Читать книгу El orden de 'El Capital' - Carlos Fernández Liria - Страница 7

Оглавление

Capítulo I

El problema de la teoría del valor

1.1 Marx como el Galileo de la historia

Comenzar comparando a Marx con Galileo implicaría haber tomado ya algunas decisiones sobre los aspectos más relevantes de su obra. Supondría, sobre todo, resaltar el hecho de que, a partir del momento en que el proyecto teórico de Marx se encuentra más consolidado, su trabajo no parece desenvolverse en el marco de una discusión interna de lo que solemos entender por historia de la filosofía. Podríamos decir que, a partir de 1845, tras redactar con Engels una demoledora crítica del universo filosófico alemán, Marx ya no se volverá a sentir muy interesado en discutir con filósofos. Hasta el año de su muerte, en 1883, Marx parece más bien haber encontrado sus interlocutores naturales en lo que hoy puede considerarse la historia de la economía. Y es por su intervención en la arena de la economía por lo que podría tener sentido compararle con un científico como Galileo en lugar de con un filósofo como Hegel o Feuerbach.

Bien es verdad que esta peculiar evolución de su obra fue vivida por el propio Marx como una especie de fatal contratiempo. En una carta fechada el 2 de abril de 1851 le escribe a Engels: «Voy tan adelantado que, en cinco semanas, habré terminado con toda esta lata de la economía […]. Esto comienza a aburrirme. En el fondo, esta ciencia no ha hecho ningún progreso desde Smith y Ricardo, a pesar de todas las investigaciones particulares y frecuentemente muy delicadas que se han realizado»[1]. Una vez arregladas las cuentas con tanta mediocridad, Marx pensaba dedicarse a cosas más interesantes. Siempre le rondó por la cabeza, por ejemplo, escribir diez páginas sobre el asunto de la dialéctica hegeliana, un asunto que luego sería tan profusamente discutido por la herencia marxista. Pero la magnitud del contratiempo con la economía parece que fue tan intensa como extensa, pues el caso es que Marx murió treinta años después, tras acumular millares de páginas de discusión sobre las leyes económicas del capitalismo y dejando El capital a medio acabar, sin haber encontrado, por lo visto, el tiempo necesario para escribir diez páginas destinadas a la historia de la filosofía.

Pese a todo ello, y por algún motivo, hoy no localizamos la obra de Marx fundamentalmente en ese terreno en el que con más tozudez se desenvolvió, si bien es cierto que es muy difícil encasillarla en un sitio o en otro. Galileo se nos presenta como el padre de la física moderna. A Marx nos lo presentan más bien como el padre de una escuela filosófica: el «marxismo», el «materialismo dialéctico», el «materialismo histórico», etcétera.

Bien es verdad que las ciencias han nacido de la historia de la filosofía y que en su consolidación siempre hay materia para interminables discusiones filosóficas. El nacimiento de la física matemática forma parte, sin duda, de los acontecimientos propios de la historia de la filosofía e interesa a ésta se la entienda como se la entienda. Galileo no sólo interesa a los físicos. Interesa a los filósofos. Pero no es en este sentido en el que contamos con Marx cuando lo localizamos entre las páginas de la historia de la filosofía. Su pertenecer a ella es más bien esgrimido como una prueba de que Marx no logró establecer efectivamente una ciudad científica que, en referencia al «continente Historia», se sostuviese sólidamente sobre sus propios cimientos, unos cimientos que habrían sido, en efecto, de índole económica. No es que la historia de la filosofía se haga eco de su aportación científica, es que, una vez que la economía se ha desentendido por completo de Marx, su obra ha quedado aparcada en la historia de la filosofía como se abandona un coche usado en un desguace.

Ahora bien, puede ser que el destino de esta ciudad científica que prometía el marxismo haya estado ligado al destino político de las internacionales comunistas y que la derrota de éstas haya dejado en ruinas, al mismo tiempo, las incipientes construcciones teóricas de una civilización científica que podría haber llegado a ser y no fue. Uno podría imaginar –sin duda con cierta dificultad– que una monumental derrota de las revoluciones burguesas y de los movimientos políticos y económicos iniciados desde el siglo XVI hubiera, al mismo tiempo, acallado la voz de la naciente física moderna, de tal modo que sus cimientos hubieran dormido durante siglos, medio olvidados, en una especie de Medievo alargado, a la espera de que se construyeran sobre ellos todas esas instituciones y universidades en las que investiga, enseña, trabaja y almacena su información la comunidad científica actual. Para juzgar con fundamento si no nos encontramos ante un caso semejante respecto a lo que Marx intentó fundar, sería preciso, ante todo, retrotraer la cuestión al terreno en el que este pensador trabajó y ver qué es lo que actualmente se levanta sobre él.

En primer lugar, por tanto, habría que considerar cómo se las arregla con la obra de Marx la «economía convencional moderna» –como gustó de llamarla Samuelson[2]–, es decir, qué hacen con Marx aquellos en los que presumiblemente él habría comenzado por localizar a sus interlocutores «naturales». Lo que pasa es que esto es, precisamente, lo más difícil, al menos si lo pretendemos convertir en una cuestión de derecho y no en una mera cuestión de hecho. Pues, de hecho, la economía convencional moderna no hace nada con Marx. Y si, de iure, debería hacer algo, dilucidarlo obligaría a reproducir una situación que difícilmente se da: estar en condiciones de dominar técnicamente esa casa de la desolación pseudocientífica que es la economía y, al mismo tiempo, haberse puesto de acuerdo, de algún modo, en la interpretación de la obra de Marx, cosa que un siglo de tradición marxista atravesada de polémicas y encrucijadas políticas no fue capaz de hacer jamás.

¿Qué Marx es el que deberíamos poner en diálogo con la economía? Tenemos, sin duda, la propia obra de Marx. Aunque ahí comienzan ya las dificultades.

La obra de Marx, en la que trabajó la mayor parte de su vida, es El capital (Crítica de la economía política). Por sí misma, tiene ya el inconveniente de no estar acabada. De ella contamos, en vida de Marx, con dos ediciones alemanas (1867, 1872) y una francesa (1872-1875), pero sólo del Libro I. Los otros tres libros que Marx tenía previstos son, como se sabe, un conjunto de borradores a medio terminar o medio empezar. Todo esto no ha facilitado las cosas. Por otra parte, contamos con otra obra monumental de Marx que en 1858 estaba, en cambio, casi terminada: los famosos Grundrisse [Elementos fundamentales para la crítica de la economía política, 1857-1858]. Pero, por algún motivo, precisamente cuando podría haber sido rematada para su publicación, Marx decide reelaborar y publicar dos escuálidos capítulos (Para la crítica de la economía política, 1859), guardar en un cajón todo lo demás y volver a empezar desde el principio, parece obvio que no para escribir la misma obra, sino para escribir otra que él debió de considerar en algún momento distinta o incompatible con la anterior[3]. Esto tampoco ha facilitado las cosas. Marx decide no publicar lo que termina y lo que decide publicar no lo termina, porque se muere por el camino. Una anécdota que citaba Martin Nicolaus puede contribuir a formar una rápida idea sobre este tipo de dificultad con el que nos encontramos frente a la obra de Marx: «Se dice que tres años antes de su muerte, al ser interrogado acerca de la eventual publicación de sus obras completas, respondió secamente: “Primero habría que escribirlas”. Por ese entonces Marx consideraba a la mayoría de sus primeras obras –obras que tanto entusiasmo han suscitado en los intérpretes contemporáneos– con un escepticismo que lindaba con el rechazo. Y hacia el final de su vida tenía una dolorosa conciencia de que los trabajos que había presentado o estaba a punto de presentar en público eran tan sólo fragmentos»[4].

Con esto sólo queremos decir que el asunto de ponerse de acuerdo sobre el sentido de la intervención teórica de Marx era, incluso en el interior de la tradición marxista que dedicó décadas –cuando las dedicó– a una lectura concienzuda, algo que se enfrentaba a dificultades de principio muy graves. Tanto más cuanto que el destino de esta lectura estaba constantemente ligado a cuestiones políticas de la máxima gravedad y trascendencia, de tal modo que, antes de que se comprobara o se estudiara si Marx decía una cosa u otra, casi siempre estaba ya decidido lo que tenía que decir. La lectura de Marx se desplegó en la arena política mucho más que en el terreno de la economía convencional y, de ahí, fue desplazándose hacia el cajón de sastre de la filosofía, hasta que, finalmente, la derrota política de las tradiciones comunistas acabó por arrinconar la cuestión –a partir de la década de los ochenta– en algo así como las facultades de Filosofía e Historia, normalmente en forma de cuatro lugares comunes estereotipados, por completo alejados de toda seriedad y, por supuesto, de toda verdad. Sólo recientemente se empieza a intentar poner remedio a esta vergüenza académica (la obra de Michael Heinrich La ciencia del valor ha tenido en Alemania, por ejemplo, una gran importancia). Pero respecto a la tarea de hacer regresar la lectura de Marx al lugar que debería corresponderle de forma más inmediata y natural, el de la economía heredera de aquella con la que él discutió, las dificultades parecen casi insalvables, como si, en este caso, se estuviera jugando con fuego. Como decíamos, la economía no se ocupa de Marx; y la hipótesis que hemos introducido bajo el rótulo «Marx como el Galileo de la historia» (y el hecho de que la cosa se ventilara en la arena de la economía) no tiene, allí, la más mínima posibilidad de ser ni tan siquiera tomada en consideración. Tan sólo admitir que pudiera tener sentido sería como aceptar poner en tela de juicio, desde su misma base, toda la urdimbre con la que se teje una ciencia que, aunque en realidad no lo sea, sí pretende serlo, o por lo menos pretende estar muy cerca de ello. La metáfora en cuestión nos obligaría a imaginar una situación paralela a una especie de alquimia pretenciosa e institucionalizada que tuviera que replantearse si no habría hecho mal en haber dejado de lado, desde el primer momento, a Lavoisier, Gassendi o Galileo.

Por otra parte, levantar la más mínima duda al respecto supondría plantear demasiado abiertamente la cuestión del papel ideológico y legitimador que la economía cumple respecto al sistema de producción que pretende estudiar. Pues es notorio que Marx, al mismo tiempo que un estudioso «desinteresado» de las leyes de la sociedad capitalista, era, además, comunista. Y si bien es cierto que, en un sentido, las dos cosas no tienen nada que ver, pues la verdad o falsedad no se deciden políticamente, en otro sentido sí tienen mucho que ver, pues hay verdades que, una vez que salen a la luz, interpelan muy eficazmente a la moral y la política. El problema es que, si Marx hubiera logrado en su obra aislar realmente lo que pretendía aislar –«la ley fundamental de la sociedad moderna»[5]–, es decir, si tuviera razón o parte de razón (lo que hay que decidir con criterios internos a la comunidad científica y no políticamente), sería incluso moralmente insensato no ser, como fue él, comunista. Si los matemáticos hubieran descubierto algún día que el cuadrado de la hipotenusa no lograba ser la suma del cuadrado de los catetos más que a fuerza de hipotecar la vida de la mayor parte de la población mundial, de tal modo que al deducir el teorema de Pitágoras salpicara la sangre en las pizarras, el teorema en cuestión seguiría siendo verdadero o falso en virtud de criterios puramente matemáticos y no políticos, pero los matemáticos tendrían, sin duda, inclinaciones subversivas frente al orden de los triángulos rectángulos. Los matemáticos no se enfrentan a este tipo de problemas. Pero la más mínima penetración científica en el «continente de lo histórico» se ve en seguida envuelta en ellos. De ahí que los errores en economía hayan sido y sean mucho más tenaces y mucho más impermeables a la dilucidación científica desinteresada. En los prólogos y epílogos a El capital, Marx expresaba ya el problema con mucha contundencia:

En el dominio de la economía política, la investigación científica libre no solamente enfrenta al mismo enemigo que en todos los demás campos. La naturaleza peculiar de su objeto convoca a la lid contra ella a las más violentas, mezquinas y aborrecibles pasiones del corazón humano: las furias del interés privado. La Alta Iglesia de Inglaterra, por ejemplo, antes perdonará el ataque a treinta y ocho de sus treinta y nueve artículos de fe que a un treintainueveavo de sus ingresos[6].

Las campanas tocaban a muerto para la economía burguesa científica. Ya no se trataba de si este o aquel teorema era verdadero, sino de si al capital le resultaba útil o perjudicial, cómodo o incómodo, de si contravenía o no las ordenanzas policiales. Los espadachines a sueldo sustituyeron a la investigación desinteresada, y la mala conciencia y las ruines intenciones de la apologética ocuparon el sitial de la investigación científica sin prejuicios[7].

Así las cosas, la economía no se ocupa de Marx. Hasta finales de la década de los setenta, mientras los estudios de economía todavía gozaban de una cierta sensatez keynesiana, uno de los manuales más clásicos de las licenciaturas fue el libro de Samuelson (premio Nobel, 1970), el cual, en su versión de 1989, tenía todavía capítulos que hoy día –cuando el radicalismo neoliberal ha dejado al keynesianismo moderado en la extrema izquierda– serían considerados casi subversivos. Sin embargo, el parágrafo que Samuelson dedicaba a la obra «económica» de Marx constaba de cuatro párrafos, que citamos a continuación:

La economía de Marx comienza con la teoría del valor-trabajo. Supone que lo que da valor a una mercancía es la cantidad total de fuerza de trabajo (sic) utilizada para producirla (tanto el trabajo directo como el indirecto necesario para construir los edificios o la maquinaria en el proceso productivo). Marx se dio cuenta de que en el capitalismo competitivo los precios de mercado no eran necesariamente iguales a los valores-trabajo. ¿Por qué no? Porque los capitalistas reciben unos ingresos adicionales a los costos laborales: una plusvalía. Por plusvalía Marx entendía la diferencia entre los ingresos y el costo laboral total directo e indirecto. ¿De dónde procede esa diferencia? Del hecho de que los trabajadores se ven obligados a vender su trabajo a los capitalistas y los capitalistas les pagan solamente una parte del valor de su producto. En el caso elemental en el que no se utiliza maquinaria, la tasa de plusvalía (o tasa de explotación) es simplemente el cociente entre los beneficios y los salarios. Una persona que dominara los conceptos de la economía moderna podría preguntarse: ¿qué se gana viendo la economía capitalista a través de las lentes marxistas? Un estudio cuidadoso muestra que la teoría de los precios de Marx difiere poco de la que expuso Ricardo cincuenta años antes. La esencia de la visión de Marx fue, por el contrario, dejar al descubierto la naturaleza del beneficio[8].

Así planteadas las cosas, la discusión queda abortada nada más comenzar. El problema es que Marx no dice en absoluto lo que Samuelson dice que dice. Es más, aquí no hay siquiera la posibilidad de fundar un «diálogo de sordos», porque la cuestión es casi «sintáctica»: la sintaxis de la teoría de Marx impide decir cosas de ese tipo.

Por lo general, no es fácil encontrar en los manuales con los que se forman los economistas ni muchas más líneas dedicadas a Marx, ni tampoco mucho mejores. Éste es sólo el caso más chocante no meramente por tratarse de un autor al que podemos considerar casi un clásico (o, como mínimo, uno de los economistas más importantes del siglo XX), sino porque, además, nos encontramos con un autor que, en el mismo manual, dice, sin embargo, cosas bien interesantes sobre el socialismo, e incluso dice ciertas cosas sobre la economía soviética que hoy vendría muy bien releer (Samuelson dedica cuatro párrafos a Marx, pero a Hayek –a quien se otorgaría a su vez el Nobel en 1979, coincidiendo con el desplome de la hegemonía keynesiana en economía– le dedica dos líneas, tildándolo de extremista libertario, es decir, para entendernos, de «salvaje neoliberal»). Además, y esto es sin duda lo más sorprendente, se trata de un autor que ha sido incluso capaz de intervenir con una solvencia muy notable en determinadas polémicas a propósito de la teoría económica marxista. Así, por ejemplo, cabe destacar su extraordinaria intervención en la polémica en torno al denominado «problema de la transformación» (de valores en precios) con el artículo «Understanding the Marxian Notion of Exploitation: A Summary of the So-Called Transformation Problem Between Marxian Values and Competitive Prices»[9]. De hecho, en esa intervención parece mostrar un conocimiento de Marx incompatible con el desatinado resumen que ofrece a los estudiantes en su célebre manual de economía. En todo caso, el objetivo aquí no es intentar buscar alguna explicación razonable a este hecho insólito. En realidad, no nos preocupa mucho la causa del disparate: pudiera ocurrir que esa parte del manual no la hubiera escrito (y ni siquiera revisado) él mismo, o que pensara que sus estudiantes sólo entenderían una explicación dada en los términos de la economía ortodoxa, con lo cual resulta ese Marx imposible. Lo que importa resaltar aquí es que Marx no forma parte de lo que estudian y discuten los economistas, unas veces porque lo que estudian bajo ese nombre está muy lejos de parecerse a Marx, y otras porque, sencillamente, ya ni se menciona a nadie con ese nombre.

Sin embargo, entre los grandes economistas clásicos del siglo XX, el juicio que J. A. Schumpeter (1883-1950) vierte sobre la obra de Marx «como economista» sí puede resultarnos de mucha utilidad. Eran otros tiempos y otro carácter. Schumpeter sí ha leído a Marx y, en realidad, muy bien leído. Afronta, además, el trabajo de discutir con él juzgándolo en la arena de la economía, con rigor y sin prejuicios. Para nuestros propósitos, el famoso capítulo de Schumpeter «Marx como economista»[10], es, por su misma retórica, de lo más ilustrativo; pues Schumpeter plantea los términos de la discusión en el mismo sentido que estamos ensayando: Marx podría haber sido lo que pretendía ser, el Galileo de la historia y el padre de la economía científica (aunque eso de la «economía científica» acabara por ser, en sus manos, algo que difícilmente llegaríamos a reconocer como «economía»). En cierta forma, Schumpeter plantea las cosas retóricamente, como si se tratase de volver a juzgar a un nuevo Galileo, sólo que, en este caso, el veredicto final de la ciencia, independientemente del emitido por los tribunales del momento, «tiene que ser adverso a Marx»[11].

