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2 Alhacén y el legado árabe, o de cómo se fija la atención en el vértice de la pirámide visual
ОглавлениеLa pirámide visual es un “ejemplar”, en el sentido de Thomas Kuhn,1 que ofrece un banco importante de analogías que pueden usarse para pensar o resolver dificultades teóricas relacionadas con la percepción visual y para anticipar nuevos fenómenos. Cada teorema euclidiano puede verse como un esquema a la espera de ser aplicado en un ámbito de opciones emparentadas. En otras palabras, cada teorema es una analogía que sugiere una aplicación. Si queremos pensar en el caso de un observador humano que emplea los dos ojos para percibir, podemos valernos de las modificaciones heurísticas sugeridas por Ptolomeo para concebir la pirámide con un ojo de un cíclope y así recuperar cada uno de los teoremas euclidianos.
Al valerse de la pirámide visual, se dio inicio a una agenda que demandaba concentrarse en anomalías o dificultades acuciantes; entre estas conviene subrayar: 1) resolver la indeterminación de tamaño y distancia, lo que sugiere aclarar, con más cuidado, las claves ópticas, fisiológicas y geométricas que permiten evaluar la distancia a la que se encuentra el objeto percibido; 2) hallar una solución satisfactoria a la paradoja del tamaño de la Luna en el horizonte, y 3) sugerir claves para anticipar si el objeto observado está o no inclinado con respecto al eje visual (de un ojo, o del ojo cíclope).
La dificultad más importante tratada en el presente capítulo tiene que ver con el hecho sencillo de que la actividad del sensorio, cualquiera que sea su naturaleza, no puede reducirse a lo que podría ocurrir en un punto geométrico (el vértice de la pirámide). Cuando nos acercamos al vértice de la pirámide euclidiana, encontramos allí un órgano con estructura compleja. El ojo, bien sea que se entienda como el órgano que recibe el influjo de la actividad externa o como el órgano desde el cual se despliega la actividad hacia el exterior, no puede imaginarse como una entidad sin estructura (un punto). Muy al contrario, en el ojo hallamos un entramado de capas, tejidos, músculos y humores articulados con el nervio óptico. Cada uno de estos constituyentes está allí desempeñando tareas muy diferentes para conseguir lo que podríamos llamar una “percepción adecuada”.
La funcionalidad óptico-geométrica de los diferentes componentes del ojo fue particular y juiciosamente estudiada por Alhacén, filósofo árabe del siglo X. Su propuesta, encaminada a fortalecer el uso de la pirámide visual atendiendo modificaciones importantes relacionadas con la estructura del ojo, se construyó con base en la articulación de modelos y sistemas disímiles, tanto científicos como filosóficos: anatomía de Galeno, óptica de Euclides y Ptolomeo, metodología aristotélica y algunos elementos neoplatónicos.
No hay —o no contamos con— documentos o registros que permitan evidenciar una continuidad importante del programa de investigación entre los siglos II y IX. Siete siglos de silencio deben motivar a los estudiosos de la historia externa a ofrecer conjeturas plausibles que expliquen o den cuenta de tal inactividad.
Alhacén recibió la influencia de los trabajos de Abū Yūsuf Ya'qūb ibn Isāq al-Kindī —Al-Kindi— (ca. 801-873 d. C.) y logró construir una sólida estructura teórica tanto para enfrentar las dificultades mencionadas, como para dar curso a una nueva agenda de investigaciones. El filósofo y científico asumió con entusiasmo la defensa de un enfoque intramisionista. Esto lo condujo, primero, a acopiar argumentos poderosos contra los enfoques extramisionistas y, segundo, a proponer un modelo puntillista. Dicho modelo asume que el proceso causal que lleva a la percepción de un objeto, empieza con una serie abigarrada de pirámides de emisión que se originan una en cada punto del objeto. Cada uno de estos puntos se concibe como una fuente radiante de alteraciones en el medio transparente. Así las cosas, en lugar de una pirámide de emisión con el ojo en el vértice (enfoque extramisionista), conviene imaginar, más bien, una pirámide de emisión por cada punto del objeto, de suerte que cada una de estas pirámides incluye la entrada del ojo (pupila) como su base.
Este enfoque conduce a enfrentar dos dificultades importantes: por un lado, un objeto no se recibe de manera integral, como habían supuesto platónicos y aristotélicos —el alma no aprehende la forma global de un objeto—, sino que su percepción resulta de la composición a partir de la aprehensión individual de sus partes constituyentes; por otro, la entrada del ojo se ve asaltada por una suerte abstrusa de intervenciones que suponen doble complejidad: cientos de partes individuales de un objeto interviniendo y múltiples intervenciones provenientes de cada una de estas partes.
Alhacén encaró magistralmente estas dificultades y logró mostrar, como queda claro en el capítulo, que aunque el proceso de percepción se detona gracias a cientos de pirámides de emisión, es posible concebir que el sensorio centre su atención en solo una pirámide que podemos denominar “pirámide de recepción”. Esta pirámide, singular para cada ojo, permite recuperar el trabajo teórico de Euclides y Ptolomeo.
El rodeo que hemos esbozado en los párrafos anteriores nos permite defender la tesis de la neutralidad que hemos sugerido en el capítulo anterior: la pirámide visual se puede usar con legítimo derecho en un lenguaje intramisionista, aunque hubiese sido formulada inicialmente para un enfoque extramisionista.
El filósofo árabe se valió de la anatomía ocular propuesta principalmente en la obra de Galeno y se dio a la tarea de establecer la funcionalidad geométrica de cada una de las esferas transparentes que hay en el ojo. Este ejercicio le llevó a postular que la actividad de recepción sensorial propiamente dicha debía iniciar en la cara posterior del cristalino.
Los objetos externos detonan, en el medio transparente, procesos causales que se originan en sus partes constituyentes; estos procesos modifican de formas muy diversas las primeras capas de recepción ocular. Algunos aspectos entre intencionales, fisiológicos y geométricos, como veremos enseguida, permiten seleccionar las modificaciones de tal manera que solo algunas de estas adquieren el protagonismo que lleva a concebir una huella en la cara posterior del cristalino. Esta huella es un arreglo que se articula en una estructura isomórfica con la organización de la cara visible del objeto. Es en esa cara donde los “espíritus visuales”2 toman la información que a continuación conducen a través del nervio óptico hasta el cerebro. Este análisis impone en la agenda del programa de investigación una de las dificultades más complejas: es preciso descifrar el origen y las leyes que rigen la alteración en la dirección de propagación de la información que ingresa al ojo. En principio, se advierte que dicha dirección es alterada cuando la información ingresa a medios con diferentes propiedades ópticas (refracción).
La percepción visual no se agota con la recepción, en el cristalino, de una huella en un arreglo isomórfico con la cara visible del objeto. La recepción de esta huella es solo el inicio o el detonante de una frenética actividad del sensorio. Hablamos de cierta actividad psíquica, que le permite al sensorio tener una especie de mapa preciso de los objetos que en el exterior detonan causalmente su contemplación. Es esta actividad la que nos permite juzgar acerca de la distancia de los objetos que contemplamos, de su tamaño, de su disposición con respecto a nuestro particular punto de vista y de su estado de movimiento o reposo. Fue Alhacén quien impuso la urgencia de acompañar las pesquisas entre ópticas y fisiológicas con investigaciones que tendrían que ocuparse de la actividad de la conciencia, para así tener un cuadro completo de la percepción visual. Mostramos, en este capítulo, la importancia de Alhacén en la empresa de introducir enfoques fenomenológicos para el análisis completo de la visión.
De esta manera, el capítulo consta de cuatro partes. En la primera se ofrece una semblanza biográfica de Alhacén. En la segunda, examinamos las pesquisas asociadas con la anatomía ocular y la defensa del puntillismo intramisionista. Nos detenemos en el camino que condujo a restituir la pirámide de Euclides y con ello mostramos, en definitiva, que la pirámide es neutral frente a los compromisos ontológicos extramisionistas o intramisionistas. La tercera parte se detiene en los argumentos que conducen a establecer el protagonismo del cristalino en la recepción de las formas visuales. La cuarta y última parte se ocupa de la actividad de la conciencia en relación con la percepción visual.
Semblanza biográfica de Alhacén
A finales del siglo XII o comienzos del XIII, un fantasma inició su recorrido por Europa. Hablamos de la traducción del árabe al latín de un extenso y profundo tratado de óptica. Los pasos de dicho fantasma se sienten palpitar en las obras de Roger Bacon, John Pecham y Erazmus Ciolek Witelo, para nombrar las más importantes. No hay rasgos del personaje que emprendió la tarea de la traducción y las fuentes ya parecen desestimar que se tratara de Gerard de Cremona.3 Nos referimos al tratado cuyo título en árabe es Kitāb al-Manāzir y que suele atribuirse a Ibn al-Haytham.
Dos títulos se han recomendado para su presentación en latín: De Aspectibus o Perspectiva. El primero se puede traducir como Acerca de las apariencias, para darle realce a los aspectos psicológicos que menciona el tratado. El segundo se puede traducir como Óptica, subrayando la concentración en los medios por los cuales la visión se lleva a cabo. El nombre completo del autor es Abū ‘Alī al-asan ibn al-asan ibn al-Hayam, nombre que se ha abreviado bajo una de dos formas: Alhacén o Alhazen.4
Después del año 1250, varias copias manuscritas del Aspectibus llegaron a instalarse en puntos estratégicos de Europa.5 La primera edición impresa apareció en 1572 en la excelente obra de Friedrich Risner (ca. 1533-1580), Opticae thesaurus. La edición de Risner reúne, por un lado, una presentación de la obra de Alhacén elaborada a partir de algunas de las ediciones manuscritas existentes en Europa; y, por otro, la versión de Witelo sobre los principales aportes de Alhacén.
La edición definitiva de 1572 permitió contar, en Europa, con una versión canónica del trabajo de Alhacén, versión que se constituyó en una de las fuentes de inspiración de Johannes Kepler, René Descartes y Christiaan Huygens. No obstante, la versión latina tiene algunas deficiencias. Los tres primeros capítulos del libro I en la versión original en árabe, allí donde se establecen algunos criterios metodológicos, no están presentes en la versión europea. Lagunas similares se encuentran en los libros restantes. En consecuencia, la versión en latín no es una réplica exacta del original árabe. Por ejemplo, en el primer capítulo (del libro I), el autor hace una valoración de los antecedentes de la investigación, que coincide con la semblanza que hemos sugerido:
Sus propuestas [se refiere a los clásicos griegos] acerca de la naturaleza de la visión son divergentes y sus doctrinas con respecto a las maneras de percibir no son concordantes. Así, prevalece la perplejidad, es difícil adquirir certeza alguna y no hay seguridad de estar aprehendiendo el objeto de investigación (Alhacén, trad. en 1989, p. 3).
La versión original en árabe ha sido traducida al inglés recientemente por Abdelhamid I. Sabra (1989), mientras que la versión latina ha sido llevada al inglés por Mark Smith (2001, libros I-III; 2006, libros IV y V; 2008, libro VI; 2010, libro VII).6
En el estudio de la percepción visual y de la metafísica de la luz, Alhacén es la punta del iceberg que se levanta sobre una tradición de pensadores árabes que emergió siglo y medio antes de su nacimiento. El primero de estos grandes filósofos fue Al-Kindi. Este quiso llenar algunas lagunas que encontró en la óptica de Euclides. Así, por ejemplo, ofreció una justificación de la propagación rectilínea de los rayos visuales7 y sugirió que el ojo emite un flujo continuo de rayos, no uno discreto (discontinuo), como había supuesto Euclides. Al-Kindi también acopió nuevos argumentos para debilitar las críticas que Aristóteles había formulado al extramisionismo y propuso que la parte activa del ojo tendría que ser la superficie externa de la córnea. Esta segunda propuesta permitía encarar la dificultad que surge al pretender concentrar la actividad en un punto geométrico. El filósofo se valió, además, de los modelos de emanación sugeridos por Plotino (ca. 204-270)8 para dar cuenta de la particular dispersión de la luz.9
Alhacén nació muy probablemente en el año 965 en Basora (Al-Basra), ciudad localizada en lo que hoy identificamos con el territorio de Irak. Alhacén participó como estudiante en la Casa de la Sabiduría, una de las más grandes bibliotecas del mundo musulmán, fundada en el siglo IX con el objeto de promover el estudio y la traducción de obras clásicas. Allí tuvo la oportunidad de familiarizarse con las obras de Platón, Aristóteles, Euclides, Ptolomeo y Galeno.
El filósofo llegó a ocupar un cargo público en Basora, cargo que abandonó aduciendo, según algunos comentaristas, razones asociadas con algún tipo de enfermedad mental.10 El científico árabe se trasladó después, en el año 1010, a El Cairo, para trabajar bajo el gobierno de Al-Hakim Bi-amr Allah, quien ordenó la construcción de la biblioteca de El Cairo. Todo parece indicar que la relación estaba fundada en un plan novedoso que Alhacén había concebido para controlar las devastadoras crecientes del Nilo. Ciertos desacuerdos con Al-Hakim, posiblemente asociados con el fracaso del proyecto para controlar el Nilo, fueron tejiendo las condiciones para que Alhacén fuese condenado a arresto domiciliario por cerca de diez años. Es probable que, durante ese tiempo, el filósofo hubiese concebido y adelantado buena parte de su tratado de óptica. Una vez terminó el arresto domiciliario, Alhacén se instaló en El Cairo para posteriormente desplazarse a Bagdad y Basora.
De Aspectibus es un compendio de 7 libros. En el libro I, el autor presenta un esbozo general de la teoría de la visión que quiere defender. El libro II se ocupa de la psicología de la percepción y sienta las bases teóricas para que el libro III trate acerca de los errores inducidos en la percepción visual, provocados ellos por la percepción directa. Los libros IV y V se dedican a la reflexión y la formación de imágenes tanto en espejos planos como en espejos esféricos. En estos libros se enuncia y se resuelve el famoso “Problema de Alhacén”. El libro VI —complemento del III— se consagra a los errores en la percepción visual ocasionados por rayos reflejados. Por último, el libro VII se detiene en la refracción de la luz. Allí Alhacén aprovecha la oportunidad para discutir la solución que Ptolomeo le dio al problema de la ilusión de la Luna.
En la obra se deja constancia de las mayores influencias presentes en el pensamiento filosófico del autor. De Aristóteles hereda una actitud y un método para la investigación científica en general. Euclides y Apolonio (ca. 292 - ca. 190), aun cuando este último con un protagonismo menor, aportan el trasfondo geométrico. La obra de Ptolomeo sugiere los problemas más acuciantes y contribuye con la dirección específica en la que estos han de enfrentarse. En muchos casos, Alhacén se limita a servir de correa de transmisión de las ideas de Ptolomeo, aunque el enfoque se formula en clave intramisionista. Por último, la anatomía del ojo se toma casi directamente de los trabajos de Galeno.
En el contexto árabe, Al-Kindi contribuyó con la asimilación del pensamiento griego e inició la osadía de participar en dicha empresa con una mirada crítica. Si bien Aristóteles se había sentido inclinado a pensar que el corazón podía ser el asiento del alma, Galeno se atrevió a sostener que las funciones más importantes asociadas al alma debían tener su asiento en el cerebro.11 Los pensadores árabes se inclinaron por ofrecer una descripción galenizada de la psicología de Aristóteles. Ellos asignaron ciertas facultades psicológicas a regiones específicas del cerebro. Una buena parte de esta síntesis estudiada por Alhacén se halla en Los diez tratados del ojo atribuido a Hunayn Is-hâq (trad. en 1928).
El trabajo de Alhacén también dejó un impacto importante en el diseño de instrumentos y técnicas matemáticas para enfrentar problemas astronómicos y ópticos. En particular, el filósofo resolvió un complejo problema geométrico que lleva su nombre. El “problema de Alhacén” pide que imaginemos una fuente de luz puntual y un observador frente a un espejo (plano, esférico, parabólico, elíptico o hiperbólico); se pide (en código intramisionista) hallar el punto del espejo sobre el cual incide la luz que viene del objeto y que al reflejarse llega al lugar donde se encuentra el observador.12 El planteamiento supone que admitimos la ley clásica para la reflexión de la luz.13 Se trata de un problema que se plantea de una manera muy simple, pero cuya solución demanda maniobras asombrosas. De hecho, es un enigma que hace parte de la clase de problemas que carecen de una solución generalizada si limitamos nuestras herramientas al uso de regla y compás.14
El ojo en perspectiva: defensa del puntillismo intramisionista
La pirámide visual de Euclides es un instrumento que simplifica el análisis de la visión. “Simplificar” significa dejar por fuera aspectos secundarios, mientras podemos concentrarnos en lo fundamental. Las analogías tipo Kuhn ofrecen esquemas que simplifican las condiciones de aplicación. En el caso de Euclides, lo fundamental es: 1) un observador inmóvil reducido a un punto, 2) un objeto que ofrece una de sus caras para ser contemplada, 3) una mediación que ocurre en virtud de líneas rectas desde el ojo hasta la cara visible del objeto, y 4) un sensorio que lee las claves geométricas de la mediación, para inferir posiciones, tamaños y distancias del objeto percibido.
Ahora bien, concebir el observador como un punto geométrico es una simplificación que deja por fuera aspectos esenciales.15 Un punto, según Euclides, es aquello que no tiene partes.16 Concebir el ojo como un algo sin partes no nos permite abrazar la complejidad que en sí encierra la percepción. Esta es, pues, una de las primeras tareas que Alhacén echa sobre sus hombros: contemplar de cerca la complejidad que encierra el vértice reservado al observador en la pirámide visual. Aquello que hace posible la percepción visual no puede agotarse o concentrarse en un punto geométrico; por ejemplo, en un punto no se puede adelantar una actividad para separar objetos diferentes. La heurística positiva contemplada en este caso, como ocurrió con los movimientos de Ptolomeo, busca mantener las condiciones de aplicación del instrumento conceptual sin renunciar a sus presupuestos inamovibles. Veremos, en el capítulo, que se puede seguir usando un punto geométrico, aunque la actividad no esté propiamente concentrada en este.
Alhacén primero examina las debilidades del enfoque extramisionista y propone substituirlo por uno intramisionista. El ojo es un instrumento que recibe la luz y las formas sensibles de los objetos (colores). Nada se puede percibir sin la participación protagónica de la luz. Para defender esto, basta con hacer reminiscencia de algunas experiencias elementales muy familiares a todos nosotros: 1) una luz intensa que incide sobre nuestro aparato visual suele traer como efectos ciertas sensaciones dolorosas (ello ocurre ora con la luz directa, ora con luz intensa reflejada);17 2) cuando dejamos de contemplar un objeto en un ambiente radiante de iluminación fuerte y dirigimos la mirada ahora hacia un lugar más bien oscurecido, nuestro aparato de percepción tarda en acomodarse a las nuevas condiciones de iluminación;18 3) la percepción de los colores también se ve afectada por el contexto de iluminación;19 y 4) vemos las estrellas en las horas de la noche, mientras ellas se nos ocultan en las horas del día; el hecho está asociado con la saturación de iluminación en el aire circundante (Alhacén, Aspectibus, I, 4.27).
