Читать книгу El orden de 'El Capital' - Carlos Fernández Liria - Страница 5

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Introducción

La gravedad de la crisis económica que azota al mundo entero ha obligado a todos, del modo más dramático, a recordar que vivimos en una sociedad capitalista. El capitalismo ha vuelto a ponerse sobre la mesa como tema inexcusable: la administración estadounidense defiende la necesidad de intervenir para salvar el capitalismo; varios líderes europeos proponen refundar el capitalismo; casi toda la izquierda radical, tras años de complejos, vuelve a definir sus posiciones como anticapitalistas.

Pero ¿qué es el capitalismo? En principio, todos estamos bastante seguros de saberlo. Vivimos en ese sistema y lo padecemos; algunos incluso se mueven en él con tanta soltura que logran sacarle beneficio con enorme pericia. ¿Cómo no van a saber lo que es? Sin embargo, una vez formulada la pregunta, no podemos dejar de reconocer que no tiene una fácil respuesta. De hecho, suele hacer falta toda una facultad en la ciudad de la ciencia para hacerse cargo de preguntas de ese tipo. De un modo similar, todos estamos razonablemente seguros de saber lo que es el espacio, el tiempo, la materia, la energía o el movimiento. ¿Para qué hacen falta, entonces, las facultades de Física? Pues, en primer lugar, para descubrir que no lo sabemos y, por lo tanto, formular las preguntas adecuadas y tratar de encontrar las respuestas. Ahora bien, ¿se ocupan actualmente en las facultades de Economía de atender a esa pregunta?

Evidentemente, todavía hay algunos economistas que sí, pero lo hacen cada vez más arrinconados por la presión que impone la ortodoxia (lo cual hace su trabajo aún más digno de elogio). En las facultades de Ciencias Económicas, que se van transformando progresivamente en escuelas de administración de empresas o de técnicas de mercado, se enseña generalmente a gestionar negocios en el marco de las sociedades capitalistas, a moverse en ellas con desparpajo, a administrar su funcionamiento, a comprar y vender en los momentos adecuados o a localizar nichos de mercado. Prácticamente ha desaparecido el espacio para preguntar qué es eso del capitalismo. Desde el punto de vista de la organización de los saberes, es como si en las facultades de Física se enseñara ahora a desplazar cosas en el espacio y en el tiempo (pongamos, por ejemplo, a tirar piedras o a montar en monopatín), pero hubiera desaparecido la posibilidad de preguntar qué son el espacio y el tiempo.

Por eso, necesitamos más que nunca volver a leer a Marx. El capital, desde luego, no es de ninguna ayuda para saber cuándo comprar y vender; tampoco es especialmente útil para gestionar una empresa ni para administrar el capitalismo desde los poderes públicos. Por el contrario, lo único que Marx pretende es investigar qué es el capital; algo que, como ocurre en general con el trabajo teórico, suele interesar bastante poco a quienes buscan saber (o incluso ya saben) cómo manejarse con él con desenvoltura. Podría parecer de sentido común que moverse con destreza en el capitalismo es la mejor prueba de que se sabe todo lo que hay que saber al respecto, pero eso es en realidad tan absurdo como pretender que hacer ejercicio físico basta para saber física.