1.2 Marx, juzgado como economista

1.2.1 Un texto de Schumpeter (1942)

Probablemente haya pocos economistas honrados que no reconozcan que esa disciplina vacilante que se traen entre manos y a la que llaman «economía» necesitaría de algo así como de un Galileo para convertirse en una auténtica ciencia. Ahora bien, una cosa es eso y otra admitir siquiera la posibilidad de que ese Galileo pudiera haber sido Marx. Schumpeter, al menos, admitió que tuviera sentido el plantearlo. Por mucho que, como vamos a ver, en la obra de Marx diagnosticara un monumental fracaso, su exposición de «Marx en tanto que economista» nos interesa vivamente por la siguiente razón: si la fórmula que convierte a Marx en un Galileo de la historia ha de resultar acertada, la cosa tendría que ser probada en el terreno en el que Marx trabajó de forma incansable, es decir, en la discusión con los economistas. No cabe duda de que si Marx resucitara en el siglo XXI volvería a poner manos a la obra en ese mismo terreno, y probablemente repetiría su diagnóstico de 1851, declarando que «esta ciencia no ha avanzado ni un paso desde Smith y Ricardo»[12].

Así pues, ¿qué pasa con Marx en el terreno de la economía? ¿Qué piensa la economía moderna de Marx, si es que alguna vez llega a pensar algo? Remontémonos al texto de Schumpeter:

Como teórico de la economía, Marx fue, ante todo, un hombre muy instruido. Pudiera parecer extraño que yo haya creído necesario dar tanta importancia a este elemento tratándose de un autor a quien he calificado de genio y de profeta. Con todo, es importante apreciarlo. Los genios y los profetas no destacan, por lo general, en la erudición profesional, y su originalidad, si la tienen, se debe con frecuencia al hecho de su falta de erudición. Pero en la teoría económica de Marx no hay nada que pueda ser explicado por falta de conocimientos o de formación en la técnica del análisis teórico. Era un lector voraz y trabajador infatigable. A su atención escapaban muy pocas contribuciones de importancia. Y todo lo que leía lo digería, acometiendo el estudio de cada hecho o argumento con una pasión por el detalle de lo más insólito en un hombre habituado a abarcar con la mirada civilizaciones enteras y evoluciones seculares. Al criticar y rechazar o aceptar y coordinar siempre llegaba al fondo de cada cuestión. La demostración más notable de esto está en su obra Teorías de la plusvalía, que es un monumento de celo teórico. Este esfuerzo incesante por instruirse y por dominar todo lo que pudiese ser dominado no pudo menos de liberarle en un grado apreciable de prejuicios y objetivos extracientíficos, aunque él trabajaba, ciertamente, para verificar una concepción determinada. Para su poderosa inteligencia, el interés del problema en cuanto tal estaba por encima de todo; a pesar de sí mismo, y por mucho que haya podido exaltar la importancia de sus conclusiones finales, mientras estaba trabajando se preocupaba primordialmente por afilar los instrumentos de análisis que le proporcionaba la ciencia de su época, por allanar las dificultades lógicas y por construir, sobre la base así adquirida, una teoría que por su naturaleza y objetivo era verdaderamente científica, cualesquiera que hayan podido ser sus deficiencias[13].

Lo que esta presentación de Marx tiene de excelente es, ante todo, la manera en la que sitúa su obra en un plano de normalidad científica. En efecto, Marx nunca pudo ser, ni dentro ni fuera del marxismo, un científico «como cualquier otro». Ésa fue su gran desgracia. Para sus detractores, aparecía como un mero ideólogo muy dado a construcciones filosóficas; para sus partidarios, Marx no podía haberse limitado simplemente a ser un científico. Sus teorías no podían formar parte «normal» de la comunidad científica, y no sólo por la naturaleza políticamente tan delicada de su objeto de estudio, sino, con mucha más contundencia, porque Marx habría fundado algo así como un «nuevo método científico», un «método revolucionario», desde el cual el conjunto entero de la comunidad científica podía ser denunciado. En orden a este tipo de consideraciones se llegó incluso a hablar de ciencia burguesa y ciencia proletaria, y por todas partes se veían «intereses de clase» que latían escondidos en las metodologías, los instrumentales y los archivos científicos. Se llegó a sospechar hasta de que dos y dos sumasen cuatro. Aunque el propio Althusser no fue inmune del todo a este tipo de planteamientos, no cabe duda de que su obra fue la que más contribuyó a recuperar algo de cordura. La cuestión no puede, de iure, ser planteada en estos términos. En el terreno científico, las cosas son verdaderas cuando son verdaderas, y son falsas cuando se puede probar que son falsas, y los intereses de clase que hayan circulado por las alcantarillas de la ciudad científica no pueden probar ni una cosa ni otra, aunque sí puedan explicar –pero eso es enteramente otra cuestión– la adhesión científica a determinados errores tenaces. Por otra parte, la comunidad científica (y, en otro sentido, el derecho), de todas las cosas que circulan entre los hombres, es lo único de lo que podemos decir que, en el peor de los casos, no está del todo mal configurada. No se puede estar por encima de la ciencia sin caer, de inmediato, por debajo. La ciencia (y el derecho) son las dos únicas cosas que podemos decir que progresan. Como todo es relativo, hay muchos sentidos en los que podría considerarse preferible la vida del hombre de las cavernas a la actual, pero es imposible no ver un retroceso cuando se sustrae el derecho al voto a la mujer o se prohíbe explicar a Darwin en las escuelas de Texas. La historia puede retroceder (la existencia de Texas, por ejemplo, es prueba de ello), pero la ciencia no. Precisamente porque la ciencia sí progresa, resulta que es el único sitio (junto con el derecho) en el que la más radical revolución (si es una revolución científica, claro) no hace más que afianzar la normalidad. Una ciencia «revolucionaria» que verdaderamente lo fuera no sería más que una ciencia completamente normal, que denunciaría como «anormales» otras situaciones anteriores que se habrían tomado hasta entonces como normales. Cuanto más se sabe, sencillamente más se sabe. Es imposible refutar el teorema de Pitágoras (si eso fuese posible en un espacio no euclídeo, por ejemplo), sin que eso suponga un progreso (y nunca, en cambio, un retroceso) del saber.

Pero, en fin, la (en este aspecto) lamentable historia del marxismo es la mejor prueba de lo que estamos diciendo. Poniendo a Marx por encima de toda la comunidad científica, la tradición marxista no hizo sino convertirlo en un ideólogo como cualquier otro. No podía ser de otra forma: sólo en el interior de la comunidad científica es posible mirar por encima del hombro a lo ideológico. La ciencia no consiste en otra cosa que en desmarcarse constantemente del tejido ideológico en el que se desenvuelve la conciencia vulgar, nadando entre evidencias vacías, mitos, lugares comunes y doctrinas interesadas. Si se pretende haber colocado una escalera para ver a la ciencia desde arriba, tarde o temprano acaba por descubrirse que con esa escalera sólo se podía bajar hacia los sótanos. El único lugar, fuera de la ciencia, desde el que es posible contemplar sus construcciones científicas es el del tejido ideológico del que la propia ciencia consiste en desmarcarse constantemente. Más allá de la ciencia no encontramos sino el punto de partida de la ciencia. Una verdad más verdadera que la verdad es, con toda seguridad, un error.

Así pues, dos siglos de desatinos nos han escarmentado ya bastante en la tradición marxista. O Marx es, en algún sentido, un científico normal, o es sencillamente un ideólogo en el peor sentido de la palabra. Otra cosa muy distinta es, por supuesto, que ser un «científico normal» en determinados campos y ocasiones pueda ser políticamente muy anormal o subversivo. Podrían contárselo a Giordano Bruno, a Miguel Servet o al propio Galileo. La ciencia no siempre es un invitado políticamente inocuo. Y es muy de esperar que en el terreno en el que la ciencia se ocupa de cuestiones sociales o políticas (o económicas) el problema se agrave especialmente. Pero ya comentábamos antes que si por algún motivo los triángulos rectángulos consistieran en una injusticia social, quizá los matemáticos encabezarían una revolución contra cualquier orden político constituido por el teorema de Pitágoras, pero que eso no significaría en absoluto que el teorema tuviera que empezar a demostrarse según metodologías científicas menos normales.

El elogio con el que comienza el capítulo de Schumpeter consiste –al contrario de lo que tantas veces hizo la tradición marxista, al «elevarlo» por encima de la ciencia «burguesa»– en insertarlo en el corazón mismo de las discusiones económicas de su época, de las que, según nos dice, a Marx no se le escapaba nada. Marx aparece como un «trabajador infatigable», un erudito que lo conocía todo en su época y que fue capaz de llegar al fondo de todas las cuestiones abiertas por la economía de su tiempo.

Sin embargo, Schumpeter nos informa a renglón seguido de que Marx comete un error fatal, nada más ni nada menos que al dar el primer paso: se apunta a la teoría del valor-trabajo heredada de Ricardo (la «teoría laboral del valor», o, como la llamaremos en adelante, sencillamente la «teoría del valor»), y, al hacerlo, comienza por la peor de las opciones que tenía a la mano.

Si nos fijamos en las últimas líneas del texto que citábamos de Schumpeter, podemos entender ya el diagnóstico tan peculiar que este economista hace de la obra de Marx en general. Marx construye «una teoría que por su naturaleza y objetivo era verdaderamente científica»[14], pero la construye no sólo «a pesar de sí mismo», sino, al parecer, contra su propio punto de partida teórico: la teoría del valor-trabajo. Es como si toda su obra consistiera en un intento de compensar un monumental error inicial.

Como vamos a comprobar largamente en este libro, Schumpeter no se equivoca al centrar la atención en este punto. El punto nodal de las discusiones más importantes en torno a la interpretación de El capital pasan de un modo u otro por aclarar el sentido o el estatus que tiene en Marx la teoría del valor expuesta en la Sección 1.ª del Libro I.

Comencemos por llamar la atención sobre un punto que quizá ahora nos resulte todavía trivial, pero que terminará alcanzando gran importancia en el transcurso de nuestra argumentación. Schumpeter considera la teoría del valor de Ricardo y la de Marx absolutamente idénticas. Esa teoría compartida consistiría en sostener que el valor de una mercancía es proporcional a la cantidad de trabajo invertido en su producción y que ese valor es lo que determina que, en el mercado, las mercancías se vendan siempre a un precio u otro.


Ciertamente, Schumpeter admite que entre Ricardo y Marx «pueden observarse grandes diferencias en lo que se refiere a las expresiones, al método de deducción y a las implicaciones sociológicas; pero por lo que respecta a la tesis en sí –que es lo único que interesa al teórico de hoy–, ninguna diferencia existe» entre ambos pensadores[15]. Ahora bien, el propio Schumpeter reconoce que eso a lo que él se refiere como «lo único que interesa al teórico de hoy», al parecer, no es, ni mucho menos, lo único que le interesaba al propio Marx. A este respecto, nos dice que Marx «padeció la misma ilusión que Aristóteles», a saber, la de pensar el valor como algo «que se diferencia de los precios y que existe independientemente de los mismos y de las relaciones de cambio»[16], o sea, la «ilusión» de pensar que podía ocuparse de la naturaleza del valor con independencia de la cuestión de los precios relativos de las mercancías; o, lo que es lo mismo, la ilusión de creer que podía aislar algún tipo de «sustancia» bien definida de la que pudiera decirse que es el valor de las mercancías incluso si el mercado, de hecho, no pareciera «homologarlo» en su sistema de precios. Y, en efecto, es verdad que en el corazón de la intrincada Sección 1.ª, nos topamos con una discusión de altos vuelos con Aristóteles.

Sin embargo, Schumpeter considera que todo esto no es más que una «ensoñación metafísica», enteramente ajena a la economía como ciencia «positiva», y que, por lo tanto, no hay por qué tomar en consideración. Así pues, para Schumpeter parece no caber duda de que, desde el punto de vista, digamos, «técnico» (es decir, desde el único punto de vista que puede tener algún interés para los economistas modernos), la teoría del valor de Marx «es la misma que la de Ricardo»[17], pues la única diferencia consiste en que las razones por las que Marx la adopta son «más filosóficas, en el peor sentido de la palabra», esto es, más metafísicas (además de, al parecer, «menos corteses»)[18].

Marx le debe, sin duda, mucho a Ricardo. El propio Marx no deja en ningún momento de reconocer una gran deuda con quien consideraba el teórico más importante, lúcido y honrado que había dado jamás la economía política. Sin embargo, tampoco desaprovecha ninguna oportunidad de señalar que existen diferencias fundamentales en el modo en que abordan ambos la cuestión del valor. Este intento de marcar diferencias respecto a Ricardo, desde luego, no impresiona nada a Schumpeter, que lo interpreta como una negativa de Marx, dada su personalidad, a reconocer algo así como un maestro. De este modo, lejos de haber verdaderas diferencias analíticas, no habría más que un intento megalómano por parte de Marx de introducirse en disquisiciones metafísicas para evitar presentarse como discípulo de nadie. Ahora bien, por un lado, es verdad que esas diferencias suelen salir a la luz en el transcurso de discusiones muy metafísicas sobre el carácter abstracto del trabajo humano o sobre la imposibilidad de la «sustancia-valor» de ponerse de manifiesto por sus propios medios y no, ciertamente, mientras se analizan los precios de equilibrio. Sin embargo, por otro lado, también es verdad que Marx parece demasiado orgulloso de esos resultados como para tomárnoslos tan a la ligera. En efecto, Marx parece realmente encantado de cómo le van saliendo las cosas a propósito del concepto de «sustancia-valor», del trabajo abstractamente humano y de su polémica con Aristóteles, es decir, de los resultados de esas discusiones en las que parece que termina admitiendo la teoría del valor de Ricardo (aunque por razones distintas). Ciertamente, como decimos, parece demasiado satisfecho de esas «razones» para ignorarlas por completo.

Más adelante nos ocuparemos por extenso de la enorme relevancia que tiene todo eso que Schumpeter no toma en consideración por considerarlo meras diferencias en «las expresiones», «el método de deducción» o las «razones filosóficas» que conducen a Marx a tomar como punto de partida la teoría del valor de Ricardo. De momento, repasemos muy brevemente en qué consiste dicha teoría que, según Schumpeter, Marx asume sin matices, aunque lo haga por razones distintas.

Lo primero que se nos dice es que esa teoría es, ante todo, una aproximación a los precios. No tiene ni puede tener otro sentido que el de dar cuenta del valor de cambio de las distintas mercancías individuales, o sea, de las proporciones relativas de intercambio de las diferentes mercancías entre sí. Según esta teoría, el valor de cada mercancía individual (es decir, la cantidad de trabajo que ha sido necesario invertir en su producción) es lo que determina el precio al que se va a vender en el mercado. En este sentido sostiene que «el valor de cambio de los bienes producidos sería proporcional al trabajo empleado en su producción: no sólo en su producción inmediata, sino en todos aquellos implementos o máquinas requeridos para llevar a cabo el trabajo particular al que fueron aplicados»[19].

1.2.2 El modelo de mercado según la ley del valor

Es muy importante abrir aquí un paréntesis para proporcionar una primera aproximación, aunque sea muy esquemática, a la idea de ese mercado en el que los productos se intercambiarían atendiendo a la ley del valor. No se trata, por supuesto, de responder ya a la pregunta sobre el sentido de semejante punto de partida. Se trata, simplemente, de delimitar con claridad la imagen de un mercado que funciona enteramente según los supuestos referidos de la ley del valor (es decir, según los supuestos que Schumpeter considera un desatino tomar como punto de partida).

Lo primero en lo que hay que reparar es en que los precios de una mercancía oscilan siempre alrededor de un determinado nivel, dependiendo de circunstancias muy variadas, entre las cuales es fundamental la oferta y la demanda. Un lápiz que en un comercio puede costar 60 céntimos de euro puede ser ofertado en otro a 70 o a 80. Si, por algún motivo, hay una gran demanda de lápices, puede que los vendedores puedan lograr venderlos a un euro, hasta que la oferta y la demanda se equilibren. Lo mismo ocurre con el precio, por ejemplo, de las lavadoras, que oscila, pongamos por caso, alrededor de los 500 euros. Lo que es difícil imaginar que llegue a ocurrir es que, por algún brutal desequilibrio entre oferta y demanda, el precio de los lápices oscile alrededor de los 500 euros y el de las lavadoras alrededor de los 60 céntimos. Es fácil comprender que en el asunto interviene lo que llamamos costes de producción.

Supongamos un mercado muy esquemático en el que el productor A, por ejemplo, posee un huerto en el que cultiva zanahorias, el productor B tiene otro en el que cultiva patatas y, así, sucesivamente. Pongamos que, en nuestro esquemático mercado, un productor C vende jerséis de lana que él mismo fabrica en la trastienda a partir de la lana hilada por otros productores (haciendo punto con unas agujas que le ha vendido otro propietario D, que las fabrica en la fragua que tiene en su casa). Suponemos, por supuesto (pues por suponer que no quede), que hay otros muchos vendedores de los mismos jerséis y que lo mismo ocurre con cualquier otra mercancía.

Puesto que vendedor y comprador son sujetos libres e iguales, que en cualquier momento pueden decidir aceptar o no vender o comprar, el acuerdo entre ellos surgirá, en realidad, por una especie de ininterrumpido regateo. Si un jersey pretende venderse a 60 euros, el cliente siempre puede objetar que le parece muy caro y que no ofrece más que 30. Ahora bien, objetará el vendedor: 30 euros es el precio que él ha tenido que pagar por la lana y por las agujas necesarias para fabricarlo y si lo vendiera a ese precio no haría sino cubrir sus costes de producción y no recibiría ninguna compensación por el trabajo invertido en su confección.

