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PRÓLOGO

Como soy un simple, pero agradecido, convidado de piedra, con quien Carlos ha tenido a bien contar a la hora de redactar este prólogo, me pondré la tirita antes de hacerme la herida; soy un apasionado de la novela, especialmente de la novela histórica y, más aún, de la novela histórica que se desarrolla en mi ciudad, Valencia, o la visita aunque solo sea de casualidad. He reivindicado el papel de la antigua Valencia, de la sarracena Balansiya, como marco de relatos de intriga, de pasión, de aventuras e incluso de terror, y me sorprende que pocos autores se hayan animado a contar sus bondades.

Cuando conozco a un nuevo escritor valenciano, que decide ambientar la trama de su novela en lugares exóticos y lejanos, no puedo evitar un mohín de disgusto. ¡Con lo fácil, y lo cerca, que tenemos dos mil años de Historia, intrigas palaciegas, conquistas a sangre y fuego, amores imposibles y hasta sucesos terroríficos y paranormales, con solo dar la vuelta a la esquina!

Por fortuna, esta desafortunada costumbre no se produce en la novela que tienen en sus manos. Desde la primera página, el aroma de lo cercano, de la huerta viva, de la barraca, de la alquería convertida en pueblo y, de ahí, a parte de la gran urbe valenciana, nos abre las puertas de par en par con la hospitalidad natural de nuestra tierra.

Pero, a pesar de esa amabilidad del texto, tan pronto nos dejemos conquistar por su trama, encontraremos la complicada vida de una familia humilde en aquellos tiempos azarosos, poco antes de la invasión napoleónica: las jornadas interminables de labor, la cruel mortandad infantil (y la no menos ignominiosa situación de práctica esclavitud que vivían aquellas niñas que entraban en amo, obligadas a servir de criadas con apenas nueve o diez años cumplidos), o la emigración forzosa tan pronto llegaba una sequía, una helada o una hambruna.

En ese pulso entre la opulencia y la supervivencia, entrevemos otro choque de trenes de tanta intensidad como el anterior: el enfrentamiento entre ciencia y creencia, entre religiosidad arraigada y conocimiento, dispuesto a arrancar la ignorancia como una auténtica mala hierba, y las consecuencias que tuvo, en aquellos momentos donde dudar de un dogma de fe todavía se consideraba herejía en muchas circunstancias.

Y, al fondo de todo, el rumor sordo de la guerra en el Viejo Continente. Una contraposición clásica: el amor y la familia frente al dolor y la muerte, el Eros contra el Tánatos. En este punto, se supone que debo añadir una apostilla que diga más o menos así: Carlos Barros sabe resolver esta dualidad con innegable maestría, con recursos sorprendentes… pero no lo haré. No porque no crea en la afirmación, sino porque no quiero privarles del placer de descubrirlo por ustedes mismos.

Entren en las ruinas de la ciudad rebelde. Levanten cada piedra, asómense a sus ventanas destrozadas. No tenga miedo de enfrentarse a la sorpresa y a la intriga que el autor nos ofrece, porque es, ni más ni menos, que la Historia que vivimos. La que volveremos a vivir, si no aprendemos de ella. Aquí, a la vuelta de la esquina; Carlos nos habla de Benimaclet, como podía hablarnos de Raqqa o de Mosul. Porque la pobreza, el hambre y la guerra, y esa gran verdad que nos recuerda que, al final, la vida siempre se abre camino, ocurre en cada lugar y en cada momento.

JOSÉ VILASECA HARO

Sobre las ruinas de la ciudad rebelde

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