Si Marx ha unido su nombre al de otros grandes autores del pensamiento universal, como Sócrates o Galileo, ha sido, precisamente, por lograr formular, respecto a un terreno que había permanecido inexplorado hasta el momento, una pregunta tan desconcertante como las preguntas de la física. En efecto, fue Sócrates el que de un modo más radical se empeñó en llamar teoría sólo a lo que cumpliese las condiciones del modo de preguntar de autores como Galileo o Marx y, con ello, fundó, por decirlo así, los cimientos de una ciudad distinta a todas las ciudades conocidas hasta el momento: la Ciudad universitaria. Actualmente –con esa ofensiva neoliberal contra la Universidad que se ha llamado en Europa Proceso de Bolonia, aunque responde en realidad a una directriz mundial dictada por la OMC–, se ha decidido desmontar piedra por piedra el edificio de la producción científica para subordinarlo por completo a los intereses del mercado. Pero eso no nos impide seguir llamando ciencia a lo que se debería hacer en los departamentos de Física teórica y no, por ejemplo, a lo que se hace en el Postgrado en Surf de la Universidad de Mondragón o en la licenciatura en Empaquetados de la Universidad de Wisconsin. Ciertamente, según el nuevo imperativo, nada ha de tener cabida en la universidad si no satisface alguna demanda mercantil, pero, gracias precisamente al modo teórico de interrogar practicado por Sócrates, Galileo o Marx, tenemos al menos derecho a decir que eso no es el nuevo modo de hacer ciencia, sino, sencillamente, el fin de la ciencia. En esta dirección, la destrucción de las facultades de Economía ha sido pionera (debido, sobre todo, a lo lucrativo del producto alternativo que podían ofrecer) y la expulsión de Marx de sus aulas no es, en efecto, demasiado sorprendente.

Sin embargo, la pregunta por la consistencia interna del capitalismo, tal como la formula Marx, se está abriendo paso como a codazos y, de un modo inesperado, se está produciendo una significativa recuperación del interés por El capital. Detonado por la grave crisis que está sacudiendo al capitalismo, el interés por la obra de Marx se está extendiendo más allá de los propios muros de la academia (especialmente en algunos países como Francia o Alemania). De repente, se descubre con asombro que ha entrado en una grave «crisis» –con dramáticas consecuencias para todos– una cosa que no sabemos muy bien qué es y, entonces, se vuelve a recordar que hubo una vez alguien empeñado en interrogar al capital con preguntas tan insólitas como las que le valieron a Sócrates su dimensión universal y, por cierto, su condena de muerte.

Ahora bien, volver la mirada hacia Marx para que nos ayude a entender lo que está ocurriendo exige rescatar su obra de ese corpus que generalmente se reconoce como «marxismo» (ya que así sigue estando fijado en todo tipo de manuales) y que, en realidad, no es más que el producto de una doctrina de Estado que se fue configurando al agitado ritmo de las decisiones políticas, sin hacer concesiones al sosiego, la tranquilidad y la libertad que requiere el trabajo teórico.

Entre los no pocos efectos desastrosos que tuvo para el marxismo este modo de establecer su versión oficial, quizá el de consecuencias más dramáticas sea el haber regalado a la ideología liberal los conceptos fundamentales de la tradición republicana.

La ideología liberal ha hecho siempre los mayores esfuerzos por identificar de un modo indisoluble el capitalismo y los grandes ideales de la Ilustración vertebrados en torno a la noción de ciudadanía. Esto, desde luego, es fácilmente comprensible. No resulta extraño que se intenten utilizar siempre en provecho propio esas construcciones teóricas que constituyen, sin duda, grandes conquistas del espíritu humano. Lo que resulta verdaderamente desconcertante es que, de un modo inesperado, el enemigo te las entregue sin dar la más mínima batalla y sin pedir nada a cambio.

Ciertamente, el negocio no pudo ser más redondo para la ideología liberal. No hay nada mejor para defender la postura propia que presentarla indisolublemente unida a ciertas aspiraciones irrenunciables de la humanidad. De este modo, sin apenas oposición, el liberalismo económico logró con gran habilidad defender de un modo verosímil la perfecta unidad entre libertad, derecho y capitalismo como ingredientes imprescindibles de la sociedad moderna. El argumento puede resumirse en los dos pasos siguientes.

