros casos: estructura del ojo y funcionamiento de los nervios, de los músculos oculares y del cerebro. Para responder preguntas acerca de la posibilidad de la visión, tendríamos que conocer de la luz, del ojo y del cerebro. Para responder preguntas acerca de estos, tendríamos que conocer de la dinámica de la observación.

En resumen, si adoptamos en serio el canon racional de investigación concebido por un cartesiano, terminamos paralizados: no habría punto firme para despegar. En ese orden de ideas, las posibilidades se reducen a dos: paralizarnos o iniciar con una especie de torpeza controlada. Es, entonces, razonable (aunque resulte condenado por un racionalista cartesiano) dar pie para que un programa de investigación inicie en un mar de incertidumbres en relación con sus fundamentos.

Preguntemos ahora: ¿es necesario que los primeros investigadores tengan claridad metodológica, toda vez que no pueden tener claridad a propósito de sus fundamentos? La respuesta es sencilla: la claridad metodológica se gana a medida que avanza la investigación, no tenemos por qué exigirla como requisito para iniciar. Los primeros investigadores formularon sus propuestas creyendo que eran las definitivas; ninguno de ellos las tenía por transitorias mientras maduraban en la faena. Todos creían conocer de la naturaleza de la luz y de los mecanismos de recepción del alma: sus respuestas encajaban en una cosmología que daban por descontado. Así las cosas, si bien es cierto que ellos no eran investigadores cartesianos en sentido estricto —no podían serlo—, hemos de reconocer que sí se creían amparados por una suerte de autoridad racional. Es importante, y de hecho razonable, que así ocurriera.

Entre estos primeros investigadores cuidadosos1 es muy fácil identificar dos escuelas contrapuestas: por un lado, quienes creen que la percepción visual se origina en una actividad que tiene asiento en el ojo (extramisionistas) y, por otro, quienes creen que tal actividad se halla en el objeto percibido (intramisionistas). Ninguna de estas escuelas logró un control hegemónico al punto que la pudiésemos concebir a la manera de un paradigma kuhniano. En ese orden de ideas, a falta de una unidad paradigmática, los hechos acopiados y esgrimidos como argumentos por cada una de las escuelas tienen la misma probabilidad de ser relevantes en la investigación (no hay criterios para hacer a un lado ciertos hechos).

Thomas Kuhn defiende que el estatus de ciencia normal, en el caso de la óptica física, se logró gracias a los trabajos de Isaac Newton (Kuhn, 1962/2004, p. 40). Quizá tenga razón si se restringe al caso de la óptica física, no si se le da a la palabra “óptica” una acepción más amplia. Para los pensadores clásicos y medievales, el término recogía los estudios de la percepción visual, lo que obligaba (en forma auxiliar) a remitirse a la naturaleza de la luz.

Cuando Kuhn defiende su evaluación, no se limita, sin embargo, a mencionar investigaciones circunscritas exclusivamente a la naturaleza de la luz; también invoca programas relacionados con la naturaleza de la percepción. Así, parece que su juicio en relación con la óptica física debe extenderse a la óptica entendida en un sentido más amplio.

A mi modo de ver, Kuhn se equivoca en esa extensión soslayada. Esa evaluación de Kuhn relega al nivel de estadio precientífico todo lo que se llevó a cabo en el campo antes de la llegada de Newton (el mesías). Cito en extenso la valoración de Kuhn:

No hay periodo alguno entre la remota antigüedad y el final del siglo XVII que exhiba un punto de vista único, aceptado por todos, acerca de la naturaleza de la luz. En lugar de ello, nos encontramos un diferente número de escuelas y subescuelas rivales, la mayoría de las cuales abrazaba una variante u otra de las teorías epicureístas, aristotélicas o platónicas. Un grupo consideraba que la luz constaba de partículas que emanaban de los cuerpos materiales; para otro, era una modificación del medio interpuesto entre el cuerpo y el ojo; otro explicaba la luz en términos de una interacción entre el medio y una emanación del ojo, dándose además otras combinaciones y modificaciones de estas ideas. Cada una de las escuelas correspondientes se apoyaba en su relación con alguna metafísica concreta y todas ellas hacían hincapié en el conjunto particular de fenómenos ópticos que su propia teoría explicaba mejor, distinguiéndolos como observaciones paradigmáticas […].

En diferentes momentos todas estas escuelas hicieron contribuciones significativas al cuerpo de conceptos, fenómenos y técnicas de los que Newton extrajo el primer paradigma de la óptica física aceptado de manera casi uniforme. Cualquier definición de científico que excluya al menos a los miembros más creativos de estas diversas escuelas, excluirá también a sus sucesores modernos. Esas personas eran científicos. Sin embargo, quien examine una panorámica de la óptica física anterior a Newton podría concluir perfectamente que, por más que los practicantes de este campo fuesen científicos, el resultado neto de su actividad no llegaba a ser plenamente ciencia. Al ser incapaz de dar por supuesto un cuerpo común de creencias, cada autor de óptica física se veía obligado a construir de nuevo su campo desde sus fundamentos. Al hacerlo, la elección de las observaciones y experimentos que apoyaban su punto de vista era relativamente gratuita, pues no había un conjunto normal de métodos o de fenómenos que todo autor de óptica se viese obligado a emplear y explicar (1962/2004, pp. 40-42).

R. Steven Turner publicó una semblanza del debate sostenido a finales del siglo XIX entre Hermann von Helmholtz y Ewald Hering. En un espíritu kuhniano, el autor evalúa de la siguiente manera los progresos alcanzados en el estudio de la percepción visual desde la remota Antigüedad hasta mediados del siglo XIX:

El estudio de la visión alcanzó, desde luego, una tradición venerable y dinámica que puede rastrearse hasta la Antigüedad. Aun así, antes de este periodo [mediados del siglo XIX], esta tradición escasamente había constituido un campo unificado. El estudio de la visión estaba fragmentado en muchos problemas desconectados, tratados por diferentes investigadores, y poseía pocas teorías generales que fueran ampliamente conocidas, aceptadas y que fueran capaces de integrar el campo. Las controversias se extendieron y fueron endémicas, inconexas, sin solución y multilaterales. Al campo le faltaba un frente de investigación bien definido y ante la ausencia de dicho frente, tanto la literatura más vieja como la más joven poseían igual relevancia para los debates en marcha. En todos estos aspectos, el estudio de la visión se acercaba a lo que Thomas S. Kuhn llamó el “estado preparadigmático” a través del cual los campos científicos normalmente pasan (1994, p. 11).

Procuramos mostrar, a lo largo del libro, que tanto Kuhn como Turner ofrecen evaluaciones sesgadas que no dejan ver aspectos cruciales, por un lado, del programa de investigación anterior a Newton y, por otro, de los estudios de la percepción anteriores al siglo XIX. Tales aspectos pueden considerarse, en todo su derecho, como ciencia legítima y no como mera propedéutica a la investigación, a la espera de la epifanía de un paradigma esclarecedor. Kuhn no advierte que epicureístas, platónicos y aristotélicos ofrecieron sus curiosas narraciones acerca de la luz con miras a explicar el fenómeno más acuciante relacionado con la percepción visual. En otras palabras: no es la luz en sí misma lo que despertaba su curiosidad; es, más bien, el hecho de saberse afectados por ella, lo que les interesaba.

Si el término “óptica” refiere al estudio de la percepción visual, asumir que no hay una unidad de investigación científica anterior a Newton es una evaluación injusta que anima un acercamiento peyorativo. Kuhn, con un aire de conmiseración y como un gesto de cortesía, llama “científicos” a dichos investigadores (1962/2004, p. 42). Nosotros mostramos que sí hay un sentido profundo en el que podemos denominar “ciencia” a dicha investigación. Por su parte, Turner desconoce el papel unificador que, por un lado, desempeñó la pirámide visual como instrumento conceptual, papel que nosotros pretendemos sacar a la luz en este texto; y el que, por otro, llegó a desempeñar la óptica de Kepler entre los investigadores modernos o la óptica de Ptolomeo y Alhacén entre los clásicos.

Pretendemos mostrar que el uso de la pirámide visual como instrumento conceptual introdujo un criterio de unidad investigativa, criterio que incluso podemos llamar “paradigmático”. Este instrumento permitió avanzar en la investigación, con independencia de los diversos compromisos ontológicos que los investigadores asumieron en relación con la naturaleza de la luz. Mostramos en este libro que, gracias a esa decisión metodológica, pudo ponerse en marcha un programa de investigación que puede exhibir claras fases de progreso en el sentido de Imre Lakatos.

Si no tenemos ninguna reserva en reconocer la actividad adelantada en el marco de tal programa de investigación como ciencia normal, en oposición a Kuhn, podremos entonces aceptar que la unidad que ata a los investigadores no tiene que ser necesariamente una unidad en torno a los compromisos ontológicos. En otras palabras, no es cierto, como pretende Kuhn, que los compromisos que rigen la ciencia normal especifican de manera necesaria los tipos de entidades que contiene el universo y también los tipos que no puede contener (Kuhn, 1962/2004, p. 33). Mostramos que puede haber unidad paradigmática en una práctica científica, sin que haya unidad en relación con los compromisos ontológicos.

Exploramos primero, en el capítulo, los compromisos de las escuelas extramisionistas. Seguimos la propuesta de Platón (ca. 427 a. C. - 347 a. C.), recogida en el Timeo como su mejor expresión. A continuación estudiamos la propuesta intramisionista de Aristóteles y mencionamos de paso la teoría intramisionista defendida por Demócrito (ca. 460 a. C. - ca. 370 a. C.).

Sostenemos que en el debate clásico intramisionismo-extramisionismo no hay instrumentos de control que pudiésemos calificar como “neutrales” y a partir de los cuales hubiese sido razonable inclinar la balanza en una dirección más bien que en la otra. Las críticas de Aristóteles a Platón, por ejemplo, incurren en fallas de inconmensurabilidad. Antes de haber logrado la unidad paradigmática que se consiguió con la invención de la pirámide visual, las pugnas entre una escuela y otra pueden evaluarse con el calificativo kuhniano de “precientíficas”. Mostramos que una vez adoptada la pirámide, contrario a la expectativa de Kuhn, se mantuvieron los debates más encarnizados en relación con los compromisos ontológicos y, aun así, el programa progresó gracias a la unidad que ofreció el instrumento.

Es cierto que Kuhn reformuló después la manera de concebir el concepto de paradigma. En sus etapas posteriores, el filósofo quiso ver un paradigma, o bien como una matriz disciplinar, o bien como un repertorio de ejemplares (o de analogías) que una comunidad incorporaba con el objeto de guiar sus investigaciones (Kuhn, 1977/1982). Pues bien, la pirámide visual se puede exhibir como una analogía exitosa en la tarea de guiar a los investigadores de una comunidad.

Nos ocupamos, después, en este capítulo, de la instauración de la pirámide visual como instrumento conceptual en la obra de Euclides. Queremos mostrar que dicho instrumento introdujo unidad en el programa de investigación, al establecer lo que hemos de considerar el núcleo firme del programa. Mostramos que a pesar de que Euclides presenta la pirámide con un lenguaje extramisionista, dicho compromiso ontológico es completamente prescindible, de suerte que hubiese sido perfectamente razonable que el instrumento se presentara con neutralidad frente al debate entre extramisionistas e intramisionistas. El instrumento permite plantear y resolver dificultades importantes sin exigir compromisos ontológicos.

No obstante, esta neutralidad no tiene por qué conducir a un desprecio, sin más, de los compromisos metafísicos. Más bien, el instrumento genera una dinámica, en la que los componentes ontológicos tratan de cobrar sentido. Estos compromisos, aunque prescindibles, alientan la investigación, ofreciendo un aire de generalidad y necesidad.

Al final del capítulo nos ocupamos de la primera anomalía seria que tuvo que enfrentar el programa, a saber, el hecho de que nosotros contamos con visión binocular. También presentamos el principio clásico para anticipar la formación de imágenes en espejos.

La pirámide visual, más que una herramienta para resolver problemas, como pudieron pensar los extramisionistas que la propusieron, es una herramienta que nos permite pensar en ellos, que nos facilita el ocuparnos de ellos, el formular adecuadamente unas preguntas para las que el mismo instrumento ofrece normas de control.

El extramisionismo de Platón

Fue Platón quien expuso la versión más clara e influyente del extramisionismo antes de que la pirámide se erigiera en paradigma instrumental. Esta versión se encuentra en el Timeo, la obra que presenta una semblanza del origen o la creación del mundo por parte del demiurgo.

Una vez fueron creados los dioses que marchan de manera visible, el demiurgo platónico, evocado en el Timeo, les comunicó que dado que ellos (los dioses) son indestructibles en virtud de un acto de la voluntad del creador, a pesar de no ser inmortales en sentido estricto,2 tendrían que asumir la tarea de dar origen al género de los mortales, para procurar así el equilibrio que precisa un universo perfecto. El universo en su conjunto, sostiene Platón en el Timeo, hace parte de lo que es generado; ello se prueba por el hecho de que el universo es visible y tangible (Tim, 28b8). Para la creación del universo, el demiurgo tomó como modelo lo que es inmutable y permanente, pues de otra manera su obra no habría sido bella ni buena. Quiso el demiurgo que su obra se asemejara a él y para ello tuvo que dotar al universo de alma, y a esta, de razón.

Como lo generado se reconoce por su condición de ser visible y tangible, y nada puede ser visible sin fuego o tangible sin tierra, es de esperar que estos elementos constituyan la base misma de todo lo generado. La determinación de la semejanza con la forma perfecta llevó al demiurgo a crear un universo esférico. La unidad, la esfericidad y la singularidad del universo3 obligan a que este tenga límites absolutamente lisos y sin ventanas al exterior: “Pues no necesitaba ojos, ya que no había dejado nada visible en el exterior, ni oídos, porque nada había que se pudiera oír […]. Nada salía ni entraba en él por ningún lado” (Tim, 33c1-7). Los ojos son, pues, ventanas para establecer comercio con el exterior. El universo tampoco necesitaba de manos, porque no habría nada del exterior que tuviese necesidad de acercar o alejar. Las manos se justifican como apéndices para traer hacia sí lo que interesa y alejar lo que perjudica. El demiurgo creó el tiempo como una copia grosera de su eternidad y luego creó los dioses con la condición de ser inmortales para que se asemejen a él, pero no eternos para que no resulten idénticos.

Estos dioses inmortales asumieron la tarea de crear los seres mortales. Esta tarea no podía asumirla directamente el demiurgo, pues en ese caso su obra tendría que asemejarse estrechamente a él y con ello no se diferenciaría de los dioses que marchan de manera visible y que son inmortales. El demiurgo se limitó a plantar la simiente, para que los dioses se encargaran del resto, entretejiendo lo mortal y lo inmortal. Las almas así creadas fueron montadas en un carruaje para que pudieran contemplar, sin distinción alguna y de primera mano, la naturaleza misma y esencial del universo.

