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Prólogo

Decía Chesterton que «el pueblo nunca puede rebelarse si no es conservador, al menos lo bastante como para haber conservado alguna razón para rebelarse».

Esto es más cierto aún si de lo que se trata es de rebelarse contra el capitalismo. Benjamin comparó el mundo capitalista con un tren sin frenos que rodaba hacia el abismo. Y en lugar de imaginar la revolución socialista bajo el potente aspecto de una locomotora (como tantas veces se había hecho ya), la comparó con el freno de emergencia. La objeción más definitiva que el ser humano puede hacerle a la economía capitalista es que no es capaz de detener, ni siquiera de ralentizar, la marcha. La humanidad ha emprendido un viaje que no tiene estaciones. Incluso los revolucionarios más insensatos han tenido que rendirse a la evidencia de que es imposible competir en velocidad con el capitalismo. Ya en 1848, Marx constataba cómo la economía capitalista había logrado que todo lo sólido se disolviese en el aire. En el año 2009 sabemos hasta qué punto es así. En palabras de Carlos Fernández Liria, «el capitalismo ha atacado este planeta por tierra, mar y aire. Ha reventado el subsuelo terrestre con pruebas nucleares, ha abierto un agujero de ozono en la estratosfera y llenado de misiles las galaxias. Ha desquiciado el código genético de las semillas y ha cubierto de brea los océanos».

Tras apoderarse del mercado del arte y obligar a la belleza a cotizar en bolsa, el capitalismo ha decidido incluso mover de su sitio los glaciares. Esas montañas de hielo habían sido elegidas por Kant como ejemplificación de lo sublime. Lo sublime es aquello que viene demasiado grande a nuestra imaginación, aquello que la imaginación intenta recorrer en vano, experimentando el fracaso de su esfuerzo. Pero lo que es inmenso para la imaginación de los hombres, es pequeño para el capitalismo. Como es sabido, dos glaciares de los Andes chilenos están siendo removidos y desviados para que una compañía estadounidense propiedad de la familia Bush explote unos yacimientos mineros.

En su ofensiva contra todo lo existente, el capitalismo ha deglutido no sólo seres humanos y recursos materiales, sino también ese patrimonio inmaterial sin el cual la reproducción misma de la humanidad es imposible: el conocimiento. «Recientemente», nos dice Fernández Liria, «el capitalismo ha extendido su ofensiva planetaria y ha decidido conquistar también el mundo inteligible, asaltando la universidad y poniéndola al servicio de los intereses del mercado. Nada comparable, de todos modos, a la hazaña de mantener a la mitad de la población mundial viviendo con menos de dos dólares diarios, mientras que las 84 mayores fortunas personales suman una cifra equivalente al producto interior bruto de China y sus 1.200 millones de habitantes. Al hilo de la crisis económica, mientras en el verano de 2009 la patronal española exigía a los sindicatos el despido gratuito (el libre hacía tiempo ya que existía), el presidente del BBVA blindaba su sueldo con una indemnización de 93,7 millones de euros. Así pues, en su gesta por los confines del surrealismo, el capitalismo no ha permitido al ser humano conservar ni tan siquiera el sentido común».

Este panorama no deja mucho lugar a dudas. Pero no siempre se vio tan claro. Los revolucionarios comunistas y anarquistas cayeron a menudo en el error de intentar competir en velocidad y eficiencia con el capitalismo. En realidad, pensaban con acierto que el capitalismo era una traba para el desarrollo humano que el propio capitalismo había contribuido a posibilitar. Lo que no se entendió tan claramente es que el capitalismo no imponía esa traba con un freno, sino con un acelerador. Por eso, el capitalismo deja atrás, al mismo tiempo, aquello que hay que conservar a cualquier precio y aquello que es irrenunciable potenciar.