Estos argumentos allanan el camino para favorecer una posición intramisionista. En efecto, si pensamos que es a partir del ojo que emana cierto efluvio visual (como pensaban los extramisionistas), conviene preguntar si hay algo que regresa al ojo o nada retorna. En el segundo caso, nada podría percibirse. En el primero, nos vemos obligados a restituir la tesis intramisionista. También conviene preguntar si ese efluvio es o no corporal. Si es corporal, hemos de admitir algo absurdo: una sustancia corporal que emana del ojo puede llenar, en un solo momento, todo el espacio que tenemos al frente desde nuestros ojos hasta la inmensidad del cielo, todo ello sin que el ojo sienta mengua alguna en su constitución. Si no es corporal, no hay espacio para hablar de percepción, toda vez que ella implica el reconocimiento de objetos materiales por la afección que ellos producen en nuestros órganos corporales (Alhacén, Aspectibus, I, 6.56).
Alhacén asume, entonces, compromisos intramisionistas. Con este presupuesto, el filósofo centra su atención en la estructura del órgano ocular y en la manera como este está al servicio de la recepción de la luz y del color que vienen del exterior.20 No son propiamente los hallazgos anatómicos los que determinan las pautas geométricas de la descripción. El asunto se formula, más bien, al revés: son las demandas geométricas las que determinan las particularidades anatómicas. A manera de ejemplo, Alhacén no razona así: dado que el cristalino tiene esta peculiar forma geométrica, los rayos de luz y color han de tener tal o cual comportamiento geométrico. El esquema de razonamiento sigue, más bien, el siguiente curso: dado que la percepción demanda tal o cual exigencia geométrica, la forma del cristalino ha de ser tal cual y no otra. La estructura anatómica del ojo está descrita en el capítulo 6 del libro I. La figura 2.1 muestra, en forma muy simplificada, los elementos más importantes.
Figura 2.1. Estructura del ojo (ajustada a las expectativas de Alhacén)
Fuente: Elaboración del autor.
El ojo se concibe como una esfera, cuyo límite exterior lo define una túnica grasosa blanca denominada “esclerótica” (consolidativa).21 Esta túnica se hace totalmente transparente al frente del ojo, para no entorpecer el paso de la luz. Allí la túnica se llama “córnea” (cornea).22 Detrás de la esclerótica, al frente del ojo, hay una túnica (que es de hecho la que le da el color más llamativo) nombrada “úvea” (uvea), debido a su similitud con la textura de una uva. Una de las partes constitutivas de la úvea es lo que hoy conocemos como el “iris”. La úvea delimita la ventana circular central por donde han de pasar hacia el interior los rayos de luz, acompañados de la forma y del color del objeto a percibir. Alhacén no asigna un nombre especial a aquella abertura que hoy conocemos como “pupila”. El filósofo árabe, sin mayor argumentación, advierte que el centro de la pupila, el centro de la esfera ocular y el centro de la abertura donde se instala el nervio óptico son colineales (Aspectibus I, 5.7, 5.23).23
La cápsula que queda entre la parte posterior de la córnea y la parte anterior de la úvea se encuentra ocupada por una especie de humor acuoso (aqueous), cuya transparencia no impide el tránsito de la luz.24 La cavidad interna del ojo contiene dos partes, divididas por una túnica denominada Aranea (Aranea), por su semejanza con una telaraña. En la parte anterior se encuentra el humor cristalino (glacialis), encerrado entre dos superficies esféricas, la anterior cuya curvatura coincide con la de la esclerótica y la posterior cuya curvatura resulta mayor (el glacialis tiene la forma de una lenteja: la superficie anterior es más cercana a un plano).25 Detrás del humor cristalino e inundando la casi totalidad de la esfera interior del ojo, se halla el humor vítreo (humor vitreous). Los dos humores (cristalino y vítreo) difieren en su transparencia para favorecer una función que se aclarará en el apartado “El ojo en perspectiva: protagonismo del cristalino”, de este capítulo.26
Exactamente detrás de la parte posterior del humor cristalino y contra la pared posterior del ojo se encuentra la abertura donde se inserta el nervio óptico. Por este circulan los denominados “espíritus visuales” (spiritus visibilis), que surgen del frente del cerebro. Los espíritus visuales, al llegar al ojo por el nervio óptico, se extienden hasta el humor cristalino.27
Alhacén se esfuerza por sugerir una ubicación plausible para el centro de cada una de las esferas mencionadas, pero se abstiene de ofrecer los argumentos que podría aducir en su favor (Aspectibus, I, 5.25-5.29). No se puede elucidar con facilidad si tales descripciones aluden a un estudio anatómico minucioso o a una descripción ajustada a las consecuencias ópticas que se esperan. Por lo pronto, conviene subrayar la siguiente conclusión:
Dado que ha sido mostrado que tanto el centro de la córnea como el centro de la superficie anterior del humor cristalino yacen sobre esta línea [la recta perpendicular a la abertura donde llega el nervio óptico, trazada por el punto medio de dicha abertura] y que ambos están más profundos [en el ojo] que el centro de la úvea, es perfectamente apropiado para el centro de la superficie anterior del humor cristalino ser el mismo centro de la córnea, así que los centros de todas las superficies que encaran la abertura en la úvea constituyan un punto común singular. De ahí que todas las rectas proyectadas desde este centro a la superficie del ojo serán perpendiculares a todas las superficies que encaran la abertura [en la úvea] (Alhacén, Aspectibus, I, 5.29).28
El punto central mencionado coincide también con el centro de la esfera ocular completa (Alhacén, Aspectibus, I, 5.30). Este hecho garantiza que cuando el ojo gira, no se modifica el centro de la superficie anterior del humor cristalino.29
Asumir una perspectiva intramisionista y abstenerse de postular una forma sensible global de los objetos a contemplar impone admitir, a manera de conjetura, que la cara visible del objeto sea un conglomerado de puntos radiantes (bien sea que de ellos emane luz directa o que reflejen la luz que reciben de otra fuente de iluminación). Por lo pronto, podemos abstenernos de considerar si el vehículo exclusivo de la activación visual es la luz o si a ella le acompañan de modo independiente color o formas sensibles. A partir de cada uno de estos puntos se irradia luz en todas las direcciones posibles (no hay, en principio, razones para restringir los efectos radiantes a direcciones privilegiadas). Tanto la luz como el color o las formas sensibles tienen la facultad de multiplicarse a través de cualquier cuerpo transparente, v. gr. el aire y las túnicas que conforman el ojo. Hace parte de la naturaleza de los cuerpos transparentes recibir la luz y multiplicarla nuevamente en todas las direcciones.
Todo lo que hemos dicho para la transmisión de la luz vale también, mutatis mutandis, para la transmisión del color en el modelo de Alhacén. El compromiso intramisionista del autor podríamos denominarlo “minimalista”, pues se limita a sostener que cada punto de la cara visible del objeto es una fuente que radia luz y color en todas las direcciones posibles. Esta propuesta se aleja de las sugerencias de Aristóteles, para quien la forma del objeto se debía transmitir como un todo estructurado.
La figura 2.2 permite ilustrar, de manera simplificada, la complejidad del aporte de Alhacén. La circunferencia representa la estructura ocular, de la cual ahora solo interesa resaltar la puerta de entrada DE (pupila). El objeto ABC puede concebirse como un conglomerado de puntos radiantes. A es ahora el vértice de un cono que radia en todas las direcciones a través de un medio transparente (aire). En la figura solo resaltamos la porción del cono que se irradia desde A y que afecta la superficie del ojo que corresponde a la entrada de la pupila, es decir, el cono ADE. Lo propio ocurre con C y con B, quienes configuran los conos CDE y BDE. Esto ha de replicarse para cada uno de los puntos que forma parte de la cara visible del objeto.
Figura 2.2. Puntillismo de Alhacén
Fuente: Elaboración del autor. La figura cuenta con modelación en el micrositio.
El enfoque de Alhacén trae consigo, de manera inmediata, dos dificultades: por un lado, no contamos con una pirámide de recepción, sino con múltiples pirámides de emisión (una por cada punto de la cara visible del objeto); esto hace que no podamos aplicar, de modo directo, los teoremas concebidos por Euclides y Ptolomeo. Por otro, cada pirámide de emisión, con vértice en algún punto intermedio de la cara visible, afecta en forma simultánea y pareja todo el sector DE; en consecuencia, no es de esperar una visión distinta, toda vez que en cada uno de los puntos de DE se puede concebir una rapsodia de información confusa, proveniente de diferentes fuentes. Alhacén plantea así los dos problemas:
[...] Por consiguiente, diremos que cuando el ojo encara cualquier objeto visible, la forma del color y la luz en este objeto llegará desde cualquier punto de su superficie a la superficie entera del ojo. Más aun, desde cada punto de cada objeto visible que encara el ojo bajo estas circunstancias, las formas del color y la luz arribarán a la superficie entera del ojo. De ahí que si el ojo fuera a sentir, a través de toda su superficie, las formas del color y la luz que llegan de cada punto de la superficie del objeto visible, este [el ojo] sentiría por medio de su completa superficie la forma de cada punto que se encuentra sobre la superficie del objeto visible, así como la forma de cada punto sobre la superficie de todos los objetos que encara en esta situación. Así, las partes de cualquier objeto visible no serían percibidas de acuerdo con su propio arreglo, ni podrían ellas ser propiamente discernidas (Aspectibus, I, 6.12).
Así las cosas, el puntillismo condujo, primero, a abandonar las posibilidades de usar las pirámides de Euclides o Ptolomeo; y, segundo, a reconocer que en la entrada del ojo se puede identificar una rapsodia muy compleja de modificaciones provocadas por el objeto que queremos observar.
Adoptar estos compromisos bien podría invitar a los investigadores a dar la espalda a las bondades del instrumento de Euclides y Ptolomeo. No obstante, ante un gran inventario de explicaciones y anticipaciones exitosas logradas con el instrumento, no es razonable darle la espalda para acoger nuevos enfoques alternativos. Salvo, claro está, si los nuevos enfoques ofrecen anticipaciones novedosas que no se puedan integrar a la práctica tradicional de la comunidad de investigadores. Sin embargo, Alhacén logró proponer un enfoque novedoso (con compromisos intramisionistas), que restituye la posibilidad de uso de la pirámide y ofrece anticipaciones teóricas acompañadas de evaluaciones empíricas prima facie favorables. Así las cosas, la propuesta de Alhacén puede verse como un brillante movimiento en el cinturón protector del programa de investigación. Dicho movimiento estaba orientado a mantener las posibilidades de uso de la pirámide euclidiana en el marco de compromisos intramisionistas.
Es interesante notar que, en el primer capítulo del libro I, el filósofo advirtió cierta tensión entre, por un lado, los que él llama “científicos naturales”, quienes sostienen que la visión es posible gracias a una alteración que se origina en el objeto y viaja en línea recta hasta el ojo; y, por otro, los matemáticos, los cuales asumen que la visión es posible gracias a un rayo que emerge del ojo y se dirige al objeto. “Estas dos nociones”, sostiene Alhacén, “divergen y se contradicen una a la otra si se toman en su valor aparente” (trad. en 1989, I, cap. 1, § 3, p. 4). Así, Alhacén trata de salvar la tensión, reorientando el enfoque de los matemáticos para que armonice con las hipótesis de los científicos naturales. En otras palabras: el filósofo árabe ofrece una nueva interpretación del instrumento matemático, que busca estar en armonía con las hipótesis de la ciencia natural.
Para enfrentar la segunda dificultad, Alhacén se impuso la tarea de hallar criterios para reducir el impacto que podría ocasionar un solo punto de la cara visible del objeto. La idea era reducir ese impacto a un único punto representativo sobre la superficie de entrada al ojo. De tener éxito, cada punto de la cara visible se haría sentir en uno y solo un punto de la superficie anterior del ojo y no en toda la superficie en su conjunto. En otras palabras, para garantizar que el sensorio tenga herramientas para distinguir entre los componentes que le afectan, hemos de considerar que cada punto del objeto visible se hace sentir en uno y solo un punto de la superficie DE. Así se puede esperar un arreglo isomórfico entre puntos del objeto ABC y algunos puntos en la superficie DE: a cada punto de ABC le corresponde, como su representante, un único punto en la superficie DE. ¿Cómo identificar, pues, el punto protagónico en cada caso?
Alhacén advierte que el protagonismo reside en el humor cristalino y no en la córnea o el humor acuoso. Para ello aduce, en principio, razones médicas: si el cristalino está afectado, la visión se interrumpe, aun cuando las otras túnicas se encuentren saludables; en tanto que si estas túnicas se hallan afectadas, pero el cristalino está saludable, la visión, pese a que pueda verse disminuida, no se ve severamente afectada (Alhacén, Aspectibus, I, 6.14). El análisis conduce a Alhacén a concluir:
Si la sensación visual de la luz y el color en un objeto es debida a una forma que viene desde el objeto visible hasta el ojo, [esta] sensación arribará [únicamente] cuando esta forma alcance el cristalino. Y ya se ha mostrado que no es posible para la vista percibir un objeto visible tal como este realmente es, a menos que perciba la forma de un punto del objeto en un único punto sobre su propia superficie. Así, no es posible, para el cristalino, percibir un objeto visible como realmente es, a menos que, a partir de la forma que llega al ojo desde el objeto, este [el cristalino] perciba el color de un punto del objeto visible en un punto particular de la superficie del ojo (Aspectibus, I, 6.16).
Ahora bien, ¿cuáles son las razones que determinan la elección del punto buscado para cada punto del objeto? ¿En qué se distingue de los demás puntos? ¿Qué hay en la trayectoria que lleva a dicho punto y que lo hace completamente diferente a los demás? Cuando la luz viaja en un medio transparente y homogéneo, siempre lo hace en línea recta.30 Si la luz abandona un medio para viajar a través de otro con un grado de transparencia diferente,31 solo conservará la trayectoria rectilínea si la transición se hace a través de una recta perpendicular a la separación de los dos medios en el punto de incidencia.32 En ese orden de ideas, el rayo de luz, de aquel haz que se emite desde un punto dado del objeto, que incide perpendicularmente desde el aire a la primera de las túnicas del ojo, continuará su desplazamiento en línea recta hacia el interior. Como la primera túnica esférica es la córnea y su centro coincide con el centro del globo ocular, estamos hablando del rayo que en principio está dirigido hacia ese centro (Alhacén, Aspectibus, I, 6.25).
Dado que dicho punto es además el centro de la superficie anterior del cristalino, hemos de concluir que los rayos que abandonan la córnea e ingresan por la superficie anterior del cristalino no desvían su trayectoria, toda vez que inciden también perpendicularmente. Por esa razón, no le sorprende al filósofo que la naturaleza disponga que las dos superficies de la córnea sean paralelas y que tanto las caras de la córnea como la superficie anterior del cristalino coincidan en su centro geométrico. Cualquier otro rayo que proviene del mismo punto de la cara visible del objeto llegará en forma oblicua a la córnea, abandonará su trayecto rectilíneo y luego sufrirá una desviación nueva al ingresar al cristalino, todo en gracia de la refracción (Alhacén, Aspectibus, I, 6.40).33
Esta es, pues, la peculiaridad del rayo sobre el que se ha de concentrar el aparato perceptivo. Es decir, aunque la superficie del ojo es afectada por múltiples rayos que provienen de un único punto de los muchos que se encuentran en la cara visible del objeto, el aparato visual logra concentrar su atención solo en aquel rayo que incide perpendicularmente. Alhacén no explica en ningún momento cómo se realiza la elección correspondiente, cómo logra el aparato visual desatender todas las demás informaciones. Citemos la conclusión de Alhacén:
Y dado que este es el caso [que la luz desvía su trayectoria recta cuando al cambiar de medio transparente lo hace en una dirección oblicua], cuando la forma de la luz y del color que alcanzan la superficie del ojo desde cualquier punto del objeto visible arriban a la superficie del ojo, solo la luz y el color que son incidentes en ángulos rectos sobre la superficie del ojo pasarán directo a través de la transparencia de las túnicas del ojo.[34] La forma incidente a lo largo de cualquier otra dirección será desviada y no pasará directo, porque la transparencia de las túnicas no es la misma que la transparencia del aire […]. Y existe tan solo una recta que se extiende desde cualquier punto singular sobre la superficie del objeto visible a un punto dado sobre la superficie del ojo, de tal manera que sea ortogonal a la superficie del ojo, mientras que existe un número infinito de rectas extendiéndose a la superficie del ojo en forma oblicua (Aspectibus, I, 6.19).
La figura 2.3 presenta el diagrama explicativo que ofrece Alhacén. Desde el punto A del objeto, inciden varios rayos sobre la superficie del ojo; pero solo uno de ellos llega perpendicularmente a dicha superficie y, por ello, continúa en su trayecto rectilíneo hacia el centro del ojo. La leyenda anexa reza así:
Aun cuando la luz [que emana] del punto A alcanza la superficie entera [y expuesta] del ojo, el cristalino no lo percibe en atención a la superficie completa del ojo sino atendiendo al punto donde [el rayo de luz] es perpendicular al cristalino y lo mismo se sostiene para el otro punto luminoso B (Alhacén, Aspectibus, I, 6.16, n. 57).
Dado un punto cualquiera de la superficie de la córnea, existe una y solo una dirección en la que un rayo de luz o color podría incidir en forma perpendicular (aquella recta que contiene el centro del globo ocular). En cada punto de la pupila, además del rayo que llega perpendicularmente, pueden incidir de manera oblicua otros rayos que provienen del mismo o de diferentes objetos. El sistema visual, sin embargo, sabrá hacer caso omiso de estos otros rayos. De hecho, si dos rayos que provienen de objetos diferentes inciden en forma oblicua sobre el mismo punto de la superficie del ojo, y si asumimos, en gracia de discusión, que el aparato visual concentra su atención en estos rayos, ellos se cruzarán después de la córnea y serán recibidos en una posición invertida, en comparación con la distribución original. Es decir, si A se encuentra realmente encima de B, la forma de A se capturaría por debajo de la forma de B. Centrar la atención sobre la información que incide perpendicularmente garantiza, entonces, conservar una especie de isomorfismo entre la distribución de las partes del objeto y la distribución de las partes de la imagen.35
Figura 2.3. Elección de los rayos perpendiculares
Fuente: Alhacén (Aspectibus, I, 6.16, n. 57).
Ptolomeo ya había subrayado que los rayos que hacen posible la visión son perpendiculares a las superficies de la córnea. No obstante, ello se debía a que todos los rayos visuales emanan desde el centro del ojo que se concibe esférico. En ese orden de ideas, todos esos rayos han de ser, necesariamente, perpendiculares a la superficie mencionada. En el caso de la teoría extramisionista de Ptolomeo, la mencionada perpendicularidad es un resultado impuesto por la geometría; en tanto que, en el caso de la teoría intramisionista de Alhacén, la perpendicularidad está atada a un rasgo intencional, toda vez que depende de un filtro que impone la conciencia o la actividad del sensorio; no se trata, entonces, de un hecho impuesto por la accidentalidad de la geometría. Al extramisionista se le impone la perpendicularidad de los rayos visuales; el intramisionista debe acudir a ella como criterio para seleccionar qué rayo visual atender. Alhacén, sin embargo, no explica con claridad el mecanismo mediante el cual se puede hacer caso omiso de todos los rayos que difieren del perpendicular.