Naturalmente, el cliente puede decidir que, puesto que no está dispuesto a pagar más de 30 euros, él mismo se encargará de comprar la lana y de tejer su propio jersey. Se dirigirá, por consiguiente, al vendedor de ovillos de lana, pero nada le impedirá, por supuesto, regatear con él. Si le ofrece 15 euros, puede que el vendedor le responda que con eso no cubre los costes de producción de esos ovillos de lana, puesto que es menos de lo que él mismo pagó al pastor que le vendió el pelo de oveja a partir del cual él trabajó para hilar las madejas de lana. Si nuestro tozudo cliente llegara a la conclusión de que a él no le tima nadie y que ese trabajo de hilado también puede realizarlo él mismo, comprando directamente la lana al pastor, puede que, en el regateo con éste, ya no haya otro «coste de producción» en juego que el hecho de que el pastor se niegue a vender sus ovejas a un precio que no haga justicia al trabajo que le ha costado criarlas.

Es de esta manera como la teoría del valor sostiene que, según las condiciones que hemos supuesto, el asunto de los costes de producción reposa enteramente, en último término, sobre la cantidad total de trabajo aglutinada en una mercancía. Ciertamente, además de trabajo, hay siempre un componente irreductible de naturaleza (la capacidad de las ovejas de criar pelo y de moverse para comer las hierbitas que también salen solas en el campo, etc.), pero, a partir de los supuestos establecidos hasta ahora, la naturaleza realiza esa contribución de forma gratuita y, por lo tanto, no incorpora nada al regateo por el que se determina el valor de cambio. Si el jersey se vendía a 60 euros era porque en él estaba aglutinado el trabajo del tejedor, del hilandero y del pastor y nuestro cliente no tiene otra opción, si quiere un jersey, que pagar ese precio o realizar él mismo todos esos trabajos.

Podría ocurrir, sin embargo, que un vendedor llevara al mercado un jersey idéntico al anterior y pretendiera venderlo por 90 euros. Pongamos que, extrañado por el precio, el cliente regateara y el vendedor aludiera al hecho de que (aparte de haber pagado 30 euros por la lana) le ha llevado pongamos que 100 horas la labor de tejido del jersey. «Muy bien, contestará el cliente, pero el caso es que en todos los comercios vecinos estos jerséis se están vendiendo a 60 euros.» La verdad es que el cliente no habrá perdido su tiempo en mantener esta conversación; sencillamente, se habrá dirigido al comercio vecino, donde se vende la mercancía más barata. Mucho menos se habrá quedado a escuchar al infortunado vendedor que la explicación de la diferencia de precio reside en que él siempre tiene que invertir el doble de tiempo de trabajo que sus competidores, quizá porque es manco, quizá porque es mucho menos experto o mucho más lento o perezoso que ellos. Eso son problemas que tienen que ver con la seguridad social o cosas así, pero no con el mercado, y en nuestra esquemática sociedad mercantil no hemos presupuesto más que sujetos libres enfrentados a intercambios mercantiles. El vendedor manco, lento o perezoso tendrá que resignarse a ir bajando el precio de su mercancía y no comenzará a venderla hasta que éste sea parecido al de los comercios vecinos.

Podemos plantear el caso contrario. Un vendedor X ha encontrado un procedimiento para producir esos jerséis en la mitad de tiempo, bien porque es muy diligente, porque nació con cuatro brazos o porque compró tecnología japonesa. Puede que, el primer día, inexperto respecto a la situación mercantil, fije en 40 euros el precio de sus mercancías. Pero la ley de la oferta y la demanda operará rápidamente como un poderoso corrector. La cola de clientes que se le formará en la puerta de su tienda, todos deseosos de comprar a ese precio de ganga, le convencerá minuto a minuto de que puede subir el precio a 45, a 50, a 55 o a 59,99 euros y seguir vendiendo más que sus competidores.

Este tipo de razonamiento intenta mostrar que el valor (aquello que, según las condiciones que hemos establecido aquí, determinaría el precio empíricamente observable de las mercancías) no puede ser definido simplemente como «cantidad de trabajo cristalizado en una mercancía». El trabajo en cuestión tiene que ser un trabajo que sea productivo a un ritmo digamos que «socialmente normal». Es el ritmo productivo del conjunto de los fabricantes de jerséis el que determina a qué precio se venderán éstos, y no la cantidad de trabajo concreto que invierte un vendedor manco o un vendedor de cuatro brazos. Lo importante es advertir que esto no ocurre porque lo decida nadie, ni, desde luego, porque lo decidan los economistas, ni porque lo decida un gobierno o un aparato estatal que, por otra parte, no hemos dicho en ningún momento que exista o tenga que existir en nuestra hipotética sociedad de comerciantes (que, al mismo tiempo, son productores independientes, es decir, libres, iguales y propietarios de los medios con los que trabajan). No. El valor que determina el precio es la cantidad de trabajo socialmente necesaria cristalizada en una mercancía, y ello es así por el propio movimiento del mercado. A un cliente no le interesa en absoluto cuánto tiempo se ha invertido en fabricar la mercancía que va a comprar. Lo único que le interesa es si está más barata o más cara que en la tienda de al lado, y el movimiento que todos los clientes realizarán regateando de una tienda a otra será el que dará como resultado que los precios se estabilicen en un determinado nivel que, sólo para el economista, se mostrará como aquel que responde a la cantidad de trabajo socialmente necesaria para fabricar mercancías idénticas. Las horas extra que el tejedor manco tiene que invertir para fabricar un jersey que todo el mundo fabrica en 50 horas no son horas socialmente necesarias y, consiguientemente, no determinan en nada el valor de la mercancía en cuestión. Mientras tanto, el productor «de la tecnología japonesa» estará trabajando a un ritmo productivo muy superior al socialmente necesario, lo que, sin duda, será una gran ventaja para él, pues lo que estará ocurriendo es que, con muy poco tiempo de trabajo individual, estará aglutinando en sus mercancías muchas horas de trabajo social.

Pongamos, además, que en ese mercado aparecen, por ejemplo, unos arquitectos que en cinco minutos son capaces de hacer unos garabatos en un papel que luego los clientes utilizan como planos para construir sus viviendas. El caso es que, por algún motivo, logran vender sus planos a 60 euros, cuando los vendedores de jerséis de 60 euros invierten en ellos (incluyendo el trabajo de los hilanderos y los pastores) 200 horas. El que cinco minutos de trabajo de arquitecto sea equivalente a 200 horas de trabajo de pastor, porque así lo decide el mercado (y no un Estado injusto o un demencial sistema de castas), sólo puede explicarse diciendo que para que un arquitecto trabaje cinco minutos ha tenido que permanecer en el pasado (y sin remuneración) algunos miles de horas estudiando. Lo importante es advertir que, en las condiciones a las que nos estamos refiriendo, esto no se debe, ni mucho menos, a una cuestión de «justicia» o a algo así, sino, una vez más, a consideraciones puramente mercantiles.

No debemos olvidar que, en las condiciones que hemos establecido, debemos suponer que cualquiera puede cambiar en cualquier momento de ocupación si hay algún negocio en el que vender los productos del sudor de su frente le resulta más ventajoso. Si los arquitectos, pues, cobraran la hora al mismo precio que los pastores, muy pocos tomarían la decisión de ser arquitectos en lugar de pastores, teniendo en cuenta las muchas horas de estudio que hay que invertir en esa actividad productiva. Pero lo que entonces ocurriría sería que los cuatro gatos que se dedicaran a la arquitectura estarían en el mercado situados en una situación muy ventajosa, pues verían cómo delante de sus tenderetes se les formaba una cola de clientes interminable. La escasa oferta de planos ante tamaña demanda permitiría a los arquitectos subir progresivamente el precio de éstos. Al poco tiempo, los arquitectos, en virtud precisamente de la ley automática de la oferta y la demanda, estarían vendiendo sus planos a un precio que, aparentemente (pero sólo aparentemente), contrariaría radicalmente la ley del valor. Sin embargo, contemplando el movimiento completo que se habría puesto en juego en esta situación, nos encontramos con lo siguiente: si el precio de los planos fuera realmente desorbitado (debido a la escasez de arquitectos y a la demanda de planos), muchos pastores empezarían a tomar la decisión de comenzar los estudios de Arquitectura, puesto que resultaría obvio que la inversión merece la pena, estando el precio de los planos por las nubes. El número de arquitectos aumentaría y la competencia entre ellos empezaría a hacerles bajar el precio de la mercancía ofertada. Mientras tanto, todo hay que decirlo, habría cada vez menos pastores, de modo que el precio de los jerséis empezaría a aumentar y la vida pastoril empezaría a ser cada vez más rentable y apetecible. ¿En qué momento se estabilizaría este continuo flujo entre trabajadores especializados y trabajadores no calificados? He aquí que, una vez más, y sin que ninguna fuerza extramercantil intervenga, el flujo se estabilizaría el día en que los precios de los planos y de los jerséis se acomodasen a sus valores, es decir, a la cantidad de trabajo cristalizado realmente en ellos. Es decir, el día en que al pagar cinco minutos de trabajo de arquitecto se estuvieran pagando no sólo esos cinco minutos, sino también las horas de estudio que le corresponden proporcionalmente a esos cinco minutos, los pastores dejarían de tener un interés particular en comenzar los estudios de Arquitectura. Del mismo modo, los arquitectos dejarían de tener un especial interés en dar al traste con sus estudios y meterse a pastores.

Así pues, presuponiendo que se dan las condiciones experimentales acordadas, el trabajo complejo o calificado es perfectamente reductible a una determinada cantidad de trabajo simple. El valor de un plano de arquitecto consiste en la «cantidad de trabajo simple y socialmente necesario» cristalizado en él. El presupuesto de que esto sea así es, naturalmente, que se pueda afirmar que de verdad existe una competencia entre arquitectos y pastores (y no sólo entre los arquitectos entre sí y los pastores entre sí); o sea, que cualquiera pueda en todo momento cambiar su posición en el juego mercantil (un presupuesto de lo que Schumpeter llamaba «concurrencia perfecta», cuando explicaba las limitaciones de la teoría del valor en virtud de que sólo resultaban aplicables a un «caso excepcional y muy improbable»).

Podría ocurrir también que hubiera bienes habitualmente más necesarios o más demandados que otros y que eso tendiera a alejar los precios de los valores. Podría parecer entonces que, por ejemplo, pudiera ser más rentable trabajar como panadero que como zapatero, o traducido a los términos de nuestro problema: que los panaderos, trabajando el mismo tiempo que los zapateros, obtuvieran más dinero que éstos. Que, por lo tanto, fuera más rentable el trabajo concreto de panadero que el trabajo concreto de zapatero. Ahora bien, es fácil comprender que, al día siguiente, muchos zapateros se habrían metido a panaderos. El aumento de la oferta de pan haría descender los precios y el descenso de la oferta de zapatos haría aumentar los precios, con lo que la situación empezaría a invertirse, sin llegar a estabilizarse más que en el momento en que lo que determinara el precio bien del pan, bien de los zapatos no fuera el trabajo concreto del panadero o del zapatero, sino una especie de trabajo simple y general, un trabajo abstracto, una especie de cantidad de trabajo humano indiferente.

De este modo, aquello que, mientras se respeten las condiciones supuestas, determina el movimiento real de las mercancías, el valor, resulta consistir en algo así como esto: la cantidad de trabajo (simple y abstracto) socialmente necesario, cristalizado en una mercancía. El valor, aquello que permite igualar en este mercado «de laboratorio» 30 varas de lienzo y 2 sacos de patatas, es, como nos dice Marx, una especie de gelatina de trabajo humano indiferenciado y abstracto. La ley del valor afirma, por tanto, que en el mercado siempre se intercambian cantidades equivalentes de trabajo humano (simple, abstracto y socialmente necesario).

1.2.3 El juicio de Schumpeter y la sanción final «adversa a Marx»

En otros capítulos observaremos en qué sentido las cosas se vuelven más complicadas, pero con esto es suficiente ya para preguntarnos qué sentido puede tener comenzar a «hacer economía» partiendo de una definición de este tipo. Schumpeter no tiene al respecto ninguna duda: «Todo el mundo sabe que esta teoría del valor es insatisfactoria»[20]. En primer lugar, como ya se indicó, no tiene aplicación alguna fuera del supuesto de la concurrencia perfecta, que, de hecho, nunca se da. En segundo lugar, nos dice, aun suponiendo ésta, no se cumple más que si el trabajo es todo de la misma especie y es, además, el único factor de producción. Pero, para empezar, ¿quién ha dicho que el trabajo que cuestan las cosas sea el único argumento que pretenden hacer valer los dueños de las mercancías? Vivimos en una sociedad en la que jamás se «regatea» así. Ese tipo de «regateo» recuerda, en todo caso, a mercados muy primitivos y elementales. Además, ¿qué es eso de un mercado de zapateros perezosos o diligentes que trabajan sus propios productos y los llevan al mercado, donde compiten perfectamente entre sí, sin que sea cuestión de hablar de salarios, negociaciones sindicales o niveles técnicos de productividad, en los que el tipo de maquinaria es, obviamente, un factor mucho más definitivo que la «cantidad de trabajo»? Semejante caso es absolutamente extraño al característico de la sociedad moderna que pretendíamos estudiar. Es una mera construcción hipotética, muy semejante a una especie de mercado de indígenas, parecido a los que podemos observar los días de fiesta en las aldeas mayas de Guatemala. Pero, además, con una salvedad importantísima: en este caso, y por alguna extraña razón, los «indígenas» habrían decidido llevar al mercado la totalidad de sus productos para intercambiarlos por los producidos por el trabajo ajeno. Una especie de mercado indígena de intercambio generalizado, lo que, obviamente, nunca se da, pues ese tipo de mercados pertenecen normalmente a economías de subsistencia, en las cuales sólo se llevan al mercado, digamos que «los domingos», los productos que han sobrado a las unidades familiares. ¿Tendrá sentido fundar el estudio de la sociedad capitalista en un concepto que se deduce estudiando un caso que no se da, que, en realidad, nunca se ha dado, y que, de cualquier forma, seguiría sin ser el de la sociedad moderna que está en cuestión? «Razonar en la dirección de la teoría del valor basada en el trabajo significa, por tanto, razonar sobre un caso muy especial y sin importancia práctica[21]


Mirando las cosas desde la historia de la economía, la teoría del valor fue, según nos anuncia Schumpeter, una especie de culo de saco: «En todo caso, está muerta y enterrada». «La teoría que la sustituyó –en su forma primitiva y ahora superada, conocida como la teoría de la utilidad marginal– puede pretender una superioridad en muchos aspectos; pero el verdadero argumento que puede invocarse en su favor es que es mucho más general y puede aplicarse por igual, de una parte, a los casos de monopolio y concurrencia imperfecta y, de otra parte, a la intervención de otros factores de producción, así como a la de trabajo de muchas especies y calidades diferentes[22].» Pero es que, además, si introducimos en la teoría de la utilidad marginal los supuestos restrictivos que es preciso introducir para que funcione la teoría del valor, ocurre que entonces, efectivamente, se encuentra la buscada proporcionalidad entre la cantidad de trabajo y el valor de las mercancías. Esto significa que la teoría del valor no es que sea falsa; es que es absurdo partir de ella, pues nos obliga a comenzar por el estudio de un caso particular, excepcional y puramente hipotético del que, además, otra teoría más potente es perfectamente capaz de dar cuenta.

Nos encontramos, pues, con una paradoja insólita. Marx, el «mayor erudito de su época», «un trabajador infatigable al que nada se le escapaba», toma desde el principio la peor de las decisiones: apuntarse al único camino teórico que no llevaba a ninguna parte. Es así como Marx se apartó, con su primer paso, de la línea en la que progresaba, mientras tanto, la historia de la economía, hasta su resultado actual.

El caso es que Marx parte, efectivamente, de la teoría del valor y, además, es notorio que reflexionó durante diez años de trabajo infatigable sobre esta decisión. En el Prólogo a la primera edición de El capital nos señala que la Sección 1.ª, en la que obtenemos como resultado la «ley del valor», es la más difícil y la más trabajada. Esta Sección 1.ª será también, en el seno de la tradición marxista, la más incomprendida y la que más confusiones y malentendidos ha generado. La cuestión de qué hacer con ella, de cómo valorar el verdadero sentido que cumple en el conjunto del Libro I y, lo que es un problema aún mucho mayor, respecto a la teoría de los precios de producción esbozada en el Libro III, todavía no está decidida, aunque se haya escrito y discutido incansablemente al respecto. Para los economistas la cosa está clara, como vemos: en la Sección 1.ª, Marx arruina su investigación desde su mismo comienzo, abrazando una teoría obsoleta. Pero el caso es que, para los marxistas, esta sección se convirtió también en un verdadero avispero. Althusser, en un artículo en el que enumeraba unos consejos e instrucciones para la lectura de El capital, recomendaba comenzar saltándose la Sección 1.ª; no es que aconsejara no leerla, pero aconsejaba hacerlo tan sólo después de haber leído dos o tres veces el resto del Libro I. Este consejo, casi de carácter terapéutico, que pretende utilizar a Marx para protegerle de sí mismo, no da mucho resultado, pero proporciona una idea de la magnitud del problema. En realidad, como vamos a ver, la interpretación del Libro I (y aún más del resto de El capital) depende directamente del papel que otorguemos a esta Sección 1.ª y, en consecuencia, de cómo interpretemos la decisión de Marx de adherirse a la teoría del valor.

Y el caso es que, como ya hemos indicado, conviene tomar en consideración la crítica que Schumpeter vierte sobre esta decisión para comprender lo que Marx pretende conseguir con ella:

En la voluminosa discusión que se ha desarrollado acerca de ella [la teoría del valor], la razón no está, en realidad, toda de un lado, y los adversarios han usado muchos argumentos inadmisibles. El punto esencial no es si el trabajo es la verdadera «fuente» o «causa» del valor económico. Esta cuestión puede ser de interés primordial para los filósofos sociales que desean deducir de ella pretensiones éticas sobre el producto, y el mismo Marx no fue, por supuesto, indiferente a este aspecto del problema. Pero, para la economía, como ciencia positiva que tiene por objeto describir o explicar objetos reales, es mucho más importante preguntar cómo funciona la teoría del valor basada en el trabajo, en cuanto instrumento de análisis, y lo realmente objetable que se encuentra en ella es que funciona muy mal[23].