El capitalismo frena acelerando. Por el camino, como ya señalara el Manifiesto Comunista, ha dado al traste con todo lo que supuestamente había de sagrado e inamovible en la vida humana, desde la vida familiar al tejido cultural o religioso. El capitalismo, sin duda, ha dañado en su misma raíz la consistencia antropológica más elemental. Pero esto no supone necesariamente una calamidad, porque en esa consistencia también van incluidas –como Marx sabía muy bien– las servidumbres humanas más abyectas, como el patriarcado o la tiranía religiosa. Más allá de esa servidumbre, tenemos una oportunidad para aprender a vivir –como nos aconsejaba Aristóteles y siempre gusta de recordar el propio Carlos Fernández Liria– no como los mortales que somos, sino en tanto que seres racionales capaces de inmortalizarse en las obras de la libertad.

Ahora bien, es esta posibilidad del desarrollo humano la que el capitalismo impide absolutamente. Las obras de la razón –decía Husserl– no pertenecen al tiempo, sino a la eternidad. En todo caso, no se acomodan fácilmente a los requerimientos temporales y mucho menos al ritmo vertiginoso de la aceleración capitalista. Y, sin embargo, son irrenunciables. Los hombres, decía Kant, por mucho que amen la vida, aman más aquello que hace a la vida digna de ser vivida. Entre todo aquello que merece ser conservado y por lo que merece la pena rebelarse, no hay nada más irrenunciable que la dignidad. Y, con ella, aquello que la hace posible, la libertad; y aquello que ella exige a este mundo, la justicia.

Es fácil reconocer aquí el anhelo que impulsó a tantos y tantos revolucionarios en los dos últimos siglos. Ahora bien, el corpus doctrinal del marxismo tenía enormes dificultades para anclar ahí su concepción del «hombre nuevo» que se proponía forjar políticamente. Pues una vida política a la altura de las exigencias de la razón no era, en definitiva, más que aquello que las grandes revoluciones burguesas habían llamado «ciudadanía». No era, después de todo, sino el modelo de ser humano que la Ilustración había considerado irrenunciable. Bien poca cosa para una teoría dialéctica de la historia que exigía avanzar mucho más allá del mundo burgués y que pretendía ser más veloz incluso que el capitalismo, hasta acabar adelantándolo en los cauces del devenir histórico. De este modo, lo que el capitalismo frustraba y mutilaba, el marxismo se empeñaba en dejarlo bien atrás, como antiguallas destinadas a ser sepultadas por la corriente imparable de la historia. La paradoja fue que el patriarcado o la religión –sufriendo, sin duda, grandes modificaciones– demostraron tener una insólita capacidad de adaptación al curso siempre cambiante del capital, mientras que lo que sucumbía era precisamente el pensamiento de la Ilustración, la única columna vertebral posible de todo proyecto político republicano. En su lugar, el marxismo se empeñó en descubrir la pólvora, inventando un hombre más nuevo que el ciudadano y un derecho más legítimo que el derecho. Como trágicos resultados podemos citar, por ejemplo, el culto a la personalidad de Stalin o la revolución cultural maoísta.

Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero llevan años alertando de este desastre teórico y procurando sentar las bases para una reconciliación del marxismo con la tradición republicana de la Ilustración. Sus últimas publicaciones no han dejado de insistir en que si hay algo que el capitalismo convierte en imposible es precisamente el proyecto político de la Ilustración, lo que solemos expresar bajo la idea de una democracia en «Estado de derecho» o bajo el «imperio de la ley». Y que si algún motivo nos da el capitalismo para rebelarnos contra él es precisamente el de haber frustrado este proyecto político y el de hacerlo cada día más impracticable. De entre todo aquello que merece ser conservado, nada lo merece tanto como la dignidad. Y el hombre no encuentra la dignidad de su existencia más que viviendo políticamente en libertad. Por eso, entre todos los futuros posibles por los que merece la pena luchar, nada es más irrenunciable que la idea de una república en la que los legislados sean a la vez legisladores, es decir, una sociedad de hombres libres e iguales, una comunidad de ciudadanos.