La figura 2.4 muestra la manera como Alhacén restituye el cono visual de Euclides. Un objeto se concibe como un conglomerado de puntos radiantes que pueden considerarse vértices de pirámides de emisión. Estas pirámides extienden su influjo en todas las direcciones. Si en ese campo de acción se interpone la córnea que cubre una pupila, puede iniciarse allí un proceso de recepción sensorial, que cuenta ahora con la superficie de la pupila como base para cada una de las múltiples pirámides de emisión. De todos los rayos de luz que llegan a dicha superficie, nuestro sensorio sólo concentra su atención en aquellos que inciden perpendicularmente (uno por cada punto de la cara visible del objeto) y que, de seguir sin desviación alguna, llegarían al centro del globo ocular (la continuación de dichos rayos aparece en la figura en trazos discontinuos). Así las cosas, se recupera el cono de atención visual con el vértice (un punto geométrico) en el centro del globo ocular y la base en el objeto.
Figura 2.4. Restitución de la pirámide de Euclides
Fuente: Elaboración del autor. La figura cuenta con modelación en el micrositio.
Ahora bien, este cono demarca una región particular en las dos superficies (anterior y posterior) de la córnea y en las dos del cristalino. La superficie posterior del cristalino, como se explicará en el apartado “El ojo en perspectiva: protagonismo del cristalino”, es el teatro de operaciones en donde se sintetiza la recepción óptica de la forma visible del objeto. En dicha superficie, es posible concebir una correspondencia uno a uno entre los puntos del objeto que encaran de frente al ojo y los puntos de la región demarcada. Así las cosas, un objeto grande puede dejar una réplica isomórfica sobre una región reducida. Si el cristalino fuese plano, por ejemplo, y tuviésemos que exigir una correspondencia biunívoca valiéndonos de rayos que inciden ortogonalmente, el cristalino tendría que tener un tamaño similar al del objeto que pretendemos percibir. Este elemento aporta un argumento para favorecer la forma esférica del ojo.
El intramisionismo que asume al objeto como una unidad completa (Aristóteles) y al órgano como el centro de recepción puede valerse sin dificultad alguna de la pirámide euclidiana; basta con cambiar la dirección del flujo visual que supone el extramisionista. Sin embargo, el puntillismo de Alhacén no puede convertirse de manera inmediata en usuario del instrumento euclidiano. Cada punto de la cara visible de un objeto puede concebirse como el vértice de una pirámide de emisión. Aun cuando cada punto puede radiar sus formas visibles en todas las direcciones, solo concentraremos la atención en la porción de pirámide que tiene como base la superficie de la pupila de un observador.
Dado que la influencia de tal pirámide se extiende en toda la superficie de la pupila y dado también que la misma superficie recibe la influencia de otros tantos puntos que fungen como vértices de pirámides de emisión, el sensorio requiere un criterio que restrinja su atención únicamente a los rayos que, de cada punto, inciden en forma perpendicular al órgano receptor (los que se dirigen al centro del ojo).
Ahora bien, si reunimos todos estos rayos, uno por cada punto de la cara visible del objeto, llegamos a darle cuerpo a una nueva pirámide, que tiene en su base la cara visible del objeto, y en el vértice, el centro del globo ocular. Llamemos a esta una “pirámide de recepción”. Así las cosas, ante la dificultad que implica el hecho de que las pirámides de emisión que se originan en un objeto están alejadas de los presupuestos que demanda el instrumento euclidiano, podemos anteponer ciertos movimientos teóricos para reconstituir una nueva pirámide de recepción, ajustada a los presupuestos euclidianos, sin que tengamos que admitir los compromisos extramisionistas originales.
Si bien hay múltiples pirámides de emisión que se originan en los puntos de un objeto visible, solo hay una pirámide de recepción para cada observador posible: la pirámide en cuya base se encuentra la cara visible del objeto y que tiene su vértice en el centro del globo ocular.
Ahora bien, dado que no hay forma de concebir actividad alguna en una región limitada a un punto geométrico, el sensorio tiene que evaluar el corte de dicha pirámide en alguna de las túnicas que constituyen la estructura ocular: la superficie anterior de la córnea, la cara posterior de la córnea, la superficie anterior del cristalino o la cara posterior del cristalino.36 En cualquiera de estas caras, si nos restringimos a los rayos que ingresan perpendicularmente, se puede concebir un arreglo de puntos que resulta isomórfico con el arreglo o la distribución de los puntos en la cara visible del objeto observado. Todo ello gracias a que las dos caras esféricas de la córnea y la superficie esférica anterior del cristalino coinciden en su centro con el centro del globo ocular. Así las cosas, el proceso físico terminaría en un simulacrum del objeto, un simulacro que conserva los rasgos esenciales de la distribución de las partes del objeto visible.
El hecho de que la recepción de formas sensibles termine en un arreglo que conserve isomorfismos con el arreglo de puntos en la cara visible del objeto es, finalmente, una condición que nos anima a defender que percibimos de una manera adecuada la presencia de objetos externos. En otras palabras, es el fundamento que anima una expectativa realista frente a la contemplación del mundo físico. Dado que los colores siguen los mismos trayectos concebidos para la luz, estos deben recibirse en los puntos que recogen el simulacro final.
En el estudio de la formación de imágenes en espejos —en particular, espejos planos— Alhacén descubrió de nuevo la utilidad de transformar una pirámide de emisión en una nueva pirámide, esta vez de reflexión. Este artificio permitía concebir, con más claridad, el mecanismo de formación de imágenes. Veamos con cuidado el ingenioso procedimiento.
En los experimentos llevados a cabo con cilindros agujereados,37 el científico advirtió que el diámetro del rayo que ingresa por un agujero al cilindro —que coincide con el diámetro del agujero— es ligeramente menor que el diámetro de la impresión luminosa que deja en una pantalla de contraste ubicada al frente del agujero. Esto pone en evidencia que la luz, aun después de una reflexión, se dispersa formando un cono (Alhacén, Aspectibus, IV, 3.47, 3.60). La luz proyecta un cono de emisión sobre un espejo plano y, después de la reflexión ante una superficie pulida, se dispersa conservando la distribución en forma de cono, esta vez con el vértice detrás del espejo.
Imaginemos (véase figura 2.5) una fuente de luz radiante A que ilumina una superficie pulida que cubre el cono con vértice en A y cuya base coincide con el círculo de diámetro XY. Si acogemos las leyes de la reflexión, uno de los rayos reflejados sigue la trayectoria AXK, mientras el rayo del otro extremo sigue el trayecto AYL. Si extendemos KX y LY hacia la parte posterior del espejo, obtenemos el vértice virtual B del cono BKL.38
Figura 2.5. Formación de imágenes en espejos planos
Fuente: Elaboración del autor. La figura cuenta con modelación en el micrositio.
Un observador que recibe las señales comprendidas entre XK y YL se sentirá inclinado naturalmente a creer que hay una fuente de luz en B.39 Así, entonces, un cono de emisión (AXY) se transforma en un cono de reflexión (BKL), que contiene rayos reales (XK y YL), seguidos de extensiones que lleva a cabo el sensorio de quien recibe la influencia del cono de reflexión. De ahí que la fuente de emisión A parece contemplarse en B.
El estudio de las imágenes en dispositivos ópticos demanda un criterio que permita reconocer con claridad el lugar donde parece que se forman. Alhacén acogió sin reservas el principio clásico de Ptolomeo y lo formuló, a la manera de una conjetura que debía ser evaluada empíricamente, en los siguientes términos:
La ubicación de la imagen de cualquier punto es el punto donde la línea de reflexión interseca la [prolongación] de la normal imaginada [trazada] desde un punto sobre el objeto visible a la línea tangente a la sección común de la superficie del espejo y el plano de reflexión, o [a la sección común] del plano que coincide con [el plano del] espejo y el plano de reflexión (Alhacén, Aspectibus, V, 2.1).40
Uno de estos experimentos tiene una fuerza persuasiva interesante. Alhacén pide ubicar un cono recto sobre un espejo plano (véase figura 2.6). El observador fácilmente advierte la presencia de otro cono detrás de la superficie del espejo, con el vértice ubicado en una posición simétrica con respecto al original. El cono original es una ilustración didáctica de las pirámides de emisión y el cono reflejado lo es de las pirámides de reflexión.
Figura 2.6. Pirámides de emisión y reflexión
Fuente: Elaboración del autor. La figura cuenta con modelación en el micrositio.
En síntesis, el puntillismo no permite una aplicación inmediata de la pirámide euclidiana y sumerge a los investigadores en una dificultad que no está presente en los modelos extramisionistas: de todos los trayectos de mediación entre una fuente puntual y la superficie receptora en el ojo, el sensorio debe escoger uno para fijar su atención en él. De no hacerlo, no habría forma de conciliar una imagen unificada de la fuente.
El programa de investigación debe establecer el criterio que orienta la elección que hace el sensorio. Alhacén reconoce claramente la dificultad y sugiere un criterio para enfrentarla: el sensorio atiende solo las mediaciones que ingresan al ojo por los trayectos más fuertes, es decir, aquellos que ingresan perpendicularmente a la superficie receptora (los rayos que se dirigen en forma directa al centro del globo ocular).41 La propuesta de Alhacén, con independencia de si enfrenta una dificultad real o aparente, permite restituir, con todos sus derechos, el instrumento euclidiano y las mejoras ptolemaicas en un lenguaje que incorpora ahora compromisos con el intramisionismo puntillista.
Hemos mostrado que Alhacén: 1) tiene conciencia de la naturaleza instrumental del aparato diseñado por Euclides y Ptolomeo; 2) reclama el derecho a usar tal instrumento en un lenguaje intramisionista, y 3) se distancia de los compromisos ontológicos sugeridos por los matemáticos. En palabras del filósofo:
Todos los matemáticos que afirman la existencia de [tales] rayos usan solo líneas imaginarias en sus demostraciones, y ellos las llaman “líneas radiales”. Nosotros ya hemos mostrado que la vista percibe los objetos visibles solo a lo largo de tales líneas. La opinión de aquellos quienes suponen que las líneas radiales son imaginarias es entonces verdadera, mientras la opinión de aquellos quienes suponen que algo sale del ojo es falsa. Y ahora nosotros hemos demostrado que lo que realmente se obtiene no confirma [la existencia de] los rayos visuales y no ofrece razones para [que nosotros] los aceptemos (Alhacén, Aspectibus, I, 6.59).
El ojo en perspectiva: protagonismo del cristalino
Las formas de la luz y del color diseminadas desde los puntos de la cara visible de un objeto son continuamente multiplicadas en el aire y en todos los cuerpos transparentes, independientemente de si un ojo está allí para percibirlas o no. Esto nos ofrece una ontología, con el aire circundante permanentemente tomado por ciertos eidola a la espera de ser aprehendidos en un sensorio particular.
Dado que la córnea y el cristalino son transparentes, así como el aire, ellos también transmiten las formas que llegan a afectarlos. En ese orden de ideas, la impresión visual se consigue cuando las formas de luz y color del objeto finalmente imprimen su huella en el cristalino, justo a la manera de la cera aristotélica.
No obstante, habría que asegurar de antemano que la forma y el color de los objetos no se vean alterados por la forma o el color de las túnicas transparentes o del aire. Alhacén formula claramente la dificultad (Aspectibus, I, 6.83) y la respuesta no es ajena a ambigüedades y circularidades (Aspectibus, I, 6.84): está en la naturaleza de los cuerpos transparentes no contaminar la forma y el color que transmiten con la suya propia.
Si bien la respuesta aplaza más bien que responde el interrogante, la evidencia experimental que sugiere que no existe intervención del medio transparente deja ver el talante de investigador profundo que hay en Alhacén. El filósofo propone valerse de un dispositivo similar a una cámara obscura:
Más aún, la evidencia de que la luz y el color no se mezclan en el aire o en [otros] cuerpos transparentes, se [encuentra en] el hecho de que cuando varias velas están localizadas en varios lugares distintos en la misma área, y cuando todas ellas encaran una ventana que da acceso a una cavidad oscura, y cuando existe una pared blanca [u otro] cuerpo opaco [blanco] encarando la ventana en la cavidad oscura, las luces [individuales] de aquellas velas aparecen individualmente sobre el cuerpo o pared de acuerdo con el número de tales velas; y cada una de aquellas [manchas de luz] aparece directamente opuesta a una vela [particular] a lo largo de la línea recta que pasa a través de la ventana. Más aún, si una vela es cubierta, solo la luz opuesta a la vela se extinguirá; pero si el obstáculo que cubre es levantado, la luz regresa (Aspectibus, I, 6.85).
La figura 2.7 ilustra el argumento de Alhacén. Las velas A, B, C, D y E (que irradian luz en todas las direcciones) transmiten su forma y color a través del pequeño agujero, hasta que hieren la pantalla del fondo y generan las respectivas imágenes A′, B′, C′, D′ y E′. Si ocultamos B, por ejemplo, desaparecerá B′. Ello muestra que las cinco formas convergen en el orificio y allí se reúnen con el aire de las vecindades; no obstante, las formas continúan su trayecto rectilíneo, sin verse afectadas por el encuentro en el orificio. Esto no es óbice para que continúen sus trayectos rectos.
Figura 2.7. Multiplicación sin interferencia
Fuente: Elaboración del autor.
Este tipo de análisis le permite concluir a Alhacén que los cuerpos transparentes no ofrecen resistencia al tránsito de formas de luz y color, y tampoco las modifican. La cara posterior del cristalino, no obstante, exhibe una propiedad adicional. Este órgano posee, además, la facultad de recibir sensitivamente dichas formas. De hecho, recibe tales formas a la manera de un dolor o de una afección. A pesar de ello, la alteración mencionada no perdura en el cristalino cuando ya no se recibe el efecto del objeto exterior.42
La percepción visual de un objeto exige que se cumplan las siguientes condiciones:
1. El objeto no debe estar en contacto inmediato con el ojo, pues no hay percepción si no hay mediación de la luz. Si el objeto toca inmediatamente al ojo, no hay espacio para la mediación de la luz, como ya había defendido Aristóteles.
2. Una de las caras del objeto debe encontrarse al frente del ojo, esto es, se debe poder concebir una línea recta que, sin interrupción, une cada punto del objeto (en su cara visible) con un punto de la superficie funcional del ojo.
3. El objeto debe poseer o reflejar alguna clase de iluminación. Si bien la forma del color de un objeto puede multiplicarse por medio del aire siguiendo las mismas reglas de transferencia para la luz, ella no puede afectar de ninguna manera el órgano visual si no hay un acompañamiento de luz (esto también lo había reconocido Aristóteles).
4. El tamaño del objeto debe adecuarse a la capacidad espacial sensitiva del ojo. Si el objeto es muy pequeño y está moderadamente lejos, el área de influencia sobre la superficie del ojo puede reducirse a una región cercana a la de un punto. En ese caso, el aparato visual no cuenta con suficiente poder de discernimiento.
5. Debe existir un medio aéreo continuo y transparente entre el objeto y el ojo.
6. El objeto visible debe estar libre de transparencias, debe ser más opaco que el aire intermedio.
El ojo no percibe, es tan solo un instrumento que hace posible capturar un ejemplar de la forma visible y un ejemplar del color del objeto, que son transmitidos por el aire y por las túnicas transparentes hasta afectar momentáneamente la cara posterior del cristalino. Esta cara del cristalino opera como una pantalla en la región en donde se delimita una zona de activación isomórfica con respecto a la cara del objeto que se hace visible. La zona mencionada corresponde al corte, a la altura de la cara posterior del cristalino, del cono visual de recepción cuyo vértice coincide con el centro del globo ocular y cuya base recoge la cara visible del objeto.
La afección, como hemos dicho anteriormente, es doble: por un lado, la cara posterior se activa como lo hace una superficie transparente; por otro, los espíritus visuales, a través del nervio óptico, transmiten desde dicha cara una especie de sensación similar al dolor. Mientras la iluminación es tenue, no se alcanza el umbral de dolor que pudiera exigir una retirada que lleve a cerrar los párpados. Esta señal es conducida, de acuerdo con la anatomía que presupone Alhacén, hasta la parte frontal del cerebro, que es el lugar en donde el sensorio recoge la información, la contempla e infiere características del paisaje visual.
Antes de que el sensorio entre en escena, es necesario fundir las señales de cada uno de los ojos en una. Muchos hechos familiares atestiguan en favor de este empalme previo; a manera de ejemplo: si un observador mantiene fija la dirección de un ojo, atento al objeto en frente, y, entre tanto, mueve el otro ojo, se produce una visión doble, pues el acople de las dos señales no ocurre en forma armónica. Cuando los dos ojos encaran al objeto en una dirección muy cercana, las dos imágenes encajan con tal perfección que el sensorio no puede discernir la presencia de dos huellas.43
¿Cuáles son los argumentos que fijan el protagonismo de la cara posterior del cristalino en la recepción sensorial? Esta pregunta demanda concentrar la atención en lo que podría suceder con la luz y las formas sensibles si exploramos los trayectos posibles más allá de la cara posterior. Alhacén evalúa así las consecuencias de adoptar diferentes perspectivas:
[...] Pero la forma no puede extenderse desde la superficie del glacialis al orificio del nervio a lo largo de líneas rectas y todavía preservar el arreglo propio de sus partes, dado que todas estas rectas se encuentran en el centro del ojo. En ese caso, cuando ellas se extienden a lo largo de rectas que pasan por el centro, sus posiciones relativas se ven invertidas; así, las [líneas radiales] cargadas a la derecha caerán a la izquierda, y viceversa, y las superiores [llegarán a ser] más bajas y las bajas superiores. Por lo tanto, si la forma se extiende a lo largo de líneas rectas radiales, esta se contraerá en el centro del ojo para formar un punto virtual; y dado que el centro del ojo [en términos de sus componentes visuales] reside en el centro del globo ocular entero y en frente del punto donde el nervio se flexiona, si la forma se extiende desde el centro como un punto singular a lo largo de una recta, llegará al lugar donde la cavidad del nervio se flexiona. En consecuencia, la forma completa no alcanza el lugar donde la cavidad del nervio se flexiona, porque arribaría únicamente como un punto singular, esto es, aquel en el extremo del eje del cono [visual]. Pero si se extiende a lo largo de líneas rectas radiales que pasan a través del centro [del ojo], será invertida […]. De ahí que la forma no podría alcanzar desde la superficie del glacialis a la cavidad del nervio, de manera que sus partes estén arregladas de modo similar a como ellas se encuentran [en el objeto]. En consecuencia, la forma puede únicamente alcanzar la cavidad del nervio desde la superficie del glacialis a lo largo de líneas rectas refractadas que intersecan las líneas radiales [originales] (Aspectibus, II, 2.6).
Dos temores asaltan a Alhacén: por un lado, si la forma y el color del objeto continúan su desplazamiento en línea recta después de abandonar el cristalino, toda vez que, dada la exigencia de la ortogonalidad de las líneas radiales, cada una de las trayectorias ya filtradas estaba dirigida al centro del globo ocular, entonces las posiciones relativas de los puntos que están en correspondencia con aquellos de la cara visible del objeto invertirán sus posiciones relativas al llegar a la cara posterior de la cámara ocular, allí donde se encuentra la cavidad del nervio óptico. Las formas de los puntos por encima de un punto de referencia dado arribarán al nervio óptico por debajo de la imagen del punto de referencia. Por otro lado, si se evita la inversión —considerando que la recepción sensorial se lleva a cabo en el centro del globo ocular y así se transmite directamente a la cavidad del nervio óptico—, el sensorio central no tendrá elementos de juicio para separar y distinguir de nuevo la información que se halla ahora por completo confundida.