En una palabra, Marx habría puesto a la base de sus investigaciones económicas una especie de presupuesto metafísico, un concepto, el «valor», que interesa quizá muy vivamente a la filosofía y a la ética, pero que no es cosa de economistas. La economía pretende ser una ciencia positiva que se ocupa de «describir o explicar objetos reales»[24]. Lo que se halla ante la mirada del economista son mercancías y precios. Si hay una teoría que sea capaz de explicar el comportamiento de los precios sin el recurso al concepto de valor, éste se convierte de inmediato en una pura presuposición extra científica. Que las cosas, además de tener su precio, tengan un valor y en qué consista en último término esta sustancia que se expresa o no en los precios, y desde la que juzgar su razón de ser, todo esto son cuestiones puramente metafísicas. Por otra parte, basta comenzar a leer la famosa Sección 1.ª en cuestión para comprobar que en ella Marx se ha complacido en expresarse en un lenguaje copiado de Hegel y que el concepto de valor lo deduce al hilo de una larga discusión con un texto de Aristóteles. Puede que el asunto sea del máximo interés para la historia de la filosofía, pero la idea de que la economía debería comenzar por medirse con estos filósofos en semejante terreno es a todas luces absurda.

Uno podría pensar que, tras el elogio inicial vertido sobre Marx, una vez comprobada esta disparatada elección de las premisas, sus argumentos posteriores no serán capaces de atraer el más mínimo interés para los economistas. Sin embargo, para Schumpeter está muy lejos de ser así. Por el contrario, va a resultar que, bien contra su propia voluntad, bien contra la propia teoría del valor de la cual se ha empeñado en partir, Marx logrará desembocar en conclusiones del máximo interés.

Tras sentar el concepto de valor, Marx pasa a desarrollar su teoría del plusvalor. En la Sección 1.ª ha enunciado la llamada ley del valor o ley del intercambio de equivalentes, capaz de explicar el eterno misterio de Aristóteles por el cual cosas tan dispares como los zapatos o el trigo pueden ser puestas, en el mercado, en una situación de equivalencia o igualdad, en la medida en que un par de zapatos se cambian por tres sacos de trigo (pues se supone que en toda igualdad mercantil de la forma xA = yB, la cantidad de trabajo «cristalizada» en cada lado de la igualdad es la misma), de tal modo que queda así aislada la ley que rige todo ciclo Mercancía-Dinero-Mercancía (M-D-M’). Al pasar a la Sección 2.ª, Marx pasa a ocuparse del ciclo Dinero-Mercancía-Dinero (D-M-D’), construyendo con todo cuidado, pero siempre a partir de la premisa del concepto de valor, el concepto de plusvalor.

Con ello se pone en marcha lo que podría llamarse la «teoría de la explotación capitalista». Schumpeter la resume eficazmente al hilo de un nuevo elogio respecto del modo de proceder de Marx: ante todo, hay que subrayar que Marx no se comporta en este punto como un ideólogo o un agitador político, sino como un científico. Se empeña, en efecto, en mostrar que el plusvalor no es el resultado de una suma de intenciones individuales o de la voluntad de una clase social de aprovecharse de otra. Si fuera así, no se habría interesado tan vivamente por él en un plano meramente teórico. Marx se empeña, por el contrario, en mostrar que la realidad del plusvalor depende de la propia lógica del sistema capitalista e incluso, para deducirlo, introduce un nuevo supuesto, que, evidentemente, no se da nunca de forma pura, pero que esta vez a Schumpeter le parece muy bien introducir: Marx deduce el concepto de plusvalor, estudiando el ciclo D-M-D’ suponiendo que en él no se viola en ningún momento la ley del valor, es decir, la ley del intercambio de equivalentes; eso supone admitir que no hay en ningún momento estafa, robo, engaño o algún tipo de abuso mercantil de los patrones respecto a sus obreros. Un capitalista puede ser, además, un estafador e incluso una mala persona. Pero a Marx le interesa lo que hace capitalista al capitalista, no lo que le convierte en estafador, ladrón o mala persona. Tal como nos advierte en el Prólogo a la 1.ª edición, no se ocupa del capitalista o del terrateniente en tanto que personas, sino en tanto que son «personificación de categorías económicas». De ahí que se empeñe en deducir el concepto de plusvalor en unas condiciones en las que «nadie estafa ni roba a nadie». De este modo, Marx se comporta, en efecto, como un científico y no como algo así como un comunista.

Ahora bien, la teoría del plusvalor de Marx «está condenada por sus mismas premisas»[25], precisamente por tomar la teoría del valor como punto de partida. Por otro lado, nos dice Schumpeter, «en el plano ordinario de la teoría de un proceso económico estacionario es fácil demostrar, bajo los propios supuestos de Marx, que la teoría de la plusvalía es insostenible»[26]. A este respecto, se da una curiosa circunstancia. Marx se empeña en deducir el concepto de plusvalor, de nuevo, bajo un supuesto que nunca se da: una situación estacionaria. En esas condiciones es «fácil demostrar» que no tiene razón. Pero el caso es que sí la tendría –al menos en parte– si se hubiese referido a un proceso que nunca podía ser estacionario. Y como el caso es que, precisamente, el proceso económico capitalista nunca es, de hecho, estacionario, resulta que eso «nos posibilita hacer una interpretación más favorable de su conclusión»[27]. Naturalmente, esta forma de salvar de la quema las conclusiones de Marx no salvará la teoría del valor y la forma en la que de ella ha sido deducida la teoría del plusvalor. El resultado sería una especie de Marx sin teoría del valor, es decir, una especie de Marx sin Marx y, en realidad, la teoría del propio Schumpeter se asemeja mucho a algo de ese tipo. La cosa, aquí, no deja de ser chocante, ya que, en otros lugares, Marx habría defendido la imposibilidad de una situación de equilibrio en la sociedad capitalista. Si hubiera deducido a partir de lo que él mismo defiende en ese punto, habría tenido razón, pero, inexplicablemente, se empeña en deducir a partir de la única situación en la que no la tiene, cosa tanto más extraña, cuanto que él mismo sabe muy bien que esa situación estacionaria no puede darse en la realidad.

A partir de aquí la exposición de Schumpeter empieza a centrarse en el reproche inverso al que comenzó vertiendo sobre Marx. Pues, curiosamente, Marx va a acabar diciendo cosas muy interesantes e incluso, en muchos aspectos, sorprendentemente acertadas. Puesto que lo hace «científicamente», deduciendo a partir de premisas condenadas de antemano, estos aciertos no tienen otra explicación que el que la deducción no sea tan «científica» o que no sea tanto una «deducción». El reproche inicial era que Marx se aventuraba en los mares de la metafísica en lugar de «atenerse a los hechos». Ahora vamos a ver que, en muchos puntos, Marx acaba por ajustarse a los hechos con mucha inesperada precisión. ¿Qué es lo que ocurre por el camino? A ojos de Schumpeter, y de modo general, lo siguiente: Marx va elaborando una «teoría artificiosa», incorporando soluciones ad hoc desesperadas, de tal modo que el error inicial va siendo compensado y corregido.

De este modo, por ejemplo, Marx elaboró su teoría de la acumulación, respecto a la cual Schumpeter no escatima los elogios. El plusvalor producido por la mano de obra, el capitalista no se limita, ni mucho menos, a malgastarlo en aras de su propio disfrute. La mayor parte de él es reinvertido en la producción, en forma de mejoras técnicas y ampliaciones de los negocios. El primer acierto de Marx al estudiar este asunto fue, a ojos de Schumpeter, que no se limitó a constatarlo como un hecho, ni tampoco pretendió explicarlo en base a consideraciones de psicología social, aludiendo al espíritu ascético y puritano de los empresarios, según, por ejemplo, el famoso análisis de Max Weber. Marx quería explicar la ley que obliga a los empresarios a reinvertir y acumular, independientemente de su voluntad. Aquí, de nuevo, redujo al capitalista a una mera personificación del capital. Demostró que la producción de «plusvalor» genera por sus propias leyes una «compulsión al ahorro y la inversión» y que los capitalistas están coartados por esas leyes, como si se tratase de fuerzas de la naturaleza. Ello obliga a los capitalistas a aumentar constantemente la parte del capital que destinan a edificios, maquinaria, materias primas, etc., es decir, lo que Marx llamará el «capital constante». Marx demuestra que todo capitalista está interesado en aumentar obsesivamente la parte «constante» de su capital, reinvirtiendo sus ganancias incluso en total detrimento de su propio disfrute. Es más, se ve obligado a ello por una ley inexorable. Hasta tal punto el análisis de Marx prescinde aquí de cuestiones psicológicas o culturales, que llega a decir que esa misma ley determina y obliga al capitalista a disfrutar de cierto lujo y cierta ostentación. Así es, en efecto, porque la compulsión a acumular es tal que el capitalista necesita constantemente de créditos bancarios; y no se concede créditos a desarrapados o mendigos. Ahora bien, el método de Marx en este punto exige que consideremos que, de no ser por el papel de la ostentación y el lujo en esta especie de «diplomacia de los negocios», el capitalista viviría pobre como una rata y reinvertiría todas sus ganancias para ampliar su negocio.

En capítulos posteriores volveremos sobre esta cuestión, para explicarla con más detenimiento. Por el momento, sólo nos interesa el juicio que le merece a Schumpeter el tratamiento marxista del problema. Él mismo ha demostrado contundentemente que la producción capitalista nunca puede ser estacionaria y que, en efecto, existe una compulsión a la acumulación que se impone como una ley. «Así pues, todo el mundo acumula. Ahora bien, Marx vio este proceso de transformación económica más claramente y vislumbró su importancia decisiva más plenamente que ningún otro economista de su tiempo[28].» Esto es sorprendente, pues, como se ha visto, Marx deduce su teoría de la acumulación de premisas insostenibles. Si pese a ello llega a conclusiones correctas y, en cierto modo, geniales, eso es a costa de no deducir tanto como parece deducir: Marx incurre en «muchos casos de non sequitur». Ahora bien: «El non sequitur deja de ser una objeción fatal si lo que no se sigue del razonamiento de Marx puede inferirse de otro razonamiento»[29].

Antes hemos tenido ya un ejemplo de esto. La teoría de la plusvalía de Marx, tomada en sí misma, es insostenible. Pero como el proceso capitalista no deja de producir olas renovadas de beneficios periódicos que representan plusvalía con relación a los costos, que pueden explicar perfectamente otras teorías, aunque en un sentido completamente no marxista, el paso siguiente de Marx, dedicado a la acumulación, no está viciado por completo de sus deslices anteriores[30].

La cosa empieza a estar clara: Marx comienza con una monumental metedura de pata al adoptar la teoría del valor, lo que le obliga a partir de un presupuesto puramente metafísico. A partir de allí, elabora una «teoría insostenible»: la teoría del plusvalor. Luego, va introduciendo artificios y apaños, haciendo como que deduce cuando en realidad introduce otros razonamientos, y, finalmente, por este curioso y tortuoso camino, logra, de todos modos, «ver más allá» que todos los economistas de su época, unas veces acertando de forma «correcta» y otras veces, incluso, «genial».

Así ocurre también, por ejemplo, con su «teoría de la concentración de capital»:

Sólo predecir el advenimiento de las grandes empresas constituye por sí misma una verdadera aportación, dadas las condiciones de la época de Marx. Pero hizo más que eso. Vinculó, hábilmente, la concentración al proceso de acumulación o, más bien, concibió la primera como un elemento del segundo, y no sólo desde su punto de vista fáctico, sino también desde su punto de vista lógico. Percibió correctamente algunas de sus consecuencias... Y, lo más importante de todo, fue capaz de llegar a la predicción del desarrollo futuro de los gigantes industriales que estaban en periodo de gestación y la situación social que habían de crear[31].

Otro punto interesante se localiza en la famosa teoría de Marx según la cual el capitalismo generaría una miseria cada vez mayor en una clase proletaria cada vez más extensa, al tiempo que una concentración creciente de riqueza en cada vez menos capitalistas. Aquí, también, Marx razona haciendo depender la cosa de la naturaleza misma de la producción capitalista y no de cosas tales como la codicia o el abuso de poder. «Como predicción –señala Schumpeter–, era, desde luego, calamitosa[32].» Y Schumpeter tiene toda la razón al afirmar que los marxistas de todos los tiempos se vieron en mucho aprietos para hacer compatible esta supuesta ley con la realidad de los hechos históricos: unos forzaron las estadísticas, otros se empeñaron en que el verdadero sentido de la teoría de Marx hacía alusión a la parte relativa (y no absoluta) de las rentas del trabajo respecto al volumen de la renta nacional total. Ahora bien, «hay otro modo de salir de esta dificultad», y algunos marxistas fueron por ese camino: «Una tendencia puede no aparecer en nuestras series estadísticas temporales –puede, incluso, aparecer la tendencia opuesta, como sucede en este caso– y a pesar de ello podría ser inherente al sistema que se investiga, pues podría estar inhibida por condiciones excepcionales»[33]. En concreto, la expansión imperialista y la explotación descarnada de las colonias compensó con ventaja la tendencia al empobrecimiento de las clases obreras del Primer Mundo.


De todos modos, hoy día, tras el derrumbe generalizado de todas las esperanzas keynesianas que tanto confiaron en extender lo que en realidad no fue sino una excepción, el famoso «Estado del bienestar», y tras décadas de hacer circular al Tercer Mundo por las vías del desarrollo, en una economía, como suele decirse, «globalizada», sería cosa de volver a sacar las cuentas. Nunca como hoy han estado de forma general, a nivel mundial, tan deterioradas las condiciones de la jornada laboral. Incluso en el Primer Mundo, el trabajo basura, el contrato basura, la flexibilidad del mercado de trabajo han convertido en utópica la jornada laboral de 40 horas. En una especie de radical revolución de los ricos contra los pobres, se ha pretendido instituir a nivel europeo la jornada laboral de 65 horas. Mientras tanto, el Tercer Mundo parece que más bien se ha desarrollado al revés, evolucionando hacia un «mundo basura» inimaginable en la época en la que Schumpeter escribía. Empezando por la ONU, pasando por el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional y terminando por Cáritas y Manos Unidas, se ha tenido que dar la razón a Marx en su tesis sobre la polarización de las clases sociales: en 1870, por ejemplo, la Renta Interior Bruta (RIB) per capita media de los diez países más ricos era 6 veces superior a la RIB per capita media de los diez países más pobres. En 2002 esa ratio era de 42 a 1[34]. En la actualidad, el 5 por 100 más rico de los individuos del mundo percibe alrededor de un tercio de la renta mundial, y el 10 por 100 de los individuos la mitad. Por su lado, el 5 y 10 por 100 más pobres perciben, respectivamente, el 0,2 y el 0,7 por 100 de la renta mundial total. Las personas más ricas ganan en 48 horas tanto como las más pobres en un año[35]. Y, según informa la ONU, la desigualdad sigue creciendo[36]. Por ejemplo, en 2007, el ejecutivo promedio de las 15 mayores empresas de EEUU ganaba un sueldo 500 veces superior al empleado promedio, mientras que en 2003 el salario era «sólo» 300 veces más alto[37]. Las consecuencias de esta desigualdad son espeluznantes: la esperanza de vida al nacer es de 78,3 años en los países de la OCDE y 54,5 años en lo que llaman «países menos adelantados»[38]. En África subsahariana 1 de cada 7 niños muere antes de cumplir los 5 años (dato de 2007)[39]. Conviene señalar, además, que la creciente pobreza extrema (que ha pasado del 16 por 100 al 17 por 100 de la población mundial en sólo dos años, de 2006 a 2008) no es que se concentre en la población trabajadora (lo cual era de esperar), sino que se concentra en la población trabajadora con empleo (lo que indica que el logro de un empleo protege cada vez menos contra la pobreza): según la OIT, en 2008, el 64 por 100 de la población ocupada en África subsahariana sufría la pobreza extrema; el promedio es del 28 por 100 para el conjunto de países «en desarrollo», y también muy elevado, del 10 por 100, en los desarrollados. Para el caso de España, informes como los realizados por Cáritas[40] ponen de manifiesto que la pobreza afecta a una quinta parte de los hogares españoles y la exclusión social a más de un 17 por 100.


Otro punto importante que Schumpeter somete a consideración es la aportación de Marx en el campo de los ciclos económicos, a la que califica de «sumamente difícil de apreciar». Se ha clasificado la teoría de Marx sobre los ciclos entre las teorías de la sobreproducción o el infraconsumo. Así parece que es a simple vista, ya que Marx, en efecto, ha insistido en que, por una parte, las masas serán cada vez más pobres y, por otra, que la producción será cada vez mayor, de modo que el mercado será más y más incapaz de digerirla. Sin embargo, Schumpeter insiste en que esta teoría «demasiado sencilla» de los ciclos económicos no hace justicia a Marx (incluso señala el lugar en el que es el propio Marx el que se ha demarcado expresamente de este tipo de planteamientos). ¿Quiere esto decir que Marx habría elaborado otra teoría más compleja del ciclo económico? En opinión de Schumpeter, no es así: la contribución de Marx a este respecto es, sin duda, impresionante, pero se compone, más bien, de un conjunto de aportaciones caleidoscópicas, observaciones agudas y minuciosas y una fuente inagotable de «factores externos». Aquí, Marx «se liberó de la servidumbre de su sistema y quedó en libertad de mirar los hechos sin tener que violentarlos»[41]. Y por ese camino, llegó en realidad, muy lejos:

Prácticamente encontramos aquí todos los elementos que se encuentran siempre en todo análisis serio de los ciclos económicos y, en conjunto, hay muy pocos errores. Además, no hay que olvidar que la mera percepción de la existencia de los movimientos cíclicos fue una gran aportación para aquella época. Muchos economistas anteriores a él tuvieron un presentimiento de ellos. Sin embargo, en lo fundamental enfocaron su atención sobre los derrumbamientos espectaculares que habían de denominarse «crisis». Y estas crisis no las vieron a su verdadera luz, es decir, a la luz del proceso cíclico del que son simples incidentes. Las consideraron, sin mirar detrás o debajo de ellas, como desgracias aisladas que sucedían a consecuencia de errores, excesos, conductas equivocadas o bien a consecuencia del funcionamiento defectuoso del mecanismo del crédito. Marx fue, en mi opinión, el primer economista que se elevó por encima de esta tradición y que se anticipó –prescindiendo del complemento estadístico– a la obra de Clement Juglar[42].