Entre tanto, los dioses se hicieron cargo de su tarea: tomaron porciones de fuego, aire, agua y tierra, y las ensamblaron de manera armoniosa, procurando que la parte más importante imitase la perfección esférica del universo completo. Nos referimos al diseño de la cabeza. Las partes restantes se unieron a la cabeza, para que ella se sirviera de estas.

Una vez implantada el alma a cada uno de estos cuerpos, ella debía tener una “única percepción connatural” (Tim, 42a3), producida por cambios violentos. El primer contacto de un alma que se adhiere a un cuerpo trae a la memoria la imagen de una lombriz que se retuerce sobre la tierra sin control: el alma no domina ni es dominada, es movida con violencia y con violencia mueve, avanza sin dirección mientras convulsiona. Mayor resulta la conmoción cuando el cuerpo que recién porta un alma choca con la solidez corpórea de la tierra, encuentra la fluidez escurridiza del agua o la lacerante penetración del fuego.

Estos encuentros accidentales afectan al alma. Son estas afecciones las que Platón identifica con el nombre de “percepciones” (Tim, 43c6). Al comienzo de la vida, estas afecciones agitan al alma con violencia, obligándola a fluir en sentido contrario a la revolución original. Así las cosas, el alma adquiere una información confusa y en ese sentido es confusa también su primera orientación del cuerpo. El alma, adherida por primera vez a un cuerpo, ha de ser, pues, irracional. Con el tiempo, en la medida en que el curso se tranquiliza, el alma cultiva la prudencia y la templanza.

Los dioses jóvenes quisieron que un sector del cuerpo dominase la traslación y con ello distinguieron la parte anterior de la posterior. En la anterior instalaron una cara y le ajustaron los instrumentos para la previsión del alma. Entre estos instrumentos se acordó que fuesen los ojos, las ventanas al mundo, los más importantes. Culminemos el relato citando en extenso las propias palabras del autor:

Los primeros instrumentos que construyeron [los dioses jóvenes] fueron los ojos portadores de luz y los ataron al rostro por lo siguiente. Idearon un cuerpo de aquel fuego que sin quemar produce la suave luz, propia de cada día. En efecto, hicieron que nuestro fuego interior, hermano de ese fuego, fluyera puro a través de los ojos, para lo cual comprimieron todo el órgano y especialmente su centro hasta hacerlo liso y compacto para impedir el paso del más espeso y filtrar sólo al puro. Cuando la luz diurna rodea el flujo visual, entonces, lo semejante cae sobre lo semejante, se combina con él y, en línea recta a los ojos, surge un único cuerpo afín, donde quiera que el rayo proveniente del interior coincida con uno de los externos. Como causa de la similitud el conjunto tiene cualidades semejantes, siempre que entra en contacto con un objeto o un objeto con él, trasmite sus movimientos a través de todo el cuerpo hasta el alma y produce esa percepción que denominamos visión. Cuando al llegar la noche el fuego que le es afín se marcha, el de la visión se interrumpe; pues al salir hacia lo desemejante muta y se apaga por no ser ya afín al aire próximo que carece de fuego. Entonces, deja de ver y se vuelve portador del sueño (Tim, 45b2-46a2).

El objeto directo de nuestra atención es un cuerpo afín que surge cuando el fuego que emana desde nuestro interior es abrazado por la luz diurna en las vecindades del objeto corpóreo que se deja ver. Este cuerpo afín surge del encuentro de lo semejante con lo semejante. Esa singular explosión que detona la contemplación ocurre a lo largo de la línea recta que se extiende desde el centro del ojo (el centro de la caldera) hasta la ubicación del objeto, siempre que esa línea pase por el centro de la pupila (allí donde se filtra el paso de la luz espesa y se permite solo el de la más fluida).

Es de aclarar que no estamos en la obligación de interpretar literalmente el fuego interior como si se tratara de una especie de emanación física. De interpretarlo así, nos cuesta trabajo entender cómo puede el ojo tan pequeño almacenar una cantidad tan grande de efluvios como para alcanzar a tocar las estrellas en cada nuevo momento, sin sentir mengua alguna.

Al postular que el cuerpo afín deviene del encuentro de lo semejante con lo semejante, cree Platón que las cualidades que adscribimos a este cuerpo (imagen) coinciden con las cualidades que imaginamos pertenecen al objeto contemplado. No ofrece Platón ningún argumento para defender esa identidad de cualidades. Peor aún, podemos esgrimir buenos argumentos para tener reservas en relación con dicha identidad. Las imágenes visuales, por ejemplo y en una primera aproximación,4 cambian de tamaño si nos acercamos o alejamos al objeto; este hecho no nos hace pensar que el tamaño encarnado en el objeto varíe con nuestras aproximaciones: el disco solar en nuestro campo visual tiene un tamaño que no es comparable con el que le atribuimos a la esfera solar. Imágenes elípticas en nuestro campo visual pueden inducirnos a la contemplación de objetos circulares. No es necesario que haya identidad en la figura.

El cuerpo afín aparece como un objeto coloreado. No contamos, en principio, con argumentos para sospechar que el cuerpo externo también esté revestido de color. En un pasaje más avanzado del Timeo, Platón explica el origen de los colores. La explicación sorprende al lector, porque el autor parece defender allí una suerte de intramisionismo. Platón caracteriza los colores como “llama que fluye de cada uno de los cuerpos” (Tim, 67c4). Sostiene el filósofo que las partículas que proceden de esta llama pueden llegar a afectar (alterar) los rayos visuales. Así las cosas, si estas partículas son iguales a las de los rayos visuales,5 el objeto se hace imperceptible (transparente). Si tales partículas son mayores, estas contraen el rayo visual y provocan, en nosotros, la contemplación de un color que pierde brillo, un color obscurecido. Si ellas son menores, dilatan el rayo visual y provocan la percepción de un color empalidecido, un color menos saturado. Platón explica que “lo que tiene la propiedad de dilatar el rayo visual es blanco; negro su contrario” (Tim, 67e). Cuando la llama, que viene de los objetos abriéndose camino por el trayecto que fija el fuego que emana de los ojos, logra penetrar al ojo, se apaga en la humedad de este y produce los destellos que identificamos como colores. Si se trata de un fuego más lacerante, genera la percepción de un rojo-sangre. Los colores restantes surgen de múltiples posibilidades de mezcla entre blanco, negro y rojo (Tim, 67d-68e).6

Los pasajes que explican el origen de los colores han llevado a algunos comentaristas a defender que la teoría de la visión de Platón conjuga el extramisionismo del rayo visual con el intramisionismo de la llama que fluye desde los objetos. David C. Lindberg, por ejemplo, se apoya en un pasaje del Teeteto, en el que Platón sugiere que el ojo llega a ser pleno de visión cuando se produce el encuentro entre el rayo visual y la llama que viene del objeto (1976, p. 5). Platón sugiere que, en el momento de la coalescencia, el ojo se hace, por ejemplo, blanco, y el objeto visto se hace un ejemplar de la blancura. Cito parte del complejo pasaje:

[…] cuando llegan a un punto intermedio la visión, desde los ojos, y la blancura, desde lo que engendra a la vez el color, es cuando el ojo llega a estar pleno de visión y es precisamente entonces cuando ve […]. Así mismo, lo que produce conjuntamente el color se llena por completo de blancura y, a su vez, llega a ser no ya blancura, sino algo blanco. (trad. en 1988, 156e).

El pasaje no sugiere que algo regresa al ojo. Si procuramos conservar la coherencia con el extramisionismo del Timeo, tendríamos que sostener que la llama del cuerpo altera o modifica el rayo visual, que es quien se ha encargado realmente de tocar al objeto. En ese preciso momento, sin que nada retorne al ojo, el cuerpo afín adquiere ciertas cualidades cromáticas. El pasaje del Teeteto ofrece un intento interesante de justificar por qué cree Platón que las cualidades del cuerpo afín coinciden con las del objeto observado.

Volvamos al relato del Timeo. Centro del ojo, centro de la pupila, cuerpo afín y objeto se hallan sobre la misma línea recta. El fuego interior que abandona el ojo sale en búsqueda de lo semejante y cuando esa búsqueda se sumerge en el fracaso, cesan las afecciones del alma, que en un inicio denominamos “visión”. Si esta ausencia de visión es acompañada por un estadio de calma, los movimientos residuales del alma, si es que aún los hay, adquieren la forma de reminiscencia de imágenes anteriores. El alma se recreará, entonces, con fantasmas que simulan ser afines a los cuerpos que efectivamente tuvo ocasión de abrazar.

El interesante relato de Platón no solo explica por qué vemos objetos externos a plena luz del día; explica también por qué persisten imágenes remanentes, aun cuando hemos cerrado los párpados y ya no hay rayos visuales que emigran al exterior.

El encuentro de lo semejante con lo semejante nos sumerge ya en dificultades de interpretación. En primer lugar, se trata del encuentro de dos fuegos que no queman —en eso consiste su parentesco—. Pero de este encuentro surge un cuerpo afín, que contemplamos no a la manera de colisión entre dos fuegos hermanados, sino de imagen —visión— en el campo visual. El cuerpo afín, la colisión entre dos fuegos hermanados y el objeto detonante de la llama que fluye no se hallan en el mismo nivel ontológico.

A este hecho hay que sumar que el cuerpo afín aparece bajo un aspecto en nuestro campo visual. Ver el objeto bajo un aspecto, es decir, verlo como ejemplar de un concepto que lo abarca, nos da pie para sugerir una segunda interpretación del encuentro de lo semejante con lo semejante.7 Cuando dirigimos nuestra mirada a un árbol y lo percibimos como un árbol, podemos evocar la semejanza con aquel tipo de árbol original que las almas divisaron cuando, antes de ser instaladas en un cuerpo, fueron obligadas a recorrer el mundo en un carruaje para que pudieran contemplar de primera mano la naturaleza del universo. Así, el sujeto puede ver el árbol que contempla como el individuo que instancia la clase o idea universal de árbol que el alma contempló antes de caer en un cuerpo. En ese orden de ideas, la percepción visual comporta doble actividad del sujeto: por un lado, la que consiste en emitir fuego sutil que sale al encuentro de lo semejante y, por otro, la de aprehender el cuerpo afín como instancia de una idea con la que el alma se había familiarizado antes de caer en un cuerpo.

El intramisionismo de Aristóteles

Los atomistas griegos y Aristóteles coincidieron en que la percepción visual se da gracias a un proceso que se inicia en el objeto. Ellos diferían a la hora de identificar el tipo de proceso. Demócrito, por ejemplo, asumía que los objetos están en permanente emisión de efluvios de átomos que, al conservar aproximadamente la forma de las superficies originales, pueden llegar a constituirse en imágenes de su fuente. En ese sentido, como lo reseña Aristóteles, la percepción visual, para Demócrito, ocurre gracias a que el ojo refleja las imágenes que recibe tal y como lo hace un espejo, o la superficie de un lago (De sensu, 438a7). La sensación visual demanda, pues, el contacto físico directo entre el ojo y los emisarios del objeto.

No resulta fácil aseverar que dos personas confíen en que ven el mismo objeto, si podemos esperar que los efluvios que reciban sean muy diferentes en virtud de las modificaciones que sufren en los múltiples choques que enfrentan antes de llegar a cada observador. Tampoco sabríamos explicar qué hace diferente un ojo de un espejo ordinario, ni por qué un cuerpo no se desgasta de tanto emitir constituyentes suyos. De cualquier manera, tanto atomistas como aristotélicos llegaron a confiar en que el alma, que es quien realmente ve, cuenta con una imagen que es copia fiel del objeto percibido.8

Además de la oposición a los atomistas, Aristóteles descarta también la explicación que conjetura la presencia de un fuego tenue que emana del ojo.9 El filósofo pregunta: ¿por qué no podemos ver en la obscuridad? ¿Por qué se apaga el fuego ocular en la obscuridad? (De sensu, 437b13). En la formulación de dicha reserva, Aristóteles pierde de vista el hecho de que Platón postula el fuego que emana del ojo como una condición necesaria, pero no suficiente; se requiere, además, el encuentro con lo semejante. El que no veamos en la obscuridad pone en evidencia, según un platónico, que el acto de ver requiere la cooperación de la luz interior con su semejante.

Aristóteles insistió y formuló una reserva más fuerte aun:

No es razonable, en general, suponer que la vista ve por algo que sale del ojo y que puede llegar hasta las estrellas, o que, después de salir, se produce una coalescencia al llegar a cierto punto, como dicen algunos. Mejor que eso sería, en efecto, que la coalescencia se produjera en el propio origen del ojo. Pero incluso eso es una ingenuidad. Pues ¿qué es una coalescencia de luz con luz? ¿O cómo es posible que se dé, dado que no se combina cualquier cuerpo con otro al azar? ¿O cómo puede la luz de dentro combinarse con la de fuera si hay en medio una membrana? (De sensu, 438a26-438b1).

Le sorprende a Aristóteles que el ojo albergue tal cantidad de fuego interior como para alcanzar al instante la inmensidad del cielo estrellado; tampoco acepta con facilidad que pueda hablarse de la luz como un algo que puede interactuar con otro de su naturaleza. Pero, aun si aceptamos ese tipo de interacción, debemos preguntar si ella se da fuera o dentro del ojo. Si se da fuera, no entendemos por qué el ver parece un acontecimiento interior, ni tampoco cómo lo notamos si se da a distancia; si se da dentro, no entendemos por qué no basta esperar que la luz externa ingrese al ojo y produzca el efecto sin contar con el despliegue de un fuego interior. También le incomoda a Aristóteles que Platón no diga nada de las membranas intermedias, que tendrían que obstaculizar tanto la salida del fuego tenue como los efectos de la coalescencia al regresar al ojo.

Además de las dificultades para concebir el encuentro de dos fuegos, Aristóteles se siente también incómodo con las inconsistencias físicas que surgen a propósito de la naturaleza del fuego sutil que emana del ojo. Pregunta el filósofo: ¿qué haría extinguir el fuego ocular en la oscuridad? (De sensu, 437b15). El fuego, que ha de ser caliente y seco, según la doctrina de Acerca de la generación y la corrupción, se extingue si transformamos calor en frío o sequedad en humedad (Aristóteles, trad. en 1987a, 330b). Sin embargo, la luz del día no se extingue con la presencia de la humedad propia del aire o del agua; por lo tanto, no se ve cómo es que lo cálido y lo seco puedan ser cualidades de la luz. En la constitución del mundo físico sublunar, Aristóteles presupone una materia primera, que es el sustrato de ciertas cualidades contrarias, sin tener existencia separada de ellas. Estas cualidades, organizadas en parejas de opuestos, son: frío-calor, sequedad-humedad. La presencia de las cuatro combinaciones no contradictorias explica el origen de los elementos; entre tanto, las posibles modificaciones de una o dos de estas cualidades muestran las transformaciones esperadas (Aristóteles, trad. en 1987a, 330a30-331a-7).