Para evitar cada uno de estos dos efectos indeseables, se requiere desviar la trayectoria recta de la forma del objeto y del color antes de llegar al centro del globo ocular. En ese orden de ideas, es necesario conjeturar una diferencia de transparencia entre el humor cristalino y el humor vítreo; así, estamos en la obligación de esperar una refracción, similar a la que se presenta con la luz, al abandonar el cristalino y sumergirse en el humor vítreo.
La figura 2.8 ilustra el primer caso. Los puntos del objeto a observar se hallan dispuestos en la secuencia A-B-C (de arriba a abajo), y el cono visual define la región A″B″C″, en donde se recogen isomórficamente las formas y los colores del objeto a observar. De seguir la trayectoria recta, en el fondo del ojo se recogería la secuencia C′-B′-A′ (de arriba a abajo). La imagen, entonces, ya no sería fiel en lo que tiene que ver con las posiciones relativas de las partes del objeto.
La figura 2.9 ilustra el segundo caso. Las formas de A, B y C se concentran en O (el centro del globo ocular) y desde allí se transmiten en línea recta hasta N (el centro de la cavidad de donde parte el nervio óptico). De ocurrir así, el sensorio final no podría separar la información para discernir la presencia independiente de las formas que se originan en A, B y C.
Figura 2.8. Temor a la inversión de la imagen
Fuente: Elaboración del autor. La figura cuenta con modelación en el micrositio.
Figura 2.9. Temor a la concentración
Fuente: Elaboración del autor.
Dado que se requiere postular una refracción tanto de la luz como de las formas visibles al ingresar al humor vítreo, la nueva dirección tiene que depender de, por un lado, la diferencia de transparencia entre el cristalino y el humor vítreo; y, por otro, de la geometría de la cara posterior del cristalino.
En el estudio de las dos variables, Alhacén no resulta lo suficientemente preciso en el análisis. Para serlo, habría necesitado una ley que presentara las regularidades esperadas para el caso de la refracción; tendría que tener también una descripción completa y detallada de la geometría de las superficies que intervienen, y debería caracterizar, conforme a las leyes disponibles, la naturaleza de los medios transparentes intervinientes. El filósofo no contaba con ninguno de estos elementos.
Las formas de luz y color deben refractarse antes de que ellas alcancen el centro del globo ocular. Esto se exige, porque, en caso contrario, la recepción de dichas formas en el nervio óptico se llevaría a cabo invirtiendo el arreglo original. Este resultado impone que el cristalino no sea lo suficientemente grande como para incluir el centro del globo ocular en su interior. La superficie del cristalino debe ser uniforme; de lo contrario, las formas se recibirían de manera distorsionada.
Alhacén solo contempla dos posibilidades de uniformidad: superficie plana o esférica. Si es esférica, no podría ser convexa con el centro, coincidiendo con el del globo ocular; de ser así, la cara anterior y la posterior del cristalino serían paralelas (como en el caso de la córnea) y, en tal circunstancia, no habría refracción.
Las posibilidades por evaluar son complejas y dependen de las alternativas de refracción disponibles. Tanto Ptolomeo como Alhacén distinguen, en el espectro completo, tres posibilidades de refracción (véase figura 2.10): si el medio 2 y el medio 1 tienen el mismo grado de transparencia, el rayo refractado continúa en la misma dirección (figura 2.10b); si el medio 2 tiene un mayor poder refractivo, el nuevo rayo se aleja de la normal y se acerca a la superficie de separación de los dos medios (figura 2.10a); si el medio 2 tiene un menor poder refractivo, el nuevo rayo se acerca a la normal y se aleja de la superficie de separación de los dos medios (figura 2.10c).
Fuente: Elaboración del autor.
El caso de la figura 2.10b está descartado en la transición del humor cristalino al vítreo. Si se trata del caso de la figura 2.10a, bien sea que la superficie es plana o esférica, los rayos refractados convergen antes del centro del globo ocular y con ello provocan una recepción invertida en el nervio óptico (véanse las figura 2.11a y 2.11b).
Las líneas punteadas muestran la continuación de los trayectos o las normales.
Fuente: Elaboración del autor. La figura cuenta con modelación en el micrositio.
Resta considerar la opción c. Los rayos refractados se acercan ahora a la normal, y si convergen, lo hacen en un punto más alejado del centro del globo ocular (véase figura 2.12). Cabe la posibilidad de que este punto (E) se encuentre virtualmente en el interior del nervio óptico. En este caso, no hay inversión en la recepción de A′B′C′. Este último caso es el más favorable para evitar la inversión indeseada.
Figura 2.12. Humor vítreo con mayor poder refractivo (refracción esperada)
Fuente: Elaboración del autor. La figura cuenta con modelación en el micrositio.
Ahora bien, mientras no se cuente 1) con una ley cuantitativa adecuada para la refracción, que considere el grado de refrangibilidad de cada uno de los humores, y 2) con una descripción precisa de la geometría de la cara posterior del cristalino, no será posible pasar de las especulaciones meramente cualitativas (Alhacén, Aspectibus, II, 2.7-2.9).
La córnea, el humor acuoso y el cristalino están dispuestos, en virtud de su transparencia, para recibir las formas de luz y color; pero ninguno de estos humores está en condiciones de sentir: “Los cuerpos transparentes, sin embargo, reciben estas formas [luz y color] únicamente con el propósito de transmitirlas, pero no las sienten” (Alhacén, Aspectibus, II, 2.11). Son los espíritus visuales los que inician la tarea de recibir sensiblemente estas formas.
Como habíamos señalado atrás, estos espíritus inundan el humor vítreo y solo están en contacto con la cara posterior del cristalino. Es por ello por lo que la tarea receptiva, bajo la modalidad de afectación sensorial, inicia apenas detrás del cristalino. Así, entonces, la refracción que hemos tratado de esclarecer podría deberse a la diferencia del grado de receptividad sensorial, más que al grado de refrangibilidad entre los humores cristalino y vítreo. De este modo lo sugiere Alhacén: “la refracción de formas en el humor vítreo está determinada por dos elementos, uno es la diferencia en la transparencia entre los dos cuerpos, otro la diferencia en la receptividad sensorial entre los dos cuerpos” (Aspectibus, II, 2.13). Si humor cristalino y vítreo fuesen igualmente transparentes (caso figura 2.10b), luz y color seguirían las líneas radiales que conducen al centro del globo ocular. Aun así, dado que se requiere una diferencia en el grado de receptividad sensorial, los espíritus visuales conducirían las formas sensibles por los trayectos que señala la figura 2.12. Alhacén prefiere inclinarse por admitir que la refrangibilidad del humor vítreo en relación con el cristalino hace que luz y color sigan también los trayectos de la asimilación sensible por cuenta de los espíritus visuales. El humor vítreo cumple ahora dos funciones: 1) recibe las formas y los colores que afectan el cristalino, y 2) siente dichas formas. Los espíritus visuales que vienen por el nervio óptico e inundan el humor vítreo inician la tarea de recepción sensorial.
El arreglo de las formas que alcanzan el cristalino conserva su estructura cuando es transformado en arreglo sensitivo. Solo así puede garantizarse una percepción del objeto ajustada a la realidad. “Cuando la forma alcanza un punto dado sobre la superficie del [humor] vítreo”, explica Alhacén, “esta seguirá a lo largo de una línea continua, y no cambiará su posición [relativa] en la cavidad del nervio a través de la cual el cuerpo sensitivo se extiende” (Aspectibus, II, 2.15).
No obstante la exigencia, conviene evaluar hasta qué punto es plausible el isomorfismo completo, toda vez que la base del cono visual se concibe plana, en tanto que la superficie en donde se concentra la forma que ha de ser percibida es una superficie esférica. A manera de ejemplo, si B es un punto medio entre otros dos A y C en un objeto, dado que la imagen se captura en un telón esférico, no es cierto que, en todos los casos de proyección, la imagen de B sea también el punto medio entre las imágenes de A y C.
La forma capturada por los espíritus visuales en el ojo derecho se debe fusionar con la forma recogida por los espíritus visuales en el ojo izquierdo. Esta fusión ocurre en el nervio común, que es el canal por donde se lleva la información al sensor central (Alhacén, Aspectibus, I, 6.75). La fusión debe conservar los isomorfismos capturados y para ello se requiere que los ejes visuales converjan en el punto geométricamente central de la cara visible del objeto. Cualquier alteración puede producir deformaciones o duplicaciones en la recepción.
El mecanismo más básico de la fusión se exhibe en la figura 2.13. La forma de un objeto ABC es recogida en los nervios de cada uno de los dos ojos. Los dos ejes visuales convergen en B. La forma de C (a la derecha) llega a Z (en el nervio común a la derecha) a través de dos vías; lo propio ocurre con la forma de A.
Figura 2.13. Fusión de las imágenes capturadas
Fuente: Alhacén (Aspectibus, III, 2.18, n. 17).
La reunión, en el nervio común, de las formas capturadas en los dos ojos puede producirse en una única región, lo que ocasiona una imagen singular, o puede llegar a impresionar regiones diferentes, lo que puede dar origen a visiones múltiples de un solo objeto (Alhacén, Aspectibus, I, 6.69). Para evaluar las posibilidades, Alhacén diseñó un montaje experimental inspirado en Ptolomeo (Aspectibus, III, 2.26-2.48).44
La figura 2.14 muestra una tablilla rectangular ABDC, diseñada para que los ojos del observador se ubiquen en A y B. El semicírculo intermedio sirve para acomodar la nariz. La tablilla debe disponerse de tal modo que repose en un plano horizontal. En Q (el corte de las diagonales) se coloca un objeto familiar y se le pide al observador que fije su atención sobre Q. Así las cosas, los ejes visuales BC y AD convergen en Q. HZ representa el eje central (ojo cíclope concebido al modo de Ptolomeo).
Figura 2.14. Montaje experimental (fusión de imágenes)
Fuente: Elaboración del autor.
En esas condiciones, el experimentador sitúa objetos similares en L y en S. El sensorio percibe una forma simple en Q (las dos formas se reúnen, como sugiere la figura 2.14). Pero cuando el sensorio, atento a Q, advierte la presencia de L, contempla dos imágenes de un solo objeto. Cuando el ojo B contempla a L, lo percibe a la derecha del eje visual BC; en tanto que el ojo A percibe a L a la izquierda del eje visual AD. En ese orden de ideas, las dos formas del único objeto L no logran percibirse al mismo lado de los ejes visuales correspondientes. Por ello, el observador advierte la presencia de dos formas que no logran reunirse en una. Algo similar ocurre al percibir S.
Por esa razón, se espera que el observador contemple dos veces el eje central HZ.
Q se observa de manera singular con la mayor nitidez posible (ello debido a que los ejes visuales convergen en Q).
K y T, que se encuentran sobre la perpendicular a HZ por Q, se observan de manera singular (siempre que no se alejen mucho del eje HZ) y su claridad se incrementa a medida que se acerquen a Q.
El nuevo lenguaje y su compromiso intramisionista no solo recupera la posibilidad de seguir usando la pirámide como instrumento; permite, también, fusionar las descripciones anatómicas logradas en otro programa de investigación —el de Galeno—, para así ofrecer novedades y anticipaciones teóricas y experimentales.
Sensibles propios y sensibles comunes: actividad de la conciencia
Hasta ahora hemos descrito, en el lenguaje intramisionista-puntillista de Alhacén, lo que podríamos reconocer como aquello que hace posible la recepción pasiva de las formas visuales. El ojo es una ventana abierta que permite instalar, en la pared posterior del cristalino, una imagen isomórfica de la cara visible del objeto contemplado, o del objeto que llama la atención del sensorio. A continuación, esta imagen es capturada, sentida y transportada, a través del nervio óptico, hasta el nervio común, sin pérdida del isomorfismo inicial. Allí el sentido de la vista está en condiciones de percibir las propiedades visibles que asume encarnadas en los objetos exteriores.
Entre estas propiedades, el filósofo sugiere una interesante distinción: por un lado, se encuentran aquellas que se perciben por la sensación bruta (sensus solus); y, por otro, las que son percibidas por el juicio, el reconocimiento y la diferenciación en conjunción con la sensación de las formas percibidas (Aspectibus, II, 3.1). A manera de ejemplo, si percibimos dos formas que comparten las mismas propiedades, el sensorio central toma nota de dos individuos diferentes que poseen la misma estructura; así capta la individualidad. Sin embargo, el hecho de poseer la misma estructura no es algo encarnado en la forma visual de los objetos captados. Este hecho conduce a percibir, así mismo, la semejanza entre los ejemplares de una pluralidad (Aspectibus, II, 3.2).
Que el reconocimiento, por ejemplo, no puede ser captado por la sensación bruta, se muestra con claridad si advertimos que si ese fuese el caso, cuando se percibe un objeto que ya ha sido visto con anterioridad, el sensorio central lo debería reconocer inmediatamente. Dado que ese no es siempre el caso, el proceso de reconocimiento debe envolver elementos más complejos que la simple sensación bruta. La percepción del reconocimiento se puede llevar a cabo si el sensorio se apoya en la memoria y en el juicio según el cual una forma actual guarda ciertos parentescos estructurales con una forma almacenada en la memoria. Cuando una propiedad no es captada por la sensación bruta, dicho reconocimiento toma cierto tiempo entre la captura de la sensación bruta y la apercepción del reconocimiento.45 Este hecho suele pasarse por alto, dada la elevada velocidad con la que se desarrolla el proceso.
Aun cuando la percepción compleja implica tanto la captura pasiva de una forma visible, como la intervención activa que culmina en algún modo de reconocimiento, este proceso no ocurre en virtud de algún razonamiento silogístico. Debe tratarse, más bien, de alguna suerte de espontaneidad, que no exige el reconocimiento, por ejemplo, de categorías lingüísticas.46 Citemos la declaración de Alhacén:
La facultad de discriminación no procede por la yuxtaposición y el ordenamiento de premisas en la forma en que lo hace un razonamiento basado en términos, dado que sus conclusiones no están basadas en palabras o en el arreglo de premisas. El procedimiento seguido por la facultad de discriminación no es como este, pues la facultad de discriminación entiende la conclusión sin necesidad de palabras y sin necesidad de un arreglo de premisas o un arreglo de palabras (Aspectibus, II, 3.28).
Alhacén postula, entonces, una suerte de razonamiento sin palabras —una “inferencia inconsciente”, para citar el nombre que sugiere Helmholtz—, un razonamiento que auxilia la pasiva facultad receptiva, con el ánimo de sentar la autoridad para proferir enunciados que señalan el contenido de una percepción. Así las cosas, si digo “Percibo a María, quien viste de rojo”, es el rojo unido a otros rasgos lo que es percibido por la sensación bruta; en tanto que el hecho de advertir que aquellas formas sensibles, que ahora visten de rojo, se asemejan a las formas que he aprendido a reconocer en María, es el resultado de un proceso activo cuyo andamiaje no coincide con el de un silogismo.
El filósofo resume, en veintidós, las propiedades reconocidas o construidas en el marco de la percepción visual (Alhacén, Aspectibus, II, 3.44).47 Las dos primeras (luz y color) forman parte de la sensación bruta, en tanto que las restantes implican procesos complejos de reconocimiento y diferenciación. Estas propiedades, agrupadas para resumir su presentación, son:
1. Luz, color
2. Distancia
3. Disposición espacial
4. Corporeidad
5. Forma (figura)
6. Tamaño
7. Continuidad, discontinuidad o separación, número
8. Movimiento, reposo
9. Aspereza, suavidad
10. Transparencia, opacidad, sombra, oscuridad
11. Belleza, fealdad
12. Semejanza, diferencia.
Nos vamos a ocupar de cada una de las veintidós propiedades. Procuramos elucidar, en buena medida, la actividad que le permite al aparato psíquico contar con un repertorio completo de rasgos que cierran el ciclo de la percepción visual.
1. Luz, color. Las formas de luz y color, aun cuando diferentes, arriban simultáneamente al ojo. Ellas impresionan la cara posterior del cristalino y allí son recibidas por los espíritus visuales que inundan el humor vítreo y luego las conducen a la cavidad del nervio óptico.
En esta fase no puede producirse ninguna diferenciación. Es el sensorio final quien percibe la diferencia entre la iluminación y el color. La diferenciación se manifiesta, por ejemplo, al notar que un objeto puede estar sometido, en diferentes ocasiones, a distintos grados de iluminación, sin que ello modifique nuestro reconocimiento del color del objeto —al menos un reconocimiento grueso del tipo de color correspondiente, aun cuando logremos advertir diferencias en los matices—.
Esta diferenciación exige, pues, la facultad de comparar una visión actual con una réplica que reproduce los rasgos esenciales de una observación pretérita. Sin esa facultad nos resultaría imposible separar iluminación de color.
Nuestro aparato visual tiene la facultad de dejarse impresionar por la luz que viene de un objeto y por su color. Después de la diferenciación que adelanta el sensorio final, este puede advertir el tipo de color que percibe. Este ejercicio demanda dos estadios: 1) la recepción de la sensación bruta, seguida de la diferenciación; y 2) la actividad de la conciencia. Alhacén cree incluso que entre el primero y el cierre del segundo transcurre un tiempo que, aunque no se puede medir, sí se puede poner en evidencia (Alhacén, Aspectibus, II, 3.58).48
El estadio 1 comprende la alteración del órgano sensorial como consecuencia de la recepción de las formas sensibles; el estadio 2 contempla la actividad de la conciencia. Alhacén sintetiza así el orden en los dos estadios y el rasgo diferenciador:
Tan pronto como la forma alcanza al ojo, este se hace coloreado, y cuando el ojo se ha coloreado, siente que es coloreado, y entonces siente el color [mismo]. Luego, al diferenciar el color y comparar con colores ya conocidos por la vista, esta percibe qué clase de color es (Aspectibus, II, 3.53).49
La identificación del tipo de color es posible gracias al reconocimiento que nos lleva a advertir que el color que adquiere el ojo (sensación bruta) guarda ciertos parecidos estructurales con otros colores que hemos percibido en otra ocasión y para los cuales ya tenemos reservado un nombre particular. Así, entonces, la discriminación completa no puede llevarse a cabo si no contamos con la memoria y si el observador no posee ya un historial importante de experiencias pasadas.
Si la mancha coloreada no coincide con ningún color observado con anterioridad, el sensorio final procederá a establecer la mayor cercanía posible con la gama de colores que ya han conquistado un claro lugar en nuestra memoria.50 En las palabras de Alhacén: “la vista lo asimilará [el color no percibido con anterioridad], entre los colores que son cercanos, a uno que ya haya sido aprehendido [con anterioridad]” (Aspectibus, II, 3.49). Alhacén anticipa, de manera brillante, la urgencia de elaborar una carta de colores para dar completa cuenta de la percepción visual. Dicha carta tendría que ofrecer un mapa que exhibe, en forma precisa, las relaciones topológicas de vecindad en el espectro completo de colores.
Dado que los programas de investigación dedicados al estudio detallado de la naturaleza del color avanzaban con una mayor lentitud comparados con el estudio general de la percepción, no es fácil dar cuenta de un acercamiento paradigmático al respecto. Tan solo hasta mediados del siglo XIX, cuando ya había reportes fisiológicos y psicológicos de mayor precisión, fue posible la existencia de las primeras cartas de colores sistemáticamente construidas.51 Al tener un instrumento así, el sensorio puede comparar cada nueva aprehensión de colores con el mapa inconsciente que le da fundamento a la carta.