(1) Tras siglos en los que te podían quemar a fuego lento por no compartir, por ejemplo, el dogma de la Trinidad, la sociedad moderna surgiría de la renuncia a imponer prescripciones vinculantes para todos. Tras siglos de supersticiones y mitos impuestos con carácter general, la sociedad moderna se instauraría sobre una nueva regla fundamental: nadie ha de tener derecho a imponerme qué debo creer o qué debo hacer según su propio criterio. Nadie ha de poder obligarme a comulgar con nada ni con nadie en contra de mi propia voluntad. El orden completo de la sociedad moderna estaría, pues, basado en el principio de libertad civil: nadie ha de tener derecho a meter las narices en mi vida siempre y cuando mi modo de actuar no suponga una amenaza para la libertad ajena. Este principio de libertad civil lo enuncia Kant afirmando que «nadie me puede obligar a ser feliz a su modo (tal como él se imagine el bienestar de otros hombres), sino que es lícito a cada uno buscar su felicidad por el camino que mejor le parezca, siempre y cuando no cause perjuicio a la libertad de los demás para pretender un fin semejante»[1]. En realidad, el proyecto de fundar un Estado de derecho consistiría ante todo en romper con las ataduras y servidumbres ancestrales que prescriben con carácter obligatorio para todos qué se debe pensar, qué se debe hacer, qué se debe decir y en qué se debe creer.

(2) Ahora bien, en lo relativo a cuestiones económicas, este principio nos llevaría de un modo automático a establecer una esfera del intercambio en la que nadie tuviera derecho a inmiscuirse en los acuerdos que se alcanzasen entre particulares (siempre, claro está, que no supusieran una amenaza para terceros). Si alguien quiere vender algo suyo y otro lo quiere comprar y se ponen de acuerdo en el precio, nadie tiene derecho a entrometerse. En estos intercambios, cabe esperar que cada uno persiga ante todo su propio interés (buscando lo que considere más beneficioso para sí mismo) y, desde luego, a partir del único principio de libertad puesto en juego, todo el mundo ha de tener derecho a hacerlo. Mientras no haya coacción, violencia, robo o amenazas, no habrá nada que objetar a la búsqueda del máximo beneficio individual. De este modo, el resultado de aplicar el principio de libertad civil a la esfera económica conduciría a un mercado generalizado en el que cada uno pudiese perseguir libremente su propio interés, es decir, conduciría a un sistema de mercado guiado por la obtención de beneficios y, por lo tanto, a un sistema capitalista.

Así pues, nos encontramos con que, sobre la base del principio de libertad civil, se obtendría, por un lado, el concepto de Estado de derecho y, por otro, el concepto de capitalismo. De este modo, resultaría evidente que ambos forman inseparablemente parte del mismo sistema al que denominamos sociedad moderna y, por lo tanto, carecería simplemente de sentido defender el proyecto político del Estado de derecho sin defender, al mismo tiempo, el capitalismo.

Lo sorprendente, como decimos, no es que la ideología liberal trate siempre de razonar así. Lo sorprendente es que, para rechazar este planteamiento, una parte fundamental de la tradición marxista, en vez de denunciar la estafa en la que se basa el argumento, lo diese en gran medida por bueno, estableciendo que, si se quería acabar con el capitalismo, había al mismo tiempo que superar el derecho. La condena del capitalismo tenía que ir necesariamente de la mano del rechazo al «derecho burgués» y al «individualismo» que se halla en su base. El concepto de derecho, tal como es enunciado por los autores de la Ilustración, no sería más que la codificación del individualismo burgués y, por lo tanto, tendría que ser superado junto con la sociedad burguesa. Sin duda, debía considerarse un progreso histórico el haber librado a los hombres y mujeres de todas las supersticiones y ataduras serviles del pasado, pero el «derecho burgués», que encerraría a los individuos en sí mismos, blindando el espacio para que persigan su propio interés, sería un producto específicamente moderno, fruto de una sociedad basada en la producción de beneficios y, por lo tanto, debería ser superado junto con el capitalismo. El siguiente paso en la evolución de la humanidad habría que buscarlo en la recuperación dialéctica de la comunidad a través del Estado socialista. Así pues, el Estado de derecho constituiría la negación de las comunidades cerradas, opacas y excluyentes, dando lugar a una sociedad marcada por el egoísmo individualista que, sin embargo, constituiría un progreso respecto a la etapa anterior (tejida por todo tipo de lazos tribales y supersticiosos). En cualquier caso, estaría pendiente el momento de negación de la negación, en que se recuperaría una densidad comunitaria y una consistencia moral tan impecable que perfectamente se podría prescindir del derecho; una sociedad, en definitiva, tan felizmente marcada por el compromiso comunitario que pudiese por fin prescindir del sistema individualista de conceptos que caracteriza a la sociedad burguesa, es decir, ese sistema integrado por derecho y capitalismo.