Las críticas de Aristóteles a Platón sacan a la luz el encuentro entre lenguajes inconmensurables. El fuego de Platón no es el de Aristóteles, no es una manifestación de las afecciones calor-sequedad en una materia primitiva. El origen de los elementos platónicos (y sus posibles afectaciones) está anclado a una suerte de simetrías geométricas, que surgen cuando la superficie envuelve en su interior una profundidad. Lo corpóreo reúne tridimensionalidad y las distintas maneras como la superficie encierra la profundidad determinan la diferenciación de los elementos (Tim, 53c3-55c3).

Así las cosas, si los que encierran la profundidad son cuatro triángulos equiláteros constituyendo cuatro ángulos sólidos (tetraedro), se da origen al fuego; si se trata de ocho triángulos equiláteros organizados en seis ángulos sólidos (octaedro), se origina el aire; si encerramos la profundidad con veinte triángulos equiláteros agrupados en doce ángulos sólidos (icosaedro), se genera el agua; y, finalmente, si la superficie que abarca la profundidad se construye agrupando ocho ángulos sólidos a partir de seis cuadrados (cubo), se origina el elemento tierra.10

Si el fuego en cantidad choca con la tierra, por su agudeza puede fragmentarla y obligarla a desplazarse. Si el agua es partida por la agudeza del fuego, puede llegar a transmutarse en un cuerpo de fuego y dos de aire. Si el fuego, en leve cantidad, es rodeado por aire o agua, luchará hasta ser vencido y quebrado.

Sigamos con atención la conclusión de Platón:

Cuando el fuego encierra alguno de los otros elementos y lo corta con el filo de sus ángulos y sus lados, dicho elemento deja de fragmentarse cuando adquiere la naturaleza de aquel […], pero mientras el que se convierte en otro elemento, aunque inferior, luche contra uno más fuerte, no cesa de disolverse. Y, a su vez, cuando unos pocos corpúsculos más pequeños, rodeados por muchos mayores, son destrozados y se apagan, si mutan en la figura del que domina, cesan de extinguirse y nacen del fuego el aire y del aire, el agua (Tim, 57a-57b3).

La reserva crítica de Aristóteles a Platón demanda, entonces, que aceptemos su lenguaje de la materia primera investida de cualidades. Si nos resistimos a aceptar ese lenguaje y acogemos la cosmología de las formas superficiales que encierran la profundidad, no tenemos por qué esperar que el fuego sea apagado de inmediato por el agua que lo cubre. Podemos esperar, por ejemplo, que sólo se apague si la concentración de agua en el aire alcanza una densidad apabullante con respecto a la del fuego. Así podemos, por ejemplo, explicar por qué no vemos los objetos en medio de una densa niebla.

Aristóteles no ha mostrado que Platón se equivoca; ha mostrado, simplemente, que cuenta con otras categorías que encajan en una cosmología diferente, para lograr ofrecer lo que, en principio, parece una explicación.

La teoría de las emanaciones, bien sea las que se originan en el ojo, o las que llegan a él, subrayan el papel dinámico de algún tipo de contacto. Ver un objeto sería algo análogo a tocarlo, ora con efluvios enviados desde el ojo, ora con proyectiles emanados del objeto (atomistas). Aristóteles, en oposición a sus antecesores, se resiste a explicar la sensación como el contacto que surge de emanaciones; prefiere hablar de ella como el resultado del movimiento del medio por la acción del sensible sobre este. La preferencia por la acción del medio se puede justificar así:

Una prueba evidente de ello es que si colocamos cualquier cosa que tenga color directamente sobre el órgano mismo de la vista, no se ve. El funcionamiento adecuado, por el contrario, consiste en que el color ponga en movimiento lo transparente —por ejemplo el aire— y el órgano sensorial sea, a su vez, movido por éste [sic] último con que está en contacto. No se expresa acertadamente Demócrito en este punto cuando opina que si se produjera el vacío entre el órgano y el objeto, se vería hasta el más mínimo detalle, hasta una hormiga que estuviera en el cielo. Esto es, desde luego, imposible. En efecto, la visión se produce cuando el órgano sensorial padece una cierta afección; ahora bien, es imposible que padezca influjo alguno bajo la acción del color percibido, luego ha de ser bajo la acción de un agente intermedio […] por tanto, hecho el vacío, no sólo no se verá hasta el más mínimo detalle, sino que no se verá en absoluto (Aristóteles, De anima, 419a12-22).

La sensibilidad es, para Aristóteles, una afección que padece el alma. Los cuerpos naturales se dividen entre aquellos que tienen vida, es decir, se alimentan, crecen y envejecen; y aquellos que no la poseen. Los seres vivos, en tanto entes, son un compuesto de materia y forma; la primera no determinada por sí, mientras que la segunda es aquello en virtud de lo cual la primera se halla determinada. El alma es, según Aristóteles, la forma (entelequia) del cuerpo que en potencia tiene vida; es decir, del cuerpo que posee en sí mismo el principio del movimiento.11

El principio de movimiento, unido a la disposición de conseguir alimento para crecer, constituye la expresión más primitiva de vida —facultad nutritiva— y está presente, de hecho, en todos los seres vivos. Esta forma de ser vivo es, también, la única manifestación de vida presente en las plantas. Los animales, por el contrario, poseen, además de la facultad nutritiva, una facultad sensitiva, cuya expresión más primitiva es el tacto. Olfato, audición y visión se dan solo en los animales capaces de moverse, pues de otra manera no podrían buscar alimento o huir del peligro. Los seres humanos, además de la nutrición y la sensación, poseen las facultades deliberativa y discursiva. Así las cosas, Aristóteles nos ofrece un paisaje estratificado de facultades del alma: nutrición, sensación, intelección.

¿Qué les falta a las plantas para llegar a tener sensación? La sensación es la capacidad de recibir las formas de los objetos sin su materia. Las plantas, en efecto, pueden ser afectadas por el contacto físico con otros objetos que llegan a tocarlas. No obstante, estos efectos no merecen el nombre de “sensaciones”, porque no constituyen de suyo una recepción de formas sin materia. Para que esta recepción sea de alguna manera posible, el ser vivo necesita de órganos que posibiliten la mediación. Las plantas carecen de dichos órganos.

La recepción sensible exige que el individuo sea alterado (sensación) y esté en condiciones de padecer dicha afección (percepción). La sensación, como lo reseña Guthrie, es una excitación del alma a través del cuerpo (1993, vol. 6, p. 304). La facultad sensitiva consiste en ser, en potencia, cualquiera de las formas sensibles, a la espera de ser afectada por una de ellas; cuando esto ocurre, se da una suerte de coincidencia entre el objeto percibido y el fantasma que llamamos “visión”: “[La facultad sensitiva] padece ciertamente en tanto no es semejante, pero una vez afectada, se asimila al objeto y es tal cual él” (Aristóteles, De anima, 418a5). Así, un sentido particular no puede equivocarse cuando discierne acerca del sensible que le es propio.

Aristóteles, quien es experto en taxonomías, distingue entre sensibles por sí y sensibles por accidente. Si digo “percibo a María, quien viste de rojo”, es el rojo el que percibo en sí, en tanto que el hecho de percibir a María, quien precisamente viste de rojo, se percibe por accidente. Los sensibles por accidente no son tales en sentido estricto; ellos son el producto de la interpretación o la inferencia por asociación. Por otra parte, los sensibles en sí se distinguen entre propios y comunes: el primero es aquel que no puede ser percibido por ningún otro medio u órgano; en este caso, el color es propio de la visión, el sonido de la audición y el sabor del gusto. El segundo es aquel sensible que se puede captar por diversos órganos: movimiento, número, figura y tamaño.12

Ahora bien, ¿qué es, pues, el color? “Todo color es un agente capaz de poner en movimiento a lo transparente en acto y en esto consiste su naturaleza” (Aristóteles, De anima, 418b).13 El color no se presenta como una cualidad de la luz;14 es el resultado de la facultad de su portador para actualizar cierta afectación en aquel medio que tiene la facultad de recepción que denominamos “transparencia”.

La luz no es, entonces, un algo que lleva información de un lugar a otro —cualquiera que sea el significado que le demos a “información”—; la luz (iluminación mejor) es la actualización en un medio (lo transparente) de una potencia que se despierta gracias a la presencia del agente coloreado.15 La luz no es un algo con existencia independiente, sino un estado de otra cosa (de lo transparente). No vemos los objetos gracias a que rayos de luz (como si fueran efluvios de proyectiles o similares) estimulen cierto tipo de actividad receptiva en nuestros órganos de periferia; lo hacemos porque todo el medio circundante (lo transparente) actualiza las cualidades sensibles (el color) y las replica de manera instantánea hasta las vecindades de los órganos de periferia. Lo transparente, entonces, recibe las formas visuales de los objetos, sin apropiarse de su materia.

Finalmente, el alma —que también es receptora de formas sensibles, sin identificarse con lo transparente— actualiza el color correspondiente. Es este acto final el que de suyo merece el nombre de “sensación”. Es allí donde se realiza plenamente el sensible del objeto.

Aristóteles propone como definición de “transparencia” la siguiente: “llamo ‘transparente’ a aquello que es visible si bien —por decirlo en una palabra— no es visible por sí, sino en virtud de un color ajeno a él” (De anima, 418b5). Ejemplos de transparencia se encuentran en el aire y el agua, pero no lo son en virtud de su cualidad común asociada —humedad—, sino por el hecho de compartir una cierta naturaleza con el material presente en la región celeste.16

Estas definiciones llevan inexorablemente a concebir la luz como el acto de lo transparente en tanto transparente y nos alejan de intentar hacerla inteligible a la manera de un cuerpo o un efluvio: “La luz es, pues, como el color de lo transparente cuando lo transparente está en entelequia bajo la acción del fuego o de un agente similar al cuerpo situado en la región superior del firmamento” (Aristóteles, De anima, 418b12-14).17

Los objetos que están rodeados de un medio transparente pueden actualizar, en este, su propio color, siempre que lo transparente se haya actualizado gracias a la presencia de alguna forma de fuego (iluminación); esta actualización es disparada en capas del medio circundante hasta activar, en forma similar, la facultad receptiva de nuestra alma. ¿Toma algún intervalo de tiempo tal multiplicación de actualizaciones? ¿Podemos, entonces, asociarle una velocidad a la luz, como supone Empédocles, aunque este reconozca que tal velocidad nos pasa inadvertida? Aristóteles halla absurda esta suposición:

Tal afirmación [la de Empédocles], desde luego, no concuerda ni con la verdad del razonamiento ni con la evidencia de los hechos: y es que cabría que su desplazamiento nos pasara inadvertido tratándose de una distancia pequeña; pero que de oriente a occidente nos pase inadvertido constituye, en verdad, una suposición colosal (De anima, 418b24-28).

La actualización ha de ser, entonces, instantánea y simultánea en todas las regiones circundantes del medio transparente.18

La sensibilidad es, de nuevo, la facultad de recibir, sin su materia, las formas sensibles de los objetos. Y ello se hace al modo como la cera recibe la imagen de los objetos que estampan allí su huella.19 El alma sensible se encuentra en potencia de recibir las formas sensibles de los objetos; estas formas se actualizan siempre que ellas afecten al medio interpuesto entre el objeto visto y el ojo que lo acoge.

Una vez percibimos el objeto que se deja ver, el alma transforma su potencia en acto y adquiere la forma del objeto que percibe. Se trata, además, de una percepción de conjunto: la forma del objeto se apodera de nosotros. No se trata de una articulación que logramos a partir de los elementos que vamos capturando. Se trata, más bien, de un asalto fulminante, mediante el cual el alma resulta capturada.

Aunque el ojo es primordialmente agua y la huella del objeto, a través del medio, se haya transferido al ojo, no es el ojo quien ve, sino el alma; de otra manera, no podríamos entender por qué negamos que los objetos en los que se refleja una imagen, los metales brillantes o el agua de un lago, tienen percepciones. El agua en el ojo es la presencia de lo transparente en nuestro interior, toda vez que la parte sensitiva del alma no reside en la superficie del ojo, sino en su interior (De sensu, 438b10).

Pese a la clara postura intromisionista de Aristóteles, hay fragmentos que pueden inducir dudas en el lector. Esto ocurre, por ejemplo, con el análisis que adelanta el filósofo acerca de la naturaleza del arco iris:

Es patente que la vista se refleja en todas las [superficies] lisas, y el aire y el agua están entre ellas. Se produce [la reflexión] en el aire cuando coincide que está condensado; pero, debido a la debilidad de la vista, muchas veces produce la reflexión aun sin condensación, como le ocurría a cierto [individuo] que veía débilmente y sin agudeza: en efecto, creía que, al caminar, le precedía siempre una imagen que le miraba de frente; esto le ocurría porque su visión rebotaba hacia él: pues era tan débil y absolutamente tenue, por su [estado de] agotamiento, que se convertía en espejo [para él] incluso el aire más inmediato y no podía apartarlo, como el más lejano y denso […]. Es evidente, pues, que el “arco” iris es un rebote de la vista (trad. en 1996, III 373b1-35).20

Percibir un objeto, tanto para Platón como para Aristóteles, es, pues, permitir que el alma se ocupe de un fantasma que resulta afín al objeto; bien sea porque un efluvio nuestro salga a su encuentro, o bien porque el cuerpo imponga su huella en el medio transparente que, a su turno, nos comunica inmediatamente esa modificación.

Puede resultar interesante tratar de entender por qué, como veremos, una comunidad entera de filósofos pudo llegar a sentirse conforme con ese tipo de explicación. Allí no sentimos que el problema resumido en La condición humana I de Magritte, del que nos ocupamos en la “Introducción”, haya encontrado un sendero adecuado para su completa solución. Quizá el problema no pueda plantearse de manera inteligible sin incurrir en inconmensurabilidades.

“Percibir”, tanto para Platón como para Aristóteles, es aprehender de manera inmediata la forma de los objetos que detienen nuestra atención. Sin embargo, hay en estos autores una insistencia interesante: “ver” es un asunto del alma, “ver” es un verbo que conjuga el alma. No vemos con los ojos, aunque ellos sean el instrumento. Quizá esa orientación metodológica les permitió, tanto a Platón como a Aristóteles, hacer por completo caso omiso de la fisiología detallada del ojo.

Por otra parte, ninguno de ellos se ocupa juiciosamente de la naturaleza independiente de la luz —no tenían herramientas para hacerlo—, bien sea porque la reducían a un fuego tenue cuya fuente anida en nuestro interior, o bien porque no existe como fenómeno independiente, toda vez que resulta simplemente de la actualización del ser-transparente. Aun así, cada propuesta imaginaba contar con una descripción completa de la luz o de las mediaciones que la hacían posible. Cada uno de los modelos de explicación procuraba encajar el caso de la visión en una cosmología amplia.