Es decir, Marx concibió correctamente que el fenómeno de las crisis económicas había que entenderlo desde una teoría del carácter cíclico de la producción capitalista. Incluso llegó a esbozar, en los borradores del Libro III, la teoría de unas oscilaciones más amplias, que acompañarían a los ciclos económicos en forma de ondas ascendentes y descendentes de larga duración, anticipándose, de ese modo, a la obra de Kondratieff.

Schumpeter señala todavía que la confianza de Marx en que las propias leyes de la evolución capitalista harían reventar en un estallido final a la sociedad capitalista (cosa que, en realidad, es muy discutible que Marx sostuviera realmente, tal como comprobaremos nosotros más adelante) supone otro ejemplo de cómo «la combinación de un non sequitur con una visión profunda» permite llegar a conclusiones acertadas. Pues Schumpeter también cree que la evolución capitalista destruirá la sociedad capitalista[43], aunque no por los mismos motivos que Marx.

«En el tribunal que juzga la técnica teórica, el veredicto tiene que ser adverso a Marx[44].» Esta conclusión final que dicta Schumpeter es, sin embargo, acompañada de dos tipos de atenuantes. Por algún motivo, el conglomerado de errores que Marx pretende hacer pasar por su teoría es, normalmente, capaz de ver más lejos y con mayor agudeza que todos los economistas de su época. Pero, sobre todo, y esto es de la máxima importancia, Marx ha sido, según Schumpeter, el primer economista que ha pretendido proporcionar a la economía un método y un desarrollo sistemático, es decir, un estatuto verdaderamente científico. «Así, el autor de tantas concepciones falsas fue también el primero en vislumbrar lo que aún en la actualidad sigue siendo la teoría económica del futuro, para la cual estamos acumulando, lenta y laboriosamente, piedra y mortero, hechos estadísticos y ecuaciones funcionales[45]

Se presupone, por tanto, que lo que hay que hacer es lo que Marx pretendió hacer; sólo que, para llevarlo a buen término, será preciso, primero, acumular «lenta y laboriosamente» «piedra y mortero», es decir, un material empírico suficiente. La economía, se nos ha dicho, es una «ciencia positiva» que trata de «describir o explicar procesos reales». Nada parece más natural que comenzar, pues, por acumular experiencias y ordenarlas mediante «ecuaciones funcionales» que permitan manejarlas.

Como hemos visto, Marx ha hecho, al parecer, todo lo contrario. Ha sentado un presupuesto metafísico, en el que ha invertido años de trabajo y toda la Sección 1.ª de El capital, y se ha puesto a deducir a partir de él. Seguidamente, ha desarrollado una «teoría insostenible» para, luego, ir asentando sobre ella una «teoría artificiosa». Este «artificio» da sus resultados, sin embargo: las conclusiones de Marx suelen ser correctas, algunas incluso de sentido común para la economía actual, otras son calificadas de geniales, profundas y penetrantes. Habiendo partido de una premisa desencaminada y puramente metafísica, cada uno de estos aciertos se explica, curiosamente, en virtud de fallos en la deducción. Mil errores subsiguientes acaban por compensar el error inicial de haberse aventurado por la «senda perdida» de la teoría del valor. Los aciertos de Marx «no se siguen» de la premisa inicial. En realidad, Marx deduce mucho menos de lo que parece que deduce, o, cuando deduce, deduce mal. Lo que pasa es que ese «trabajador infatigable», mientras tanto, no ha parado de observar minuciosamente los hechos patentes de la realidad económica. Los ha observado con más paciencia y con más sentido que el resto de sus contemporáneos, y Marx nunca tiene reparo, por lo visto, en liberarse de la «servidumbre de su sistema» para acomodarse a sus penetrantes observaciones.

1.3 Observación y teoría. El lugar de la teoría del valor en la arquitectura de El capital

1.3.1 Sobre el juicio a Galileo

La primera línea de El capital dice que en las sociedades en las que domina el modo de producción capitalista «la riqueza aparece como una inmensa acumulación de mercancías»[46]. Esto parece una constatación de hecho. Pero, a renglón seguido, los dos centenares de páginas de la Sección 1.ª se ocupan de desarrollar la teoría del valor, introduciendo su investigación en un tinglado «metafísico» nada habitual en las ciencias positivas.

Así pues, Marx ha ido de la teoría a la observación y no de la observación a la teoría, como parece natural. Sin embargo, la cosa no tiene nada de natural. Si esta alegación fuera definitiva, Francis Bacon debería haber sido, en lugar de Galileo, el padre de la física moderna. De hecho, es sorprendente constatar que el hilo conductor más básico de la argumentación de Schumpeter contra Marx presenta un paralelismo chocante con el tipo de argumentación que se esgrimió, en su momento, contra Galileo, en un tribunal que, por cierto, también fue «adverso» a su «técnica teórica». Sólo que, en este caso, el camino de Galileo logró en muy poco tiempo imponerse sobre el veredicto del tribunal que le juzgó. Hemos visto que Schumpeter mismo está convencido de que lo que habría que acabar haciendo en economía es lo que Marx intentó hacer. Por una parte, Marx debería haber sido el Galileo de la economía; por otra, es cierto que la economía está muy lejos aún de poder ser considerada una verdadera ciencia. Aun así, la economía del momento (1946) está en condiciones de erigirse en tribunal y emitir un veredicto de culpabilidad sobre Marx.

Ahora vamos a recordar los términos en los que se discutió en ese otro tribunal que es el referente fundacional de nuestra ciencia moderna. Esta digresión es, en realidad, vital para nuestros propósitos, no sólo porque queremos tomarnos en serio la posibilidad de considerar a Marx el Galileo de la historia, sino porque sospechamos que si Schumpeter hubiera asistido al nacimiento de la moderna física matemática en el siglo XVI, habría argumentado contra Galileo del mismo modo que le hemos visto hacerlo contra Marx. Quizá este paralelismo pueda contribuir a aclararnos –de aquí hasta el final de este libro– el sentido de esta supuestamente insólita decisión de Marx, quien en lugar de acumular «piedra y mortero» en el terreno de lo empírico para, poco a poco, ir aislando regularidades y esbozando posibles leyes por inducción, ha decidido, de modo ciertamente chocante, anclar el punto de partida de la economía en una discusión metafísica con Aristóteles respecto a una supuesta «sustancia valor» inobservable, y lo ha hecho, además, en un lenguaje marcadamente inspirado por la lectura de Hegel.

Lo que más popularmente se recuerda del juicio a Galileo –tantas veces llevado al cine y al teatro– es que fue condenado por defender el heliocentrismo, lo que, en parte, es cierto; sin embargo, esto no da una idea de los términos en los que se desarrolló una polémica científicamente seria. Galileo aparece, al mismo tiempo, como el representante de la moderna ciencia experimental, frente al saber libresco y especulativo de la sabiduría medieval. Se nos ha representado a Galileo argumentando «experimentalmente» frente a un tribunal de autoridades religiosas empeñadas en consultar siempre a las Sagradas Escrituras, a santo Tomás o Aristóteles, antes que a los hechos mismos. Así, por ejemplo, Galileo ve montañas en la Luna a través de un telescopio. Se le responde que la Luna no puede tener montañas, pues, como ya demostró Aristóteles, si se mueve en círculo es porque es perfecta, esférica y lisa: algo que se mueve siguiendo una circunferencia es algo a lo que le da igual estar en un sitio o en otro, su movimiento es, en realidad, una perfecta imitación del reposo, del mismo reposo absoluto en el que debe encontrarse la perfección suma (las moscas, por ejemplo, no son esféricas porque no son perfectas: les falta siempre algo y por eso lo buscan incansablemente en un movimiento que nunca es circular; están «diseñadas» para buscar eso que les falta y ése es el motivo de que tengan la forma que tienen). De nada sirve a Galileo invitar a su oponente a asomarse al telescopio para comprobar que el hecho no es ése. Si el telescopio hace ver cosas que no pueden ser y que, además, son herejías (pues si la Luna tiene montañas al igual que la Tierra, entonces la Tierra podría ser como la Luna, un astro más como cualquier otro en el universo), será en todo caso por una cuestión de brujería. La obra de Bertolt Brecht sobre Galileo retrató muy eficazmente este aspecto de la cuestión. Galileo observaba y experimentaba y, además, se expresaba en italiano. El tribunal buscaba las montañas de la Luna en los libros de Aristóteles y en las Sagradas Escrituras y le contestaba en latín. Para hablar de los hechos, a Galileo le sobraba con el italiano, pero para argumentar con brillantez erudita sobre Aristóteles o santo Tomás era preciso recurrir al latín.

Ahora bien, la discusión científica de fondo no fue por estos derroteros. Es enteramente cierto que con Galileo nacen las modernas ciencias experimentales y que lo hacen contra el saber libresco medieval y los formulismos conceptuales escolásticos. Pero lo curioso del caso es que lo hacen de un modo opuesto al que se tiende a imaginar. En las discusiones en las que realmente se ve envuelto Galileo, sus oponentes «aristotélicos» aparecen más bien como los defensores de la experiencia y a Galileo se le acusa desde un nominalismo ockhamista, que no está dispuesto a «multiplicar las entidades sin necesidad» y, desde el cual, Galileo aparece como un reaccionario platónico empeñado en someter la libertad de los hechos a un mundo inteligible escrito con caracteres matemáticos. En palabras de Martínez Marzoa, «el reproche que constantemente se le hace a Galileo es precisamente el de no atenerse a los hechos concretos, sino anteponerles cierto tipo de exigencias del entendimiento teórico; parece como si después de que el nominalismo ha destruido la “esencia” en el viejo sentido, Galileo estableciese una nueva “esencia” que, como ley del entendimiento, está (como la idea de Platón) de antemano presente como exigencia con la que el entendimiento acoge los datos»[47].

En primer lugar, es preciso reparar en que el verdadero campo de batalla de la polémica sobre el heliocentrismo no se localizó tanto en los cielos, como a ras de tierra, en el marco de la mecánica física. En principio, se trataba de optar entre dos sistemas astronómicos, el ptolemaico y el copernicano; pero el caso era que, para hacer una defensa seria de la hipótesis de Copérnico, era necesario replantear todo el asunto de las leyes del movimiento, como, por ejemplo, la caída de los graves. Si la Tierra se moviera en torno al Sol, a una velocidad vertiginosa, una piedra que se dejara caer desde lo alto de una torre nunca caería al pie de ésta, sino a cierta distancia más allá, ya que, en el tiempo en que tardara en caer, el suelo y la torre se habrían movido de su sitio original, siguiendo el viaje del planeta alrededor del Sol.

La ley de la inercia es formulada «clara y distintamente», por primera vez, por Descartes. Pero Newton se la atribuye por entero a Galileo, quien, realmente, dejó todos los hilos atados para su formulación. «Un cuerpo abandonado a sí mismo persiste en su estado de inmovilidad o de movimiento hasta que algo modifica ese estado[48].» La respuesta a las objeciones «aristotélicas» al heliocentrismo dependía enteramente del planteamiento de esta ley. Es decir, para saber si Copérnico tenía o no razón, lo primordial era decidir si una bola que rodara por un plano en el vacío seguiría rodando indefinidamente. Aquí será donde se centrará la polémica y lo curioso es que, en ese terreno, era la experiencia misma la que jugaba en contra de la futura ciencia experimental. «Contrariamente a lo que suele afirmarse, la ley de la inercia no tiene su origen en la experiencia del sentido común, y no es ni una generalización de esta experiencia ni tampoco su idealización[49]

1.3.2 Las raíces socráticas del método de Galileo

En el terreno de los hechos desnudos, cualquier bola que lancemos por un plano va perdiendo velocidad hasta acabar por detenerse. Esto es lo único que, en efecto, es posible observar. Galileo no tiene aquí posibilidad alguna de convocar en su apoyo a la experiencia; más bien, parece dejarla por completo de lado. Lo que hace es, más bien, un ejercicio enteramente platónico, mediante una especie de diálogo socrático. Él ha hablado de una bola que rueda. Ahora bien, ¿qué es una bola?, ¿qué es rodar? Lo primero ha de ser, en todo caso, clarificar (o, en su caso, construir) los conceptos con los que se va a trabajar.


En efecto, ésta es la táctica que Sócrates sigue siempre, impertinentemente, con sus interlocutores. Cuando alguien comienza un prometedor discurso sobre cómo ruedan las bolas o sobre si conviene dejarlas rodar o no, Sócrates interrumpe a su interlocutor con una pregunta desconcertantemente idiota: antes de saber tantas cosas sobre las bolas, él quiere saber qué es una bola. Menón, por ejemplo, va a hablar sobre si la virtud es enseñable o no lo es. Pero Sócrates le interrumpe porque no entiende la palabra «virtud». «¡Hasta un niño sabe lo que es la virtud!», exclama Menón. Sin embargo, Sócrates insiste en ser más ignorante que un niño: no tiene sentido hablar sobre si la virtud es o no enseñable, si no estamos seguros de qué es eso a lo que estamos llamando virtud.


En efecto, lo primero es no dar sin más por sentado que se entienden perfectamente los conceptos que se ponen en operación. Aunque se trate de conceptos que, en principio, parecería que todo el mundo entiende sin dificultad (o, quizá, precisamente por eso) es en esta, digamos, «fijación» de los conceptos donde a menudo nos llevamos las mayores sorpresas. Si atendemos a lo que la bola tiene de bola tenemos que pensar en una esfera perfecta y si atendemos a lo que es rodar tenemos que concebir esa esfera desplazándose por un plano tangente. Pero una esfera no toca a un plano tangente más que en un único punto que, geométricamente, no tiene dimensiones, lo que nos obliga a afirmar que no puede haber ningún rozamiento con el plano. Por otra parte, rodar no es chocar. No decimos que la bola rueda al chocar con un muro de hormigón. Pero en nada cambiaría la cosa si el muro fuera de ladrillos. ¿Y si fuera de arena? ¿O de paja? Como se sabe, Sócrates era muy dado a enredar los diálogos introduciendo este tipo de tonterías. Pero lo importante, para él, era que no le cambiaran de tema: si hablamos de rodar, hablamos de rodar; si de chocar, de chocar. Si el muro en cuestión fuera más liviano aún que la paja, si no fuera más que un muro de aire, de todos modos estaríamos hablando de chocar y no de rodar. Si hablamos de lo que hablamos, es necesario, pues, suponer que la bola se desplaza en el vacío. Y, en esas condiciones, todos los interlocutores de Sócrates, desde el esclavo de Menón hasta el malhumorado Calicles, se verían obligados a exclamar: «Por Zeus, Sócrates, que, por lo que hemos dicho antes, parece que la bola tendrá que seguir rodando indefinidamente».

Galileo, en la segunda jornada de su Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo, procede de un modo muy semejante. Si una bola se deja caer por un plano inclinado, irá acelerándose progresivamente. Si se lanza arriba por un plano ascendente, la bola irá desacelerándose progresivamente. ¿Qué ocurrirá, se le pregunta al aristotélico Simplicio, si el plano no es ascendente ni descendente? Simplicio no tiene más remedio que asentir: la bola ni se acelerará ni se desacelerará, por lo que –siempre que hablemos de lo que estamos hablando, es decir, siempre que la bola sea una verdadera bola y el plano un verdadero plano y el rodar un verdadero rodar– su movimiento permanecerá eternamente igual («siempre que el móvil estuviera hecho de una materia capaz de durar», agrega Simplicio).

Lo que más llama la atención en la lectura de esta segunda jornada es que es Galileo quien se niega en todo momento a recurrir a la experiencia. Galileo no parte de las bolas reales ni se dedica en primer lugar a medir sus desplazamientos, calcular sus velocidades, etc. De hecho, Galileo parte de un concepto de bola físicamente imposible: no hay ni puede haber ninguna bola real que toque sobre ningún plano real en un solo punto (de modo que el rozamiento fuese cero). Tampoco era físicamente posible (en el «mundo de la experiencia» a disposición de Galileo) que una bola rodase sin encontrar ninguna resistencia en el medio. Resulta, pues, evidente que el punto de partida de Galileo no pasa por intentar describir los movimientos observables de las cosas: las bolas empíricamente observables se paran siempre. Y el hecho es siempre, sin que Galileo pueda jamás aducir ningún ejemplo en contra. Lo peculiar del modo de proceder de Galileo es que en absoluto pretende aducir ningún ejemplo empíricamente observable en contra, ni lo cree en absoluto relevante para defender la verdad de lo que está diciendo. Para que sus leyes y enunciados sean verdad basta con que valgan para la idea de bola, es decir, esa bola que tocaría el plano en un único punto, ya que asignar a la idea de esfera la determinación «tocar al plano en un único punto» es algo geométricamente necesario aunque resulte algo físicamente imposible. De este modo, nos encontramos con que Galileo parte más bien de una idea, digamos, muy «metafísica» de bola. En efecto, cabe decir que empieza por preguntarse qué determinaciones corresponden metafísicamente a la idea de «bola», es decir, qué determinaciones corresponden necesariamente a esa idea con independencia de las características observables en las bolas reales, es decir, con anterioridad a la descripción de los movimientos empíricos de esos objetos a los que llamamos bolas.