Ciertamente, no hace falta recordar el tipo de efectos que se generan cuando se considera que las libertades individuales, las garantías jurídicas y la autonomía personal son elementos «burgueses» que deben ser superados. Lo que nos interesa aquí es sólo ver que aquel modo de defender el capitalismo y este modo de rechazarlo tendrían en común, sin embargo, el núcleo central de la argumentación, a saber, la tesis de la unidad indisoluble entre derecho y capitalismo.

Ahora bien, ¿en qué medida participa Marx de este modo de pensar?, ¿es así como razona en El capital?, ¿refleja esta interpretación su orden de prioridades?, ¿su análisis de la sociedad moderna establece el derecho y el capitalismo como dos caras de la misma moneda?, ¿es siquiera posible obtener una interpretación de ese tipo a través de una lectura detallada de su obra de madurez? Según trataremos de demostrar aquí, la crítica de Marx a la sociedad moderna está realmente muy lejos de compartir por completo la columna vertebral de la ideología liberal. En efecto, su crítica a la economía política constituye ante todo una impugnación del lugar teórico que el liberalismo asigna a cada concepto. Lo que proporciona Marx ante todo es un mapa completamente distinto en el que, con extraordinario rigor, se impide del modo más radical confundir los conceptos y las leyes que efectivamente rigen la sociedad moderna (a saber, las leyes del capitalismo) con los conceptos y leyes por los que la sociedad moderna pretende estar regida (a saber, las leyes del derecho). En efecto, en su Crítica de la economía política constituye un paso fundamental desactivar por completo el modo como la sociedad moderna se cuenta a sí misma, muy especialmente en lo relativo a la presunta identidad entre el capitalismo y el proyecto político de la Ilustración. De hecho, vamos a defender que, a partir de Marx, derecho y capitalismo, lejos de ser dos caras de la misma moneda, constituyen dos elementos radicalmente incompatibles entre sí. En efecto, para Marx no sólo es imposible deducir el capitalismo de los conceptos de libertad, igualdad y autonomía, sino que incluso la mera compatibilidad entre el mercado capitalista y esos principios es puramente ficticia. Así pues, lo que la obra de Marx vendría a demostrar es, más bien, que el concepto de capitalismo es radicalmente incompatible con los principios más básicos del Estado civil.

En otros textos como Comprender Venezuela, pensar la democracia[2] o Educación para la ciudadanía[3], hemos intentado demostrar que la presunta compatibilidad entre capitalismo y derecho es puramente ilusoria y, en realidad, constituye uno de los mitos más característicos a través de los cuales el capitalismo pretende legitimarse. En los foros donde hemos tenido ocasión de defenderlo, al margen del interés despertado, se ha puesto muy en duda la posibilidad de hacer compatible esta tesis con la obra de Marx. Así, por ejemplo, en el III Foro Internacional de Filosofía (Caracas, 2007), pensadores como Marta Harnecker o Michael Lebowitz argumentaron contra el carácter marxista de ese planteamiento. Presentamos por fin aquí la lectura de El capital en la que nos basamos para sostener que la radical incompatibilidad entre derecho y capitalismo es una tesis estrictamente marxista.