Euclides y el nacimiento de la pirámide visual

[Euclides], aparte de su genio, inventó una de las más grandes metáforas de la humanidad. Es como si, al despertar de un sueño, hubiese expresado: “La geometría es mi metáfora”

C. M. Turbayne (1962, p. 68)21

La breve descripción que hemos presentado de las escuelas extramisionistas e intramisionistas parece darle, en principio, toda la razón a Kuhn. Definitivamente, no se logró, en la Grecia antigua, un punto de vista unificado en torno a la naturaleza de la luz. Ninguna de las aproximaciones logró cautivar a la mayoría de investigadores como para que se empezara una elaboración paradigmática. Precisamente por eso, no se contó con criterios aceptados por la mayoría para discriminar entre, por un lado, soluciones bien encaminadas o acertadas a los problemas y, por otro, orientaciones sin autoridad o legitimidad alguna. Cada escuela rival abrazaba su propia metafísica y su propia teoría general del conocimiento, cada una cultivaba y protegía los fenómenos ópticos que esgrimía a su favor. Los diálogos, a lo sumo, se reducían a descalificar una cosmología, aduciendo la superioridad de la propia. ¿Podría esperarse progreso alguno en caso de perpetuarse esa dinámica? No creo que haya dificultad en conceder una respuesta negativa a la pregunta. En contraste con estos desencuentros, la gran invención de Euclides estableció un punto de acuerdo, un punto que hizo posible, como mostramos en la presente investigación, etapas de desarrollo progresivo, en el sentido de Lakatos. Aclaramos, sin embargo, que dichos acuerdos eludían preguntas básicas acerca de la naturaleza de la luz y del sensorio.

Dado que el punto de acuerdo que pretendemos desenterrar tiene que ver exclusivamente con el uso exitoso de un instrumento, mostramos que los compromisos ontológicos que ataban a los investigadores en el marco del programa a una u otra escuela eran por completo prescindibles. Ninguno de tales investigadores participó en el programa sin asumir compromisos ontológicos; no obstante, al examinar con cuidado sus aportes, es posible poner en evidencia que no se necesitaba de tales compromisos. El instrumento, como lo exponemos en este libro, podía ponerse en funcionamiento con el lenguaje y los compromisos ya sea de un extramisionista o de un intramisionista. Mostramos entonces que las pretendidas fases de progreso no tienen por qué explicarse en función de acuerdos ontológicos que hubiesen llegado a ser paradigmáticos. Más aún, sostenemos que la tensión entre adherentes a una u otra escuela se mantuvo como trasfondo de los debates y ello no constituyó óbice alguno para que el programa de investigación progresara, mientras mantenía firme el compromiso de conservar incólume el instrumento conceptual.

Entre los griegos se pueden distinguir tres ramas asociadas a los estudios ópticos: la óptica propiamente dicha, la catóptrica y la escenografía.22 La primera se ocupa de los rasgos geométricos asociados con la percepción visual; la segunda estudia tanto la reflexión de la luz en superficies pulidas (espejos planos o esféricos), como la refracción a través de medios diversos, y la tercera estipula técnicas bajo las cuales conviene dibujar las imágenes de los edificios para los instrumentos de utilería teatral.23

No existe un claro consenso entre los comentaristas a propósito de la autenticidad de las obras de óptica y catóptrica que se atribuyen a Euclides. Hay varios, y de hecho fuertes, indicios de que no se trata del mismo estilo del autor de Elementos. El más fuerte indicio tiene que ver con la comparación del rigor que se exhibe en Óptica (trad. en 2000a) y en Elementos (trad. en 1956), comparación que no favorece al primer escrito. No obstante, hay tan claros parecidos de familia en la forma de tratar los problemas, que podemos pensar que si la obra no es del mismo Euclides, el escrito debe pertenecer a un discípulo cercano. Sin mayores prevenciones, toda vez que no nos interesa hacer arqueología, pondremos en boca de Euclides todo aquello que se suscribe en los tratados referenciados.

Euclides, a pesar del lenguaje que usa en la presentación, no parece estar interesado en desentrañar las operaciones del alma que le permiten contemplar una imagen o un fantasma afín. Se interesa más por las apariencias que adquiere dicho fantasma. Por ello, en principio no es necesario tomar partido ora por una posición intromisionista, ora por una posición extramisionista. Su contribución puede usarse como esquema en cualquiera de las posiciones que queramos adoptar. Si bien es cierto que Euclides usa un lenguaje extramisionista, también habría podido recomendar el uso de la propuesta en un lenguaje intramisionista. Él ofrece, aunque no lo reconozca o lo sugiera, un esquema geométrico que es neutral frente al compromiso extra o intramisionista.

Podemos llegar a familiarizarnos con dicho esquema a la manera de un órgano o instrumento, que puede usarse como herramienta conceptual para perfilar, en una forma más clara, los problemas que atañen a la percepción. El tratado de Óptica es un compendio de 7 definiciones y 58 proposiciones derivadas. Las definiciones, que incluyen sin diferenciar postulados o axiomas, son, en su orden (Euclides, trad. en 2000a, pp. 135-136):

1. Las rectas trazadas desde el ojo se extienden a lo largo de grandes extensiones.

2. La figura, objeto de contemplación, se halla en la base del cono que tiene al ojo por vértice, y a las rectas desde allí trazadas, por el contorno del mismo.

3. Se ven los objetos en los que los rayos así trazados inciden y no se ven aquellos en los que dichos rayos no inciden.

4. Los objetos que se ven bajo un ángulo mayor parecen mayores; los que se ven bajo un ángulo menor, menores, y los que se ven bajo ángulos iguales, iguales.

5. Los objetos que se ven bajo ángulos más elevados parecen más elevados y los que se ven bajo ángulos más bajos parecen más bajos.

6. Los objetos que se ven bajo rayos más a la derecha parecen más a la derecha y parecen más a la izquierda los que se ven bajo rayos más a la izquierda.

7. Los objetos que se ven bajo un mayor número de rayos aparecen con mayor precisión.

El primer postulado, en reunión con el tercero, formula la propuesta en un lenguaje claramente extramisionista; sugiere que hay rayos visuales que emanan del ojo y nos permiten contemplar todos los objetos que caen en el interior del cono formado por dichos rayos. Esta, por ejemplo, es la valoración de Heath:

[La obra de Euclides] comienza de manera ortodoxa con definiciones, la primera de las cuales involucra la misma idea del proceso de visión que nosotros encontramos en Platón, esto es, que ella es debida a rayos que proceden de nuestros ojos e inciden sobre los objetos (1921/1981, vol. 1, p. 441).24

Aun cuando se trata de la lectura más cómoda, dado que acompañamos a Euclides en los compromisos ontológicos que parece asumir, no hay en el texto del geómetra algo que nos impida pensar que el cono pueda entenderse, y de hecho ser útil, a partir de rayos que se dirigen desde el objeto hasta el ojo. Mostramos, en el capítulo, que es posible hacer una lectura neutral del tratado, una lectura que no exija un compromiso ontológico en relación con los rayos que constituyen el cono visual. La primera definición habla de “rectas trazadas desde el ojo” como si aludiera a dibujos auxiliares, más que a la emanación de fluidos.

Es posible que esta neutralidad ontológica moleste al más férreo de los aristotélicos, que quisiera escudarse, por ejemplo, en el siguiente pasaje del estagirita: “mientras la geometría estudia la línea física, pero en tanto que no es física, la óptica estudia la línea matemática, no en tanto que matemática, sino en tanto que física” (Aristóteles, trad. en 1995, II, 194a10-11). Proponemos, pues, interpretar los rayos de Euclides, no en tanto rayos físicos, sino en cuanto instrumentos matemáticos que podrían interpretarse como el trayecto de efluvios que viajan o bien desde el ojo hasta el objeto, o bien desde el objeto hasta el ojo.

Con el ánimo de aligerar la presión que deviene del lenguaje extramisionista usado por Euclides, podemos esgrimir el hecho de que, en la primera definición, el autor introduce una cláusula hipotética y sugiere que los rayos visuales son trazos que podrían tener solo realidad en la imaginación. Veamos con atención cómo introduce el autor la definición mencionada: “Supóngase que las líneas rectas trazadas a partir del ojo se propagan a lo largo de un espacio de grandes magnitudes” (Euclides, trad. en 2000a, p. 135; las cursivas son nuestras). Así las cosas, la definición 1 puede parafrasearse en estos términos: “Demos por sentado que las líneas rectas que se trazan desde la vista se prolongan a una distancia de inmensas proporciones”.25

La definición 3 sugiere que vemos solo aquellos objetos opacos que interrumpen el trazo continuo de los rayos, es decir, aquellos objetos sobre los que inciden los rayos visuales. En el lenguaje intramisionista, tendríamos que decir que vemos aquellos objetos desde donde imaginamos líneas rectas trazadas hasta el ojo sin interrupción alguna; vemos el objeto si los rayos trazados desde él convergen en el ojo.

Las definiciones 4-7 sugieren que el tratado versa sobre cómo aparecen ante a mí los objetos visualmente perceptibles.

El texto es, entonces, un tratado de las apariencias visuales y de los instrumentos de control geométrico, a partir de los cuales emitimos juicios acerca de los objetos que activan dichas apariencias. Los objetos que delimiten una pirámide de mayor amplitud angular tienen, para el observador, la apariencia de objetos mayores, con independencia de si son realmente de menor tamaño, salvo que se hallan muy cerca del observador. La amplitud angular es el principal recurso geométrico para juzgar la apariencia.

El cono (o pirámide) de Euclides es un instrumento que comporta la siguiente combinación de elementos: 1) la propagación rectilínea de los rayos visuales, sin importar cuál es su naturaleza o la dirección de su propagación; 2) la transmisión inmediata de la información asociada a dichos rayos;26 3) el ojo se encuentra en el vértice del cono (o pirámide); 4) el objeto observado, o parte de él, ocupa la base del cono; 5) el tamaño aparente del objeto visto y su ubicación en el campo visual dependen, primero, de la amplitud angular del cono: si esta es mayor, mayor será el tamaño aparente del objeto; y, segundo, de la dirección del eje del cono;27 y 6) la claridad de la visión depende del número de rayos visuales que inciden sobre el objeto (o convergen sobre el ojo).

A partir de las siete definiciones (postulados), Euclides infiere 58 proposiciones. Hemos agrupado algunas de estas proposiciones en seis teoremas, que reúnen los resultados más importantes en el marco del programa de investigación de nuestro interés.


Figura 1.1. Teorema 1. a. Objetos similares a diferentes distancias; b. objetos similares desplazados lateralmente

Fuente: Elaboración del autor. Las figuras cuentan con modelación en el micrositio.

Teorema 1 (Proposiciones 4, 5, 7, 53, 56). Objetos de igual tamaño ubicados a distancias diferentes se despliegan con diferentes amplitudes angulares en nuestro campo visual. Los más alejados se contemplan bajo ángulos más pequeños y, en consecuencia, adquieren una apariencia de menor tamaño.

Aun cuando el segmento AB coincide en longitud con el segmento CD (véase figura 1.1a), AB parece mayor para el observador en O, toda vez que el ángulo AOB es mayor que el ángulo COD, siempre que CD esté más alejado de O que AB.28

La proposición 4 establece un resultado semejante, cuando los objetos de igual tamaño se organizan a lo largo de una misma recta y uno a continuación del otro. En este caso, si O presenta la ubicación del observador (véase figura 1.2b) y aun cuando las magnitudes de los segmentos son tales que


la apariencia varía, toda vez que


por lo tanto, AB parecerá mayor que BC, este que CD, y este que DE.29

La proposición 7 analiza el mismo caso cuando los segmentos, aunque están sobre la misma recta, no se encuentran uno a continuación del otro.

Teorema 2 (Proposición 6). Los espacios paralelos vistos de lejos parecen convergentes. Esta proposición reviste gran importancia, toda vez que anticipa uno de los principios centrales de la organización perspectiva, advertida por los pintores del Renacimiento.30

Euclides supone que las longitudes de los segmentos paralelos AC, FH, GI y BD son iguales y pide imaginar que A, F, G, B se encuentran en la misma recta AB, en tanto que C, H, I, D lo están en la recta CD (paralela a AB) (véase figura 1.2).


Figura 1.2. Teorema 2

Fuente: Elaboración del autor. La figura cuenta con modelación en el micrositio.

Dado que AC está más cerca del observador O que FH, y este más cerca que GI y GI más cerca que BD, debe ocurrir —en virtud del teorema anterior— que AC parece mayor que FH, este mayor que GI y GI mayor que BD. En consecuencia, los segmentos transversales, aunque de igual longitud, parecerán menores cuanto más lejos se encuentren del ojo O.

Así las cosas, las rectas paralelas AB y CD perderán la apariencia de paralelas y se verán en el campo visual de O como si fuesen convergentes.

De igual modo, si O se halla en un plano más elevado que el de ABDC, los resultados siguen siendo los mismos, en tanto que BD parecerá estar en una posición más elevada que GI, este segmento en una más elevada que FH y este en una más elevada que AC (teorema 4, proposición 10).

Teorema 3 (Proposición 8). Las dimensiones aparentes de los objetos no son inversamente proporcionales a las distancias de ellos al ojo. Podemos sentirnos inclinados a esperar, en primera aproximación, que un objeto ubicado n veces más lejos que otro de igual tamaño y en idéntica distribución con respecto al eje visual, aparezca en nuestro campo visual como si fuese n veces menor, como se asume en la representación perspectiva ideada en el Renacimiento. Este, sin embargo, no es el caso, si el tamaño aparente se juzga a partir de la amplitud angular del cono de Euclides.

Sean AB y CD dos objetos de idéntica longitud, ubicados perpendicularmente al eje visual OA y a distancias disímiles del observador O (véase figura 1.3). Euclides demuestra, en un lenguaje diferente al que transcribo aquí, que si AO = nCO, tan (β) = ntan (α); pero de allí no puede inferirse que β = , salvo si se trata de ángulos muy pequeños.


Figura 1.3. Teorema 3

Fuente: Elaboración del autor. La figura cuenta con modelación en el micrositio.

El comportamiento de la amplitud angular (trazo continuo) y de la tangente de dicha amplitud (trazo discontinuo) en relación con la distancia del objeto al observador puede apreciarse en la gráfica de la figura 1.4.31 La amplitud angular no es inversamente proporcional a la distancia (como sí lo es la tangente de dicha amplitud); salvo quizá, con cierto nivel de aproximación, para distancias grandes, para las cuales la amplitud angular es muy pequeña.

Erwin Panofsky ha llamado la atención acerca de la dificultad que introduce esta proposición en el marco de los esquemas conceptuales que orientan la perspectiva renacentista (1927/2003, pp. 19-20).

Teorema 4 (Proposiciones 10, 11, 13, 14). Cuando el ojo se encuentra en un plano diferente a los objetos que divisa, ocurre que si el ojo está por encima, los objetos más alejados parecerán más elevados, y si está por debajo, dichos objetos parecerán más bajos.


Figura 1.4. Comportamiento de la amplitud angular con la distancia

En trazo continuo se representa el comportamiento de la amplitud angular; en trazo discontinuo, el de la tangente de dicha amplitud.

Fuente: Elaboración del autor. La figura cuenta con modelación en el micrositio.

Supongamos que el observador O, desde un plano más elevado, contempla los puntos B, C, D sobre la misma recta, con D más alejado que B (véase figura 1.5). Al trazar los rayos visuales dirigidos a dichos puntos, el observador notará que cruzan la perpendicular a AD, trazada por Z, en el siguiente orden de abajo a arriba: B′, C′, D′. En forma análoga, al contemplar E, F, G desde un punto más bajo, los objetos más alejados aparecerán más bajos.