Lo verdaderamente sorprendente es que Galileo no apela a la experiencia ni siquiera en esas ocasiones en las que habría resultado fácil hacerlo. Tal es el caso, por ejemplo, de uno de los principales argumentos de Simplicio contra la tesis del movimiento de la Tierra. Simplicio sostenía que, si la Tierra se moviese, un cuerpo tirado desde lo alto de una torre no caería al pie de ésta, sino a muchos metros de distancia. En efecto, argumentaba Simplicio, si la Tierra se moviese, la torre se desplazaría mientras el cuerpo cae y, de este modo, cuando el cuerpo llegase al suelo, la torre ya se encontraría en otro sitio. En este caso, no era tan difícil mostrar una experiencia decisiva que zanjara la larga discusión. Bastaba dejar caer una bala de cañón desde lo alto del mástil de un barco. Si Simplicio tenía razón, la bala tendría que caer al pie del mástil sólo cuando el barco estuviese quieto, mientras que, si el barco se encontrara en movimiento, la bala tendría que caer a cierta distancia de la base del mástil (distancia correspondiente a lo que se hubiera desplazado el barco durante la caída). Por el contrario, si Galileo tenía razón, la bala caería siempre al pie del mástil, independientemente de si el barco se movía o no. En efecto, según sostenía Galileo, desde el interior de un sistema de referencia (en este caso, el barco) no podría observarse ninguna diferencia en la caída de los cuerpos debida a que el sistema completo (sistema del que el observador mismo forma parte) se hallase en movimiento o en reposo –algo verdaderamente fundamental para las tesis de Galileo, pues, si tuviera razón, resultaría que de los movimientos observados desde el interior de un sistema de referencia no cabría concluir nada respecto a su estado de movimiento o reposo y, por lo tanto, quedarían desautorizados los principales argumentos de los aristotélicos contra el movimiento de la Tierra–. Pero lo que nos interesa aquí es que toda la discusión entre Salviati (el portavoz de Galileo) y Simplicio, en el Diálogo, se realiza sin hacer el experimento en cuestión. De hecho, Salviati no tiene la menor intención de hacerlo. Y es Simplicio, el aristotélico «escolástico», el que protesta enérgicamente por el apriorismo de su interlocutor: «¿O sea que vos no habéis hecho no ya cien, sino ni una sola prueba, y la afirmáis tan libremente como segura?»[50]. A lo que, con toda tranquilidad, Salviati responde: «Yo, sin experiencia, estoy seguro de que el efecto se dará como os digo, porque es necesario que así suceda»[51]. Así pues, es Simplicio quien se proclama portavoz de la experiencia; Salviati, por el contrario, está más bien seguro a priori de dónde caerá la bala de cañón, y no piensa molestarse en provocar una experiencia (ni siquiera en los casos en los que sí cabría aducir la experiencia a favor de sus tesis) que sólo sería probatoria «para aquellos que no quieren abrir los ojos a la razón» (en 1641, Gassendi se tomaría la molestia de hacer el experimento en cuestión).

En el Diálogo, Salviati se comporta, como decíamos, de un modo enteramente socrático: conocer es, en algún sentido, recordar[52]. En un momento en el que Simplicio se muestra desconcertado, sin saber qué responder, Salviati le tranquiliza: «De la misma manera que habéis sabido lo que precede, sabréis, no, sabéis, el resto; y si pensáis en ello también lo recordaréis; pero para abreviar tiempo os ayudaré a recordar»[53].


Menón hace varios intentos de explicar a Sócrates lo que todo el mundo sabe por experiencia, es decir, lo que es la virtud. Le pone ejemplos de virtudes. Pero Sócrates quería saber qué es la virtud, qué es aquello de lo que esos ejemplos son ejemplos. Le dice cuáles son las partes de la virtud, pero eso es para Sócrates como preguntar qué es una abeja y contestar que es una cabeza, un abdomen, unas alas y unas patas. Tras varios intentos fallidos, Menón acaba por poner en duda la posibilidad del conocimiento. Es entonces cuando Sócrates le tranquiliza con un cuento que cuentan los poetas, pero que, de todos modos, resulta clarificador: dicen los poetas que todos hemos vivido una vida anterior y que conocer es recordar lo que vivimos entonces. Este asunto de la inmortalidad del alma, como se ve, no es una cosa que cuenten ni Platón ni Sócrates, sino algo que cuentan los poetas (que, por cierto, fueron los que pidieron la pena de muerte contra Sócrates). Pero se trata de un cuento útil, al menos para que Menón no se rinda demasiado pronto, negando sin más la posibilidad de conocer. Lo que «en el lenguaje de los poetas» es aquí aludido como una «vida anterior» que puede ser «recordada» puede ser una buena metáfora (aunque sólo una metáfora) de lo que Sócrates lleva pidiendo a Menón desde el principio: para saber si la virtud es o no enseñable, es preciso saber con anterioridad a qué estamos llamando virtud. De lo contrario, ni siquiera sabremos de qué estamos hablando. Empezaremos hablando, por ejemplo, de bolas que ruedan y en seguida nos encontraremos hablando de ruedas que chocan, y eso sin que ni siquiera nos demos cuenta. Al final, es posible que ni siquiera hayamos estado hablando de bolas, sino de nuestra abuela o de nuestro ombligo, como suele ocurrir en casi todos los debates de nuestra telebasura.


El famoso método «hipotético deductivo» del que Galileo sería fundador consiste, como acabamos de ver, en el empeño socrático de garantizar que no se va a cambiar de tema de una forma incontrolada. De hecho, Salviati se presenta a sí mismo como un «domador de cerebros»[54], convencido de que su interlocutor va a estar absolutamente de acuerdo con él sin necesidad de demostrarle la verdad de sus argumentos con muchos experimentos. Para demostrar que Simplicio, en realidad, no puede sino estar de acuerdo con él, basta con impedir que se vaya por las ramas; basta con obligarle a razonar sin mezclar unos temas con otros. La única exigencia que hace es, como Sócrates, «que el Sr. Simplicio se limite a responder a mis preguntas», con la advertencia expresa de que no responda nada más que lo que sepa con toda seguridad[55]. En efecto, si Sócrates tenía animadversión hacia la opinión era porque la opinión siempre cambia de tema sin darse ni cuenta. La opinión mezcla permanentemente unos temas con otros, agazapados en las mismas palabras. La opinión nunca trata realmente de aquello que dice estar tratando. De ahí que, en casi todas las conversaciones no científicas que duran lo bastante, se acabe por reconocer que se ha estado hablando «un poco de todo», un poco «de todo y un poco de nada». Se ha comenzado hablando de una cosa y, no se sabe ni cómo, se ha acabado por hablar de otra completamente distinta. Por el contrario, el empeño de la ciencia por establecer «sistemas cerrados» o «modelos hipotéticos» consiste en introducir toda una suerte de dispositivos que impiden que se cambie de tema sin ningún control. Si se le encarga a alguien en un laboratorio que mida la temperatura de un líquido y, después de introducir el dedo, se contesta algo así como «en mi opinión, está caliente», lo peor ya no es la imprecisión, lo peor es que seguro que se empezará en seguida a hablar de otra cosa: caliente significa, para mí, el agua de la bañera que me preparaba mi abuela. Pero nadie ha preguntado por ninguna abuela. El termómetro, un instrumental tan elemental, es, en realidad, un sistema de compuertas capaz de garantizar que se está hablando de lo que se está hablando y de nada más. El termómetro es, por así decirlo, el látigo del «domador de cerebros».

Al empeñarse en hablar de lo que se habla y no de otra cosa, Galileo comienza planteando el caso de una bola que rueda en el vacío sobre un plano perfecto. Ningún escolástico de la época le niega que, en ese caso, la bola seguirá rodando eternamente. Lo que sí le niegan es que pueda tener sentido físico eso de comenzar haciendo física desde un presupuesto imposible físicamente, absolutamente irreal. Así pues, a Galileo se le acusa más bien de estar introduciendo presupuestos metafísicos en la base de un vasto conjunto de hechos empíricos que hacía ya muchas décadas que eran cada vez mejor ordenados y clasificados por la observación y la experiencia. Se le acusa, en efecto, de lo mismo, y en nombre de lo mismo (una «ciencia positiva» que tiene por objeto «describir y explicar procesos reales»), que lo que hemos visto a Schumpeter esgrimir contra Marx. En el siglo XVI, eso de reintroducir la metafísica entre los hechos y la voluntad divina tenía también algo de hereje: suponía algo así como que Dios, en su absoluta omnipotencia, tendría que haber creado el mundo ciñéndose al patrón de una trama de esencias que le dictaría Galileo. El que los hechos fueran solamente eso, hechos, y que lo único que se pudiera hacer con ellos fuera explicarlos mediante una minuciosa observación empírica era, en cambio, una manera de cantar las alabanzas del Todopoderoso.

El nacimiento de las llamadas ciencias experimentales modernas viene marcado, así pues, por una decisión que más que nada podría calificarse de platónica. Tal como subrayó Alexandre Koyré: «Curiosa andadura del pensamiento: no se trata de explicar el dato fenoménico mediante la suposición de una realidad subyacente, ni tampoco de analizar el dato en sus elementos simples para luego reconstruirlo; se trata, propiamente hablando, de explicar lo que es a partir de lo que no es, de lo que no es nunca. E incluso a partir de lo que no puede ser. Explicación de lo real a partir de lo imposible. ¡Curiosa andadura del pensamiento! Andadura paradójica donde las haya; andadura que nosotros denominaremos arquimediana o, mejor dicho, platónica: explicación o, más bien, reconstrucción de la realidad empírica a partir de una realidad ideal»[56].

En efecto, una vez clarificados los conceptos de esta «realidad ideal» (conceptos sin duda muy «metafísicos», pero que, sin embargo, evitan que mezclemos unos temas con otros sin ningún control), es imprescindible comenzar a caminar hacia la «reconstrucción de la realidad empírica». En esta dirección, lo primero que hay que hacer es exponer cuáles son las condiciones materiales en las que esa construcción apriorística resultaría, además, empíricamente observable. Ciertamente, Galileo no elude en absoluto ese primer paso hacia lo empírico. En efecto, sí expone bajo qué condiciones esa construcción teórica cuya validez no dependía de los movimientos aparentes de los cuerpos tiene, o puede tener, además, presencia empírica. Así, Galileo establece que si la superficie fuese perfectamente plana y no tuviera fin, si estuviese pulida como un espejo, si fuese de algún material duro como el acero y si, por otro lado, la bola fuese perfectamente esférica, si fuese de alguna materia durísima como el bronce, y si, además, se eliminasen todos los impedimentos externos y adicionales... Entonces las cosas ocurrirían en la realidad de una forma bastante parecida a como se ha establecido que ocurrirían, digamos, en el «mundo de las ideas». Ciertamente, no es que con esto haya pasado ya a ocuparse de describir los movimientos empíricamente observables de esas cosas más o menos redondas a las que llamamos bolas. Pero, desde luego, esta operación tiene ya mucho que ver con lo empírico, pues, en efecto, establecer las condiciones en las que lo empírico se comportaría como la construcción teórica sienta las bases para empezar a experimentar sabiendo ya exactamente qué observamos por medio de las observaciones. Ahora sí se empieza ya (cuando sabemos con precisión qué le estamos preguntando a la realidad) a hacer todos esos experimentos que hacen que identifiquemos a la ciencia moderna como ciencia «experimental». Pero, precisamente por eso, hacer experimentos es más bien conseguir reconstruir experimentalmente la propia construcción teórica (construyendo cámaras de vacío, puliendo y engrasando superficies, etc., o sea, interrogando a la realidad por el aspecto que en cada caso nos interesa, más que observando, meramente, la realidad).

1.3.3 El viaje de Marx a los espacios ideales

Habíamos visto a Schumpeter reprochar a Marx que comenzara «haciendo metafísica» y estableciendo una ley que sólo tenía sentido «físico o real» en un caso hipotético que nunca se da y que, si llegara a darse, sería una mera excepción sin importancia. Para que el valor de las mercancías aparezca como cantidad de trabajo cristalizada en ellas, era preciso presuponer un mercado ideal de concurrencia perfecta, poner entre paréntesis cualquier externalidad, establecer que el trabajo era el único factor de producción y que era todo de la misma especie, etc. Marx no toma como punto de partida lo que encontramos en los «hechos» de la realidad económica. Parte más bien de determinado concepto de riqueza y mercancía cuya validez, en efecto, no hace depender de las determinaciones que puedan corresponder a las mercancías empíricamente observables en la sociedad moderna. Así pues, da la impresión de que todo el negocio teórico planteado en la Sección 1.ª, hasta la formulación de la ley del intercambio de equivalentes en el mercado, se ha desarrollado sin excesiva atención a lo empírico.

Como ya señalamos, ha sido muy difícil, dentro y fuera de la tradición marxista, aislar el verdadero significado de esta decisión de Marx. Para la economía convencional moderna, y también para Schumpeter, con ella Marx se apartó desde el primer momento del camino de las ciencias positivas, perdiéndose en disquisiciones metafísicas. Sin embargo, entre los padres fundadores de la ciencia moderna, Galileo, Descartes, Gassendi, Torricelli, encontramos más bien la misma decisión. Solía decirse, por ejemplo, que, para la demostración de sus teoremas, Arquímedes había hecho una falsa presuposición: supuso que los hilos de los que están suspendidos los pesos que cuelgan de los brazos de la balanza eran paralelos entre sí, cuando en realidad deben cruzarse en el centro de la tierra, lo cual es empíricamente cierto. ¿Qué dice Torricelli al respecto? Pues que, en adelante, hablará de una balanza situada más allá de la órbita celeste, o, si es preciso, en el infinito, donde, efectivamente, los hilos serán paralelos. Y es sorprendente la forma en la que justifica esa decisión:

Si después de esto, es decir, después de haber sido transportada a una distancia infinita, y después de haber servido para deducir ciertas fórmulas y ciertas relaciones, esa balanza arquimediana fuera de nuevo traída por nuestra imaginación hacia nuestras regiones, la equidistancia de los hilos de la suspensión quedaría, sin duda, destruida; pero la proporción de las figuras, ya demostrada, no se destruiría por eso. Es singularmente ventajoso para el geómetra efectuar todas sus operaciones –con ayuda de la abstracción– por medio del intelecto. ¿Quién me negará, pues [el derecho a] considerar libremente figuras suspendidas de una supuesta balanza alejada a una distancia infinita fuera de los confines del mundo? O, también, ¿quién me impedirá considerar una balanza situada en la superficie de la tierra, en la que, sin embargo, las magnitudes [pesos] abstractas no tendieran hacia el punto central de la tierra, sino hacia el de la constelación del Can, o hacia la Estrella Polar?[57]

Como antes en Galileo, aquí, el «viaje de la balanza de Arquímedes» imaginado por Torricelli sirve para que, cuando se trata de analizar las leyes que la rigen, la balanza sea, verdaderamente, una balanza. Torricelli, como Galileo y como Sócrates, y acaso también como Marx, no quiere comenzar a deducir sobre los cimientos de un «cambio de tema». Marx lanza desde el primer momento la consideración de qué es una mercancía a un espacio abstracto, con la certeza de que esto nos resultará crucial para hacernos cargo de en qué consiste ese «mundo real» en el que la riqueza se presenta como mercancía. El «viaje» de Marx sirve, aquí también, para que el valor sea realmente el valor a la hora de aislar sus leyes. Una vez de «vuelta» al mundo real, podremos analizar qué ocurre con esas leyes al ser integradas con otras distintas y mucho más complicadas.

Por otra parte, la historia de la ciencia y la historia de la filosofía no siempre estuvieron tan evidentemente separadas como imagina Schumpeter. Descartes, que formuló por primera vez de forma clara la ley de la inercia y que proporcionó a la ciencia moderna su herramienta fundamental, al permitirle operar algebraicamente en geometría, decía de Galileo: «Hace filosofía mejor de lo que es común, pues trata de investigar cuestiones físicas por medio de razonamientos matemáticos; yo sostengo que no hay otro modo de buscar la verdad»[58]. Lo que pretende hacer Descartes es lo mismo que está haciendo Galileo y, para ilustrarlo, utiliza una ficción literaria sorprendente: «No es nuestro mundo el que pretende describir, nos dice, sino otro, un mundo creado por Dios en alguna parte –infinitamente lejos del nuestro– de los espacios imaginarios; creado, podría decirse, con los medios disponibles. Por eso no son las leyes de nuestro mundo las que pretende explicarnos Descartes; por el contrario, lo que se propone es deducir las leyes del otro, esas leyes que impone Dios a la naturaleza y, gracias a las cuales, va a crear, en el otro mundo, toda la diversidad y toda la multiplicidad de los objetos que allí se encuentra»[59]. ¡Extraña forma de fundar una física, podría decirse! Sin embargo, fue de la mano de este espíritu teórico que nació la física matemática, nuestra ciencia moderna, ante la que ya nadie parpadea desconcertado.

Ahora bien, Marx no ha procedido de muy distinta manera cuando comienza analizando, de un modo muy metafísico, las determinaciones que a priori debemos establecer y que corresponden, en la sociedad moderna, a conceptos del tipo «riqueza» y «mercancía»; es decir, esas determinaciones que les corresponden necesariamente, incluso con independencia de los movimientos empíricamente observables en las mercancías reales. En la «circulación simple de mercancías» de la que parte El capital encontramos muy pocos elementos en juego, los mínimos imprescindibles para hacernos cargo de qué no puede dejar de significar «riqueza» y «mercancía» en el seno de la sociedad moderna. Ocurre ahí un poco lo que Koyré comenta a propósito de Descartes: «Como es de sobra sabido, el universo cartesiano está construido con muy poca cosa. Materia y movimiento; o, mejor dicho –ya que la materia cartesiana, homogénea y uniforme, sólo es extensión–, extensión y movimiento»[60]. Del mismo modo, Marx comienza reduciendo la riqueza a sus determinaciones fundamentales. Así, con la misma necesidad con que a la idea de cuerpo le corresponde la extensión, a la idea de riqueza le corresponde la capacidad de satisfacer necesidades humanas. De este modo, si la riqueza remite a un conjunto de valores de uso (de cosas con propiedades que nos resultan en alguna medida útiles), cabe localizar que tiene dos fuentes independientes: por un lado la naturaleza (que ya por sí sola nos proporciona un montón de cosas útiles) y por otro el trabajo (es decir, la transformación de la naturaleza para elaborar más cosas útiles) y, aunque cabría pensar también en las herramientas como fuente de riqueza, Marx precisa que éstas son, en realidad, el resultado de un proceso de trabajo anterior sobre la naturaleza (y, en esta medida, son reductibles a las otras dos fuentes: trabajo y naturaleza).