Pero esta reivindicación de la Ilustración desde el marxismo hundía sus raíces, mientras tanto, en un trabajo interminable sobre la obra de Marx que sólo ahora puede salir a la luz. Este libro estaba supuestamente terminado en el verano de 1999, cuando Carlos Fernández Liria me anunció que había firmado un contrato con Akal para su inmediata publicación. Ello era el resultado de un proyecto que se había convertido en una obsesión desde los tiempos en los que juntos habíamos publicado Dejar de pensar y Volver a pensar, empeñándonos en reivindicar el marxismo justo cuando, en el corazón de los años ochenta, todo parecía venirse abajo para esta tradición. Teníamos que explicar, en definitiva, que había tantas razones para seguir leyendo a Marx como razones había para seguir combatiendo el capitalismo. Es difícil discutir hasta qué punto los tiempos nos han dado, desdichadamente, la razón.

Sin embargo, el volumen sobre El capital que Carlos Fernández Liria había preparado en 1999 –y para el que me había pedido que escribiera precisamente el presente prólogo– iba a tener que esperar aún otros diez años de gestación. Carlos Fernández Liria suele contar que, justo cuando lo tenía listo para la edición, un alumno suyo llamado Luis Alegre Zahonero descubrió un pequeño hilo suelto en su argumentación y, tirando de él, el libro entero se deshizo en mil retales que había que volver a componer. El problema era, además, que para componerlo había que emprender una discusión precisamente en el terreno en el que Marx no paró toda su vida de moverse: el mundo de la economía. Ni a Carlos Fernández Liria, ni a Luis Alegre Zahonero ni a mí nos resultaba fácil emprender esa tarea sin ayuda. Pero precisamente en ese año 1999, en el marco de las primeras movilizaciones estudiantiles contra la mercantilización de la universidad, Luis Alegre comenzó a trabajar estrechamente con Economía Alternativa (grupo estudiantil muy activo que se había formado con profesores como Xabier Arrizabalo, Diego Guerrero o Enrique Palazuelos). De este grupo, por cierto, han surgido economistas extraordinarios (como Bibiana Medialdea, Nacho Álvarez o Ricardo Molero), cuyo enfoque les hace objeto de un fuego cruzado: por un lado, de la economía ortodoxa y, por otro, de los defensores del concepto más dogmático de valor, que les acusan de no estar haciendo «economía marxista». No sin buenas razones, Luis Alegre Zahonero repite con frecuencia que este libro es en gran medida una defensa del derecho a considerar estrictamente marxista el enfoque de una investigación como la que se recoge en Ajuste y salario (Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2009). En cualquier caso, tras una interminable correspondencia entre Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero, decidieron reemprender juntos la redacción del libro.

El problema había surgido en torno al concepto de «precio de producción», pero afectaba a la interpretación del orden interno de todo El capital. El lector lo comprobará más adelante, al avanzar en el libro que tiene entre sus manos. Hay un momento muy inquietante en el Libro III, en el que Marx nos dice que si las mercancías se vendieran a sus valores, quedaría abolido todo el sistema de la producción capitalista, de manera que puede interpretarse que la teoría del valor resulta incompatible con lo que ocurre en la realidad. Lo de menos es que Marx vaya a demostrar, quizá, que esto sólo ocurre «en apariencia», porque, en el fondo, la teoría del valor sigue cumpliéndose de todos modos. Lo inquietante es que Marx diga a continuación que si del hecho demostrado de que «las mercancías no se venden a sus valores» hubiera que concluir «que la teoría del valor es falsa», resulta que la conclusión no sería que la teoría del valor es falsa, sino que el capitalismo es incomprensible.