El razonamiento es interesante, toda vez que la recta ZE′ cumple el mismo papel que siglos más adelante desempeñará el velo de Alberti.32 También se puede advertir que el punto al que parece que convergen las paralelas AD y EG ha de encontrarse a la misma altura de O.

Teorema 5 (Proposiciones 22-27). Cuando observamos una esfera, ella tiene la apariencia de un círculo en un plano perpendicular a la recta que une el ojo y el centro de la esfera. Además, el radio de tal círculo es menor que el radio aparente que le hubiese correspondido a la esfera completa.


Figura 1.5. Teorema 4

Fuente: Elaboración del autor. La figura cuenta con modelación en el micrositio.

Imaginemos el observador en el punto O y la esfera de centro A, cuyo corte con uno de los planos que contiene la recta AO produce la circunferencia de radio AB (véase figura 1.6). La circunferencia de diámetro AO en el plano mencionado corta a la esfera en los puntos B y D, que son precisamente los puntos en los que OB y OD son tangentes a la esfera en el plano que hemos acotado.


Figura 1.6. Teorema 5. a. Visión de una esfera; b. esfera reducida

Fuente: Elaboración del autor. Las figuras cuentan con modelación en el micrositio.

Si hacemos girar BC en torno al eje AO, surge un círculo en un plano perpendicular a AO. Este círculo determina la parte visible de la esfera para un observador en O. Ninguno de los puntos de la esfera entre B y E o D y F podrá ser visto, pues allí no incide ningún rayo que no sea oculto por el cono OBD (postulado 3).

Por otra parte, dado que BD es menor que EF, el diámetro del círculo aparente resulta menor que el diámetro de la esfera.

La proposición 22 sugiere que los puntos de la esfera entre B y D dan la apariencia de un segmento de recta en el plano perpendicular a AO. La argumentación es correcta si asumimos que la esfera está tan alejada que perdemos de vista la convexidad o no podemos apreciar matices singulares, como sombras o texturas en la superficie. Este teorema singular explica por qué el Sol y los planetas, pese a su esfericidad, se observan como discos circulares de diámetros menores que los que corresponderían a las semiesferas completas.33

Si O se acerca a la esfera, la diferencia de tamaños entre BD y EF es más acentuada (proposición 24). Si O′ es el nuevo punto de observación, la esfera se contemplará bajo el aspecto del círculo de diámetro BD′, es decir, una porción más reducida de la semiesfera que la marcada por BD. Sin embargo, tendremos la ilusión de estar contemplando más, toda vez que el ángulo DOB′ es mayor que el ángulo BOD.

Teorema 6 (Proposiciones 34-36). La apariencia que una circunferencia da a un observador que la mira desde otro plano, depende de la ubicación de este. Si él se encuentra en un punto sobre la recta que, a partir del centro, es perpendicular al plano de la circunferencia, contemplará todos los diámetros bajo la misma amplitud angular; en consecuencia, el rasgo de circularidad se conserva.

Si el observador, en un plano diferente al de la circunferencia, se halla a una distancia del centro igual al radio de la misma, desde allí también se apreciarán todos los diámetros bajo la misma apariencia y, en consecuencia, el rasgo de circularidad así mismo se conservará.

Si OA es perpendicular al plano BECD (véase figura 1.7), no hay dificultad en advertir que el ángulo BOC es igual al ángulo DOE, y así para cualquier otro diámetro diferente. Entonces, un observador en O divisará todos los diámetros bajo la misma amplitud angular y por ello parecerán iguales (postulado 4).

Si OA no es perpendicular al plano, pero su longitud es igual a la de AB, el ángulo BOC será recto, sin importar el diámetro al cual hagamos referencia. En las posiciones restantes, los diámetros tendrán apariencias disímiles.


Figura 1.7. Teorema 6

Fuente: Elaboración del autor. La figura cuenta con modelación en el micrositio.

Hemos presentado un conjunto de ejemplos que muestran cómo se puede valorar la óptica de Euclides, como un canon que propone un lenguaje e instrumentos de control matemático para ofrecer explicaciones de fenómenos simples que estamos dispuestos a reunir bajo un inventario de situaciones familiares: 1) los objetos que se alejan disminuyen su apariencia en el campo visual; 2) cuando un observador se ubica entre segmentos paralelos de gran longitud, pero en un plano diferente, los observará como si tales segmentos se reunieran en un punto que se encuentra a la misma altura del observador; y 3) no es posible ver, en forma simultánea, todos los puntos de una esfera.

También podemos valernos del instrumento para anticipar teóricamente situaciones que podemos someter a evaluación empírica: 1) los tamaños aparentes de objetos de idéntica longitud no son inversamente proporcionales a sus distancias al observador; 2) el diámetro aparente de la sección observable de una esfera es menor que el diámetro que le correspondería en caso de verse completa; 3) una circunferencia que es vista por un observador ubicado en un lugar que no está en el mismo plano y, además, no se halla ni en la perpendicular al plano trazada desde el centro, ni en un lugar sobre la superficie esférica de radio igual al de la circunferencia, pierde la apariencia de circularidad; y 4) los objetos rectangulares vistos a gran distancia parecen curvarse en sus vértices (proposición 9).

En este marco de prescripciones teóricas hay también anomalías que demandan la intervención de los investigadores que acojan tales preceptos: 1) observamos el mundo con dos ojos, no con uno; y 2) dado que la única variable geométrica para establecer las dimensiones o la ubicación de un objeto que divisamos en nuestro campo visual se limita a la amplitud angular de la pirámide que lo abraza, debemos concluir que tamaño y distancia se encuentran indeterminados. Es decir, si conocemos de antemano la distancia a la que se halla el objeto, podemos anticipar sus dimensiones físicas, a partir de la amplitud angular de la pirámide (props. 18-21); o, por otra parte, si estamos familiarizados con las dimensiones físicas, podemos anticipar la distancia a la que se ubica, a partir de la amplitud angular de la pirámide (props. 48-49). Pero si desconocemos tanto la distancia a la que se halla un objeto como sus dimensiones físicas, no podremos anticipar esa información a partir de la amplitud angular de la pirámide visual: cuando observamos un objeto con el que no estamos familiarizados, no podremos anticipar si, dada la amplitud angular, divisamos un objeto de gran tamaño que está muy lejos, o un objeto menor que se halla muy cerca (véase figura 1.8).


Figura 1.8. Cómo es visto un camello por medio de un triángulo visual

Fuente: Edgerton (2009, p. 24). Dibujo de Edgerton.

Ptolomeo y la visión binocular

Nosotros, por lo general, contemplamos el mundo con dos ojos que cooperan. En ese orden de ideas, la pirámide visual nos ofrece un instrumento incompleto (o impreciso) que únicamente puede usarse en circunstancias restringidas. Así las cosas, o bien renunciamos al uso de la pirámide e insistimos en la búsqueda de otro lenguaje para plantear las preguntas asociadas con la percepción visual, o bien conservamos el lenguaje que sugiere el instrumento y procuramos modificaciones que le permitan adaptarse a la visión binocular.

Ptolomeo asumió la defensa del instrumento y logró introducir importantes modificaciones para hacer más rica su aplicación. Entre estas modificaciones, cabe mencionar: 1) crear métodos que permiten concebir una pirámide virtual, que sintetiza los aportes de las dos pirámides individuales pensadas una para cada ojo; 2) proponer criterios preliminares para concebir la formación de imágenes en espejos; 3) iniciar los estudios cuidadosos de la refracción de la luz, y 4) enfatizar el lenguaje que distingue los sensibles propios de los comunes.

Las hipótesis más confiables sugieren que Ptolomeo nació en una fecha cercana al año 100 d. C., en el seno de una familia greco-egipcia, y que, a juzgar por su peculiar nombre, “Claudio”, ostentaba el título de ciudadano romano. El tratado más influyente de Ptolomeo, y de hecho su primera obra,34 Almagesto, debió estar listo en el año 141 d. C. En dicho tratado, Ptolomeo llama la atención sobre uno de los problemas más debatidos en la Antigüedad, en relación con las paradojas de la percepción visual: el tamaño aparente del Sol y la Luna, cuando se contemplan en el horizonte (trad. en 1998, H13, p. 39).35

En las primeras páginas del libro I, Ptolomeo quiere convencer al lector de que el movimiento más apropiado para los objetos celestes es, precisamente, el movimiento circular, y defiende, entre otros, el siguiente argumento: si los objetos en el cielo tuviesen un movimiento diferente al circular con la Tierra en el centro, necesariamente las distancias medidas (o contempladas) desde la Tierra deberían variar; dado que dichas variaciones no son observadas, podemos confiar, entonces, en que el movimiento que más conviene a los astros es el circular. El argumento, sin embargo, debe enfrentar un problema: el Sol y la Luna parecen apreciablemente mayores cuando se contemplan en el horizonte y se comparan con la apariencia que exhiben en el punto más alto del cielo.

En principio, podríamos atribuir dicha variación a un cambio en la distancia y con ello tendríamos que alejarnos de la conveniencia de la circularidad. Ptolomeo ofrece una explicación que salva la conveniencia del movimiento circular:

El incremento aparente en sus tamaños en el horizonte es causado, no por la disminución de sus distancias, sino porque las exhalaciones de humedad que rodean la Tierra se interponen entre el lugar desde donde adelantamos la observación y la ubicación de los cuerpos celestes, justo como los objetos ubicados en el agua aparecen más grandes que lo que son, y en tanto más se sumergen, más grandes aparecen (trad. en 1998, H13, p. 39).

Ptolomeo advierte así la necesidad de considerar efectos de refracción de la luz no solo para salvar la circularidad del movimiento de los objetos celestes, sino también para ocuparse de la visión en general. En contraste con la explicación anterior, Ptolomeo, en el tratado Óptica, señaló serias limitaciones de dicha elucidación y prefirió abrir espacio a una de naturaleza psicológica. Este hecho sugiere que dicho tratado debió estructurarse más tarde que Almagesto.

Los comentaristas que atribuyen a Ptolomeo el compendio de óptica están de acuerdo en pensar que dicho tratado corresponde a los periodos de mayor madurez del autor y debe ubicarse entre los años 160 y 170 d. C. Hay evidencias de la existencia de versiones griegas del tratado de Ptolomeo hasta el siglo VI d. C.; también hay evidencias, a partir de algunos comentarios de Alhacén, de la circulación de una versión árabe a mediados del siglo IX d. C. La traducción del árabe al latín fue obra de Eugenio de Sicilia (ca. 1160 d. C.). Desafortunadamente, esta edición contaba con dos inmensas lagunas: la ausencia del libro I y la mutilación de fragmentos importantes del libro V.36

El tratado de Ptolomeo consta de cinco libros. El primero, desaparecido, debía ocuparse tanto de la manera como la luz y el flujo visual interactúan, como de las diferencias entre los dos.37 El segundo se dedica a las propiedades visibles (intrínsecas, primarias y secundarias) y ofrece interesantes explicaciones para el origen de algunas ilusiones ópticas. El tercero trabaja el tema de la reflexión y la formación de imágenes en espejos planos y en espejos convexos. El cuarto se encarga de los espejos cóncavos. El quinto, último e incompleto, pretende atender la refracción de los rayos visuales.

Crombie sostiene que Ptolomeo acogió el estilo matemático de Euclides y lo complementó con una exigencia de control experimental. El historiador formula su tesis en los siguientes términos:

Euclides y otros matemáticos aspiraron idealmente a desarrollar su investigación sobre los fenómenos [ópticos] de forma puramente teórica con su modelo geométrico o aritmético. Más tarde se dieron cuenta, como Ptolomeo en su Óptica, que al explorar fenómenos complejos, las hipótesis deben ser controladas por medio de la observación y el experimento, para decidir si un posible modelo teorético produce las consecuencias que aparecen en el mundo real (1986/1993, p. 38).

Crombie quiere ver en Ptolomeo a un investigador moderno, o a una anticipación de la Modernidad. Como veremos más adelante en este apartado, es cierto que Ptolomeo se vale provechosamente de la observación y de ciertos modelos de experimentación controlada. Pero no lo hace con la expectativa de tener la experimentación como norma de control de las especulaciones teóricas. La seguridad del uso de modelos geométricos se presupone antes de que la experiencia la autorice. El investigador acude a la experiencia, pero no lo hace con el temor de verse obligado a declinar en sus compromisos teóricos.

La actividad visual, asume Ptolomeo, percibe corporeidad, color, forma, tamaño, lugar, actividad y reposo.38 Aquella actividad exige dos condiciones: por un lado, se precisa de alguna iluminación y, por otro, algo opaco debe bloquear el paso del flujo visual. Aquello que bloquee el paso de la luz es lo que resulta ser intrínsecamente visible, se trata de un tipo de corporeidad (objetos compactos). Si, en lugar de bloquear, el objeto permite ser atravesado por el flujo visual, no nos percataremos visualmente de la existencia de dicho objeto interpuesto.

El color, por su parte, es primariamente visible, en el sentido de los sensibles propios de Aristóteles; pero no es intrínsecamente visible, atendiendo al carácter accidental del color y al hecho de que este solo puede captarse con presencia del flujo luminoso.39 El color, como defiende también Aristóteles, es una característica de las superficies del objeto compacto que se deja ver, no es una propiedad de la vida interna del cuerpo.

Las propiedades restantes son visibles en sentido secundario, pues se aprehenden atendiendo o bien los contornos del objeto coloreado (forma, tamaño), o bien un marco de relaciones entre objetos compactos coloreados (lugar, actividad, reposo).

La claridad de la percepción visual depende, entre otros factores, de la cantidad del flujo visual que es interceptado y de la forma como sucede dicha interceptación. Así, un objeto es visto con más claridad si recibe una mayor cantidad de flujo visual y si ello ocurre en la forma más directa posible, es decir, si los rayos inciden sobre el objeto de manera perpendicular. No obstante, cuando Ptolomeo pretende explicar por qué los objetos distantes se ven con menor claridad, prefiere atribuir ese hecho a que los rayos visuales se contaminan con algo de la oscuridad del aire que se interpone (Óptica, II, § 19). Como un corolario de las anteriores declaraciones, se infiere que lo que es visto por el rayo central —es decir, el rayo que coincide con el eje del cono visual— se contempla con la mayor claridad posible (Óptica, II, § 20).

A la distinción ontológica inicial entre el tipo de propiedades visuales, le acompaña una distinción epistemológica, que alude a la forma como aprehendemos las propiedades mencionadas. Citemos a Ptolomeo:

[…] debemos decir, primero, que todas las propiedades visibles intrínseca o primariamente son en efecto contempladas por medio de una pasión que surge con el flujo visual, mientras que las propiedades visibles en forma secundaria son vistas únicamente en virtud de accidentes que acompañan dicha pasión (Óptica, II, § 22).

Se puede decir que las primeras se nos imponen como dadas, en tanto que las segundas deben ser inferidas.