Actualmente es ya posible y también necesario aprender a leer El capital de un modo que nos permita distinguir la teoría de Marx de todas las modificaciones realizadas por la ideología de Estado que cristalizó en su momento con el nombre de «marxismo». Para ello, hay que analizar con todo detalle el orden de El capital, es decir, la estructura teórica de esta obra y, por lo tanto, la estructura política que se analiza por medio de ella. Ahora bien, conviene adelantar que la cuestión del orden de El capital no está en absoluto exenta de una serie de dificultades que, de momento, podemos condensar en el siguiente problema: Marx comienza El capital con un análisis del concepto de mercancía y, por lo tanto, de la idea de mercado. En el marco de la sociedad moderna, no cabe entender por mercado nada más que un espacio de confluencia entre sujetos jurídicamente reconocidos como libres e iguales, que negocian entre sí para intercambiar bienes de los que son legítimamente propietarios. Así pues, la idea de mercado de la que parte El capital (y en la que se basan conceptos clave, como el de «valor») toma como fundamento los principios jurídicos de libertad e igualdad. A partir de ahí (es decir, tras la primera sección), Marx parece ir deduciendo el resto de los conceptos que necesita poner en juego para sacar a la luz las leyes que rigen la sociedad capitalista. Sin embargo, ya desde la segunda sección, surge la necesidad de dar cuenta de la compatibilidad de los nuevos conceptos que van surgiendo con los conceptos que, correspondientes a la idea de mercancía, sirvieron como punto de partida. Esta cuestión requiere una pormenorizada investigación. Pero hay algo que ya puede adelantarse: de cómo se interprete ese recorrido, es decir, de cómo se interprete el orden de El capital, dependerá en gran medida la relación que quepa localizar entre derecho y capitalismo. En efecto, si fuera posible deducir el capitalismo a partir de los conceptos que toma Marx como punto de partida, habría que admitir que los conceptos de libertad e igualdad (en los que se basa la idea de mercancía) bastan para derivar de ellos las leyes de la sociedad moderna.

De este modo, todos los intentos de interpretar el orden de El capital como un mero despliegue (ya fuese en clave dialéctica o no) del contenido de la Sección 1.ª, compartirían en gran medida el modo en que la sociedad moderna se cuenta a sí misma la relación que se encuentran en su base entre derecho y capitalismo.

En todo caso, nada de esto puede apenas plantearse (y menos resolverse) sin una lectura rigurosa no sólo del desarrollo de El capital, sino también de los prólogos y los epílogos en los que Marx explica lo que va a hacer o lo que ha hecho. Estos textos han de servir para plantear la cuestión en los términos en los que lo hace el propio Marx y, a partir de ahí, se impone ajustar cuentas con la tradición marxista, empezando por todo en lo relativo al presunto método dialéctico supuestamente utilizado en El capital.

Dicho esto, debemos señalar que, aunque éste es un libro de filosofía y no de economía, para sostener la interpretación que defendemos ha resultado imprescindible tomar postura respecto a determinadas cuestiones económicas. Sabemos de antemano que algunas de ellas van a ser criticadas. Esto, sin duda, es completamente inevitable, ya que, después de tantas décadas de polémicas, los economistas marxistas siguen sin ponerse de acuerdo respecto a cuestiones fundamentales y, por lo tanto, se defienda lo que se defienda, va a haber alguien que sostenga la postura contraria en la controversia de la que se trate. En todo caso, hay algunas objeciones a las que queremos adelantarnos desde el primer momento, ya que, honestamente, consideramos que se deben más bien a un malentendido y, sin embargo, sabemos con certeza que se van a presentar. De hecho, se trata de objeciones que ya se han realizado al hilo de algunos artículos publicados anteriormente por los autores.