Aunque el lector no esté aún familiarizado con estas nociones y carezca del instrumental teórico para comprender lo que estamos diciendo, es fácil que se haga cargo de que esta forma de argumentar tiene algo de extravagante. Lo mismo ocurre en otro pasaje inquietante: justo en el momento en que acaba de demostrar que la tasa de ganancia tiende a igualarse para todos los sectores con independencia de lo intensivos que sean en mano de obra y todo hace pensar que la fuente del plusvalor ya no es el trabajo y que, por consiguiente, la teoría del valor deja de cumplirse, lo que concluye Marx es que, si esto fuera así (y lo inquietante es que acaba de demostrar que lo es), «desaparecería todo fundamento racional para la economía política».

Es decir: de lo que Marx está más firmemente convencido es de que sin teoría del valor no hay posibilidad de entender nada. Si los hechos demuestran que la teoría del valor es falsa, no es que la teoría sea falsa, sino que la realidad es incomprensible.

Como es sabido, hoy todo el mundo en economía está convencido de que la teoría del valor es falsa (o por lo menos inútil). Es fácil demostrar que es así, se dice a menudo. Lo verdaderamente desasosegante ante esta situación es imaginar a Marx diciendo más o menos lo siguiente: de acuerdo, pero que conste que, si acabarais por demostrar que la teoría del valor es falsa, lo que estaríais demostrando, más bien, es que vuestra ciencia no es más que una estafa.

¿Por qué, entonces, Marx está tan seguro de que no se puede renunciar a la teoría del valor incluso cuando acaba de demostrar él mismo que la teoría del valor no se cumple? ¿Será que en el fondo sí se cumple? ¿Será que es posible encontrar la ley de transformación de valores en precios? Este fue el camino que siguió la tradición marxista con el famoso problema de la transformación. En resumen, las mercancías se venden a un precio que es proporcional al capital invertido. Sin embargo, la teoría del valor exige que los precios sean proporcionales a la cantidad de trabajo que ha intervenido en su fabricación. A partir de aquí la tradición marxista aún no ha cesado de intentar encontrar un procedimiento capaz de transformar los valores en precios, en una dialéctica que normalmente juega con lo que ocurre «en apariencia» y lo que ocurre «en el fondo». En este género de argucias teóricas –esencia / apariencia, fondo / superficie, forma / contenido, etc.– se han escondido a menudo auténticos trucos de prestidigitación que permitían al marxismo decir lo mismo y lo contrario al mismo tiempo con tan sólo sacarse de la manga dos (o tres) niveles de análisis. Ataviados de lógica dialéctica, estos recursos se convirtieron en una continua estafa científica.

Este libro reserva una buena sorpresa al respecto. Lo que sus autores vienen a demostrar es que el problema que estaba en juego en esa tozudez marxiana por ligar la economía a la teoría del valor no tenía que ver con el asunto de que ésta se «cumpliera» o no se «cumpliera» en la determinación de los precios. Tenía que ver, más bien, con la delimitación del objeto de estudio de la economía y, en concreto, con la forma en la que hay que pensar la articulación entre mercado y capital, por una parte, y entre derecho, ciudadanía y capital, por otra. Por decirlo rápidamente: que la cosa tenía que ver, más bien, con el problema de cómo se articulaban Ilustración y capitalismo en esa realidad a la que llamamos sociedad moderna.

Es decir, puede ser perfectamente falso que el valor-trabajo sea el determinante último de los precios, sin que, por eso, la teoría del valor tenga que ser rechazada. Pues podría ocurrir muy bien que la determinación de los precios no fuera ni mucho menos aquello para lo que la teoría del valor resulta imprescindible. Podría ocurrir muy bien que lo que se jugara en ella fuera más bien la posibilidad de constituir un objeto científico propio para la economía política, de tal modo que sin ella la economía misma se convirtiera en una estafa. Una cosa es que te falten las soluciones y otra que te falten las preguntas. Y podría ocurrir que la economía no pudiera sino plantear mal todas las preguntas sin una previa aclaración sobre la relación entre mercado, capital y ciudadanía, es decir, sin una comprensión clara de la articulación de esa sociedad, la sociedad moderna, cuya «ley económica fundamental» trata Marx de esclarecer.