De esta manera, el análisis de la percepción visual supone, por un lado, una clarificación de las propiedades visibles que residen en los objetos y son disparadas por condiciones propias del ambiente circundante (iluminación) y, por otro, una elucidación de la facultad sensitiva misma. Aun cuando la pasión mencionada por Ptolomeo supone cierta actitud receptiva de la facultad sensible —en algún sentido pasiva—, el hecho mismo de percibir un objeto supone la integración de propiedades que vienen del objeto y propiedades que devienen de nuestra facultad receptiva.

En relación con el lugar en donde se capta la fuente que estimula la visión, Ptolomeo aduce que la distancia desde el objeto hasta el espectador se percibe a partir de una supuesta propiedad interna del rayo visual, a saber, su extensión. Lo que es visto a través de un rayo más extenso aparecerá como un objeto más alejado (Óptica, II, § 26). Así las cosas, ver un objeto distante es tocarlo con una prótesis que se puede extender y que deja un registro de qué tanto se ha extendido.40

Por otra parte, las dimensiones del objeto se perciben a través de la amplitud con que se despliegan los rayos visuales a lado y lado del eje del cono visual, siempre que este caiga sobre un punto medio del objeto que llama nuestra atención. Si disponemos de un bastón extensible para obtener reportes táctiles de los objetos que nos rodean, podemos pensar que entre más tengamos que extender el bastón para alcanzar un objeto, más lejos hemos de inferir su ubicación, y entre mayor sea la amplitud angular que permite recorrer su dimensión, más grande hemos de considerar el objeto.41

En caso de aceptar la propuesta de Ptolomeo, tendríamos resuelto, a diferencia de lo que ocurría en el modelo de Euclides, el problema de la indeterminación de distancia y tamaño del objeto: la extensión del rayo visual nos informa qué tan lejos se encuentra el objeto, y a continuación, a partir de esta información, más la amplitud de la pirámide visual que lo abraza, podemos inferir las dimensiones de la cara visible del objeto.

Imaginemos que el bastón aludido en la analogía anterior está ya en contacto con un objeto y no hemos tenido la oportunidad de percatarnos de la extensión de dicho bastón. En ese caso, sabremos de la presencia de un objeto que obstruye al bastón, pero carecemos de información acerca de lo distante o cercano que pueda encontrarse. Si yo puedo establecer la distancia del objeto es o bien porque conozco de antemano la dimensión del bastón (estoy familiarizado con ella), o bien porque tengo reportes cinestésicos de qué tanto he tenido que extender tal prótesis. Lo que resulta problemático en la explicación de Ptolomeo es que no hay, al menos en principio, análogo visual alguno para ninguna de estas dos opciones.

En resumen, la distancia del objeto al observador se percibe por medio de una propiedad intrínseca del rayo visual —su longitud—. Entre tanto, el tamaño del objeto se infiere a partir de una relación funcional compleja, que depende de tres variables: distancia entre objeto y observador, amplitud angular del cono visual que aprehende el objeto en su conjunto y disposición del objeto frente al observador.

Por “disposición” se entiende el arreglo con respecto al eje del cono visual: el objeto se encara frontalmente si él se dispone en forma perpendicular al eje, y se encara de manera oblicua si ese no es el caso.

Así las cosas, dos objetos que se perciban a igual distancia y frontalmente, lo harán de tal manera que aquel que se perciba bajo un ángulo mayor parecerá mayor. Si la distancia es idéntica y la amplitud angular es la misma, el objeto que parece menor será aquel que se acerque más a la disposición frontal. Si la amplitud angular es la misma y la disposición es frontal, el objeto más alejado parecerá mayor. En los casos intermedios es muy difícil establecer una regla general para la aprehensión de tamaños.42

El asunto puede tornarse más complejo si se toman en cuenta algunos de los factores adicionales que alteran nuestra percepción de la distancia o el tamaño. A manera de ejemplo, la percepción de la distancia puede verse afectada por el brillo con el que percibimos el objeto. Ptolomeo tan solo constata el hecho y no hace el menor esfuerzo por conciliar esta perspectiva con la orientación previa que pretendía sugerir que la distancia a la que se percibe el objeto depende exclusivamente de la longitud del rayo visual.

De cualquier manera, Ptolomeo deja un testimonio interesante de un conocimiento práctico empleado por los artistas para generar la ilusión de distancia. Ese conocimiento constituye una primitiva versión de la perspectiva cromática, mejorada siglos después por Leonardo da Vinci. “Los pintores murales”, informa Ptolomeo, “usan débiles y tenues colores para hacer aparecer las cosas que ellos quieren representar como si estuviesen distantes” (Óptica, II, § 124).

Nos detendremos ahora en el análisis de la visión binocular. Este hecho resume una anomalía que hacía razonable el abandono del instrumento. Sin embargo, abandonar un instrumento que había ya mostrado grandes logros habría sido insensato desde la perspectiva del programa de investigación. Con el ánimo de salvar el uso del instrumento, Ptolomeo propuso substituir las dos pirámides —una para cada ojo— por una pirámide media, de suerte que los teoremas demostrados en el marco del cono euclidiano fueran remitidos a esta nueva pirámide media. En resumen, se trata de substituir la visión binocular por la mirada de un cíclope estratégicamente ubicado. Este recurso requiere que se puedan concebir reglas de correspondencia entre la información recogida por cada pirámide individual y la información presente ante la pirámide del cíclope.

Cuando alguien mira con un ojo, cada objeto aparece en una ubicación determinada. Sin embargo, cuando alguien contempla un objeto con dos ojos, este aparecerá en una ubicación bien determinada solo si los ejes de cada uno de los dos conos visuales convergen en un mismo sector del objeto observado. Explica el filósofo:

Nosotros estamos naturalmente dispuestos para girar nuestros ojos inconscientemente en varias direcciones con un admirable y preciso movimiento, hasta que ambos ejes convergen sobre el medio de un objeto visible, y ambos conos forman una base singular sobre el objeto visible que ellos tocan (Óptica, II, § 28).43

Este hecho se corrobora con un simple experimento psicológico: si forzamos alguno de los dos ojos de tal manera que los ejes de los respectivos conos no converjan en el punto central del objeto, es inevitable que se presente una doble apariencia (Óptica, II, § 29); dicha doble apariencia desaparece cuando tapamos uno de los dos ojos.

Atendamos la figura 1.9, para aclarar la manera como Ptolomeo encara la visión binocular. Sean A y A′ la ubicación de dos ojos que han concentrado su atención en el punto D (sus ejes convergen en dicho punto). Sea EZ un objeto ubicado frontalmente ante los dos ojos. La definición de “ubicación frontal” debe perfeccionarse en relación con la que habíamos ofrecido para el caso de la visión monocular. Antes dijimos que un objeto se encuentra en disposición frontal en relación con un ojo si es perpendicular al eje del cono visual. Ahora bien, cuando el objeto es contemplado a partir de dos ejes, que de hecho no pueden ser paralelos si los ejes convergen en un punto del objeto, este no podrá disponerse en forma perpendicular a ambos ejes.


Figura 1.9. Visión binocular

Fuente: Elaboración del autor. La figura cuenta con modelación en el micrositio.

Ello exige definir otro eje de referencia para estipular la ubicación frontal. Sea CD el eje común de los dos conos visuales: D es el punto de convergencia de los ejes individuales y C es el punto medio de AA′. Así, el eje común nace en el punto medio entre los dos ojos, allí donde inicia el descenso de la nariz; dicho eje es perpendicular al segmento que une los dos ojos. Ptolomeo no ofrece ninguna justificación para la elección; entre tanto, los casos que analiza se restringen a imaginar D de tal manera que el eje común resulta perpendicular a AA′.44 En ese orden de ideas, un objeto se dispone frontalmente a dos ojos si es perpendicular al eje común. Así las cosas, todos los puntos individuales sobre el segmento EZ aparecerán, como mostramos a continuación, en una posición singular cada uno (Óptica, III, §§ 37-41). Algo muy diferente ocurre con los puntos T, H y K cuando son observados de tal modo que los ejes de los conos visuales convergen en D y no, por ejemplo, en T; tales puntos aparecen duplicados. Ptolomeo propuso un principio heurístico que estipula el lugar en donde se espera que un punto sea observado por un ojo cuando los dos ejes visuales convergen en un tercer punto (Óptica, III, § 36). El principio, sin embargo, no se deriva de una argumentación teórica previa que nos convenza de su plausibilidad. Se trata, más bien, de una conjetura, a la espera de verse justificada, si a partir de su aceptación hallamos explicaciones cualitativas sencillas de algunos fenómenos simples asociados con la percepción visual.

En forma resumida, el principio asevera que la ubicación aparente de un objeto puntual, cuando se contempla con los dos ojos, es tal que 1) la distancia de la imagen al eje común (el eje del cíclope) es igual a la distancia del objeto al eje visual del ojo que estemos considerando, siempre que dichas distancias se evalúen sobre la perpendicular al eje común trazada desde el objeto (Óptica, III, § 36); y 2) el lado en el que se observa la imagen con respecto al eje común es el mismo lado al que se observa con el ojo considerado.45 Si el principio es correcto, de un objeto singular podemos tener imágenes dobles (una para cada ojo) o una imagen singular (cuando las de los ojos independientes se funden en una sola).

Cuando T es observado por el ojo A atendiendo al eje AHD (dado que T se encuentra a la derecha del eje visual, a una distancia HT del eje central, medida sobre la perpendicular a CD que pasa por T), aparecerá, según el principio que quiere defender el autor, a la derecha del eje central, a una distancia TK igual a la distancia HT; en tanto que si es contemplado por el ojo A′ bajo el eje AKD, aparecerá, aplicando el mismo principio, a la izquierda del eje central, en la posición H. Así, entonces, cuando usamos los dos ojos de manera simultánea, T será visto como una mancha en la posición K por el ojo A, y en la posición H, por el ojo A′ (Óptica, III, § 40). Ptolomeo introduce este principio heurístico sin justificación alguna y con la esperanza de verlo sustentado en las posibles explicaciones que se puedan derivar de él.

La confianza cualitativa en el principio se refuerza si pensamos que después de enfocar un objeto con nuestros dos ojos, procedemos alternativamente a contemplarlo, ora con el ojo derecho, ora con el izquierdo (cerrando primero el ojo izquierdo, luego el derecho); en esas circunstancias, observamos una imagen que se desplaza de izquierda a derecha y luego de nuevo a la izquierda.

El teorema de los parágrafos 48-49 (libro III) sintetiza el uso que Ptolomeo pretende dar al principio heurístico de la visión binocular. Citemos en extenso el teorema, que procedemos a analizar con base en la figura que hemos construido (véase figura 1.10):

Dejemos que el punto A represente el vértice de alguno de los conos visuales, y asumamos que CB es el eje común y que el eje visual AB interseque el eje común en el punto B. Tracemos la recta DEZH, y por los puntos D, E, H levantemos las perpendiculares a BC, DTK, EL y HNM. Construyamos DS = recta TK, unamos SL y extendámosla hasta intersecar la prolongación de NH en el punto I. Decimos, entonces, que DEH aparecerá al ojo en A como si estuviese a lo largo de SLI (Óptica, III, §§ 48-49).46

La idea de Ptolomeo es sencilla, aunque está formulada en un lenguaje complejo para nosotros. En la figura 1.10, A y A′ representan la ubicación de los ojos izquierdo y derecho; C, el punto medio entre los dos ojos —allí donde inicia el descenso de la nariz—. Este es el vértice de una nueva pirámide que resume la contribución de cada pirámide independiente, allí donde tendría que estar el ojo del cíclope. CB es perpendicular a AA′ y es el eje visual asociado a la nueva pirámide. JG representa un objeto dispuesto frontalmente (perpendicular al eje CB) y a la misma altura de los dos ojos, mientras B es el punto de dicho objeto sobre el cual convergen los ejes independientes AB y AB.


Figura 1.10. Principio heurístico a. Ojo izquierdo; b. ojo derecho

Fuente: Elaboración del autor. La figura cuenta con modelación en el micrositio.

Ptolomeo imagina que el observador fija su atención en B y por ello logra que los dos ejes independientes converjan en dicho punto. A continuación quiere saber qué tipo de imagen de los demás puntos cercanos percibimos con los dos ojos. Para ello, imagina un objeto recto dispuesto al frente del observador, en el mismo plano que contiene los puntos G, J, A y A′. Sea DX ese objeto. No es necesario que X forme parte de GJ. Ptolomeo quiere saber cómo es visto DX por cada uno de los dos ojos, siempre que la mirada esté fija en B y podamos darle crédito al principio heurístico propuesto.

Sea H un punto cualquiera de DX. El principio heurístico demanda que tracemos la perpendicular HM al eje común CB y determinemos el corte N con el eje del ojo izquierdo, AB (véase figura 1.10a), y el corte N′ con el eje del ojo derecho, AB (véase figura 1.10b). A continuación debemos construir el segmento MI (ojo izquierdo) y MI′ (ojo derecho), de tal forma que MINH y MINH. En la construcción hay que tener en cuenta que I y H están al mismo lado de CB y AB respectivamente, y que I′ y H están al mismo lado de CB y AB respectivamente.

Si repetimos este procedimiento para cada uno de los puntos H que se distribuyen a lo largo de la recta DX, se puede probar, como lo hizo Ptolomeo, que los nuevos puntos I e I′ se distribuyen a lo largo de las rectas SX para el ojo izquierdo y SX para el ojo derecho. En la demostración restringida al ojo izquierdo, Ptolomeo primero ubica S sobre DK, perpendicular a CB, de tal forma que S satisface el criterio heurístico para D. A continuación encuentra el punto de corte E de la recta DX con el eje del ojo izquierdo. Como la distancia de ese punto al eje es 0, la imagen de E, según el principio, debe hallarse en L sobre el eje CB.47 Ptolomeo prueba que cada uno de los puntos I de la recta SL satisface el principio heurístico para el punto correspondiente H.48

A manera de corolario se puede inferir que H, I e I′ coinciden cuando ellos caen sobre la perpendicular a CB trazada a partir de B. De hecho, coinciden en el punto X. Así las cosas, los objetos ubicados frontalmente a la altura del punto B se contemplan en la misma posición tanto por el ojo derecho como por el izquierdo (imagen singular), mientras que los puntos restantes H se ven en dos lugares diferentes I e I′ (imágenes dobles).49

En consecuencia, todo el objeto GJ se ve de manera singular (Óptica, III, § 38). Los puntos P, E y Z (P′, E′, Z) son puntos notables de la construcción. P es el punto de DX cuya imagen O cae en el eje del ojo izquierdo (P′ es el punto de DX cuya imagen O′ cae en el eje del ojo derecho). E es el punto de DX que cae sobre el eje del ojo izquierdo y cuya imagen L es vista por tal ojo en el eje común (E′ es el punto de DX que cae sobre el eje del ojo derecho y cuya imagen L′ es vista por tal ojo en el eje común). Z es el punto de DX que cae sobre el eje común y es observado por el ojo izquierdo en Q y por el derecho en R.