Algo parecido a lo mencionado con el color ocurre con el reconocimiento del tipo de luz que ilumina al objeto. Sobre la base de un ejercicio de comparación con vivencias previas, el sensorio final puede reconocer si la luz que ilumina al objeto es luz solar, luz reflejada por la Luna o luz del fuego. En el segundo estadio existe una suerte de actitud intencional. En el ojo no se agota el fenómeno de la percepción. Casi podríamos decir que allí apenas comienza.
2. Distancia. El campo visual capturado a cada instante en la cara posterior del cristalino es un arreglo en forma de mosaico bidimensional, logrado isomórficamente en relación con la cara visible del objeto y su horizonte. Si limitamos a esto la afección que constituye la sensación bruta, no contamos con elementos suficientes para advertir la presencia de objetos externos en arreglos tridimensionales particulares; así, el isomorfismo parece perderse. De allí se desprende un argumento de los extramisionistas contra los intramisionistas:
Si la visión ocurre por medio de una forma que alcanza al ojo desde el objeto visible, […], entonces, ¿cómo es posible que el objeto visible sea percibido en su lugar por fuera del ojo cuando su forma reside ahora en el interior del ojo? (Alhacén, Aspectibus, II, 3.71).
El extramisionista está a salvo de dicha aporía, toda vez que la magnitud de la distancia se infiere de la longitud del rayo visual que, a la manera de un bastón, se extiende hasta la locación ocupada por el objeto y lo toca en el lugar efectivo en donde se encuentra.
La dificultad en sí misma exhibe uno de los mayores problemas en el marco del programa de investigación. Si nos limitamos a las herramientas que ofrece la sensación bruta, tenemos que ceder a la presión de un argumento escéptico, pues nada en la sensación bruta nos impone objeto externo alguno. El panorama cambia si admitimos que la percepción completa no se agota en la sensación bruta y que gran cantidad de propiedades percibidas atienden a un complejo proceso de reconocimiento, diferenciación y juicio.
Ptolomeo se valió de la metáfora del bastón como su guía. Descartes, muchos siglos después, también acogió sin reserva esa metáfora, aunque se valió de ella de manera diferente (véase el apartado “Mente y cuerpo: un abismo insalvable” del capítulo 6). Esta metáfora encierra la idea según la cual percibir un objeto es una forma de tocarlo sin mediación alguna, un modo de dejarse afectar directamente por el objeto. Este no estaría entonces separado de quien lo recibe, y la distancia a la que es percibido se deduce inmediatamente de la extensión del bastón, que funciona como una prótesis que se prolonga hasta tocar el objeto. La resistencia física que ejerce el objeto sobre el bastón es, de facto, la información que el observador necesita, él no tiene que realizar inferencia alguna.
Alhacén rompió radicalmente con esa expectativa argumentativa. El objeto, como veremos a continuación, se percibe como si estuviese separado del observador; esa distancia se advierte con base en un complejo esquema de argumentación y familiarización. El objeto, por decirlo de alguna manera, se va de nuestras manos. La percepción espacial deja de ser algo que se aprehende de manera intuitiva. El dominio completo de la espacialidad demanda, según Alhacén, los siguientes estadios:
1. Inferir la separación espacial del objeto; es decir, advertir que los objetos que vemos en nuestro campo visual, remiten a otros que están fuera de nosotros.
2. Cuando se trata de objetos cercanos, se busca establecer una relación de orden que determine qué objetos están más cerca y cuáles más distantes. En esta tarea, nos valemos de la manipulación de apéndices corporales (nuestros brazos, nuestras piernas, o ciertos objetos familiares, distribuidos uno a continuación del otro).
3. Inferir la distancia de objetos muy alejados, atendiendo marcos de referencia más complejos con los cuales nos familiarizamos.
4. Advertir la ubicación de los objetos más distantes que podamos concebir (objetos en el cielo), para los cuales ya no podemos fijar marcos de referencia familiares. En este caso, nos valemos de la construcción de teorías y de instrumentos técnicos, como el trasfondo, para evaluar distancias.
El reconocimiento perceptual de un objeto exterior exige atender tres variables: 1) distancia, entendida como la ausencia de contacto entre dos cuerpos; 2) dirección, y 3) magnitud de la distancia.
La presencia física de objetos externos se puede defender con argumentos semejantes al siguiente: cuando contemplamos de frente un objeto y a continuación cerramos los párpados, la imagen del objeto desaparece casi al instante. Igualmente, si empujamos el objeto y contemplamos cómo es removido del frente del campo visual, y tenemos conciencia de ello gracias al reconocimiento del esfuerzo muscular que realizamos para moverlo, podemos asociar la desaparición de la imagen con el desplazamiento del objeto. En ese orden de ideas, si la facultad de discriminación advierte que el efecto recogido en el ojo no es algo que se fije en él, puede llegar a creer que algo ocurre por fuera del ojo.
El esquema de este argumento se ha repetido en muchos capítulos de la historia de la filosofía (a manera de ejemplo: en la sexta meditación cartesiana). Así las cosas, a partir de la sensación bruta auxiliada con la discriminación y el juicio, podemos inclinarnos a reconocer que existe una distancia entre el ojo que contempla y el objeto que provoca la contemplación interior. De este modo reconoce el sensorio la ausencia de contacto entre el ojo y el objeto, es decir, la distancia (Alhacén, Aspectibus, II, 3.73). El hábito hace que en las experiencias cotidianas obviemos este complejo ejercicio de razonamiento.
Siete siglos después, Berkeley ofreció poderosos argumentos para mostrar que no es posible percibir la separación que comenta Alhacén (véase capítulo 7). A juicio de Berkeley, la distancia es una ficción del intelecto que refuerza la extraña creencia de que existen objetos externos que detonan causalmente nuestras impresiones visuales.
La evaluación de la magnitud de la distancia a la que se encuentra un objeto que siempre se halle cerca, se puede lograr con cierto grado aceptable de confianza, cuando entre el objeto y el ojo hay distribuida, y es claramente percibida, una serie de objetos familiares, sucesivos y distribuidos en forma ininterrumpida.
Cuando la extensión es de un tamaño considerable, pese a que exista la serie de objetos dispuesta en las condiciones señaladas, el juicio que acompaña la sensación bruta no logra ser lo suficientemente fino como para discernir el número de objetos allí tendidos entre el ojo y el cuerpo en cuestión. Si no existe la serie de objetos que pudiese servir como referencia, es posible que nos sintamos inclinados a formular un juicio más bien temerario. Por ejemplo, si contemplamos un grupo de nubes en un terreno plano que no está acompañado por montañas, podemos llegar a creer que las nubes se disponen en regiones cercanas a los objetos celestes. Si, al contrario, las nubes se ven acompañadas de las cimas de montañas, nuestra apreciación de la distancia cambia radicalmente (Alhacén, Aspectibus, II, 3.79).
La percepción de la magnitud de la distancia de un objeto cercano demanda, entonces, la comparación con objetos que, además de estar dispuestos en serie, tienen con nosotros una familiaridad especial. Medir la magnitud de la distancia es transferir, a la separación, la familiaridad que tenemos con estos objetos patrón.
Alhacén ideó un interesante experimento psicológico para ilustrar sus conjeturas en relación con la evaluación de la magnitud de la distancia (véase figura 2.15). El filósofo pide imaginar un cuarto encerrado y también que el sujeto experimental no se encuentre familiarizado con dicho espacio. En el interior del cuarto se disponen dos paredes blancas de diferente tamaño y distanciadas entre sí. El sujeto contempla dichas paredes a través de una pequeña abertura a la entrada del cuarto. La pared pequeña se halla cerca de la abertura, mientras la grande se encuentra en la parte posterior. La abertura está ubicada a una altura tal que el observador no logra percibir las bases de las paredes, mientras tiene a su alcance la diferencia de altura que hay entre ellas. Dado que el observador no cuenta con una serie de objetos en una distribución continua, él no logra apreciar con claridad la distancia que separa las paredes y puede llegar a creer que contempla una pared continua y no dos paredes separadas (Aspectibus, II, 3.80).
Figura 2.15. Experimento psicológico. Fusión de las imágenes capturadas
La leyenda reza así: “Me parece como si las paredes estuvieran unidas [contiguas], y algunas veces parece como si fueran una”.
Fuente: Alhacén (Aspectibus, II, 3.80, n. 91).
La evaluación de la magnitud de la distancia de objetos cercanos exige la presencia de una serie de cuerpos familiares entre el objeto y el observador, uno a continuación del otro. El número de cuerpos así dispuestos es una estimación de la magnitud buscada. Ahora bien, este protocolo demanda, a su vez, que estemos familiarizados de primera mano con los cuerpos que sirven de paradigma. Son los apéndices de nuestro cuerpo los que ofrecen los primeros estándares de longitud: “Todo aquello que sobre la Tierra se encuentre cerca a una persona es invariablemente medido en términos del cuerpo humano, y la vista percibe esta medida y la siente” (Alhacén, Aspectibus, II, 3.151).
En ese orden de ideas, el sensorio despliega una actividad de conteo que le permite inferir la magnitud de la distancia; no la percibe de primera mano. Esta actividad exige una comparación con objetos que ya nos resultan familiares. De hecho, esta actividad demanda que ya podamos separar los objetos que se insinúan en el campo visual (véase, más adelante, numeral 7, Continuidad, discontinuidad o separación, número). En las palabras de Alhacén:
La vista deduce cualquier medida únicamente al comparar esta medida con otra medida ya conocida para la vista o con alguna medida percibida al mismo tiempo; pero sin un rango ordenado de cuerpos tendidos a lo largo de la distancia de un objeto visible, la vista no cuenta con medios para medir la distancia del objeto visible o de sujetarla a la comparación con el ánimo de percibir su magnitud correctamente (Aspectibus, II, 3.81).
Cuando no se tiene el arreglo de objetos adecuadamente distribuidos, o cuando las distancias a considerar son lo suficientemente grandes, la visión cuenta aún con el recurso de una estimación basada en la familiarización que tenemos con el tamaño de dichos objetos, siempre que las distancias no sean muy grandes. Así, si observamos a lo lejos un objeto que reconocemos como un caballo, haremos una estimación atrevida acerca de qué tan lejos debe hallarse para llegar a contemplarlo en la forma diminuta como lo hacemos. Este ejercicio exige entrenamiento y memoria, además de la habilidad para distinguir objetos independientes.
La longitud de una cuarta, cuando la extendemos una a continuación de la otra mientras desplazamos nuestra mano entre un extremo y otro de un objeto al frente de nuestro campo visual, nos permite evaluar las dimensiones de un objeto. La familiaridad con este tipo de práctica nos da las condiciones de posibilidad para dominar, en un nivel muy básico, la geometría de los objetos que nos rodean. La longitud de uno de nuestros brazos extendido al frente nos da un instrumento de control de los objetos que pueden encontrarse “a la mano”. Así, entonces, la evaluación de la magnitud de la distancia exige como requisito la medida de la extensión de ciertos objetos que tenemos por familiares.
Si bien la evaluación de la magnitud de la distancia requiere una serie de objetos estándar tendidos, uno a continuación del otro, entre el observador y el objeto, no es del todo necesario que en cada evaluación ese sea el caso. Esto solo es necesario en los primeros estadios de aprendizaje e incorporación del hábito. Cuando un observador diestro evalúa la magnitud de la distancia de un objeto moderadamente cerca, se vale de la imaginación y procede a comparar la extensión con la amplitud que en su campo visual habrían dejado esos objetos estándar en caso de estar tirados en el piso entre observador y objeto.
Un cuerpo que se ve a la distancia se imagina sembrado en un lugar sobre el piso. Si ese no es el caso, la imaginación tiende una perpendicular entre la parte más baja del objeto y el piso. Luego, la imaginación proyecta, desde esa base hasta el observador, los objetos familiares adecuadamente degradados —escorzados— tan pronto se disponen cada vez más lejos. La contemplación directa del piso nos da un mecanismo de control para la evaluación (o estimación) de la magnitud de la distancia. Por esa razón, pedía Alhacén que, en el experimento de la casa, el espectador no pudiese contemplar el piso.
Es sorprendente la manera como Alhacén anticipa algunos aspectos de la métrica que supone la perspectiva lineal inventada en el Renacimiento. En un pasaje, explica el filósofo:
Tan pronto como el espacio se extiende hacia afuera más y más lejos, las porciones [de piso] hacia el límite más externo del espacio, aquel que se pierde de vista, llegarán a ser más y más grandes (Aspectibus, II. 3.158).
La figura 2.16 muestra un piso ajedrezado en la degradación prevista por la perspectiva lineal. En el costado derecho sobresalen los extremos de objetos uniformes, de dimensiones familiares, dispuestos uno a continuación del otro. Aun cuando percibimos un arreglo de cuadrados, las amplitudes angulares correspondientes a las extensiones de los objetos patrón aumentan conforme estos objetos se disponen en los bordes laterales más externos del campo visual.
Mencionamos en un comienzo tres variables: distancia, magnitud de la distancia y dirección. No hemos dicho nada aún de la dirección. Tan pronto la forma sensible del objeto afecta la cara posterior del cristalino, después de viajar a través del aire y de las túnicas transparentes del ojo, la facultad sensitiva advierte, de manera aun misteriosa, el área que resulta afectada.
Fuente: Elaboración del autor. La figura cuenta con modelación en el micrositio.
Ahora bien, como Alhacén cree que el sensorio reconoce de antemano que la información ha tenido que viajar a través de líneas rectas radiales (al menos para llegar a la cara posterior del cristalino), la facultad sensitiva proyecta allende el exterior la dirección en la que debe encontrarse el objeto sobre el cual concentra su atención y que, de hecho, se encara en oposición. La imaginación recrea la recta que une el centro del globo ocular con el lugar afectado en el cristalino.
Este protocolo para reconocer la dirección en la que se busca al objeto acompaña también nuestra lectura de imágenes a través de espejos. Aun cuando la forma y el color (así como ocurre con la luz) son desviados por un espejo antes de alcanzar el ojo del observador, la facultad sensitiva tiende a imaginar que la información que ha llegado al órgano de la visión ha viajado todo el tiempo en línea recta en la dirección en la que se recibe finalmente sobre el cristalino (Alhacén, Aspectibus, II, 3.97-3.100).
La respuesta de Alhacén, siempre que hagamos a un lado matices importantes, coincide con la que ofreció Helmholtz en el siglo XIX; el autor imagina la recta que proyecta la conciencia entre el lugar afectado en la retina y el punto nodal del globo ocular. Dicho punto nodal no coincide con el centro del globo ocular (véase el apartado: “Percepción de la distancia y visión estereoscópica” del capítulo 8). Tanto Alhacén como Helmholtz admiten que ese reconocimiento se logra incorporar en nuestra experiencia cotidiana por asociación inductiva. Decidir si tal reconocimiento es innato o se incorpora por asociación inductiva, como vemos en el apartado antes referido, fue un punto de ardua controversia durante el siglo XIX.
3. Disposición espacial. La evaluación de la magnitud de la distancia alude al reconocimiento de una fuente de luz y color puntual, o a un objeto diminuto. La percepción de objetos mayores implica una tarea de composición que realiza el sensorio. Una cantidad abigarrada de manchas coloreadas en el cristalino debe contribuir a la percepción de un objeto que integra o reúne varias fuentes de luz y color. La noción completa del objeto debe lograrse después de integrar caras visibles que, en el momento de la observación, ocultan otras caras aún no visibles.
Ya en las caras visibles hay una abigarrada reunión de fuentes puntuales de luz y color. Estas fuentes se distribuyen en un arreglo que puede ser plano o con un relieve complejo (regular o irregular). Si el arreglo es plano, puede encarar al eje visual (de un ojo o del ojo cíclope) de frente o en forma oblicua. Lo hace de frente si el eje visual es perpendicular al plano de la cara visible en el punto en donde hace contacto con él; y de forma oblicua, cuando el eje visual no encuentra un punto en el plano en el que el rayo sea perpendicular a la cara visible del objeto.
El arreglo de la cara visible no solo comporta inclinación con respecto al eje; también incluye una figura o un contorno general. Si la facultad sensitiva se concentra en el centro —imaginando que ese centro existe y se puede reconocer con facilidad— de un objeto que llama su atención y advierte, según los criterios establecidos en el apartado anterior, que las distancias de los dos extremos del objeto que se encuentran sobre una recta que contiene el centro del mismo, son cercanas en magnitud, ha de concluir que está contemplando al objeto de frente. En caso contrario, concluirá que la superficie del objeto se halla en un plano oblicuo. La figura 2.17 muestra el diagrama que orienta la propuesta de Alhacén.
Figura 2.17. Disposición espacial de un objeto
"a. Objeto visible AB encara al ojo directamente si las líneas entre el centro del ojo y A y B son iguales; en ese caso, el eje central es perpendicular a este; "b. objeto visible oblicuo".
Fuente: Alhacén (Aspectibus, II, 3.104, n. 107).
En caso de que las magnitudes de las distancias extremas coincidan, pero sean menores que la magnitud de la distancia central, la cara del objeto se percibe como una superficie cóncava; en caso de que sean mayores, se percibe convexa. Si los objetos están muy distantes o si no hay forma de evaluar las distancias a los extremos, el sensorio advierte la disposición espacial por estimación. Si se trata de un objeto con el que estamos familiarizados, imponemos la disposición que ya hemos evaluado al contemplar cerca al objeto. Si se trata de un objeto muy distante con el que no tenemos familiaridad, percibimos su cara visible como si fuese frontal. Así se explica por qué tenemos la sensación de estar contemplando el Sol o la Luna como si fuesen discos planos, cuando otra información nos conduce a creer que deben ser cuerpos esféricos, que tendrían que darnos la apariencia de objetos convexos si estuvieran cerca.
4. Corporeidad. Alhacén sugiere que toda cualidad reconocida visualmente ha de entenderse como una cualidad encarnada: “El sentido de la vista, en efecto, no percibe ninguna de las propiedades visibles a menos que ellas estén encarnadas en un cuerpo” (Aspectibus, 3.1). La vista no percibe las características como si ellas vivieran por sí mismas; ellas se dan, necesariamente, en un portador que posee, además, otras características (Aspectibus, II, 4.1).
Ahora bien, después de una inducción simple, todos los cuerpos que hemos tenido la oportunidad de explorar de cerca se extienden en tres dimensiones. En ese orden de ideas, siempre que contemplamos un racimo de propiedades visuales, sobre el que nosotros focalizamos nuestra atención, y siempre que descartemos que estemos bajo una ilusión, estamos autorizados a inferir que allí al frente reside un objeto corporal (tridimensional).
Sin embargo, no en todos los casos la tridimensionalidad es asunto de una percepción simple. Un cuerpo siempre se concibe como un algo envuelto por una serie de superficies. Si tales superficies son planas y solo una de ellas encara al ojo en oposición, mientras las restantes o son perpendiculares a la primera o se esconden detrás, el sensorio final únicamente puede advertir la extensión en dos dimensiones, no puede inferir una contemplación simple de extensión en tercera dimensión. En un caso como este, el observador debe disponerse a rodear el cuerpo para contemplarlo desde diferentes perspectivas. Así, solo si admite que el cuerpo no rota al unísono con él y logra componer todas las caras que percibe como elementos del mismo objeto, puede el sensorio construir la percepción completa de un objeto que se extiende en tres dimensiones.
Ahora bien, si una de las caras se percibe de tal manera que una de sus partes se encara en forma directa, mientras otra se enfrenta oblicuamente, el sensorio final está en condiciones de percibir la corporeidad del objeto, es decir, su extensión en tercera dimensión. Si la superficie que se percibe al frente es convexa o cóncava, aun cuando no sea posible percibir las caras restantes, el sensorio puede inferir en forma segura la presencia de una corporeidad.