Desde luego, éste no es el camino habitual por el que ha transitado la resolución del problema. Pero, en realidad, tampoco es el camino habitual por el que ha transitado la tradición marxista en general, pues, como ya hemos señalado, el diálogo con la Ilustración siempre quedó supeditado a la acusación vertida sobre el derecho burgués (y después, también, sobre la ciencia «burguesa», la moral «burguesa», la filosofía «burguesa», etc.). Hablando con Carlos Fernández Liria, a menudo lo hemos comentado: sería, desde luego, una extraña casualidad que nosotros hubiéramos acertado a ver claro respecto de un problema en el que han zozobrado mentes muy lúcidas, tanto en economía como en filosofía. Sería, desde luego, altamente improbable semejante agudeza o penetración. Ahora bien, esta arrogante pretensión queda notablemente amortiguada si se atiende a algunas circunstancias importantes.

El problema de la transformación entre valores y precios –o, lo que es lo mismo, el problema de la compatibilidad entre el Libro I y el III de El capital o, en definitiva, el problema de la consistencia interna de esta obra– ha torturado a los mejores estudiosos y empantanado centenares de libros de los mejores economistas. Pero, quizá, lo que hay que explicar es, precisamente, el motivo de tanto reiterado naufragio. Tanta zozobra podría perfectamente explicarse si la discusión se hubiera planteado en unas circunstancias en las que era imposible atisbar la solución; no, desde luego, porque faltara inteligencia o los tiempos no estuvieran maduros para ello, sino porque, sencillamente, había algún armatoste o algún trasto viejo taponando la salida. Por decirlo rápidamente: el corpus teórico del marxismo impedía entender sin prejuicios, por ejemplo, la obra de Kant. En general, impedía un diálogo con el pensamiento de la Ilustración como el que, sin embargo, han emprendido en Cataluña algunos autores ligados a la revista Sin Permiso, como Joan Tafalla, Antoni Domènech o Joan Miras; o, en Francia, Florence Gauthier.

Carlos Fernández Liria me decía que la suerte ha consistido en encontrarse en el sitio adecuado y en el momento adecuado: «Al leer el Libro III de El capital, uno se da cuenta de que está situado en un sitio mejor para entenderlo que incluso aquel en el que estaba colocado Marx para comprenderse a sí mismo. Hemos tenido un instrumento teórico que la tradición marxista no tenía, porque era imposible en su época. Que tampoco tenían los economistas, porque es imposible en su ámbito, y que tampoco tenía Marx. ¿Cuál? Bueno, hemos tenido una buena interpretación de Kant a nuestra disposición. Lo mismo que de Sócrates, Platón o Galileo. En general, hemos tenido a nuestra disposición una interpretación de la historia de la filosofía con la que la tradición marxista nunca pudo contar. En eso ha tenido mucho que ver la obra de Felipe Martínez Marzoa o los cursos de María José Callejo. Es posible que algo se deba a la lectura heideggeriana de la historia de la filosofía. Pero no porque Heidegger sea muy importante aquí, sino porque lo que esa lectura tenía de bueno es que era, al menos, una lectura. ¡Y es que la tradición marxista jamás había leído bien a Platón, Kant o Husserl, porque ni siquiera había llegado a leerlos mal! En cualquier caso, no había entendido gran cosa. Por otra parte, la tradición marxista, con su desprecio por el pensamiento “burgués”, había tirado a la basura todo el pensamiento de la Ilustración, que se remontaba a Sócrates o a Platón».