Aunque Ptolomeo no ofreció una justificación teórica de su principio heurístico, sí presentó una serie de experimentos que podrían hacer las veces de justificación a posteriori, toda vez que gracias al principio se pueden explicar algunas apariencias. Estos experimentos pueden verse como anticipaciones teóricas de posibles resultados experimentales. ¿Realizó Ptolomeo en forma controlada dichos experimentos? Es muy arriesgado comprometerse con una respuesta afirmativa. La psicología experimental apenas se inauguró como disciplina, con estándares de control bien establecidos, en la segunda mitad del siglo XIX, en Alemania. Así las cosas, solo llegamos a contar con instrumental y medios de control adecuados para llevar a cabo los experimentos de Ptolomeo hasta esa fecha. Los experimentos de Ptolomeo bien realizados demandan (como veremos en varios apartes del capítulo 8): 1) ubicar al sujeto en un ambiente tal que no exista iluminación de trasfondo que pueda perturbar la observación; 2) entrenar al sujeto para que enfoque su atención en un objeto de control y entregue reportes de observación que remiten a objetos distintos a los que concentran su enfoque; y 3) contar con instrumental que permita repetir los experimentos con el mismo o diferentes sujetos. Ptolomeo no poseía los medios para satisfacer estas exigencias. Los resultados comentados por Ptolomeo se parecen más a anticipaciones deseadas que a resultados objetivos.

Los cinco experimentos citados en el libro II son diversas variaciones del mismo tema (Ptolomeo, Óptica, II, §§ 33-46). Uno de estos experimentos (el primero) sugiere el siguiente montaje (véase figura 1.11): sean A y A′ los lugares donde se ubican los ojos izquierdo y derecho; CD el eje del ojo cíclope (eje común) y H, D, un par de banderines muy pequeños, izados sobre el eje común. Si le pedimos al observador que fije su atención en H, este banderín será visto en un único lugar, aunque sea contemplado por dos ojos. En tanto que D debe verse doble: 1) una imagen a la izquierda del eje común, pues D se encuentra a la izquierda del eje AH, y 2) una imagen a la derecha del eje común, ya que D se halla a la derecha del eje AH. Si, en esas condiciones de observación, cerramos el ojo izquierdo, desaparece la primera imagen; si cerramos el ojo derecho, desaparece la segunda.


Figura 1.11. Experimento 1

Fuente: Elaboración del autor.

El segundo experimento de los dos citados en el libro III es muy interesante, porque supone la mezcla de colores (Óptica, III, § 43). Ptolomeo pide construir un tablero rectangular negro y que marquemos, en uno de los extremos más cortos, las posiciones A y A′, en donde han de ubicarse los ojos izquierdo y derecho de un sujeto experimental (véase figura 1.12). CD es el eje del ojo cíclope y coincide en longitud con el lado más extenso del rectángulo experimental. E es un punto ubicado a medio camino de CD, mientras TK es una recta horizontal (paralela a AA′), que contiene a E y que se pinta de color verde. Entre tanto, Ptolomeo pide trazar la recta AEZ de color rojo, la recta AEH de color amarillo, y marcar especialmente el punto E, para solicitarle al sujeto experimental que fije su atención en ese punto.


Figura 1.12. Experimento 2

Fuente: Elaboración del autor. La figura cuenta con modelación en el micrositio.

Si el principio heurístico es correcto y el observador enfoca su atención en el punto E, deben esperarse los reportes con observación binocular que se presentan en la tabla 1.1.

Tabla 1.1. Reporte experimental esperado Reportes Variaciones

ReportesVariaciones
Contribución del ojo ARecta verde a lo largo de TK. Recta amarilla a lo largo de CD.Recta amarilla a lo largo de NS (consecuencia de la observación de A′Hamarilla)*
Contribución del ojo A′Recta verde a lo largo de TK. Recta amarilla a lo largo de CD (consecuencia de la observación de A′Hamarilla).Recta roja a lo largo de LM (consecuencia de la observación de AZroja)
Visión binocularRecta verde a lo largo de TK.Recta naranja a lo largo de CDAl cerrar ojo A:Recta verde a lo largo de TK.Recta amarilla a lo largo de CD (dado que se mantiene la contribución de A′). Desaparece el color naranja. Desaparece la recta amarilla a lo largo de NSAl cerrar ojo A′:Recta verde a lo largo de TK.Recta roja a lo largo de CD (dado que se mantiene la contribución de A).Desaparece el color naranja.Desaparece la recta roja a lo largo de LM

* En formato de subíndice se indica el color con el que se han pintado las rectas.

Fuente: elaboración del autor.

No tenemos evidencia que asegure que Ptolomeo realizó tales experimentos.50 En principio, dudamos que pudiese poseer dispositivos que permitieran obtener información confiable. De cualquier manera, la descripción da cuenta de posibles experimentos que valen como anticipaciones teóricas, a la espera de confirmación experimental.

El método de proyección de Ptolomeo se puede usar para casos más complejos. La figura 1.13 muestra la ubicación de un ojo en A, de donde se origina un cono visual de eje AG, mientras CG representa el eje común (ojo cíclope) cuando participa también otro ojo en una posición simétrica con respecto a A (sea A′ el segundo ojo).


Figura 1.13. Contemplación binocular de un arco de circunferencia

Fuente: Elaboración del autor. La figura cuenta con modelación en el micrositio.

Imaginemos un objeto circular ubicado como señala, en la figura 1.13, el trazo continuo en color negro. Sea P un punto sobre dicho arco; la longitud de PQ define la distancia de P al eje visual AG, evaluada sobre la perpendicular al eje central CG. La imagen P′ vista por A se encuentra, de acuerdo con el principio heurístico, sobre RP (perpendicular a CG), de tal manera que PQRP′, con P′ al mismo lado de R al que se halla P de Q. El lugar geométrico de todos los puntos P′ cuando desplazamos P sobre el arco mencionado define la forma de la imagen del objeto circular que pretendemos contemplar. El arco de trazos discontinuos muestra el resultado para el caso expuesto.51 Nos ocupamos de nuevo y con más detalle de la visión binocular en el capítulo 8, en el apartado “Percepción de la distancia y visión estereoscópica”.

Principio clásico para la formación de imágenes

Tanto Euclides como Ptolomeo concibieron un principio que anticipa el lugar de la formación de imágenes, bien sea en espejos o entre medios refractantes. El principio fue vital en el estudio de la catóptrica52 y llegó a cobrar una importancia central, aunque tuvo que ser modificado para la explicación de la formación de pinturas en el fondo del ojo.53 La presentación que ofreció Ptolomeo es más precisa que la de Euclides. El libro III de su Óptica se ocupa del análisis de la reflexión. El estudio se inaugura con una interesante declaración metodológica, que conviene citar en extenso:

Para todos los casos en los cuales se busca el conocimiento científico, ciertos principios generales son necesarios, así que ciertos postulados que son seguros e indubitables en términos o bien de hechos empíricos o de consistencia lógica pueden ser propuestos y a partir de ellos se pueden derivar subsecuentes demostraciones (Ptolomeo, Óptica, III, § 3).

Independientemente del origen de los principios generales, la fuerza de su poder se deriva de los resultados que se puedan inferir a partir de ellos. Ya hemos visto la utilidad de este precepto metodológico en la defensa del principio heurístico para la visión binocular. Para efectos del estudio de la reflexión, Ptolomeo propone tres principios generales (Óptica, III, § 3):

Primer principio: los objetos vistos en un espejo aparecen en la extensión del rayo visual que, saliendo del ojo, alcanza al objeto después de ser desviado por el espejo.

Segundo principio (regla del cateto): la imagen de un objeto aparece en la perpendicular trazada desde el objeto visible a la superficie del espejo.

Tercer principio (ley de la reflexión): el rayo visual que conecta al ojo con el objeto pasando por el espejo ha de ser tal que las dos ramas del rayo se unen en el punto de reflexión, de tal manera que ambas coinciden en la amplitud angular que forman con la normal a la superficie trazada en dicho punto.54

El rayo que hace posible la percepción del objeto sale del ojo, llega al punto de reflexión, en donde el espejo impide la penetración, y después se desvía hasta llegar al objeto (véase figura 1.14). Esto podría ocurrir de múltiples maneras, pero el tercer principio restringe las posibilidades a aquel caso en el que la perpendicular al espejo trazada en el punto de reflexión biseca las dos ramas del rayo visual.55 La imagen del objeto se encuentra sobre la prolongación de la rama que va del ojo al punto de incidencia (primer principio) y sobre la prolongación de la perpendicular al espejo trazada desde el objeto (segundo principio).


Figura 1.14. Principio clásico para la formación de imágenes

Fuente: Elaboración del autor. La figura cuenta con modelación en el micrositio.

Cuando se trata de la visión directa, es de esperar una trayectoria rectilínea del flujo visual que emana del ojo. Ahora bien, cuando el flujo es desviado por un espejo,

[…] el sentido visual debe seguir su inclinación natural y normal por alinear el rayo reflejado con el rayo inicial antes de la reflexión y entonces juzgar la [línea radial] resultante como si fuese recta, como si nada hubiese ocurrido [durante la reflexión] y conservar la disposición recta. La imagen de un objeto visible aparecerá entonces como un objeto visto sin impedimento alguno (Óptica, III, § 14).

La noción de “visión directa” puede resultar inocua, toda vez que los rayos visuales se quiebran como consecuencia de la refracción justo al momento de abandonar el ojo. Ptolomeo encara esta dificultad, advirtiendo que los rayos que emanan del ojo lo hacen a partir del punto central de la esfera ocular (Óptica, III, § 16); en ese orden de ideas, se presupone que cuando intentan abandonar la esfera ocular lo hacen en direcciones perpendiculares a la superficie de separación y por ello no es de esperar desviación alguna.56

El principio clásico se extendió después al caso de la formación de imágenes en las que intervienen rayos refractados. Vemos, en el apartado “El caso de la refracción” del capítulo 5, que dicho principio fungió como obstáculo epistemológico que habría de impedir una comprensión más fina de la formación de pinturas en el fondo del ojo.

(*)

Los griegos abrieron muchos frentes de investigación científica. Las preguntas profundas acerca de la percepción visual hicieron parte importante de sus agendas. Sus esfuerzos estaban encaminados a naturalizar la percepción visual, esto es, a explicarla con las mismas categorías con las que pretendían dar cuenta de los fenómenos naturales en general. Es por eso por lo que tales propuestas cobran sentido en el marco de la cosmología defendida por cada escuela.

Explicar de esa manera la percepción visual demanda que el investigador asuma todos los compromisos ontológicos y las relaciones causales que se presuponen en tales cosmologías. Así las cosas, resulta muy difícil hallar canales de diálogo fructífero cuando las escuelas rivales presuponen compromisos inconmensurables. No había tribunales neutrales contra los cuales dirimir los desacuerdos: para entender lo que sugería cada escuela, era necesario acoger los compromisos ontológicos que cada una presuponía. En ese orden de ideas, ninguna escuela logró erigirse como paradigmática.

En una orientación kuhniana, la ausencia de paradigma habría condenado la investigación al estancamiento absoluto. No obstante, la propuesta de la pirámide visual euclidiana, concebida como un instrumento, introdujo unidad en el programa de investigación. Aun cuando los primeros defensores del instrumento acogieron el lenguaje extramisionista, el instrumento bien podría haberse usado con pleno derecho por parte de un intramisionista.

La neutralidad frente a los compromisos ontológicos es una virtud del instrumento conceptual. Los primeros investigadores, comprometidos naturalmente con el realismo, no habrían podido concebir metodologías instrumentalistas; faltaban muchos siglos de desencuentros para que fuese posible concebir formas de operacionalismo o instrumentalismo.

La pirámide visual introdujo un lenguaje con normas de control para evaluar anticipaciones teóricas o para decidir entre modelos rivales de explicación. Este lenguaje hizo posible que se hablara de fenómenos con los que tenemos familiaridad y se hiciera de una manera tal que pudiésemos evaluar el alcance de nuestras afirmaciones. Así, por ejemplo, se hace natural esperar que los objetos que se alejan, sin cambiar sus dimensiones reales, ofrezcan en el campo visual una apariencia disminuida. También reconocemos, en gracia de este mismo resultado, que grandes extensiones de segmentos paralelos tendidos en el piso le aparezcan, a un observador ubicado en un plano elevado, bajo la semblanza de segmentos que convergen en un punto a la misma altura del observador. De igual modo, los resultados euclidianos nos llevan a esperar que objetos circulares pierdan la semblanza de circularidad, atendiendo a la particular ubicación del punto de vista.

En resumen, el núcleo firme, concebido para encarar las dificultades teóricas relacionadas con la percepción visual, demanda que imaginemos que: 1) la cara visible del objeto contemplado constituye la base de una pirámide; 2) existe una mediación rectilínea entre la cara visible y el espectador (o el espectador y la cara visible), formando el cuerpo general de la pirámide (incluyendo sus límites); 3) el observador se concibe en el vértice de dicha pirámide, procurando 4) anticipar las características del paisaje observado a partir de las claves geométricas de dicha pirámide. Nótese que esta formulación admite la mediación en doble vía y con ello garantiza la neutralidad ontológica que hemos venido defendiendo.

Cuando los investigadores más importantes (Euclides, Ptolomeo) hicieron uso de tal instrumento, lo invistieron con los compromisos extramisionistas que demandaba la escuela cosmológica a la que adhirieron. Este hecho, sin embargo, no hace menoscabo alguno a la neutralidad del instrumento. La propuesta de Euclides detonó fases de progreso teórico, toda vez que ofreció una cantidad importante de anticipaciones teóricas que no habrían tenido lugar en las escuelas mencionadas si ellas no hubiesen incorporado el uso de la pirámide.57

La madurez del instrumento conceptual trajo consigo, también, la formulación precisa de nuevas dificultades o anomalías. Estas dificultades condujeron a los primeros ajustes del cinturón protector del programa de investigación (heurística positiva):

1. Debido a que tamaño del objeto, distancia del mismo y amplitud angular de la pirámide visual están entretejidos en una relación funcional, y dado que el observador solamente puede apercibir la amplitud angular, ello impone una suerte de indeterminación: no contamos con criterios visuales para decidir si una amplitud angular dada se asocia con un objeto mayor, aunque alejado, o con un objeto menor, pero en las vecindades. Así, la pirámide por sí sola no nos ofrece las pautas para la percepción de la distancia (o del tamaño) del objeto. Este hecho condujo a Ptolomeo, como vimos atrás, a postular una instancia adicional: la conciencia reconoce qué tanto se extienden los rayos visuales hacia el exterior antes de tocar los objetos.

2. Nuestra contemplación visual del mundo se logra con dos ojos, que cooperan y coordinan sus acciones, no con un ojo sentado en el vértice de una pirámide inmóvil. Ptolomeo propuso un sofisticado principio heurístico orientado a construir una pirámide media —el ojo del cíclope—, que sintetiza las contribuciones de cada pirámide individual. Esta propuesta solo se puede evaluar contra las consecuencias fácticas que se pueden derivar de ella. Hemos visto la posibilidad de concebir un inventario interesante de propuestas experimentales. Estas propuestas, sin embargo, demandan herramientas y metodologías que no estaban a disposición en la época.

