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PRÓLOGO NICOLÁS GÓMEZ DÁVILA: PHILOSOPHIA PERENNIS Y GNOSIS MODERNA

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«No se acude a Gómez Dávila para degustar las mieles de un pensamiento novedoso y vanguardista, sino para hallar, llenas de vida y belleza, las grandes verdades de la tradición perenne del pensamiento filosófico» escribe Carlos Andrés Gómez Rodas en el presente texto, y no hay afirmación más acertada para introducir al pensamiento de Nicolás Gómez Dávila y para entender el valor filosófico que reviste en nuestro siglo. De hecho, para el pensador colombiano, «la filosofía no se propone pintar objetos nuevos, sino darles su color verdadero a los objetos conocidos» (2005b, p. 31). Por lo tanto, no cabe duda de que Gómez Dávila, por su insistencia en utilizar la expresión de philosophia perennis en una época de historicismo y relativismo en la que no solo se encuentra lingüísticamente inusual, sino también filosóficamente invalidada por su carácter justamente ahistórico, se sitúa en esta corriente, aunque no reduzca esta philosophia perennis únicamente a la antigua filosofía (prisca philosophia). Es este detalle el que probablemente marca su singularidad, por no decir su originalidad, con respecto a pensadores tradicionalistas o, mejor dicho, perennialistas en sentido estricto, tal como el francés René Guénon, el italiano Julius Evola, el suizo Frithjof Schuon o el indio Ananda Coomaraswamy,1 negándose a cualquier compromiso con la filosofía moderna y contemporánea, por lo que es incapaz de reconocer en ellas la eventual permanencia de preguntas y la posibilidad de renacimiento de respuestas. Es por eso que el colombiano asigna una tarea hermenéutica al auténtico historiador de la filosofía: «La tarea del historiador de la filosofía está en traducir la jerigonza filosófica de cada época en el léxico de la philosophia perennis» (2005e, p. 165).

Según su concepción, esta filosofía perenne, más que un contenido fijo, es un método que se elabora a partir del cuestionamiento con la lectura y la comprensión de los grandes autores de la tradición filosófica: «La lectura de los grandes filósofos no enseña qué debemos pensar, sino cómo debemos hacerlo» (2005a, p. 302). Comparte, sin embargo, la idea expresada por Leibniz, según la cual existiría una tradición filosófica formada por verdades permanentes, más allá de sus transformaciones históricas y terminológicas. «No son las verdades de la philosophia perennis lo que se derrumbó, sino la estructura de argumentos retóricos en que se sustentaban» (2005b, p. 433). Cuando Leibniz, a quien se le atribuye la paternidad de esta fórmula de «una cierta filosofía eterna» (perennis quaedam Philosophia) que evoca en una carta a Rémond, del 26 de agosto de 1714, piensa en una misma verdad que habría sido compartida por todos los filósofos anteriores, pero que se encontraría, sobre todo, oculta entre los antiguos y cuyas huellas habría que descubrir. Podríamos ir más lejos en el sentido de Gómez Dávila, argumentando que la filosofía perenne responde, de la misma manera, en diferentes formulaciones, a los mismos problemas planteados de modos distintos, desde que el hombre piensa. Por lo tanto, no hay corpus formal constituido por esta filosofía, sino que se diseminaría por el corpus filosófico clásico, lo que algunos llaman también la Tradición con mayúscula o la Sophia perennis y, tal vez, incluso, mucho más allá.

De esta idea de una perennis filosofia o Sophia perennis se deduce que los principios fundamentales de la metafísica solo pueden redescubrirse y que no puede haber verdaderas innovaciones en este ámbito. En realidad, la expresión misma de philosophia perennis, antes de Leibniz, provendría de un humanista italiano del siglo XVI, responsable de la biblioteca del Vaticano, Agostino Steuco (1497-1548), que redactó en 1540 un tratado, precisamente titulado De perenni philosophia, tratando de sintetizar y popularizar corrientes de la filosofía antiaristotélica contra la Escolástica, entonces todavía dominante. Steuco era un heredero del neoplatonismo florentino, representado por Marsilio Ficino (1433-1499), según el cual existía una unidad metafísica del platonismo y del cristianismo, que denominaba, por su parte, o bien prisca theologia (antigua teología), o bien prisca philosophia o también philosophia priscorum (antigua filosofía). Ficino establece así una genealogía de esta teología antigua y eterna desde Zoroastro, Hermes Trismegisto, Orfeo, Aglaofemo, luego Pitágoras y, finalmente, Platón. Tras los pasos de Ficino, Gómez Dávila prosigue esta genealogía hasta el siglo XX y la originalidad, mas no la «novedad» de su propósito filosófico reside aquí: volver a los orígenes del pensamiento, es decir, del cuestionamiento filosófico y seguir las huellas de la prisca o philosophia perennis hasta en la filosofía moderna y contemporánea.