Ahora bien, cuando las unidades de esa riqueza cobran la forma de mercancía, no sólo tienen un valor de uso, sino, además, un valor de cambio (es decir, una determinada proporción en la que les resulta posible igualarse con otras mercancías). De nuevo vemos que no parte más que de esas determinaciones que «metafísicamente» o «idealmente» corresponden a las ideas que pone en juego (es decir, cuya validez no depende de nada empírico): tan imposible como pensar cuerpos inextensos es pensar mercancías sin valor de cambio. Al mismo tiempo, también establece que cómo se determine el valor de cambio (es decir, en qué proporciones decida la gente intercambiar sus mercancías) dependerá exclusivamente de consideraciones sociales y no naturales, por la sencilla razón de que la naturaleza no tiene nada que decir al respecto. La naturaleza será, sin duda, una fuente insustituible de riqueza, pero no tiene ni voz ni voto en el mercado. Lo que aporta, digamos, sólo cabe pensar que lo aporta «gratuitamente». La naturaleza no es un agente en el mercado que reclame una compensación por su condición de fuente de riqueza y, por lo tanto, no es en las propiedades naturales donde cabe buscar las razones de los intercambios, sino, exclusivamente, en sus «propiedades» de índole social.

En lo que tiene que ver con por qué una sociedad está dispuesta a intercambiar, por ejemplo, un diamante por un tractor, la naturaleza no tiene en principio nada que decir (es algo en lo que, por decirlo así, sólo los componentes sociales tienen derecho a tomar la palabra). Dicho de otra forma: en lo relativo al valor de cambio, la naturaleza sólo podrá tomar la palabra, en todo caso, si lo hace ya bajo la forma de una relación social (relativa, obviamente, a la cuestión del derecho de propiedad) y, entonces, será de esa relación social (y no de nada estrictamente natural) de la que habrá que dar cuenta para analizar las relaciones de intercambio.

Lo que las cosas tienen de valor de uso (es decir, de unidades de riqueza) cabe descomponerlo, en efecto, en sus elementos de trabajo y naturaleza; y Marx considera fundamental partir de que la naturaleza, en principio, no puede exigir nada a cambio de lo que ofrece sin mediación humana (como la luz del sol o el aire, portadores de la máxima utilidad, pero carentes, al menos en principio, de valor de cambio) y, por consiguiente, su posible intervención en las relaciones de cambio entre los hombres habrá o bien que ponerla entre paréntesis, o bien, en caso de que resultara necesario introducirla, introducirla bajo la forma de una relación social relativa al derecho de propiedad (de la que, por tanto, habrá que dar cuenta no ya como una cuestión relativa a la naturaleza, sino a la sociedad).

Si estamos esbozando por encima el modo como comienza Marx su análisis es sólo para dejar claro que nada de esto lo obtiene observando muy minuciosamente el movimiento de las mercancías reales, sino, más bien, reflexionando muy «platónicamente» sobre qué ponemos obligatoriamente en operación con las ideas «riqueza», «mercancía», etc. Ahora no es todavía el momento de sacar conclusiones respecto al tipo de modelo, de hipótesis o de construcción teórica que Marx pone en juego en la primera Sección de El capital; para hacerlo tendremos que recorrer las páginas del Libro I, en varias direcciones, y ése será el objeto de los capítulos siguientes. Por el momento, sólo nos interesaba destacar que el reproche de que Marx comienza «haciendo metafísica», al elegir un caso que no puede constatarse empíricamente para comenzar a deducir, podría haber sido volcado –y, de hecho, lo fue– sobre los comienzos mismos de la ciencia moderna. Para decidir en qué sentido se puede hablar aquí de «modelos» teóricos habría que discutir muchas cuestiones epistemológicas largamente debatidas. En lo que respecta a Marx, la cuestión fue planteada con mucho rigor en el seminario Lire le capital (1965)[61], fundamentalmente en las ponencias de Althusser, Balibar y Rancière. La cosa, en efecto, resultaba muy complicada. Pero, con respecto al sentido del proceder teórico de Galileo, tampoco hay unanimidad epistemológica al respecto. Adviértase que, allí, la cuestión no era si Galileo tenía razón o no respecto a esa especie de modelo matemático sobre el que operaba; la cuestión era si, desde el mismo momento en que se operara sobre ese constructo teórico y no sobre la experiencia, seguiríamos haciendo física o, por el contrario, no estaríamos haciendo «mera geometría» (y, en el caso de Marx, ni siquiera eso: lo que tendríamos sería unas cuantas operaciones sobre un modelo puramente arbitrario). «Los ángulos y las proporciones», nos dice Simplicio, «funcionan en abstracto, pero cuando se pasa a las cosas materiales, se convierten en humo».

La gran sorpresa que la ciencia moderna fundada por Galileo reservaba a los abogados de la experiencia como Simplicio es que, mientras que ellos, concentrados en sus observaciones, no podrían ir más allá de la constatación «la bola siempre se parará», la física heredera de Galileo, que parece tener su origen en las nubes de la geometría (donde parece que «las bolas no se paran»), será capaz de indicar con suma precisión dónde y cuándo se parará la bola en cuestión. Ello lo hará introduciendo nuevos elementos matemáticamente controlados: un coeficiente de rozamiento con el plano, un coeficiente de resistencia con el aire y, en suma, todos aquellos elementos que den cuenta de que la bola no sólo está rodando, sino también, al mismo tiempo, chocando, rozando o partiéndose en pedazos diminutos como un canto rodado. Una vez más, el método de Galileo, aquí sí que genuinamente platónico (o socrático), consiste en saber en qué momento estamos dejando de hablar de rodar y en qué momento, por ejemplo, hablamos ya de chocar.

Adviértase bien que el rodar y el chocar no se oponen aquí, ni mucho menos, como lo geométrico ideal por un lado, y lo real impreciso y contaminado de impurezas, por otro. No es que por un lado tengamos un modelo simple y abstracto y por otro una realidad rica y concreta, inabarcable en su complejidad. Muy al contrario, las leyes del choque entre los cuerpos, como las leyes del rozamiento, han sido estudiadas por el mismo procedimiento galileano, estableciendo los dispositivos y compuertas «geométricas» capaces de evitar inesperados «cambios de tema». Y, por eso mismo, en virtud de la separación con la que han sido estudiados, mediante el análisis, el rodar y el chocar, pueden ahora ser ensamblados en un caso empírico concreto sin generar ningún tipo de «holgura» o «imprecisión». Así pues, no se trataba tanto de dar la espalda a la observación y la experiencia, como de poner los medios para saber qué es lo que se observa y se experimenta en cada caso. No se trata, ni mucho menos, de deducir especulativamente lo que sólo se puede describir, sino de deducir todo lo que haga falta para que, una vez puestos a describir, sepamos qué es lo que estamos describiendo.

Se trata, en definitiva, de que toda ciencia comienza siempre por delimitar su objeto de estudio. La ciencia es ciencia en la medida en que sabe de qué está hablando. Una observación científica es científica porque sabe qué es lo que está observando (una masa inercial, por ejemplo).

1.3.4 La delimitación del objeto de estudio de la economía política

El primer paso de una ciencia no consiste en acumular ingentes cantidades de hechos empíricos. Fundar una ciencia consiste en delimitar su objeto de estudio, definir el tipo de objetividad del que esa ciencia se va a ocupar. Ello supone un inmenso trabajo en la abstracción, clarificando conceptos mediante el análisis y la síntesis, hasta dar con lo que podría considerarse una pregunta bien hecha. Lo importante es delimitar la pregunta que hay que hacer a la realidad, de modo que la experiencia y la observación puedan responderla. Descartes y Galileo fundaron la física moderna delimitando matemáticamente un universo –como vimos– «hecho de muy poca cosa»: materia y movimiento. Y a partir de ahí plantearon las preguntas pertinentes, observaron, experimentaron y buscaron las leyes de esa objetividad.

Con respecto al Marx economista que nos exponía Schumpeter, nos encontrábamos con una trayectoria doblemente paradójica, pero quizá no más sorprendente que aquella por la que la moderna ciencia experimental vino a nacer de un impulso más que nada platónico. En primer lugar, Marx, ese «trabajador infatigable» que «lo dominaba todo en su época», se apuntaba, y eso después de pensárselo mucho, a la única teoría que no llevaba a ninguna parte. Tras desarrollarla metafísicamente, bajo el supuesto de un caso empíricamente imposible, Marx iba, poco a poco, incorporando «artificios», «recursos ad hoc», «inconsistencias en la deducción» y, finalmente, una cantidad ingente de «observaciones». Lo paradójico, aquí, era que, con semejante punto de partida, Marx habría acabado por observar más y mejor que nadie en su época; también lo era el que acabara finalmente por resultar acertado en asuntos teóricos muy poco o muy mal elaborados por los economistas de su época, y que, en algunos casos, su intervención teórica resultara sorprendente, inesperada o, incluso, «genial» o «profética». Así es que el reproche inicial se transformaba paulatinamente en el inverso: como premisa, Marx se desentendía de los hechos; como al final acaba arreglándose con ellos de forma muy notable, será, sin duda, porque se han cometido por el camino «errores de deducción» y casos de non sequitur, que le permitían desembarazarse de los lastres de su «sistema»; de lo contrario, sería extraño que un punto de partida disparatado orientara una investigación certera.

Pero quizá lo que ocurriera no fuera tanto que Marx se desembarazara de su sistema en favor de la observación, como que, tras haber definido un aparato conceptual preciso en orden a una especie de modelo ideal, y tras encontrar en él una ley fundamental que regiría todo intercambio de mercancías que verdaderamente fueran eso y sólo eso, mercancías, luego pasara a ocuparse de describir los hechos no tanto con sus sentidos, como con los instrumentos precisos que le proporcionaba su sistema.

O dicho de otra forma: Marx habría comenzado delimitando el objeto de estudio de la economía política. E igual que el universo de Descartes estaba hecho de muy poca cosa (materia y movimiento), el universo de la economía política debe partir, en opinión de Marx, de muy poca cosa: trabajo abstractamente humano, por un lado, y naturaleza, por otro.

En efecto, para Marx es importante destacar que los componentes elementales de la riqueza son, de un modo irreductible, esos dos. Como ya hemos dicho, no son más. Aunque sea frecuente apelar a una tercera fuente de la riqueza, los medios de producción, Marx considera obvio que este tercer elemento sí se puede reducir a sus componentes de trabajo humano, por un lado, y naturaleza, por otro. Pero tampoco son menos: en ocasiones se ha intentado sostener que, en realidad, el trabajo es la verdadera fuente de toda riqueza. Sin embargo, Marx reprende muy duramente a quienes así lo hacen, especialmente si lo hacen intentándose amparar en sus propias teorías.


Ciertamente, Marx comienza su famosa crítica del programa de Gotha desautorizando con la máxima contundencia la primera frase de ese programa, en la que se establecía que «el trabajo es la fuente de toda riqueza y de toda cultura»[62]. Muy al contrario, Marx considera que «el trabajo no es la fuente de toda riqueza. La naturaleza es, tanto como el trabajo, la fuente de los valores de uso (¡que son los que verdaderamente integran la riqueza material!) [...]. Sólo en la medida en que el hombre se sitúa de antemano como propietario frente a la naturaleza, primera fuente de todos los medios y objetos de trabajo, y la trata como posesión suya, su trabajo se convierte en fuente de valores de uso y, por tanto, en fuente de riqueza»[63].


A la inversa, y esto es lo que más nos interesa aquí, también cabría pensar que es posible reducir el «trabajo» a sus elementos naturales (como parte de la «naturaleza humana» o algo así). Sin embargo, Marx bloquea por completo esa posibilidad. Si se trata precisamente de desarrollar una investigación en el terreno de los asuntos específicamente humanos (que es, en definitiva, a lo que hemos denominado el «continente historia»), nos encontramos con determinadas distinciones que resultan radicalmente irreductibles y que, por lo tanto, no pueden de ningún modo dejar de tenerse en cuenta desde esa perspectiva.

Así, por ejemplo, resulta fundamental no perder de vista la diferencia entre el trabajo humano y el trabajo animal, del mismo modo que no puede desaparecer la diferencia entre el trabajo de los hombres y el funcionamiento de las máquinas. Ciertamente, desde el punto de vista de la física, quizá no haya que hacer mucho caso a esas diferencias: si nuestro objeto teórico consiste, por ejemplo, en el estudio de los movimientos físicos de los cuerpos, lo mismo nos da que esos movimientos sean realizados por personas, por animales o por máquinas. Pero esa diferencia es, en cambio, fundamental para la objetividad específica que hemos delimitado como propia de la economía política. Sencillamente, sería un disparate hacer economía considerando que no hay por qué distinguir entre el trabajar de niño en una maquiladora Nike y el funcionar de una máquina de coser zapatillas, incluso si desde un punto de vista físico los niños y las máquinas produjeran resultados parecidos.

Es más, podría incluso ocurrir que ese tipo de diferencias tampoco resultasen de ningún interés para una parte de los agentes implicados en la producción. En efecto, desde la perspectiva del capitalista (tomado nada más que como «personificación de categorías económicas»), lo único que interesa es la cuestión de la productividad y la competitividad, siendo en principio indiferente en qué medida las operaciones productivas son realizadas por la maquinaria que se ha comprado y en qué medida lo son por los trabajadores a los que se ha contratado. Sin embargo, lo importante aquí es señalar que, desde el punto de vista del científico implicado en el estudio de los asuntos humanos, resulta crucial mantenerse en la perspectiva en la que no es posible confundir trabajar con funcionar, ni confundir enfermar con estropearse, ni el descanso de los hombres con el barbecho de la tierra, por mucho que se trate de distinciones bastante irrelevantes, por ejemplo, desde el punto de vista de la física e incluso desde el punto de vista del propio proceso productivo. Y esto, desde luego, tiene efectos fundamentales en el programa de investigación completo. Por ejemplo, desde esta perspectiva, en ningún caso cabrá abandonar la centralidad de la cuestión de en qué relación se encuentran el trabajo humano, por un lado, y la apropiación de la naturaleza, por otro. En este sentido, se genera un espacio teórico en el que, ineludiblemente, ocupará un lugar destacado el análisis de la relación que se establece entre trabajo humano y propiedad sobre los bienes que brinda la naturaleza por mediación de ese trabajo.

Marx considera que la economía no puede desentenderse de esta cuestión sin perder, simplemente, su objeto de estudio. Se pueden, sin duda, hacer muchas cosas al margen de esta cuestión, pero no «economía», no al menos una economía que no sea una estafa. Esto es algo que resulta muy llamativo hoy en día, cuando vemos llamar economía a tantos trabajos que son puras ensoñaciones matemáticas, a lo mejor muy correctas desde el punto de vista matemático, pero carentes por completo de sentido económico. Resulta inquietante –o criminal, según se mire– la facilidad con la que ciertas mentalidades de economista pasan de los óptimos de Pareto, que son óptimos desde un punto de vista matemático, a los óptimos económicos, y, de éstos, a considerar óptimas medidas económicas que generan verdaderas catástrofes humanas.

Así pues, cabe decir que, también en el caso de Marx, el objeto de estudio queda determinado por el propio trabajo teórico con anterioridad a que pueda tenerse sobre él ninguna experiencia. Si no se hiciese así, toda la dedicación del mundo a la observación resultaría estéril, pues se haría sin tener ni idea de qué es lo que se está observando. Sin embargo, una vez fijadas con precisión las determinaciones fundamentales que corresponden al objeto de estudio, tenemos ya establecido todo un programa de investigación que podrá por fin apelar a la experiencia, pero ya con ciertas garantías de no ir a cambiar de tema de un modo incontrolado. Si el tema es, como en el caso de Marx, la ley económica fundamental que rige la sociedad moderna, resultará ineludible explicar qué resultados produce esa ley en lo relativo a la relación entre trabajo y propiedad.

Todavía no podemos concluir nada sobre el sentido de la decisión de Marx de optar por la teoría del valor para su investigación en economía. De hecho, no llegaremos a conclusiones firmes hasta que, en la segunda parte de este libro, comencemos con la lectura detallada de El capital. Pero lo que sí podemos adelantar es que la decisión en cuestión tiene que ver con la manera en la que Marx ha delimitado el objeto científico de la economía. La economía –si no quiere dejar de ser economía y comenzar a ser otra cosa, quién sabe si matemáticas, física o quién sabe qué (puede que sencillamente un instrumental teórico para los «espadachines a sueldo» del capital)– no puede abandonar la perspectiva en la que el trabajo humano está situado en primer término. Esto es hasta tal punto así que si se da el caso de que el capitalismo consiste en volver irrelevante, por ejemplo, la distinción entre trabajar y funcionar, no por eso la economía que estudia el capitalismo puede encogerse de hombros frente a esa distinción. La ciencia que estudia el capitalismo no tiene derecho a ignorar todas las cosas que el capitalismo mismo consiste en ignorar.

1.3.5 La pregunta pendiente: una primera presentación del problema de la estructura de El capital

Nos habíamos preguntado sobre qué ocurría con la obra de Marx cuando la sometíamos al juicio de los economistas. Ante todo, una pregunta ha quedado en el aire: ¿por qué ese trabajador infatigable y erudito sin igual se adhirió, desde el primer momento, a la teoría del valor-trabajo, introduciendo su investigación por unos cauces teóricos que no iban a tener futuro alguno en la posterior evolución científica de la economía?

Con ello, Marx, en lugar de acumular material empírico para la teoría del futuro, anteponía una especie de disquisición metafísica como condición de las investigaciones en economía, apartando, al parecer, a esta disciplina del terreno propio de las ciencias positivas.