Hay que decir también que todos nosotros hemos tenido, al mismo tiempo, la suerte de estar situados ante un hecho histórico que servía muy eficazmente –como un vastísimo laboratorio– para confirmar la validez de esta lectura de Marx. Hemos sido contemporáneos de una revolución latinoamericana que, por primera vez, camina hacia el socialismo por vía democrática (lo que ya había ocurrido varias veces) y que por primera vez no han logrado abortar mediante invasiones, bloqueos o golpes de Estado (lo que aún no había ocurrido nunca). Así pues, una excepción, tan interesante como suelen ser, para la historia de la ciencia, las excepciones. En su libro Comprender Venezuela, pensar la Democracia, Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero defendieron –y no hablaban en broma– que la revolución bolivariana era el acontecimiento más interesante de la historia de la Ilustración desde que Robespierre fue guillotinado en 1793. El libro entusiasmó a nuestra inolvidable querida amiga Eva Forest, que lo publicó en Hiru y luchó para que se conociera en Venezuela, hasta que, finalmente, la obra recibió el Premio Nacional de Ensayo «Socialismo el siglo XXI» y una mención honorífica en el Premio Libertador.

Ahora es muy difícil hacer pronósticos sobre el camino que seguirá la revolución bolivariana en Latinoamérica. En todo caso, el golpe de Estado contra el presidente Chávez en abril de 2002 fue, en efecto, una excepción a lo que Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero han calificado como la ley de hierro del siglo XX: la instancia política jamás logró enfrentarse con éxito a la instancia económica, conservando al mismo tiempo el Estado de derecho. Y ello no fue por un desvarío revolucionario, sino todo lo contrario: porque –como dijo Kissinger– entre salvar la democracia o salvar la economía, se eligió siempre salvar la economía (la economía de los más poderosos, por supuesto); y se hizo mediante golpes de Estado, torturas, desapariciones y represión, a sangre y fuego.

Lo que la revolución bolivariana en Latinoamérica ha estado a punto de demostrar (nadie puede saber si seguirá por el mismo camino o si más bien sucumbirá al pragmatismo y la socialdemocracia) ha sido que el socialismo no sólo puede llegar a ser compatible con la democracia, sino que lo es infinitamente más que el capitalismo. Éste es el verdadero motivo por el que todos los medios de comunicación se volcaron enseguida en una campaña de desprestigio contra Chávez y la Venezuela bolivariana. Lo que podía hacerse visible ahí era un ejemplo demasiado peligroso: un socialismo en Estado de derecho.

Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero han mostrado suficientemente cómo, durante todo el siglo XX, se abortaron sangrientamente todos y cada uno de los intentos de hacer compatible el socialismo con la democracia. Cada vez que las izquierdas ganaron las elecciones y pretendieron seguir siendo de izquierdas, un golpe de Estado dio al traste con el orden constitucional (España, 1936; Guatemala, 1954; Indonesia, 1965; Chile, 1973; Haití, 1991; y un largo etcétera). Es lo que yo llamé «la pedagogía del millón de muertos»: cada cuarenta años, más o menos, se mata a casi todo el mundo y luego se deja votar a los supervivientes. Esto es lo que normalmente se conoce como «democracia».

Así pues, al comunismo no le quedó nunca otra vía que la revolución armada. Pero no porque fuera incompatible con la democracia o el parlamentarismo, sino porque, por la fuerza de las armas, se impidió cualquier intento de que lo fuera. A este respecto, por supuesto, la revolución bolivariana es sólo a medias una excepción. En primer lugar, porque el socialismo le queda muy lejos todavía, pero, en segundo lugar, porque no es cierto que no haya sido una vía armada. Lo que ocurre es que una correlación de fuerzas absolutamente excepcional en el interior del ejército ha permitido sostener armadamente la democracia bolivariana. De lo contrario, Venezuela habría sido ya invadida o, sin más, habría triunfado el golpe de estado de 2002. Pero en esto Venezuela no ha marcado la norma, sino más bien la excepción. No se puede tomar el ejemplo bolivariano para enmendar la plana a los movimientos revolucionarios del siglo XX. Otra cosa es que, bajo el paraguas de Venezuela (y, por supuesto, de Cuba), haya sido viable una victoria electoral de Correa en Ecuador o de Evo en Bolivia (no así en Honduras).