La primera de las acusaciones que consideramos completamente infundada es la que nos presentaría como autores neorricardianos en vez de marxistas. A este respecto, consideramos que confundir el concepto de valor que defendemos con el de Sraffa (máximo exponente del planteamiento neorricardiano) es algo tan desatinado como confundir el concepto de valor que utiliza Marx con el de Ricardo. Debemos notar que también algunos grandes economistas del siglo XX han confundido esto último. Por ejemplo, Schumpeter consideraba que la teoría del valor de Marx era en lo esencial idéntica a la de Ricardo. Sin embargo, nos parece evidente que hay una diferencia irreductible que tiene que ver, ante todo, con la función fundamental que se asigna en cada caso a la teoría del valor. En efecto, Ricardo construye el concepto de valor básicamente como una teoría de la determinación de los precios, es decir, de las proporciones de intercambio entre las mercancías individuales. En este sentido, se trataría más que nada de una herramienta orientada al análisis del mercado. Por el contrario, para Marx constituye ante todo una herramienta imprescindible para el análisis de la distribución social y de la asignación global entre las clases. En efecto, no hay otro modo de entender la importancia que, como veremos, da Marx al concepto de valor en lo relativo a la cuestión de los «totales» (cuando es obvio que en el mercado nunca hay intercambio entre los totales, sino sólo entre las partes, es decir, entre las mercancías individuales). Pues bien, la distancia que media entre los conceptos de valor de Ricardo y Marx (distancia que, como decimos, ha pasado en ocasiones inadvertida) es la misma que media entre el concepto neorricardiano y el nuestro. En este sentido, resulta muy improcedente tildarnos de «neorricardianos». Hay tanta base para ello, como la habría habido para tildar a Marx de ricardiano. Otra cosa distinta es que, como no puede ser de otro modo en el terreno de la ciencia, no podamos ignorar que Sraffa supone un importante progreso respecto a Ricardo y, por lo tanto, no podamos por menos de leer a Marx en polémica con el primero. Como es evidente, eso no nos convierte en neorricardianos. Significa, simplemente, que tenemos la firme convicción de que, si Marx hubiese escrito hoy El capital, no habría discutido y tomado como punto de partida a Ricardo, sino a Sraffa.

Queremos adelantarnos a una segunda objeción: la que consideraría antimarxista el uso que hacemos del concepto de equilibrio. El concepto de «equilibrio» o «equilibrio general» ha sido siempre denostado en la tradición marxista debido al uso que hace de él la economía neoclásica. Para hacerse cargo de la hostilidad que genera el modo de proceder que arranca con Leon Walras, basta remitirse a títulos tan elocuentes como el del artículo que escriben Freeman y Carchedi en el libro Marx and non-equilibrium economics, del que ellos mismos son editores: «The psychopatology of Walrasian marxism». Esa psicopatología sería un asunto muy grave en nuestro caso. No obstante, es obvio que en El capital opera algo al menos análogo al concepto de equilibrio. Ciertamente, Marx demuestra que la sociedad capitalista no está nunca ni puede estar en equilibrio. Sin embargo, sí es necesario en el planteamiento de Marx algún concepto que nos permita saber en qué sentido presionarán los correctivos del mercado en cada una de las situaciones de desequilibrio que, en efecto, constituyen la realidad. Y, ciertamente, sólo es posible saber en qué sentido presionarán los correctivos (atrayendo o ahuyentando capitales, desplazando trabajadores... etc.) si se acepta la validez de algún concepto al menos análogo al de previsible (aunque siempre irreal) equilibrio en un sistema de competencia dado. Evidentemente, nada de esto implica afirmar que la realidad esté realmente en algún momento en equilibrio.