A manera de corolario, si el objeto está tan alejado que no podemos evaluar la magnitud de las distancias de las partes de la cara que contemplamos directamente, solo podremos contemplar extensión en dos dimensiones. Así las cosas, el objeto aparecerá como un plano simple y su corporeidad únicamente se podrá inferir con base en un conocimiento previo del objeto que divisamos.
5. Forma (figura). Para establecer la forma geométrica de la superficie que encierra al objeto, el sensorio debe atender dos situaciones: primera, la figura de la cara que se percibe de frente. En este caso, el sensorio debe desplazar el eje visual a lo largo de la frontera de la cara del objeto. En ese recorrido, el borde pasa a ocupar el centro del campo visual y cabe la posibilidad que se perciban las pendientes que determinan las caras que se extienden en tercera dimensión. Este ejercicio impone cierto protagonismo al movimiento del ojo. El sensorio debe estar atento a la manera como el ojo se mueve, para escanear los bordes del objeto.52
Segunda, la forma volumétrica de la envoltura del objeto. En este caso, la facultad sensitiva debe estar atenta a las superficies que intersecan la cara frontal, atendiendo especialmente a las pendientes de las caras que enfrentan oblicuamente al aparato visual.
La definición completa del objeto por parte del observador exige, en primer lugar, un escrutinio exhaustivo de las caras de aquel, o bien moviéndolo al frente para permitirle exhibir otras caras, o bien obligando al observador a recorrer en derredor el objeto de interés. También se exige, en segundo lugar, un ejercicio de composición, que realiza la imaginación al reunir las caras ya escrutadas con las nuevas caras que contempla el sensorio.
6. Tamaño. Alhacén muestra que la percepción del tamaño de los objetos es mucho más compleja que lo que los autores clásicos habían pretendido. En particular, Euclides sostuvo que el tamaño del objeto se percibía exclusivamente a partir del ángulo del cono visual que contiene, en su base, la superficie completa del objeto que pretendemos estimar. Para ser más justos, Euclides hablaba realmente de la apariencia del objeto y no de una cualidad que se le podía atribuir en virtud de dicha apariencia (Euclides, trad. en 2000a, pp. 135-136).
Ptolomeo, por su parte, defendió que la evaluación del tamaño exigía el concurso de tres variables: 1) amplitud angular del cono visual (la apariencia euclidiana); 2) distancia entre el observador y el objeto, y 3) orientación del objeto en relación con el eje del cono visual (Óptica, II, §§ 52-63).53
El filósofo árabe cree que la evaluación del tamaño del objeto demanda tener en cuenta, además de las variables mencionadas por Ptolomeo, la familiaridad psicológica del observador con el objeto. Este elemento enriquece el estudio de la percepción del tamaño; tal estimación no puede reducirse a una lectura de problemáticos códigos geométricos. En clara contradicción con Euclides, Alhacén enfatiza que cuando estamos ya familiarizados con el tamaño de un objeto a una distancia moderada (la estatura de una persona, por ejemplo), seguimos percibiendo el mismo tamaño, aun cuando el objeto se aleje de la posición inicial y con ello se disminuya notablemente la magnitud del ángulo del cono visual (siempre que el alejamiento no implique grandes distancias) (Aspectibus, II, 3.137).54
Alhacén ofrece a su favor un par de sencillos y brillantes experimentos psicológicos (véase figura 2.18). Si observamos un cuadrado dibujado en una superficie de frente a nosotros (es decir, el eje visual encara perpendicularmente la superficie) y después llevamos la superficie a una posición tal que el eje visual ya no es perpendicular, seguimos percibiendo un cuadrado, aun cuando el segmento posterior aparece más pequeño, toda vez que el ángulo del cono visual disminuye. Así mismo, si la superficie contiene una circunferencia dibujada, continuamos percibiendo una circunferencia, aunque ahora los diámetros caigan sobre conos visuales de diferente amplitud angular.
Figura 2.18. Cuadrado y circunferencia en escorzo
Fuente: Elaboración del autor.
El análisis de la percepción del tamaño de un objeto suele conducirnos a un círculo vicioso: por un lado, el tamaño del área que, en el cristalino posterior, recoge la forma completa del objeto depende de la distancia y de la forma como el objeto encare al eje visual; por otro, la estimación de la distancia a la que se encuentre el objeto depende de una valoración del tamaño del mismo, o del tamaño de objetos de igual longitud que en forma continua se extienden uno a continuación del otro entre la ubicación del observador y la del objeto. La percepción medianamente confiable del tamaño de un objeto depende de la habituación facilitada por las experiencias previas.
Así es posible ponerse a salvo del círculo vicioso mencionado. Veamos el asunto con cuidado. Imaginemos una experiencia, llamémosla “Experiencia1”; se trata de la contemplación de un objeto familiar ubicado al frente del campo visual, a una distancia que no va más allá de la extensión completa de un brazo (objeto con el cual estamos familiarizados). Imaginemos que a esa distancia apreciamos, al lado del objeto, una longitud equivalente a la extensión entre el extremo del dedo meñique y el extremo del dedo pulgar con la mano extendida (un palmo). Imaginemos también que el sensorio toma nota de la apariencia del objeto y advierte que se trata de un tamaño comparable con la apariencia de un palmo cuando este se encuentra a una distancia comparable con la extensión de mi brazo.55
Ahora bien, si el objeto se desplaza a otro lugar, cuya distancia todavía se puede evaluar en términos del número de brazos consecutivos que puedo imaginar que se extienden entre mi posición y la ubicación del objeto, el sensorio central tomará nota de la disminución correspondiente en la magnitud del área que en el cristalino recoge la figura del mismo objeto.56 Este ejercicio exige la intervención de la memoria para comparar la magnitud del área efectiva con una evocación del área anterior. Llamemos a esta última la “Experiencia2”. Esta recoge realmente un arreglo de muchas experiencias, en las que varía la magnitud de la distancia de la nueva ubicación del objeto. Dado que este tipo de comparación ocurre una y otra vez, bien sea porque el objeto se aleje o se acerque, o bien porque el observador, guiado por una intención, se acerque o se aleje del objeto, es posible hablar de una habituación que da pie para que el sensorio infiera o calcule, en nuevas circunstancias de observación, el tamaño o la distancia de los objetos en su campo visual.
Citemos la conclusión de Alhacén:
Sobre la base, en consecuencia, de tal experiencia repetida [Experiencia2], llega a grabarse en el alma que, en lo que concierne a la facultad de discriminación, entre más se aleje del ojo el objeto visible, más pequeña llega a ser la ubicación de su forma sobre el ojo, y [entre más pequeña llegue a ser dicha ubicación, más pequeño llega a ser] el ángulo en el centro de visión que abraza al objeto visible. Cuando esto ocurre, se establece, en la facultad de discriminación, que [el tamaño] del área sobre la cual es proyectada la forma del objeto visible, así como el ángulo que a partir del centro de vista abraza al objeto visible, dependen enteramente de la distancia del objeto visible al ojo. Y cuando este hecho es grabado en el alma, entonces, si la facultad de discriminación determina el tamaño del objeto visible, esta no evaluará solo el ángulo, sino que evaluará el ángulo y la distancia en forma conjunta, […]. Entonces, el tamaño de los objetos visibles será percibido únicamente a través de la diferenciación y la correlación (Alhacén, Aspectibus, II, 3.143).
Así las cosas, la percepción del tamaño de los objetos visibles depende de: 1) información de base: magnitud del área en la que se captura la proyección del objeto sobre el cristalino y estimación de la magnitud de la distancia a la que se encuentra el objeto; y 2) ejercicio previo de familiarización de la correlación entre tamaño, distancia y dimensiones del área de proyección, en el cristalino, de objetos cercanos y cotidianos.
Ahora bien, la evaluación de la magnitud de la distancia exige también familiaridad con la extensión de los objetos que sirven de base para la comparación. En la mayoría de los casos, nos valemos de porciones de objetos tendidos en el piso. Este ofrece un trasfondo de gran utilidad. Cuando queremos evaluar la magnitud de la distancia a la que se halla un objeto, tenemos en cuenta la extensión del terreno que yace entre el observador y el objeto. Este ejercicio exige habituación con algún objeto de nuestra familiaridad. Podemos, para tal efecto, imaginar la extensión de un paso o la longitud de un pie, por ejemplo. Esta habituación hace parte de los cientos de ejercicios de exploración que en forma no consciente adelanta un niño cuando está en el juego de reconocer la presencia de sus brazos, piernas y pies en su propio campo visual. Estos múltiples ejercicios constituyen la historia perceptual del observador.
Este hecho de habituación y familiarización ya era reconocido por Alhacén como protagónico. En ese orden de ideas, percibir el tamaño de un objeto corriente a una distancia moderada no solo exige tomar en cuenta claves geométricas del momento; exige, también, traer de la memoria la historia perceptual del sujeto.57 Alhacén resume así el resultado:
Y esta percepción está entre aquellas que la facultad sensitiva adquiere desde el comienzo del desarrollo de [una persona]. Y así [las nociones de] las magnitudes de las distancias de objetos familiares llegarán a estar impresas en la imaginación y grabadas en el alma de tal manera que una persona no nota cómo es que ellas llegaron a grabarse allí (Aspectibus, II, 3.150).
La percepción del tamaño y de la magnitud de la distancia de objetos muy remotos es más compleja. Dicha percepción exige nuevos elementos de juicio, correlaciones y habituaciones más intrincadas. A medida que el objeto visible se hace más distante, la claridad con la que se perciben sus detalles y los matices de sus colores disminuye. En ese orden de ideas, la habilidad del sensorio final para sentirse a gusto, o no, con la claridad que presenta la forma del objeto introduce un elemento adicional para estimar distancias grandes. El ejercicio de evaluar la claridad con la que se captan los detalles del objeto visible exige la posibilidad de adelantar una inspección. El sensorio tiene la posibilidad de desplazar el eje del cono visual a lo largo de distintas partes del objeto; si después de dicho desplazamiento no logra advertir diferencias importantes, puede concluir que está ante un objeto muy alejado. Cuando el objeto está tan lejos que no resulta posible una evaluación confiable de la distancia, el sensorio final suele aventurar conjeturas en relación con la distancia.
Alhacén usó las herramientas que había concebido para la evaluación de la distancia con el ánimo de ofrecer una explicación renovada de la aporía del tamaño de la Luna. El filósofo defendió que una comprensión completa del caso exige tener en cuenta aspectos psicológicos asociados con la historia perceptual de los observadores. El tamaño de la Luna parece mayor a un observador cuando la contempla en el horizonte, comparado con el tamaño que percibe cuando la Luna se encuentra en el cenit.
Ptolomeo encaró este problema en tres ocasiones y en cada caso ofreció una explicación diferente. En la primera ocasión, en Almagesto, el astrónomo atribuye la disminución aparente a las exhalaciones de humedad que rodean la atmósfera terrestre (trad. en 1998, H13). En este marco explicativo, el aumento de tamaño aparente de la Luna es análogo al aumento de tamaño de objetos sumergidos en el agua. No obstante, la explicación no puede ser tan simple, toda vez que la analogía con el ensanchamiento de objetos sumergidos en el agua exige que el observador se encuentre sumergido en el medio ópticamente menos denso. En el caso de la ilusión de la Luna, el observador se halla sumergido en el medio más denso, pues se presupone que la luz abandona el aire y se sumerge en capas de humedad atmosférica.
Veamos la dificultad a partir de las expectativas de refracción establecidas por Ptolomeo en la Óptica (V, § 76). Sean D el observador en un medio con menor densidad óptica (aire, por ejemplo); ZH, un objeto sumergido en un medio con mayor densidad óptica (agua, por ejemplo), y AG, la superficie de separación entre los dos medios (véase figura 2.19).
Figura 2.19. Expectativas de refracción
Fuente: Elaboración del autor. La figura cuenta con modelación en el micrositio.
Los rayos visuales DA y DG se refractan, acercándose a las normales AN y GI, pues el segundo medio es más denso. Así las cosas, el objeto se ve bajo la apariencia del ángulo ADG, mayor que el ángulo de la apariencia para la visión directa ZDH. De esta manera, para valerse de la refracción para explicar la aporía, tendríamos que admitir que el aire humedecido representa un medio de menor densidad óptica que el aire limpio.
En la segunda ocasión, en el tratado recogido bajo el título de Hipótesis planetarias, Ptolomeo advierte que la solución sugerida en Almagesto no puede ser del todo satisfactoria, porque la evaluación del tamaño percibido no puede depender tan solo de la amplitud angular del cono visual (Smith, 1996, p. 151, n. 49). Tal estimación debe tener en cuenta también una valoración de la distancia.
En la tercera ocasión, en su tratado de óptica, Ptolomeo quiso corregir el error de la primera y la incompletitud de la segunda explicación. La aporía de la Luna no puede explicarse acudiendo simplemente a la geometría asociada con la refracción y a la evaluación de la distancia. Así lo expone el astrónomo:
Hablando en forma general, en efecto, cuando un rayo visual cae sobre objetos visibles en una forma diferente a la que es inherente por naturaleza y costumbre, se percibe con menos claridad todas las características pertenecientes a ellos. Así también, la percepción de la distancia aprehendida se verá disminuida. Esta parece ser la razón de por qué, entre los objetos que subtienden ángulos visuales iguales, aquellos que residen cerca al cenit aparecen más pequeños, mientras que aquellos que yacen cerca al horizonte son vistos de otra manera a lo acostumbrado. Las cosas que están en lo alto parecen más pequeñas que lo usual y son vistas con dificultad (Óptica, III, § 59).
¿A qué se refiere Ptolomeo cuando alude a lo que es diferente por naturaleza y costumbre? ¿Será al hecho de que cuando vemos un objeto en el cenit tenemos la obligación de torcer nuestro cuello en condiciones no del todo estables y placenteras? De ser esto último, la ilusión de la Luna no se presentaría si la contemplamos en el cenit cuando estamos tendidos en el piso (los experimentos muestran que no hay variaciones importantes en este caso).
Alhacén estructuró y presentó su solución en el último capítulo del libro VII del Aspectibus. Estudiemos la solución, identificando y numerando cinco fases en la argumentación.
• Fase 1: la diferencia del tamaño aparente no puede atribuirse a una diferencia de la amplitud angular del cono visual. Dado que el radio de la esfera celeste se tiene entre las magnitudes más extensas que podemos imaginar, podemos pensar que el radio de la Tierra es insignificante con respecto al radio de la esfera celeste. En consecuencia, no es mayor el error en el que incurrimos si creemos que el observador se halla en el centro de la esfera celeste.
Por otra parte, el sensorio no tiene elementos para advertir la presencia de capas con diferentes densidades ópticas entre él y los objetos celestes. Así las cosas, cuando el sensorio quiere establecer la dirección en la que se encuentran los objetos celestes que percibe, aplica el mismo principio con el que establece la dirección para objetos cercanos: extiende una línea recta que pasa por el centro del globo ocular y el lugar del cristalino en donde se halla el simulacro del objeto celeste. En ese orden de ideas, todos los objetos en el cielo se perciben como si los rayos que alcanzan el centro del globo ocular hubiesen atravesado en forma ortogonal las diferentes capas que se interponen y que, en virtud del primer argumento, se pueden considerar concéntricas con el observador ubicado en el centro de tales esferas (Alhacén, Aspectibus, VII, 7.64-7.69).
• Fase 2: protagonismo en la evaluación de la distancia. Dado que la valoración del tamaño de un objeto depende de la correlación entre la amplitud angular del cono visual y la evaluación de la magnitud de la distancia entre el objeto y el observador, y dado que no hay razones para esperar una amplitud angular diferente cuando observamos un objeto celeste en el cenit comparado con la amplitud cuando se observa en el horizonte (Alhacén, Aspectibus, VII, 7.69), debemos concluir que la diferencia aparente de tamaño se debe a una evaluación diferente de la percepción de la distancia. En otras palabras, si la Luna nos parece más grande en el horizonte, ello no se debe a que la amplitud angular del cono visual parece incrementarse, sino al hecho de que percibimos que la Luna en el horizonte parece estar más lejos. En ese orden de ideas, la explicación debe dirigirse a hallar una razón que nos lleve a creer que la Luna parece más distante.
• Fase 3: la distancia se establece por conjetura. Si el sensorio no puede aprehender con seguridad la magnitud de la distancia a la que se encuentra el objeto, fallará también en percibir con claridad el tamaño del mismo. Cuando el sensorio no puede evaluar con seguridad la distancia, procede a adelantar una estimación tratando de establecer una semejanza con la contemplación de objetos familiares.
Ahora bien, cuando se trata de la contemplación de las estrellas, no hay objetos que puedan servirnos de trasfondo para estimar la magnitud de la distancia. En estos casos, la evaluación se convierte en una estimación por conjetura (Alhacén, Aspectibus, VII, 7.64).
• Fase 4: el sensorio tampoco puede percibir corporeidad alguna en la esfera celeste. Dado que la percepción de la forma cóncava o convexa de un objeto depende de la comparación de las diferencias entre las magnitudes de las distancias de las partes más extremas con las partes medias, y debido a que cuando se trata de la bóveda celeste no es posible estimar tales diferencias (en caso de existir), el sensorio procede a conjeturar que se halla ante una superficie plana, como ocurre cuando contemplamos al Sol o la Luna. La superficie de la esfera celeste se percibe, entonces, como si fuese una superficie plana, dada la magnitud absolutamente remota de su distancia.
• Fase 5: conclusión. Citemos la conclusión de Alhacén en extenso:
La facultad visual percibe la superficie de los cielos como si fuera plana y [en consecuencia] no siente su forma cóncava […]. Pero se ha establecido en el alma que sobre una superficie plana que se extiende en todas las direcciones, las distancias difieren [en relación con] el centro de la visión y lo que reside más próximo es lo que está más cerca de la cabeza. En consecuencia, se percibe lo que reside en el horizonte como si estuviera más lejos que lo que está en el medio del cielo, y [también se percibe] que los ángulos que la misma estrella subtiende en el centro de la visión para cualquier posición en el cielo no difieren significativamente (Aspectibus, VII, 7.68, 7.70).
La figura 2.20 ayuda a entender la explicación de Alhacén. El observador O está en la superficie de la Tierra; dado el carácter absolutamente remoto de la superficie celeste, él la asimila a una superficie plana que se extiende indefinidamente en todas las direcciones.
Figura 2.20. Aporía de la Luna en el horizonte
Fuente: Elaboración del autor. La figura cuenta con modelación en el micrositio.