3. En el interior del programa de investigación debe explicarse por qué la Luna parece de un mayor tamaño cuando se contempla en el horizonte, en comparación con el tamaño aparente en el cenit.

Los cuidadosos intentos por geometrizar el estudio de la percepción visual condujeron, a la manera de complemento, a la formulación de un principio, la regla del cateto, que permite anticipar el lugar en donde la conciencia proyecta la formación de una imagen cuando el rayo visual, emitido por el sensorio —si adoptamos el lenguaje extramisionista—, es obstaculizado por un espejo o es desviado por un medio con diferente densidad óptica. Este principio permite interesantes anticipaciones teóricas, que involucran espejos planos, esféricos convexos y esféricos cóncavos. Los griegos, no obstante, no fueron particularmente hábiles en la construcción de instrumentos ópticos que hubiesen ampliado el mundo de las aplicaciones o el horizonte de las evaluaciones empíricas de sus anticipaciones teóricas.

Notas

1 Digo “cuidadosos”, porque sus propuestas eran controladas por argumentos consistentes con una red de creencias compartidas y orientados a persuadir a los interlocutores para que compartieran tal red.

2 El demiurgo es eterno. La eternidad es anterior a la determinación del tiempo. Los dioses no son eternos, como lo es el demiurgo, pero su tránsito es ilimitado en el tiempo.

3 No podrían ser dos los universos, porque, en ese caso, otro por encima de ellos tendría que abarcarlos y ese ser que los abarca pasaría a ser el universo uno (Tim, 31a7).

4 Por ahora pasamos por alto matices muy sofisticados de la percepción del tamaño de los objetos.

5 Platón no había explicado o sugerido en los pasajes anteriores del Timeo que los rayos visuales que emanan del ojo pudiesen ser un conglomerado de partículas.

6 Ekai Txapartegi (2017) defiende convincentemente que los términos usados por Platón remiten a cromas semejantes a los que usamos en nuestros vocablos de color.

7 Aristóteles critica así el recurso del encuentro de lo semejante con lo semejante: “Pues no es cierto que una cosa ve y la otra es vista por hallarse entre sí en una determinada disposición como la de igualdad. Pues en tal caso no habría necesidad de que una de ellas se hallara en un lugar determinado, ya que, tratándose de cosas iguales, no hay diferencia entre hallarse lejos o cerca una de otra” (De sensu, 446b10-13).

8 Solo hasta alcanzar la madurez que Kepler le imprimió al programa de investigación, como veremos en el capítulo 5, se logró arrojar serias dudas al isomorfismo representacional pretendido entre objeto e imagen.

9 Algunos griegos apoyaron esta creencia, al notar un fuego brillante cuando presionamos el ojo mientras lo movemos con los párpados cerrados y al advertir una especie de fuego que emana del fondo del ojo de los gatos y otros animales en la obscuridad.

10 Pasamos por alto la conformación del quinto elemento, reservado para el universo celeste.

11 El alma encierra el principio del movimiento del ser vivo y contiene en sí misma su propia finalidad (entelequia). En la cosmología de Aristóteles, el “movimiento” no se restringe al cambio de lugar; muy al contrario, el término agrupa variaciones más amplias como, para el caso específico del ser vivo, alimentarse, crecer, envejecer y desarrollarse, entre otras.

12 En el capítulo 7 estudiamos con atención la crítica poderosa que Berkeley dirigió a la existencia de los sensibles comunes.

13 El color se halla en el límite del cuerpo, sin ser el límite del mismo, pues es de esperar que la naturaleza que hace posible el color se encuentre tanto en el interior como en el exterior (De sensu, 439b). El color debe hallarse también en el límite de lo transparente que ha de envolver al cuerpo.

14 Tampoco es el resultado de la acción de la luz sobre los receptores de periferia, los órganos.

15 Lindberg sintetiza de manera interesante el acercamiento aristotélico a la naturaleza de la luz: “La luz con seguridad no es un cuerpo y no posee en sí misma ninguna dimensionalidad; hablando en forma estricta, es incorpórea. No obstante, la luz participa en la corporeidad, en virtud de que es un estado de una substancia corporal, lo transparente” (1986, p. 9).

16 “Éter” era el término empleado por Aristóteles para referirse a la composición de los objetos en la región celeste. El termino deriva del vocablo aíthõ, que significa “iluminar”. “Éter”, entonces, bien puede significar igualmente “transparente”. Platón se refiere al “éter” (aithér) como algo que fluye en torno al aire (trad. en 1983, 410b6).

17 Quizá podamos estar más cómodos si imaginamos la luz como una perturbación ondulatoria: una perturbación que se transmite cooperativamente en un medio, sin que se dé transferencia de ente corporal alguno. Esta forma de presentar el asunto, sin embargo, hace inteligible a Aristóteles a través de nuestras categorías y nos obliga a renunciar a las que él elaboró. Esta estrategia crearía en nosotros la falsa ilusión de entender al filósofo griego.

18 Esto nos obliga a echar por la borda cualquier comparación con un desplazamiento ondulatorio.

19 A los atomistas (Leucipo, Demócrito y Epicuro) suele atribuírseles, como hemos sugerido atrás, la creencia según la cual la visión es provocada por la recepción, en el alma, de los simulacros de los objetos que se encuentran en el exterior.

20 Véase también: “[lo oscuro es como una negación]: pues al fallar la vista parece oscuro: por eso todas las cosas lejanas aparecen más oscuras, porque no llega [a ellas] la vista” (Aristóteles, trad. en 1996, III 374b15).

21 Hemos adaptado el epígrafe que Turbayne dedicó a Descartes. Entre corchetes, hemos incluido el nombre de Euclides, cambiando el original de Turbayne que remite a Descartes. Así mismo, la mención al sueño se acomoda con facilidad a las anécdotas conocidas de Descartes, no así de Euclides.

22 Una sinopsis interesante de la óptica griega y de las discusiones en torno a la autenticidad de las obras adscritas a Euclides en ese campo se encuentra en Knorr (1985).

23 Vitrubio ha dejado en uno de sus libros de arquitectura (trad. en 1995, VII, p. 257) un testimonio claro de la pretensión de la tercera de las ramas.

24 Véase, también, Lindberg (1976, p. 13).

25 El verbo ὑπὁκειμαι que aparece en el original griego (Euclides, 1895, p. 2), tiene, entre los sentidos metafóricos, “ser establecido como un deseo o principio”, “ser asumido como una hipótesis”, “dar por sentado”. Consultado en Liddell y Scott (1843/1996).

26 La definición 1 sugiere que los rayos visuales se propagan con tal inmediatez que no tenemos herramientas conceptuales para esperar alguna lentitud en la propagación. La proposición 1 menciona la necesidad de atribuir una velocidad muy elevada a los rayos visuales.

27 El eje del cono (o pirámide) es el rayo visual que se extiende desde el centro del ojo y pasa por el centro de la pupila.

28 Esta argumentación supone que AB, CD y O están en el mismo plano, y que AB y CD tienen la misma orientación y distribución con respecto al eje visual OE.

29 Siempre que se asuma, claro está, que A es el punto más cercano a O (está sobre el eje visual) y AE es perpendicular al eje.

30 Véase capítulo 4.

31 Aclaramos que este no es el tipo de razonamiento sugerido por Euclides, aun cuando el resultado es consistente con su conclusión.

32 Este asunto se desarrolla con mayor amplitud en el capítulo 4.

33 Aristarco (ca. 200 a. C.) usó la desigualdad mencionada para estimar los tamaños del Sol y la Luna (cfr. Aristarco de Samos, trad. en 2007, especialmente las proposiciones 2, 3, 4, 12, 13).

34 Las obras siguientes, Hipótesis planetarias, Tetrabiblos y la Geografía, fueron escritas más tarde, si atendemos al hecho de que ellas cuentan con varias referencias a las tesis defendidas en Almagesto.

35 Cito aquí según la edición del texto de Heiberg (H) que sirve de base para la traducción de Toomer.

36 Wilbur Knorr acopió una serie importante de argumentos que arrojan dudas acerca de la autoría del tratado de óptica atribuido a Ptolomeo (cfr. Knorr, 1985). En este trabajo hacemos caso omiso del debate y asumimos que el texto pertenece efectivamente a Ptolomeo.

37 Esto se infiere de la primera entrada en el libro II (Óptica, II, § 1).

38 Tamaño, forma, lugar, actividad y reposo son parte de los sensibles comunes invocados por Aristóteles (Aristóteles, De anima, 418a).

39 Vemos, en el capítulo 7, que Berkeley reúne una serie importante de argumentos para mostrar la ininteligibilidad de una pretendida percepción visual intrínseca de corporeidad.

40 Dice Ptolomeo: “Entre las cosas que son comunes a los sentidos de acuerdo con el origen de la actividad nerviosa, la vista y el tacto comparten todo excepto el color, dado que el color es tan sólo percibido por la vista” (Óptica, II, § 13).

41 En palabras de Ptolomeo: “Nosotros también decimos que un objeto está más cerca cuando el rayo que cae sobre su centro es más corto, mientras decimos que está más lejos cuando el mismo rayo es más largo” (Óptica, II, § 53).

42 Esto se nota en la ambigüedad de las relaciones exploradas por Ptolomeo en Óptica, II, § 62.

43 La presentación de Ptolomeo conduce a uno de los problemas más interesantes (y difíciles) del programa de investigación: dada la orientación de los dos ejes visuales, hallar el lugar geométrico de todos los puntos en el espacio de los cuales se logra una contemplación singular (única), a pesar de contar con dos versiones del objeto. Este problema, como vemos en el capítulo 8, fue tratado cuidadosamente por Hermann von Helmholtz en el siglo XIX; dichos puntos se distribuyen en curvas muy complejas denominadas “horóptero”, nombre acuñado por el científico jesuita Franciscus Aguilonius (1567-1617) (Aguilonius, 1613, libro II).

44 Ptolomeo deja por fuera la posibilidad de que los ojos giren para concentrar su atención en un punto D que no se encuentre al frente de C.

45 El segundo componente del principio heurístico se puede inferir de la descripción que Ptolomeo hace en Óptica, III, § 40.

46 Hemos cambiado algunos nombres asignados a los puntos.

47 EL es perpendicular a CB.

48 Esta demostración puede proceder así (sigo un camino diferente al de Ptolomeo): 1) dado que los triángulos BXE y NHE son semejantes, se tiene: ; 2) como los triángulos BXL y MIL son semejantes, se tiene: ; 3) como BX, NI y EL son paralelas cortadas por las transversales BO y OX, se tiene: . De todo ello se concluye que NMHI. Solo demanda considerar: 1) que las rectas CB y BA (ojo izquierdo) cortan transversalmente los segmentos paralelos MN, EL y TK; y 2) la semejanza de los triángulos KSL y MIL, por un lado, y de los triángulos ETD y ENH, por otro. Esto conduce a ; ahora bien, si KSTD (por construcción), MI también debe ser congruente con NH. Así se prueba que si L y S se ajustan a la regla que sugiere el principio heurístico, así ocurrirá con todos los puntos que se encuentren en la recta SL.

49 La solución de Ptolomeo, como vemos en el capítulo 8, difiere de la que ofrecieron los teóricos del siglo XIX.

50 Alhacén, aun cuando el lenguaje que utiliza es intramisionista, propuso una miscelánea muy completa de experimentos que comparten el espíritu, el instrumental y los propósitos de Ptolomeo (cfr. Aspectibus, III, 2.28-2.86). Ewald Hering, en el siglo XIX, propuso algunos experimentos que guardan un estrecho parecido de familia con los de Ptolomeo (Hering, 1905-11/1964, pp. 236-240).

51 La imagen que se obtiene no es un arco de circunferencia, contrario a la expectativa que al respecto enunció Ptolomeo: “De lo que hemos dicho, también es evidente que la magnitud tal como la vemos en su posición aparente tiene la misma forma que el objeto real cuando es visto en su ubicación verdadera, así la diferencia será en ubicación únicamente” (Óptica, III, § 55).

52 El vocablo griego katoptron refiere a “superficie que causa ruptura”.

53 Estudiamos con cuidado las modificaciones en el capítulo 5, en la sección titulada: “El caso de la refracción”.

54 La propuesta de igualdad de los ángulos se apoya: 1) en la ilustración que resulta de algunos experimentos realizados por Ptolomeo (Óptica, Experimento III.1, §§ 8-12), y 2) en algunos argumentos similares a los que en su tiempo esgrimió Aristóteles (cfr. Óptica, III, § 19). En efecto, Aristóteles defiende la simetría de ángulos en el texto recogido con el título de Problemas: “Todos los objetos rebotan haciendo ángulos iguales porque se desplazan allí donde les lleva el movimiento que les imprimió el lanzador” (trad. en 2004, XVI, § 13, 915b25). A continuación el filósofo expone el caso de la luz, a manera de ejemplo.

55 Ptolomeo demuestra que solo hay un punto de reflexión en el espejo, aquel en el que la normal trazada en dicho punto biseca el ángulo formado por el rayo incidente y el reflejado que se dirige al objeto (cfr. Óptica, III, §§ 68-72). También intenta demostrar el mismo resultado para un espejo convexo (Óptica, III, § 100). Esta última prueba, sin embargo, no es completa. Alhacén se ocupó de este problema con profundidad en el libro V de su Aspectibus. El lector puede seguir con atención la solución del filósofo árabe en el micrositio bajo el título “Problema de Alhacén”.

56 En contraste con la claridad de Ptolomeo, la definición 4 de la Catóptrica de Euclides presenta de manera obscura el principio clásico. Allí se ofrece como uno de los axiomas; sin embargo, se enuncia como si se tratara de un resultado empírico; resultado que, entre otras cosas, puede falsearse con gran facilidad. Afirma Euclides que si en los espejos planos se ocupa (obstruye) el lugar donde cae la perpendicular al espejo desde el objeto visto, este ya no podrá verse (Euclides, trad. en 2000b, p. 212). Si aceptamos el principio de Ptolomeo y sugerimos, de manera apresurada, que la formación de imágenes requiere la intersección real del rayo reflejado y de la perpendicular, tendríamos que esperar, como consecuencia empírica, que al bloquear el trayecto imaginado de la perpendicular al espejo tendría que desaparecer también la imagen. Este hecho no ocurre en condiciones experimentales simples. Incluso puede ocurrir que la pretendida perpendicular no toque realmente al espejo, debido a que este puede ser de dimensiones reducidas, y aun así es factible ver la imagen de objetos a través de tales espejos. La expectativa de Euclides solo se satisface cuando el observador también está ubicado sobre la perpendicular mencionada, pues en ese caso se bloquea el punto de incidencia.

57 A lo largo del capítulo 2 mostramos que, efectivamente, es posible hacer uso del instrumento en lenguaje intramisionista.

La pirámide visual: evolución de un instrumento conceptual

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