Ahora bien, ¿por qué, durante todo el siglo XX, no se permitió ni una sola vez la existencia de una democracia en la que hubieran ganado las izquierdas? ¿Por qué, ahora que ha resultado inevitable aguantar una excepción, la reacción de la prensa y los gobiernos occidentales ha sido tan furibunda y rabiosa? ¿Por qué tanto miedo? Por supuesto, porque lo que no se podía permitir es que se hiciera visible que el socialismo era compatible con el Estado de derecho. Pero, también, quizá, porque un socialismo en Estado de derecho sería, por primera vez, un verdadero Estado de derecho. Es decir, porque retomaría el proyecto político de la Ilustración ahí donde quedó interrumpido con el ajusticiamiento de Robespierre y el golpe de Estado de Thermidor. Y porque, de este modo, podría hacerse patente todo aquello de lo que la humanidad es capaz en Estado de derecho.

Para plantear así las cosas había que deshacer no pocos malentendidos sobre el proyecto político de la Ilustración y todo aquello que la tradición marxista había insensatamente despreciado como «derecho burgués», cosa que Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero (en colaboración, esta vez, de Pedro Fernández Liria y Miguel Brieva) hicieron fundamentalmente en Educación para la ciudadanía. Democracia, capitalismo y Estado de derecho (Akal, 2008). Con todo, quedaba por hacer, por supuesto, lo principal: demostrar que esta postura política podía ser considerada marxista, es decir, que era compatible con una lectura posible de Marx.

Nuestras tesis –quiero llamarlas nuestras con toda convicción– han sido comprendidas e incomprendidas, como es lógico. Por parte de la derecha, como no podía dejar de ocurrir, recibidas con escándalo, con sorna, y a veces con histeria, pues, al fin y al cabo, se estaba reivindicando desde la extrema izquierda el nervio fundamental de su equipamiento conceptual: los conceptos fundamentales de la tradición liberal. El escándalo que levantó Educación para la ciudadanía (cfr. el prólogo a la segunda edición) es, en realidad, una buena prueba de que la burguesía se sentía enormemente cómoda y satisfecha considerándose la legítima propietaria del concepto de ciudadanía o de Estado de derecho. Estos conceptos le resultan imprescindibles para construir lo que Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero han llamado la «ilusión de la ciudadanía» o el «espejismo trascendental de la mirada política contemporánea». Exigir que nos sean restituidos es la mejor forma de poner las cartas sobre la mesa y desvelar el totalitarismo económico que organiza la sociedad capitalista.

Por parte de la izquierda ha habido ya algunos intentos de discutirlas y desautorizarlas[1]. Fundamentalmente, se ha negado que sean tesis posibles dentro del marxismo e incluso dentro del materialismo. El presente libro contiene una lectura exhaustiva de El capital de Marx. No hay mejor ocasión para poner a prueba la pertinencia de estas críticas.

Santiago Alba Rico, Hortichuelas Bajas, 15 de agosto de 2009.

[1] Cfr., por ejemplo, M. Huguet Galcerán, «El sexo de los ángeles y el estado de derecho»; sobre los libros de C. Fernández Liria y L. Alegre, Comprender Venezuela, pensar la democracia [Hondarribia, Hiru, 2006] y Educación para la ciudadanía. Democracia, capitalismo y Estado de derecho [Madrid, Akal, 2007]», Youkali. Revista crítica de las artes y el pensamiento 5, pp. 143-150; J. D. Sánchez Estop, «De la Ilustración a la Excepción. Una discusión con las tesis del libro Comprender Venezuela, pensar la democracia», Logos. Anales del Seminario de Metafísica 40 (2007), pp. 345-360; J. Brown, «Comunismo o policía. Reflexiones al hilo de dos artículos del número 100 de VIENTO SUR (Capitalismo y ciudadanía: la anomalía de las clases sociales, de C. Fernández Liria y L. Alegre Zahonero, y «Democracia burguesa»: nota sobre la génesis del oxímoron y la necedad del regalo, de A. Domènech) [http://www.vientosur.info/documentos/El%20comunismo.pdf].

El orden de 'El Capital'

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