Un objeto en el cenit es visto en la dirección OC, en tanto que un objeto cerca al horizonte se observa en una dirección semejante a OH, alejada del cenit. En tanto la superficie plana se considera extendida en amplias dimensiones, la mente ha grabado la expectativa que impone que para superficies planas, la magnitud de la distancia OH es bastante mayor que la magnitud de la distancia OC. Si en C y en H imaginamos objetos que poseen el mismo tamaño absoluto, ellos serán contemplados bajo conos visuales de la misma amplitud angular (Fase 1).58 En consecuencia, como H aparece más distante, la facultad visual aventurará la hipótesis de que H debe ser un objeto de mayor amplitud en su tamaño.59
Hay un aspecto extraño en la explicación de Alhacén: parece darse una alianza paradójica entre las variables centrales. Veamos por qué. El filósofo señala que no logramos percibir la concavidad de la cúpula celeste, porque no logramos advertir el gradiente de la magnitud de las distancias desde el ojo hasta diferentes partes del cielo;60 por ello, nos arriesgamos a contemplar la cúpula a la manera de una superficie plana. Pero a continuación sugiere que dado que la superficie que creemos divisar es plana, las distancias de los objetos evaluados encima debían ser menores que las distancias de los objetos evaluados muy lejos del cenit. La falta de la claridad en la evaluación de las distancias impone una estimación por conjetura (el cielo debe ser plano). A continuación, esta conjetura impone una estimación perceptual: los objetos más alejados del eje visual deben aparecer más distantes. En otras palabras: dado que no percibimos con claridad las distancias, conjeturamos que se trata de una superficie plana; y dado que la superficie es plana, ella nos lleva a percibir distancias diferenciadas. Como no percibimos gradientes en las distancias, favorecemos por conjetura la percepción de gradientes en las distancias.
7. Continuidad, discontinuidad o separación, número. En el escenario fenomenológico que sugiere Alhacén advertimos: 1) la existencia de objetos allende nuestro campo visual (ello se infiere de que las imágenes de los objetos desaparecen cuando cerramos los ojos, por ejemplo); 2) siempre que se trate de cuerpos cercanos y ya familiares, podemos establecer la magnitud de la distancia a la que se encuentran los objetos que reconocemos exteriores; 3) dado que el objeto puede llegar a ofrecernos varias de sus caras, podremos también llegar a percibir la corporeidad del objeto divisado; y 4) gracias a una correlación entre distancia y amplitud angular del cono visual, logramos incorporar, en nuestros protocolos, el reconocimiento de la percepción del tamaño de los objetos, siempre que ellos no se hallen lo suficientemente alejados.
El ejercicio del reconocimiento de la magnitud de la distancia —variable de la cual depende la mayoría de estimaciones— exige que podamos distinguir diferentes objetos; de hecho, demanda que logremos individualizar y separar los que se insinúan en el campo visual. Es decir, es necesario advertir algún tipo de separación entre objetos; de lo contrario, nuestro campo visual daría la impresión de un mosaico de manchas coloreadas extendido por completo en una superficie plana.
En el modelo de Alhacén, los objetos no nos son dados ab initio. Los objetos deben ser individuados; de hecho, deben separarse o destacarse contra un horizonte muy amplio de información visual presente en el cristalino. El reconocimiento de la presencia de dos formas diferentes en nuestro campo visual, ocasionadas por la presencia de dos objetos separados, se adelanta atendiendo a una de las siguientes posibilidades: 1) la vista percibe luz en la superficie de separación y reconoce que ella proviene de alguna región más alejada que los objetos en cuestión; la situación es parcialmente análoga si la vista percibe oscuridad en la superficie de separación y se advierte que no se trata de un cuerpo adicional; en estos casos, los cuerpos dejan un abismo entre ellos; y 2) la vista advierte un cambio brusco de colores o de intensidades de luz en la zona de separación. En ausencia de separación, la vista advierte continuidad; y si en la percepción de esta se logra reconocer la vecindad de bordes, atendiendo, quizá, a leves gradientes de los matices de colores, la facultad sensitiva percibirá contigüidad. Este tipo de contigüidad es esencial para reconocer la serie de objetos similares y familiares que permite la evaluación de la magnitud de las distancias. El reconocimiento de la separación entre objetos es el origen del reconocimiento de la multiplicidad y, en consecuencia, de lo numerable (Alhacén, Aspectibus, II, 3.177). Una vez separados e individuados los objetos, ellos se pueden contar.
8. Movimiento, reposo (Alhacén, Aspectibus, II, 3.178-3.188). El reconocimiento de la separación entre objetos hace posible la comparación de esa separación en diferentes instantes. Esta posibilidad es la base para la percepción del movimiento.
La percepción del movimiento es el reconocimiento del cambio o bien de la magnitud de la separación entre dos o más cuerpos, o bien de la magnitud de la distancia o la dirección en la que se reconoce la presencia del objeto en cuestión con respecto al observador. Si la vista no percibe variación alguna en dos instantes dados, tomará dicha circunstancia como la percepción del reposo relativo.
Una evaluación de la variación de las magnitudes que permiten percibir el movimiento es la base para ofrecer una cuantificación del movimiento. Esto requiere, sin embargo, de una estandarización de la estimación de la separación entre los dos instantes considerados. En otras palabras, no puede haber evaluación de la cantidad de movimiento sin una estandarización de uniformidad temporal. Alhacén no enseña cómo establecer tal valoración. Dado que falta esa estandarización, la comparación entre las cantidades de movimientos de dos cuerpos es solo posible si hacemos la evaluación durante el mismo intervalo (Alhacén, Aspectibus, II, 3.178-3.188).
9. Aspereza, suavidad (Alhacén, Aspectibus, II, 3.189-33.194). La aspereza se percibe visualmente a partir de la forma en que aparece la luz sobre la superficie del objeto. Si la luz brilla sobre la superficie de un cuerpo, las porciones elevadas proyectan sombras.61 Las sombras que se proyectan sobre una superficie ayudan a definir los matices de la corporeidad o la extensión del objeto en tres dimensiones.
Ahora bien, para observar la presencia de sombras en la superficie, hay que contar con que la orientación de la luz sea la adecuada. Cuando la vista, en contraste con lo anterior, percibe uniformidad en la distribución de la luz sobre la superficie, reconoce esto como la presencia de una superficie lisa (suave).
10. Transparencia, opacidad, sombra, oscuridad (Alhacén, Aspectibus, II, 3.195-3.199). La percepción de la transparencia, como una cualidad que podemos atribuir a un objeto particular, ofrece algunas dificultades conceptuales.
El simple hecho de ver un objeto y reconocerlo como diferente y distante del observador nos obliga a reconocer la presencia de un medio transparente que hace posible que la forma visible del objeto y su color sean transportados. La transparencia se percibe gracias a una inferencia que se apoya en el hecho de que el objeto transparente deja ver otros objetos que residen más lejos.
Quizá podemos familiarizarnos con experiencias del siguiente tipo: observo en el fondo de mi campo visual algo parecido a un árbol; advierto que se trata de un árbol alejado unos 20 pasos del lugar donde me encuentro; si tomo en mis manos un bloque de vidrio y lo llevo al frente de mi campo visual, a una distancia que no supera la extensión de mi brazo, puedo notar que estas circunstancias no hacen desaparecer la imagen del árbol. Advertir cierta deformación del árbol me conduce a reconocer que el grado de transparencia del vidrio difiere del grado de transparencia del aire. Ahora bien, si el objeto que tomo en mis manos interrumpe la visión del árbol, concluyo que dicho objeto carece de transparencia; lo llamo, entonces, un “objeto opaco”.
En el caso de las sombras, estas se reconocen cuando se advierte una fuente de luz, un objeto que se interpone y la reducción en la intensidad de la luz percibida en el área que se dice sombreada. La oscuridad, a su turno, se percibe como la ausencia de luz.
11. Belleza, fealdad (Alhacén, Aspectibus, II, 3.200-3.232). La belleza se puede percibir, según Alhacén, atendiendo a tres posibles fuentes: 1) una característica particular de la forma percibida; 2) una conjunción de características, o 3) el resultado que produce cierta combinación de características.62
En el primer caso, el alma se inclina a reconocer un objeto como bello sólo en gracia de que este posee cierta característica particular. Así, por ejemplo, nos inclinamos a reconocer la belleza del Sol o de la Luna, gracias a que se trata de objetos que radian luz.
En el segundo caso, cuando la vista percibe, por ejemplo, un arreglo de colores uniforme, tiende a reconocerlo como un objeto más bello que aquel que exhibe un arreglo caótico de colores. Cuando se trata del efecto que produce la coordinación de varias características, la atribución de belleza suele concentrarse en el reconocimiento de proporcionalidad o armonía.
La percepción de la belleza está atada al reconocimiento de las características que posee el objeto bello. Cuando se advierte que el objeto carece de todas las características que el alma reconoce como bellas, el objeto pasa a ser contemplado como un objeto feo.
12. Semejanza, diferencia (Alhacén, Aspectibus, II, 3.233-3.235). La percepción de la semejanza implica la posibilidad de comparar una forma percibida con otra (incluso con otra que pueda residir en la memoria).
Dos objetos se perciben como semejantes cuando el alma encuentra que ellos poseen dos formas o características idénticas; como diferentes, cuando ello no ocurre. El reconocimiento de semejanza es el fundamento para hacer depender la percepción actual de un objeto de la historia perceptual del observador.
(*)
La pirámide visual se propuso como un instrumento conceptual en el marco de un lenguaje comprometido con el extramisionismo. El uso de tal instrumento permitió delimitar, con más claridad, las preguntas de investigación en relación con la percepción visual y ofreció un horizonte para fortalecer consensos en la búsqueda de soluciones a los problemas.
Las fuertes críticas que Alhacén acopió contra el extramisionismo no le llevaron a abandonar la pirámide visual. Estas críticas le condujeron a abrazar una forma de puntillismo intramisionista, que suponía no solo renunciar al extramisionismo, sino también abandonar el holismo de las formas sensibles de Aristóteles. Al acoger el puntillismo, cada punto de la cara visible del objeto puede imaginarse como el vértice de una pirámide de emisión cuya base, para efectos del estudio de la percepción, puede reducirse a las dimensiones de la pupila del observador.
Ya que todas las pirámides de emisión de la cara visible del objeto coinciden en la base, no se advierte cómo podría el sensorio lograr una recepción organizada de la portentosa información que se recibe desde el exterior. Alhacén conjeturó que el sensorio debía restringir su atención solo al rayo que, originándose en cada punto de la cara visible del objeto, ingresa al complejo óptico en una dirección que es perpendicular a la córnea en el punto de incidencia. Dada la simetría que se deriva de la esfericidad de las capas principales del ojo, se trata de los rayos que, proviniendo de diferentes puntos de la cara visible, se dirigen hacia el centro del globo ocular. Este recurso permite concebir un arreglo de puntos que copia isomórficamente el arreglo de los puntos que constituyen la cara visible del objeto. Arreglos similares pueden rastrearse en la cara anterior y en la posterior de la córnea, así como también en la cara anterior y en la posterior del cristalino. El recurso igualmente permite seleccionar solo aquellos rayos que, viniendo de diversos puntos de la cara visible, convergen en el centro del globo ocular.
Así las cosas, estos movimientos teóricos permiten restablecer la pirámide euclidiana que tiene como vértice el punto que reside en el centro del ojo y como base la reunión de todos los puntos de la cara visible del objeto. El uso constructivo de la pirámide visual en lenguaje intramisionista y puntillista es así una realidad.
El centro del globo ocular es el vértice de la pirámide de recepción, pero no es el centro de la actividad sensorial. La actividad propiamente sensible se inicia cuando los espíritus visuales, que inundan el nervio óptico y el humor vítreo, tienen contacto con uno de los arreglos mencionados. Dadas las limitaciones anatómicas, este contacto solo puede darse en la cara posterior del cristalino. Alhacén conjetura, a manera de anticipación teórica, que los espíritus visuales reciben las formas visuales (luz y color) en cada punto del arreglo logrado en la cara posterior del cristalino y las conducen por el nervio óptico hacia el interior.
Sin embargo, el traslado de dichas formas demanda que los trayectos de multiplicación se refracten al abandonar el humor cristalino para ingresar al humor vítreo. Con esta exigencia, se evita tanto la concentración de información en el centro del globo ocular, como la posible inversión que habría de esperarse si la recepción sensible se desplaza hacia la parte posterior del globo ocular. El arreglo de puntos recibido en el sistema óptico es conducido por el nervio óptico hasta el lugar en donde empieza la actividad que lleva a cabo el sensorio, donde quiera que pueda estar ubicado.
Dado que la recepción sensorial se inicia en la cara posterior del cristalino (en el interior del sistema óptico), no podemos asegurar que se trata de una recepción de formas externas. En otras palabras, nos hemos quedado sin contacto directo con el mundo exterior. Este contacto está garantizado en el lenguaje extramisionista, toda vez que los rayos visuales salen a tocar los objetos externos.
Además de las dificultades entre anatómicas y físicas, Alhacén también debe responder cómo es que nuestra actividad sensorial nos informa acerca de un mundo que podemos presuponer que reside allende la frontera delimitada por la cara posterior del cristalino. Si no logramos dar esa respuesta, el intramisionismo sería derrotado por el extramisionismo.
Alhacén cree que la percepción visual no se agota en una mera recepción; ella demanda una copiosa actividad de la conciencia. Es precisamente esta actividad la que permite coordinar toda la historia perceptual del observador, para que él se sienta autorizado a sostener que se encuentra en un intercambio permanente con un mundo que reconoce exterior.
En ese orden de ideas, Alhacén cree que un estudio completo de la percepción visual exige no solo una descripción minuciosa de las pirámides de emisión, que permiten lograr un arreglo isomórfico de puntos en la cara posterior del cristalino, descripción que demanda la articulación de categorías de la física, la geometría y la anatomía; exige, también, auscultar la rica actividad psicológica que hace posible que conectemos tales arreglos con un universo que nos asalta desde el exterior.
Alhacén distingue dos formas básicas en las que puede darse la percepción visual: por un lado, la percepción escueta y, por otro, la percepción basada en el escrutinio. En el primer caso, el sensorio únicamente percibe características que no demandan inferencias que vayan más allá de las formas descritas atrás. En el segundo caso, el autor distingue entre: 1) escrutinio escueto y 2) escrutinio basado en conocimiento previo. El escrutinio escueto se refiere a la percepción de objetos de los que el sensorio o bien no se ha ocupado antes, o bien no recuerda con claridad. En tales circunstancias, la percepción exige un seguimiento cuidadoso que obliga a desplazar el eje visual, para recorrer diferentes partes del objeto hasta que este se logra contemplar bajo cierta familiaridad con otros objetos vistos con anterioridad. En el escrutinio basado en conocimiento previo, dicho escrutinio conduce a tomar en cuenta las evaluaciones que se han adelantado anteriormente con objetos que reconocemos como familiares (Alhacén, Aspectibus, II, 4.33, 4.34).
La actividad de la conciencia exige que el sujeto esté dispuesto a hacer una inspección de diferentes partes del objeto. Aquel contempla inicialmente, en forma desprevenida, al objeto; logra así aprehender la impronta básica que este deja en el alma. Luego, adelanta una inspección que le permite recorrer algunas de sus partes y así dar el paso hacia la aprehensión de la forma, en el sentido aristotélico, del objeto. En el primer estadio se logra una aprehensión indeterminada; en el segundo se alcanza una determinación de la forma.
La inspección exige que el sensorio modifique la orientación del eje visual y se dirija a diversas partes del objeto: ora una contemplación de frente, ora en escorzo, ora por sus partes laterales, ora por detrás. Este recorrido por el objeto tiene doble ganancia: se aprehende la forma del objeto en variadas presentaciones y se logra una percepción más atenta de cada una de sus partes (Aspectibus, II, 4.8-4.10).63
La aprehensión determinada de la forma del objeto exige que podamos comparar las peculiaridades tanto de las partes, como de su articulación con las características y la organización de los componentes de otros objetos con los que ya existe otro tipo de familiaridad. Una vez determinada la forma del objeto, ella es conservada por la memoria. Esta implantación en la memoria se ve reforzada si en una ocasión posterior tenemos nuevamente la oportunidad de hacer un escrutinio del objeto o de otro que encontramos muy similar. Al contrario, si dicha repetición es baja en frecuencia o nula, la implantación en la memoria se debilitará, hasta el extremo de llegar a ser olvidada.
Cuando se aprehende la forma determinada de un objeto y se observa después que algunos rasgos son compartidos por otros objetos diferentes, puede llegar a grabarse en la memoria una especie de forma universal. Esta es el resultado y la síntesis que surge después de advertir las similitudes en las características de las formas particulares de los objetos aprehendidos (Alhacén, Aspectibus, II, 4.16-4.17).
Recapitulemos. El alma es impresionada por la forma sensible de un objeto particular. A continuación, la atención del alma se dirige a dicho objeto; procede, entonces, a realizar una inspección cercana de todas las partes a su alcance (escrutinio); así identifica la forma particular. Este ejercicio exige contrastar con las formas particulares grabadas en la memoria. Después, el alma acude al repertorio de formas universales y si encuentra alguna que se le parezca, reconocerá al objeto como una muestra de la clase identificada por dicha forma universal. Si veo una mancha negra que llama mi atención en el horizonte y me acerco a ella hasta recibir nuevas manchas de colores que reconozco como algo parecido a dos patas, un pico, dos alas, etc., puedo entonces concluir que percibo otro cuervo.
A diferencia del holismo aristotélico, la forma del objeto se aprehende gracias a una composición que realiza el sensorio central. La determinación de la forma de un objeto puede llegar a exigir un escrutinio más elaborado, que implica recurrir a algún conocimiento previo.
La descripción de la complejidad de la percepción basada en un escrutinio conduce a una anticipación teórica interesante: este tipo de escrutinio toma tiempo; se trata de una actividad extendida en el tiempo (Alhacén, Aspectibus, II, 4.20, 4.22, 4.24, 4.27). No nos referimos a una captación de golpe, tampoco a una especie de espontaneidad de la actividad cognoscente.
El escrutinio que se apoya en el conocimiento anterior suele ser más veloz que el escrutinio que exige recorrer la mayor cantidad de partes del objeto. Si reconozco en el horizonte un objeto que avanza apoyado en dos extremidades, puedo advertir casi en forma inmediata que se trata de un hombre quien se acerca. Un escrutinio más cuidadoso, y que de hecho toma más tiempo, puede llevarme a aseverar que quien se acerca es María, quien casualmente viste de rojo.
Alhacén mostró no solo cómo valerse de la pirámide en lenguaje intramisionista; también, que la pirámide es insuficiente como instrumento si el uso de ella no compromete una prodigiosa actividad de la conciencia, que incorpora la historia perceptual del observador.64
Hemos visto que la pirámide visual se puede usar como instrumento acogiendo los compromisos ontológicos que suponen los acercamientos extramisionistas y también puede ajustarse adecuadamente cuando se asumen compromisos intramisionistas. David Lindberg y Katherine Tachau resumen bien las contribuciones de Alhacén cuando formula y responde las siguientes preguntas:
¿Es posible tener un análisis matemático [de la percepción visual] sin postular la pirámide visual, y tener la pirámide visual sin los rayos visuales que emanan del ojo? Alhacen respondió la primera pregunta en forma negativa, la segunda en la forma afirmativa (2013, p. 493).
El trabajo de Alhacén permitió explorar nuevas opciones de explicación para fenómenos advertidos con anterioridad: la indeterminación de tamaño-distancia y la paradoja del tamaño de la Luna en el horizonte, entre otros cuantos. La obra de Alhacén también es rica en anticipaciones teóricas, que pasan a alimentar una lista de expectativas de evaluación empírica favorable: 1) en la parte posterior del cristalino se logra un arreglo de puntos que guarda isomorfismo con los puntos de la cara visible del objeto; 2) la densidad óptica del humor vítreo difiere de la del humor cristalino, de tal manera que ello favorece una refracción que impide posibles inversiones del arreglo de puntos recogidos en el cristalino; y 3) la actividad de la conciencia impone la invarianza del tamaño de objetos familiares. Los aportes del filósofo árabe igualmente impusieron la urgencia de hallar una ley cuantitativa precisa que nos permita anticipar trayectos de refracción.