Por último, conviene adelantarse a la objeción que nos reprocharía las simplificaciones que realizamos. En efecto, para explicar algunos conceptos, proponemos modelos extraordinariamente simplificados (por cierto, tal como hace Marx). Es indiscutible que un modelo de sólo tres sectores (y en ocasiones dos, e incluso uno solo) no se corresponde ni remotamente con la complejidad de lo real. Sin embargo, para denunciar la ilegitimidad de una simplificación no basta con demostrar que es muy simple y no se corresponde con la riqueza de lo real. Por el contrario, hay que demostrar que, cuando se añade la complejidad necesaria, no sólo se complica el asunto, sino que se modifica sustancialmente el problema. Sin embargo, lo que hemos intentado demostrar es precisamente que si, en vez de tres sectores, introducimos 10.000, tendremos un cálculo más complicado, pero no un problema distinto.

Respecto a la organización del libro, sólo queremos en esta introducción señalar que, aparte de las notas a pie de página (en las que sólo se incluyen referencias bibliográficas), el texto está escrito con dos tamaños de letra distintos con el objetivo de que se puedan realizar dos niveles de lectura. En efecto, el texto en letra más grande se tendría que poder leer de un modo autónomo. Por su parte, en letra pequeña se introducen, por un lado, fragmentos que pueden ser de interés a quienes pretendan un estudio más en profundidad de la obra de Marx (pero que podrían resultar superfluos a quienes busquen en este libro más bien una introducción a El capital) y fragmentos en los que se proporciona una fundamentación o una explicación adicional de lo que defendemos, pero que, en todo caso, no resultan imprescindibles para poder seguir el argumento.


Por otro lado, también en letra pequeña se introducen algunos comentarios, desarrollos o anotaciones que, generalmente, suelen encontrarse en notas a pie de página. El motivo por el que los hemos incorporado en el cuerpo del texto ha sido, más que nada, para obligarnos a nosotros mismos a evitar que esos comentarios al margen supongan una interrupción de la línea argumental que termine dificultando la lectura (tal como, en ocasiones, ocurre con las notas a pie de página).


Dicho todo esto, no nos queda para cerrar esta introducción más que, con Marx, dar nosotros también la bienvenida a todos los juicios fundados en la crítica científica. Confiamos, eso sí, en que esa crítica se haga del modo más honesto y menos dogmático posible. En un mundo tan injusto como el nuestro, la verdad desnuda debe ser siempre el principal aliado de los explotados. Y, desde luego, la causa de la verdad no puede encontrar nada útil en la obsesión por mantener inmaculado el corpus doctrinal de lo que fue una ideología de Estado (ideología que, además, jamás hizo grandes esfuerzos por ser rigurosa con la letra ni con el espíritu de Marx). Por otro lado, El capital no es una obra terminada. Excepto el libro primero, el resto quedó, a la muerte de Marx, muy lejos de recibir su visto bueno para la publicación. El siglo y medio de controversias interminables respecto a los mismos temas da también buena muestra de la oscuridad que existe en algunos puntos, y seguir disimulando para intentar que no se note es algo inaceptable desde el punto de vista tanto de la verdad como de la justicia. La fecundidad de la teoría marxista seguirá cercenada mientras se sigan disimulando las dificultades, rellenando con propaganda los huecos del desarrollo científico, realizando deducciones confusas y fingiendo que se entienden con total claridad, colocando gráficos allí donde faltan conceptos y presentando como certezas absolutas las tesis más dudosas. Por nuestra parte, hemos tratado de adoptar el mayor compromiso posible con la claridad y la sencillez, movidos por la convicción de que un texto transparente es la única garantía que se puede ofrecer contra los recovecos que necesita cualquier engaño para poder anidar. En qué grado lo hayamos conseguido es algo que, como es lógico, no podemos juzgar nosotros.

[1] «Über den Gemeinspruch: Das mag in der Theorie richtig sein, taugt aber nicht für die Praxis» (1793), Ak.- Ag., VIII, p. 290.

[2] Hondarribia, Hiru, 2006.

[3] Madrid, Akal, 2007.

El orden de 'El Capital'

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