Pero como bien lo resalta Carlos Andrés Gómez Rodas en su investigación, según Gómez Dávila, este problema original de la filosofía se vincula con el problema teológico y religioso en sí mismo. En palabras del pensador colombiano: «El criterio clandestino de toda opción filosófica es la implicación, o no-implicación de una trascendencia» (2005a, p. 303). De ahí la importancia en su pensamiento del catolicismo como heredero, en su doctrina, de los principios metafísicos de aquella philosophia perennis o prisca theologia y, paralelamente, de su crítica feroz al gnosticismo moderno, como secularización y, por lo tanto, perversión de la esperanza cristiana, lo que el filósofo austro-estadounidense Eric Voegelin llamó «inmanentizacion del eschaton». De hecho, según Gómez Dávila, siguiendo a Eric Voegelin, en cuya lectura profundiza y cuyas tesis radicaliza, sería a la gnosis antigua a la que habría que remontar para comprender el mundo moderno, sus errores y sus horrores. ¿Cómo resume el filósofo colombiano el principio del gnosticismo? Por una «divinización del hombre»: «El solo conocimiento no puede salvar sino siendo acto de un sujeto que se conoce a sí mismo como esencia salvada. Gnosis es divinización, tautológicamente» (2005c, p. 194).

Es esta misma concepción de la gnosis antigua y, específicamente, una concepción del alma como Pars Dei, según la palabra utilizada por los estoicos,3 que se va a desarrollar con el pelagianismo y desembocar, en la época moderna, en el «dogma» laico y rousseauniano de la bondad natural del hombre,4 fuente de la filosofía de la Ilustración, del Iluminismo y del Racionalismo, corrientes que son resurgimientos de la gnosis antigua en el ideario moderno, como bien lo explica Carlos Andrés Gómez Rodas siguiendo los pasos de Nicolás Gómez Dávila.

Sin embargo, lo que caracteriza el pensamiento de Voegelin respecto a este punto es ver, en el proceso de «secularización», no tanto una pérdida de la dimensión de lo sagrado y lo espiritual, sino un acto en sí mismo espiritual, iniciando una relación con lo sagrado. En este sentido, las «religiones políticas» son «religiosas» ya que son, en su opinión, cristalizaciones sagradas y axiológicas de la realidad, a saber, que «cristalizan este sagrado en torno a una realidad intramundana», como el Estado, el soberano, el pueblo, la raza, la clase, etc. El aporte de Gómez Dávila consiste en la radicalización y ampliación de este concepto de «religión política» -que Voegelin reservaba, sobre todo, para los totalitarismos nazi y comunista- incluyendo en él a la democracia moderna. El colombiano comprende que el objetivo político de la democracia moderna es secundario o derivado y que la secularización no es más que la consecuencia de un objetivo principal que pertenece a otro orden. Leyendo a De Maistre, Bonald, Burke y, sobre todo, a Donoso Cortés, sabe que toda política supone un principio teológico o, parafraseando a Clausewitz, que la política no sería más que la continuación de la teología por otros medios, problema que ha sido llamado en la filosofía moderna «teológico-político». Ahora bien, ¿cómo definir teológicamente este motivo, el que determina su nacimiento? La democracia es una religión antropoteísta. ¿Qué significa eso? Que la opción teológica que sustenta su concepción y extensión es la asimilación del hombre a un dios. La democracia es una religión, pero toma al hombre como divinidad. En consecuencia, según Gómez Dávila, su doctrina es una «teología del hombre-dios». De alguna manera, el autor bogotano derroca aquí la famosa dialéctica de Feuerbach expuesta en La esencia del cristianismo (1841) en la que este explicaba que Dios no era más que una objetivación de los atributos humanos, en suma, un antropomorfismo ideal o idealizado, una proyección de cualidades humanas a Dios: «Todas las determinaciones del ser divino son determinaciones del ser humano». Más exactamente, según Feuerbach, el hombre afirma en Dios lo que ha negado en sí mismo, por lo que definirá a Dios como «el ser alienado del hombre». Ahora bien, según Gómez Dávila, se observa, más bien, el movimiento contrario: un teomorfismo, es decir, una transposición de las cualidades divinas al ser humano, lo que habría que denominar mejor, en sentido estricto, un antropoteísmo. En realidad, no se trata más que de la recuperación por el hombre de las cualidades objetivadas anteriormente en la divinidad, es decir, en suma, del paso de la alienación a la liberación.

Aunque Voegelin había insistido mucho sobre el momento joaquinista en el crecimiento del gnosticismo moderno en The New Science of Politics, no hay que pasar por alto este momento feuerbachiano, tanto para sí mismo como para su posteridad, entendiéndose la influencia considerable del autor de La Esencia del cristianismo en la doctrina de Marx y el giro radical que representan estos dos filósofos en la inmanentización del eschaton cristiano y, por lo tanto, en el crecimiento del gnosticismo o el paso de la antigua a la nueva gnosis hasta desembocar en el nihilismo. Aquí reside el aporte gomezdaviliano a la comprensión del mundo moderno y de sus ideologías mortíferas: «Muerto Dios, a los pobres titanes no les queda sino emprender la urbanización de la tierra» (2005b, p. 169).

Michaël Rabier

Doctor en Filosofía

Miembro asociado del LIPHA (Laboratorio Interdisciplinario de Estudios de lo Político Hannah Arendt)-Universidad París-Este.

Nicolás Gómez Dávila frente a la muerte de Dios

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