Notas
1 Kuhn usó el término “ejemplar” para reorientar el concepto de paradigma que había presentado en la Estructura de las revoluciones científicas. Los ejemplares son soluciones de problemas concretos, aceptadas por la comunidad de investigadores como paradigmáticas. El éxito de un ejemplar en un campo restringido abre la posibilidad de aplicación del mismo en otros campos afines; cfr. Kuhn (1977/1982, p. 322).
2 En la sección dedicada al ojo en perspectiva hablamos del origen de los espíritus visuales.
3 Cfr. Smith (2001, vol. I, p. XX). La hipótesis que atribuía la traducción a Gerard de Cremona (ca. 1114-1187) gozaba de gran aceptación (cfr. Bridges, 1914, p. 70). Hay indicios de una traducción del Aspectibus al italiano en el siglo XIV. El escultor italiano Lorenzo Ghiberti (1378-1455) reportó haber tenido contacto con las ideas de Alhacén (cfr. Steffens, 2007, p. 104). La primera alusión a una versión en latín en Occidente proviene de un escrito de Jordanus de Nemore (1197-1237), en un período entre 1220 y 1230 (cfr. Sabra, 1982, p. 299). Existe también una revisión de la óptica de Alhacén llevada a cabo en el siglo XIV por Kamāl al-Dîn (cfr. Sabra, 1987, p. 227).
4 También han sido usuales las formas “Hacen”, “Alacen”, “Achen”, “Alhaycen”, “Alphacen”, “Allacen”. La presentación “Alhazen” fue sugerida por Friedrich Risner (cfr. Risner, 1572) para la edición del Opticae thesaurus, a pesar de que no aparece en los manuscritos. Mark Smith sostiene que la forma “Alhacen” es una transliteración exacta al latín de “al-Hasan” (cfr. Smith, 2001, vol. 1, p. xxi).
5 Algunas de estas locaciones con copias manuscritas son: Brujas (una completa), Cambridge (dos completas), Edimburgo (una completa), Florencia (una completa), Londres (tres completas), Milán (un fragmento), Múnich (una completa), Oxford (una completa), París (tres completas), Roma (un fragmento, dos completas) y Viena (un fragmento, una completa); cfr. Smith (2001, vol. I, p. xxii).
6 Dado que nuestro interés se inclina más por auscultar la influencia del pensamiento de Alhacén en el mundo occidental que por establecer el sentido profundo del pensamiento original y sus fuentes, vamos a centrar nuestra atención en la versión latina. Cuando se hagan alusiones a la versión árabe (Sabra), hacemos la indicación correspondiente.
7 Euclides impuso la mediación rectilínea sin ofrecer justificación alguna. Al-Kindi quiso justificar ese presupuesto; para ello, se apoyó en la formación de sombras de objetos opacos. Este intento se ahogaba fácilmente en un círculo vicioso: la formación peculiar de sombras se puede explicar gracias a los trayectos rectilíneos de la luz; Al-Kindi quiere que apoyemos nuestra creencia en los trayectos rectilíneos a partir de la formación de sombras (cfr. Lindberg, 1976, pp. 18-32).
8 Estos modelos se encuentran en Plotino (trad. en 1982). Una versión incompleta y alterada de las Enéadas circuló en el mundo árabe como La teología de Aristóteles (cfr. Lindberg, 1986, p. 12).
9 Una buena semblanza de los aportes de Al-Kindi y de la recepción de Galeno y Aristóteles por cuenta de Avicena (ca. 980-1037) y Averroes (1126-1198) se halla en Lindberg (1976, pp. 18-57).
10 Cfr. Steffens (2007, p. 44).
11 Alcmeón de Crotona (ca. 450 a. C.) ya había postulado el cerebro como el asiento del alma y el centro de la percepción, siglos antes de Galeno. No obstante, no fue sino hasta la obra de este último que se generalizó el acuerdo en torno a la prioridad del cerebro (cfr. Guthrie, 1993, vol. 1, p. 329). En el mundo árabe, ‘Abū Zaid Hunayn Ibn Ishāq Al-’Ibādī (Hunayn Is-hâq —809-873 d. C.—) defendió que el cerebro es la fuente de la percepción, el movimiento voluntario y la voluntad (trad. en 1928, p. 15).
12 El problema fue formulado de manera precisa, y para el caso particular de un espejo esférico convexo, en la proposición 18 del libro V de su obra central (Aspectibus, V, 2.137); luego se extendió al caso de los espejos cilíndricos convexos (Aspectibus, V, 2.222-2.249), cónicos convexos (Aspectibus, V, 2.250-2.299), esféricos cóncavos (Aspectibus, V, 2-300-2.490), cilíndricos cóncavos (Aspectibus, V, 2.491-2.519) y cónicos cóncavos (Aspectibus, V, 2.520-2.547). En la obra de Ptolomeo hay algunos antecedentes del problema para casos triviales (Óptica, IV, 11).
13 Esta ley estipula que el ángulo de incidencia (formado por el rayo incidente y la perpendicular al espejo trazada en el punto de incidencia) es congruente con el ángulo de reflexión (formado por el rayo reflejado y la perpendicular al espejo trazada en el punto de incidencia). La segunda ley demanda que el rayo incidente, el reflejado y la normal se encuentren en el mismo plano.
14 Véase Neumann (1998). El lector, si está interesado, puede valerse de la modelación que se encuentra en el micrositio. Allí, el lector podrá: 1) seguir la muy compleja solución de Alhacén en todos sus detalles y en varios casos de aplicación; 2) conocer un estudio de la heurística de la investigación que condujo a la solución, y 3) comparar dicha solución con las ofrecidas por Isaac Barrow (1630-1677) (1669/1860, lect. IX, pp. 82-95) y Christiaan Huygens (1669/1940, pp. 265-271). Un análisis detallado de la heurística se encuentra en Cardona (2012a).
15 Como vemos en este libro, también constituyen una simplificación, que deja por fuera aspectos fundamentales, el considerar el ojo inmóvil, el asumir trayectos rectilíneos y el concentrarse en un solo ojo.
16 Cfr. Euclides (Elementos, definición 1, libro I).
17 De hecho, la sensación visual guarda, según Alhacén, una relación estrecha con la sensación dolorosa. La diferencia parece ser una diferencia de grado, más que de esencia. Roger Bacon también advierte que a la llegada de las formas visibles al ojo, le acompaña una suerte de sensación dolorosa (cfr. Bacon, trad. en 1996, I, dist. 4, cap. 2, 60).
18 Vemos, en el capítulo 8, en la sección titulada “Gramáticas del color y sus consecuencias”, que este singular hecho altera de manera importante la percepción de los colores.
19 En el siglo XIX, Ewald Hering mostró que se ha sobreestimado la iluminación en la percepción del color. Hering puso en evidencia lo que él denominó la “constancia del color de los objetos vistos” (cfr. Hering, 1905-11/1964).
20 Para Alhacén, la recepción de la luz y la recepción del color son dos fenómenos hermanados, pero en ningún sentido idénticos (Aspectibus, I, 6.3). Luz y color son los sensibles propios relativos a la visión (Aspectibus, I, 6.61). Alhacén sostiene también que la forma de la luz es más fuerte que la forma del color (Aspectibus, I, 8.6).
21 En paréntesis remito a los términos utilizados en la traducción al latín. En este caso, el nombre alude a la función de consolidar la estructura del ojo.
22 Se alude con el nombre a la similitud con un cuerno claro (Cornu albo claro). Esta túnica es una barrera que protege a los órganos centrales de la visión, sin impedir el paso de la luz; los protege de los daños que puedan provocar los objetos externos (cfr. Galeno, trad. en 1968, X, 3, 65; 6, 75; Hunain Ibn Is-hâq, trad. en 1928, p. 9).
23 En el siglo XIX, como vemos en el capítulo 8, quedó claro que esa colinealidad no existe.
24 La presencia de este humor de textura gelatinosa, semejante a la clara de un huevo, también fue advertida por Galeno (cfr. Galeno, trad. en 1968, X, 4, 70).
25 Galeno asume que el humor cristalino es perfectamente esférico (cfr. Galeno, trad. en 1968, X, 6, 76); Hunain Ibn Is-hâq cree que es esférico al frente y plano en la parte posterior (trad. en 1928, pp. 3-4).
26 El humor vítreo, según Galeno, aporta los nutrientes básicos para la conservación del cristalino (cfr. Galeno, trad. en 1968, X, 1, 56; Hunain Ibn Is-hâq, trad. en 1928, p. 6).
27 La referencia a los espíritus visuales constituye una clara alusión a una de las formas de pneumas sugeridas por Galeno. El alma ha de auxiliarse, en sus funciones, con dos o tal vez tres clases de pneumas, cuyo manantial inicial tiene que ver con el aire que inspiramos. Los pulmones son los primeros en intervenir para la inicial modificación del aire en pneuma. Una vez mezclado con la sangre, el pneuma original se dirige al ventrículo izquierdo del corazón, allí se reúne con más sangre y es al pasar al ventrículo derecho donde se completa la transformación en pneuma vital. Así, el pneuma vital estará listo para ser distribuido por todas las partes del cuerpo. En el cerebro ocurre la transformación de pneuma vital a pneuma psíquico (este proceso se logra con aire adicional capturado directamente por los canales olfatorios) (cfr. Galeno, trad. en 1968, VI, 17, 362). Este pneuma psíquico se distribuye después por los canales nerviosos (cfr. Galeno, trad. en 1968, VIII, 6, 465). Galeno remite al lector a un trabajo extraviado titulado Sobre la visión. El lector puede comparar, en el capítulo 6 del presente libro, en la sección titulada “Mente y cuerpo: un abismo insalvable”, el origen que propone Galeno para los espíritus visuales con la propuesta que hace Descartes acerca del origen de los espíritus animales.
28 Este resultado será de la mayor importancia cuando se quiera restituir la pirámide de Euclides.
29 El carácter protagónico del cristalino ya había sido puesto en evidencia por Galeno, quien ofreció como argumento el hecho de que las personas que padecen de cataratas (que, de hecho, cubren la córnea y el cristalino) ven afectada su visión (cfr. Galeno, trad. en 1968, X, 1, 55, y Alhacén, Aspectibus, I, 6.14).
30 Alhacén diseñó un conjunto de experimentos controlados para exponer evidencia experimental en favor del desplazamiento recto de la luz en medios homogéneos. Para ello, construyó cilindros, en cuyas paredes taladró pequeños agujeros distribuidos estratégicamente; si se hacía ingresar la luz por uno de estos agujeros, se esperaba establecer cuál era el agujero opuesto por el que emerge la luz (cfr. Alhacén, Aspectibus, IV, 3.4-3.89; I, 6.85; Alhacén, trad. en 1989, cap. 3, §§ 1-7). La justificación de la mediación rectilínea va a ser una de las preocupaciones más importantes en la obra de Roger Bacon (véase el capítulo 3 de la presente investigación).
31 Siempre que se encuentre un método seguro para evaluar el grado de transparencia de un medio.
32 Alhacén quiso establecer las regularidades principales para el caso de la refracción en el Libro VII del Aspectibus.
33 Se puede agregar, como justificación, el hecho de que los rayos que llegan perpendicularmente son más fuertes en el efecto que pueden producir sobre una superficie (cfr. Alhacén, Aspectibus, I, 6.24). Este argumento tiene una fuerza mayor en la obra de Bacon.
34 En principio, el argumento solamente vale para las primeras túnicas del ojo. No es del todo seguro que este sea el caso para la cara posterior del cristalino.
35 Esta preferencia por la perpendicularidad está presente también en otros fenómenos naturales: los cuerpos graves caen en líneas rectas, todas ellas dirigidas al centro del mundo (Alhacén, Aspectibus, I, 6.43).
36 Como vemos más adelante en este apartado, Alhacén descarta la posibilidad de considerar la superficie de la retina como un posible candidato para la recepción de las formas sensibles.
37 Con estos experimentos se pretendía, además de poner en evidencia la propagación rectilínea de la luz, probar las leyes de la reflexión, auscultar el comportamiento de la luz ante superficies reflectantes (espejos planos, esféricos, cilíndricos, cónicos, cóncavos y convexos) y establecer regularidades en casos de refracción.
38 Cfr. Euclides (trad. en 2000b, prop. 19); Ptolomeo (Óptica, III, 68-72).
39 Al final del libro IV, Alhacén denomina “imagen” a la forma de un objeto visible percibida cuando media la superficie pulida de un espejo (Aspectibus, IV, 5.62, V, 1.1).
40 El criterio es una síntesis de dos principios ya sugeridos claramente por Ptolomeo (cfr. Óptica, III, § 3). Unos siglos después, Kepler rechazó la formulación generalizada del principio. Andrée Tacquet (1602-1660) trató de defenderlo, pero halló nuevas dificultades que condujeron a Barrow a declararlo insatisfactorio. Véanse, al respecto, los capítulos 5 y 7.
41 El trabajo de Kepler, siete siglos más tarde, puso en evidencia que la propuesta de Alhacén pretendía enfrentar una dificultad inexistente. Así, antes que resolver el problema, el astrónomo alemán mostró caminos para disolver la dificultad (véase el capítulo 5).
42 Alhacén reconoce que, en ocasiones, es posible continuar con una imagen residual cuando cerramos los párpados. Esto solo ocurre, piensa el filósofo, 1) en circunstancias de luz muy intensa, y 2) tan solo durante un muy breve intervalo de tiempo (Aspectibus, I, 6.92).
43 En el siglo XIX se considerará como tema de fuerte discusión definir si se requiere o no una integración de las dos huellas que se capturan en forma independiente por cada ojo (véase capítulo 8).
44 Cfr. Ptolomeo (Óptica, III, § 43). Algunos comentaristas atribuyen, sin razón, el montaje al matemático jesuita Christoph Scheiner (1573-1650). A propósito de la atribución incorrecta, véase Raynaud (2016b, p. 76).
45 Nader El-Bizri encuentra, en la presentación de Alhacén, varios rasgos emparentados con algunos intentos por ofrecer una descripción fenomenológica de la percepción (cfr. El-Bizri, 2005).
46 Vemos, en el capítulo 8, la manera como Helmholtz llamó nuevamente la atención sobre una suerte de inferencias inconscientes.
47 Si logramos concebir otra propiedad que no aparece en la lista, Alhacén confía en la posibilidad de subsumirla bajo alguna de ellas o alguna combinación. En ese orden de ideas, el listado pretende ser exhaustivo en relación con unas propiedades que podríamos llamar “básicas”. Así, por ejemplo, si percibimos la tristeza, podemos reducir esa propiedad al reconocimiento de ciertas formas geométricas de nuestros gestos en la cara; advertimos esos gestos como la expresión de la tristeza encarnada en el cuerpo de un ser humano (cfr. Alhacén, Aspectibus, II, 3.44).
48 Alhacén propuso un montaje experimental para mostrar que el reconocimiento del estadio 2 no es simultáneo con el estadio 1. Ptolomeo propuso un montaje semejante (cfr. Óptica, II, § 96). Alhacén pide construir un disco circular, sobre el que se han trazado distintos radios vecinos con colores diferentes. Se hace girar el disco alrededor de su eje, mientras se pide a un observador que reconozca el tipo de color que observa. En los casos de mayor velocidad, reporta Alhacén, somos conscientes de una mancha coloreada que gira, pero no logramos atinar con seguridad el tipo de color correspondiente. Es posible que notemos simplemente ciertas manchas cercanas al gris. Si el reconocimiento del tipo de color fuese simultáneo con la impresión, no tendríamos dificultad para distinguir los diferentes colores. Ahora bien, si la mancha gira a alta velocidad, cuando ya estamos dispuestos a hacer la comparación entre la mancha efectiva y las opciones invocadas por la memoria, ya aquella habrá desaparecido para dar lugar a una nueva mancha (Alhacén, Aspectibus, II, 3.58).
49 El estadio 1 coincide con la recepción aristotélica de la forma sin la materia.
50 Guardadas las diferencias, hay cierto parecido de familia con los modelos de construcción cromática explorados por Rudolf Carnap (1891-1970) en la tercera década del siglo XX. Las experiencias cromáticas vividas por un sujeto particular son agrupadas con base en rasgos mínimos de semejanza y ciertos criterios abstractos de construcción de clases. Cuando después incorporamos una nueva experiencia, ella permite acoplarse o modificar el repertorio de clasificación elaborado por el sujeto (cfr. Carnap, 1928/1998).
51 La construcción de tales cartas se puede seguir con todos sus detalles en los apartados “Gramáticas del color y sus consecuencias” y “Helmholtz vs. Hering: gramática del color revisitada” del capítulo 8.
52 Como en otros casos que hemos mencionado, solo a mediados del siglo XIX se fabricaron los instrumentos adecuados para evaluar cuidadosamente la contribución del movimiento de los ojos en la percepción visual (véase capítulo 8, sección titulada “Percepción de la distancia y visión estereoscópica”).
53 Además de mencionar las dificultades cualitativas en el análisis, Ptolomeo no desarrolló herramientas cuantitativas para estudiar la contribución de la inclinación del plano de la cara visible del objeto con respecto a la percepción del tamaño.
54 Los psicólogos contemporáneos conocen este hecho como la invarianza del tamaño (cfr. Rock, 1985, pp. 20-31).
55 Todo esto vale si concedemos sin dificultad que la conciencia tiene acceso a las dimensiones del simulacro que yace en el cristalino o si deriva esto del hecho de comparar la imagen del objeto con la imagen de su mano.
56 Admitimos también que ya hay, gracias al hábito, criterios para reconocer la identidad del objeto.
57 Veremos, en los capítulos 7 y 8, que esta historia es absolutamente central.
58 Esto no es del todo cierto, porque el objeto ya no encara frontalmente al observador.
59 Pese a la solución alcanzada, Alhacén advierte la posibilidad de ofrecer una explicación más completa que pudiese hacer uso de la hipótesis de Ptolomeo según la cual el fenómeno puede deberse a vapores húmedos capturados en la atmósfera. Sin embargo, dicho recurso daría cuenta de una magnificación accidental y no de la magnificación regular que se observa. Tendrían que darse siempre las circunstancias accidentales de hallar capas de vapores húmedos en la dirección del horizonte y no en la dirección del cenit (Alhacén, Aspectibus, VII, 7.72-7.73). Si el lector está interesado, puede seguir la excelente explicación que Mark Smith ofrece de estos pasajes (cfr. Smith, 2010, vol. 2, pp. 395-397, n. 194, 195).
60 Tendríamos que percibir una distancia menor para las partes más alejadas del eje visual.
61 Este argumento es similar al que mucho tiempo después esgrimió Galileo para defender que la superficie lunar presenta asperezas; cfr. Galileo (1610/1984, pp. 41-53).
62 La definición de la belleza no es precisa. Señala el autor: “Crear belleza significa disponer el alma de una manera tal que perciba que lo que es visto es un objeto bello” (Alhacén, Aspectibus, II, 3.202).
63 El papel central que desempeña el desplazamiento del eje visual para adelantar un escrutinio cuidadoso del objeto observado será especialmente estudiado por Helmholtz a mediados del siglo XIX; véase el capítulo 8 de la presente investigación.
64 Mostramos, a lo largo del capítulo 7, cómo llegó Berkeley a concebir la historia perceptual de cada observador, después de invalidar el uso de la pirámide visual como la herramienta central para desentrañar las claves de la percepción.