Ahora bien, tras habernos detenido prolijamente en una reflexión sobre lo que se estuvo jugando en el nacimiento de las ciencias experimentales modernas, nos encontramos con la posibilidad de replantear la pregunta de otro modo. No por eso, desde luego, dejará de ser una pregunta y, en cierto modo, un enigma del que en general toda la tradición marxista procuró hacerse cargo, lo mismo que este libro, que también, por supuesto, intentará resolverlo a su manera.

Reformulando la cuestión desde la inspiración socrática o galileana que nos ha venido ocupando, el problema puede quedar planteado de este modo: ¿por qué Marx considera absolutamente vital que el tema del valor, en tanto que trabajo cristalizado en las mercancías, quede completamente delimitado, de modo casi podríamos decir que geométrico o ideal? ¿Por qué considera que la economía política tiene que partir de esta exhaustiva clarificación conceptual, para que jamás se deslice un cambio de tema inadvertido en el curso de sus investigaciones? ¿Y por qué precisamente de ese concepto, el de valor, y no de otro (la utilidad marginal, p. e.)? Empezamos, en efecto, a sospechar que el tipo de negocio teórico que Marx emprende en la Sección 1.ª del Libro I no tiene tanto que ver con sus intereses «filosóficos o éticos» (como decía Schumpeter), como con una decisión epistemológica crucial: evitar que la economía política comience razonando sobre un cambio de tema. Así pues, ¿por qué era para Marx tan epistemológicamente importante que el análisis económico comenzara por asegurarse de que el valor, en tanto que trabajo aglutinado en una mercancía, fuera la referencia respecto a la cual la economía no podía permitirse, jamás, operar un «cambio de tema»?

En cierto sentido, los objetivos de este libro podrían darse por satisfechos con la respuesta a esta pregunta, sobre la cual los mejores economistas marxistas jamás terminarán, por lo visto, de discutir. Para que el lector menos iniciado en estas polémicas, y también en la lectura de los tres libros de El capital, pueda hacerse una idea de la magnitud del problema, vamos a adelantar algunos apuntes sobre la estructura de esta obra, unos apuntes que, por supuesto, sólo con el tiempo se irán llenando de contenido.

El itinerario teórico seguido por Marx (y del que ya hemos tenido un primer esbozo al hilo del comentario de Schumpeter) puede resumirse de un modo en el que resalte lo que tiene de sorprendente y, quién sabe, si de contradictorio (lo cual, por otro lado, para un pensador supuestamente dialéctico no tenía por qué aparecer necesariamente como una objeción fatal). Tras aislar el concepto de valor en tanto que cantidad de trabajo contenido en una mercancía y enunciar la «ley del valor» como la ley de intercambio de equivalentes de trabajo, parece claro que el concepto de valor deberá en adelante funcionar como la base a partir de la cual explicar el precio al que se vende cada mercancía. La ley de la oferta y la demanda, por ejemplo, puede hacer oscilar el precio, pero siempre lo hará –según la ley del valor– en torno a un nivel marcado por la cantidad de trabajo que se ha invertido en esa mercancía. Si un lapicero cuesta diez mil veces menos que un ordenador, será entonces porque cuesta diez mil veces menos trabajo el producirlo. Ya sabemos de muchas de las objeciones que se pueden inmediatamente verter sobre esta teoría. Recordemos también que, al pasar a la Sección 2.ª, Marx se empeña en deducir el concepto de plusvalor sin necesidad de suponer que los capitalistas violan la ley de intercambio de equivalentes, es decir, la ley del valor. A partir de ese momento nos encontramos con una monumental paradoja que, por otro lado, Marx no se ocupa para nada de disimular, pues piensa haberla resuelto perfectamente mirando entre los intersticios del ciclo D-M-D’: sin violar la ley del intercambio de equivalentes, el capitalista se apropia continuamente de trabajo ajeno, sin aportar como equivalente ningún trabajo propio. Esta aparente paradoja es, por supuesto, aparente, pero plantea ya un problema muy profundo respecto a la estructura del Libro I, un problema sobre el que también se ha discutido interminablemente: ¿en qué sentido la Sección 2.ª (y el resto de las secciones del Libro I) se «sigue», o se «deduce» de la Sección 1.ª? ¿Cómo se puede deducir de la ley del valor algo que la contradice? Ésta será una de las preguntas más específicas a las que tiene que dar respuesta este libro: ¿es realmente cierto que la Sección 2.ª se deduce de la Sección 1.ª? Y si se diera el caso de que no es así, si se diera el caso de que la Sección 2.ª y todo el resto de El capital no se deducen de la 1.ª, ¿en qué sentido, entonces, podríamos seguir manteniendo, así por las buenas y como lo que nadie ha puesto todavía en duda, que Marx es uno de los seguidores de la teoría del valor? ¿Se podría seguir manteniendo que la teoría del valor es el punto de partida de Marx, o incluso la teoría misma de Marx en tanto que economista?

En todo caso, no parece caber duda de que Marx ha considerado imprescindible exponer antes la teoría del valor para construir el concepto de plusvalor y desarrollar su teoría sobre la explotación capitalista. No parece caber duda de que, a partir de ahí, en los tres libros de El capital, jamás se perderá este punto de referencia. Ahora bien, una cosa es que sea un punto de referencia irrenunciable y otra cosa muy distinta es pretender que es la premisa a partir de la cual se deduce el edificio teórico de El capital. Que, como dijimos, la economía no tenga derecho a perder la perspectiva de la ley del valor no significa que el capitalismo se pueda deducir a partir de ella. Muy al contrario, la economía podría acabar por concluir por qué precisamente no es así (incluso si, en general, se pretende que sí lo es en el montaje propagandístico del capitalismo).

La cosa se vuelve especialmente llamativa en un punto culminante del Libro III. Tan llamativa que, en efecto, la discusión al respecto es, sin duda, de las más extensas y profundas entre los economistas marxistas. En el Libro III, Marx elabora su teoría de la ganancia capitalista y su teoría de los precios de producción. Las mercancías en la sociedad capitalista –nos demuestra– se venden en torno a lo que en este momento está llamando su «precio de producción». ¿Cómo se relacionan «valor» y «precio de producción»? ¿En qué sentido la teoría de los precios de producción invalida la teoría del valor de la que ha partido toda la investigación? Todos estos problemas los vamos a ver luego desarrollados con detalle. Pero lo que tiene que llamar ahora nuestra atención es una cuestión de actitudes; en particular, la curiosa actitud que adopta Marx, justo en el momento en que, en el corazón mismo del Libro III, acaba de demostrar incontrovertiblemente que las mercancías de la sociedad capitalista (aquella sociedad que se supone que está estudiando desde el principio) no se intercambian a su valor, es decir, que su precio no responde a la cantidad de trabajo invertido en ellas, sino, más bien, a su «precio de producción», que a su vez responde a la cantidad de dinero que se ha invertido en ellas, más la ganancia media que se suele obtener con una cantidad semejante de dinero.


En realidad, esto último, que parece más difícil de entender a simple vista, es mucho más sensato y cualquier inversor lo comprende ipso facto. La teoría del valor puede resultar muy de sentido común, pues es razonable que la gente quiera cambiar su trabajo por trabajo ajeno en cantidades equivalentes. Pero también es muy de sentido común que al vender mercancías haya que compensar la inversión y ganar algo, algo más, o al menos lo mismo, que se ganaría invirtiendo a plazo fijo en cualquier oferta bancaria. La cuestión (que sería crucial desde el punto de vista de la teoría del valor) de cuánto trabajo han costado esas mercancías, de si han sido el producto de largas jornadas laborales de un ejército de obreros, o más bien de una tecnología punta japonesa, no tiene aquí la menor relevancia. El factor determinante será el monto de la inversión que se ha realizado, independientemente de en qué se haya invertido. Las cosas acaban inevitablemente por funcionar así debido a la competencia de los capitales entre sí. Si hubiera un sector productivo en que se obtuviera mucha más ganancia que en otros, los capitales migrarían hacia ese sector, y no dejarían de migrar hasta que la situación se estabilizara en una especie de ganancia media entre todos los sectores. Así pues, aunque las empresas que utilizan más mano de obra produjeran más plusvalor, de todos modos, la ganancia que rendirían los capitales en ellas invertidos sería igual que en los otros sectores. Pero esto es tanto como decir que los precios a los que se van a vender las mercancías no van a depender ya del trabajo cristalizado en ellas, sino del monto de capital adelantado para su producción. Todos estos problemas se discutirán con detenimiento en la segunda parte de este libro. Ahora nos podemos conformar con una visión superficial del asunto.


Se podría pensar que, mirando al microscopio los precios de producción, uno terminará por encontrar, tarde o temprano, el valor. La mayor parte de los economistas marxistas se ocuparon, así, de un famoso problema consistente en transformar los valores en precios de producción. La polémica resultó, como ya hemos dicho, interminable y no parece que se lleguen a acuerdos definitivos al respecto. Ya veremos esto más adelante. Independientemente del juicio que nos merezcan estas polémicas, lo que siempre resultará hartamente llamativo es la chocante naturalidad con la que, en el momento más culminante de todos, Marx se ocupa de plantear el problema como de pasada. Tras algunos millares de páginas que «seguían» supuestamente a la dichosa Sección 1.ª del Libro I, Marx hace la siguiente declaración sorpresiva: «Lo expuesto vale sobre la base que, en general, ha sido hasta ahora el fundamento de nuestro desarrollo: la de que las mercancías se vendan a sus valores»[64]. Lo que de grave tiene esta aseveración es que está hecha justo en el momento en que Marx está demostrando que si en la sociedad capitalista no se formara una tasa de ganancia media entre los distintos sectores (independientemente de que movilicen mucho o poco trabajo o mucha o poca maquinaria), el capitalismo mismo se haría imposible. Y que, por tanto, las mercancías, bajo el capitalismo, no pueden en ningún caso venderse a su valor y que la cantidad de trabajo cristalizada en cada mercancía no es la que determina el precio de las mismas.

Ahora, a la luz del propio texto de Marx, sí que se podría dar la razón a Schumpeter y considerar más absurda que nunca la decisión de Marx de partir de la teoría del valor. Ahora resulta que es el propio Marx quien sabe mejor que nadie que, en aquella sociedad que está precisamente estudiando, la sociedad capitalista, la ley del valor no puede regir los intercambios individuales de mercancías. ¿Qué queda entonces de ella, una vez desprovista de esta funcionalidad económica, más que el embrollo de una disquisición metafísica con Aristóteles y Hegel? La cosa encajaría muy bien, por ejemplo, si resultara que habiendo Marx comenzado por la teoría del valor, hubiera ido a dar, al final de sus días, con una teoría de los precios de producción al escribir un libro que la muerte no le dejó terminar (y mucho menos modificar, en consecuencia, su punto de partida, renegando de la teoría del valor). Pero ocurre que el manuscrito del Libro III estaba ya escrito cuando publica el Libro I. Y, de hecho, en una carta a Engels del 27 de junio de 1867, Marx le indica que se ha negado a hacer desde el principio la advertencia de que en el capitalismo las cosas no se pueden vender a su valor. El chocante comentario sarcástico con el que explica esta decisión no deja de sorprender: el método que ha seguido en su exposición busca «tender constantemente trampas» a los «filisteos y los economistas vulgares» para que se pasen de listos con sus objeciones y las «intempestivas manifestaciones de su borriquería»[65].

Pero mucho más chocante es la forma en la que Marx zanja el problema en el pasaje del Libro III que estamos citando. Puesto que, bajo el capitalismo –nos dice–, las cosas no pueden en ningún caso venderse a su valor, «parecería, por tanto, que la teoría del valor resulta incompatible, en este caso, con el movimiento real, incompatible con los fenómenos efectivos de la producción, y que por ello debe renunciarse en general a comprender estos últimos»[66]. ¡Texto notable, realmente! Eso de «en este caso» no hace referencia a una excepción perdida en alguna isla de Polinesia, sino a la mismísima sociedad capitalista, aquella respecto a la cual Marx se ha propuesto encontrar en esta obra la ley económica fundamental. Ahora bien, según él, si resultara que la teoría del valor se mostrara impotente para la comprensión del capitalismo, lo que habría que hacer no sería en ningún caso seguir los consejos de todos los economistas del futuro y apuntarse a una teoría mejor, sino, sencillamente, «renunciar a entender el capitalismo».

Unas páginas antes ha sido igualmente radical. Al formarse una tasa de ganancia media debida a la competencia entre las distintas ramas de capital, Marx deja muy claro que las mercancías no pueden ya venderse a su valor. Pero eso no quiere decir que Marx esté a punto (¡por fin!) de deshacerse de la teoría del valor. Al contrario, lo que dice es que si en virtud de esta realidad aparente (y, sin embargo, clara como la luz del sol) renunciáramos a la teoría del valor, «desaparecería todo fundamento racional de la economía política»[67].

Recordemos la aseveración de Schumpeter: lo importante no es si la teoría del valor es interesante desde un punto de visto filosófico o ético, o ni siquiera si es verdadera o no, lo importante es, para una ciencia positiva como es la economía, ver si funciona bien o mal. Y el caso es que funciona mal y que hay otras teorías que funcionan mejor. Tanto más chocante ha de resultar entonces la actitud de Marx, porque lo que está viniendo a decir es algo así como que, si la sociedad capitalista no funciona según la ley del valor, la culpa no la tiene la teoría del valor… ¡sino el capitalismo!

Visto lo visto, ahora ya no podemos estar nada seguros de que Marx defienda la teoría del valor en tanto que premisa a partir de la cual deducir todas las leyes del modo de producción capitalista. De lo que sí estamos seguros es de que considera imprescindible para el estudio de la sociedad moderna dar un primer paso metódico: la construcción de un modelo teórico en el que el concepto de valor quede enteramente clarificado en tanto que trabajo humano aglutinado en las mercancías. Está, podríamos decir, tan convencido de que la economía no puede dar ni un paso sin la construcción clara y distinta del concepto de valor, como Galileo está convencido de que la física no puede seguir adelante sin enunciar el principio de inercia. A Galileo le objetaban que una bola real que rueda por un plano real, por perfectamente que sean construidos, siempre acaba parándose. Esto es algo que Galileo veía también con sus propios ojos, como cualquier otro. Ahora bien, su insistencia era que el fenómeno de una bola de bronce que siempre acaba parándose no se puede comprender sin comprender que, de tratarse realmente de una bola rodando, jamás llegaría a detenerse. Al igual que Galileo está convencido de que la inercia es el «tema» sin el cual no hay física que valga, Marx está, por algún motivo, convencido de que el asunto del valor-trabajo es el tema respecto al cual la economía política no puede dar marcha atrás, hasta el punto de que sin su perfecta delimitación previa, la economía no tiene ninguna otra posibilidad futura que la de hacer el ridículo, acumulando datos y ecuaciones funcionales al servicio de «los espadachines a sueldo» del capitalismo. Algo, después de todo, bastante semejante a lo que es hoy día la economía convencional moderna.

1.3.6 Del Libro I al Libro III y de la Sección 1.ª a la Sección 2.ª

Este «paso metódico» imprescindible (al que luego vamos a ver que Marx llama «análisis» en el Prólogo de 1867) lo hemos caracterizado por ahora como la tarea de delimitar o de construir con un nivel de exigencia tozudamente socrática los conceptos que van a estar en juego. Es decir, la tarea de delimitar los temas fundamentales de tal modo que no comiencen a mezclarse nada más empezar. Una bola que rueda, si realmente hemos delimitado lo que es una bola y lo que es el rodar, rueda hasta el infinito. ¿Será, entonces, que hay que operar mediante modelos geométricos, reconociendo que, sin embargo, la realidad efectiva es siempre un amasijo de impurezas e imperfecciones? ¿Tendremos que acabar concluyendo, entonces, respecto de Marx, que el viaje que nos lleva desde la teoría del valor, en la Sección 1.ª, hasta los confines del Libro III consiste en arrastrarnos desde un modelo ideal hasta su versión impura e imprecisa en la realidad? Mal asunto sería éste, desde luego, de que la ciencia tuviera que decretar que la realidad es imprecisa e imperfecta en comparación con la perfección y la precisión de sus construcciones teóricas. Un feo asunto al que sin embargo son, como veremos, muy propensas algunas mentalidades empiristas, empeñadas en resaltar la «riqueza inabarcable de la realidad». Por otro lado, el peor Platón que suele contarse en los manuales tampoco estaría en desacuerdo con esta idea de la imperfección de la realidad comparada con sus modelos ideales.

Así pues, conviene no confundir las cosas en este punto. El camino que lleva al Libro III no es el camino hacia aquella sopa originaria en la que la realidad es tan compleja que ya no deja ver sus estructuras. Puede que sea, como a veces dice Marx, el camino hacia una «apariencia» o hacia un «fenómeno superficial» o «periférico», pero, sea como sea la manera en la que a lo largo de este libro veamos cómo entenderlo, se puede ya adelantar que esta «apariencia» o «periferia» no tendrá nada que ver con el irrumpir de todas las imprecisiones de la realidad capaces de desbordar las competencias de la teoría. Pretenderlo así sería tanto como creer que todo lo que la física moderna tiene que decir sobre una bola que frena su velocidad hasta detenerse es que ha estado rodando de forma imprecisa; añadiendo, además, que de ese tipo de imprecisiones la ciencia jamás logrará hacerse cargo. A este respecto, Koyré tenía toda la razón al advertir que lo que hace Galileo no es contraponer las abstracciones matemáticas a las cosas materiales marcadas por la imprecisión, sino, de forma enteramente diferente, negar el carácter abstracto de las matemáticas al mismo tiempo que negaba cualquier privilegio ontológico al mundo de las figuras regulares.

Una esfera no es menos esfera porque sea real: sus radios no son por ello desiguales; si no, no sería una esfera. Un plano real –si es un plano– es tan plano como un plano geométrico: si no, no sería un plano. Esto parece evidente. ¿Cómo ha podido negarlo Simplicio? Lo que pasa es que para él la esfera real es imposible; tanto como lo es el plano real. Por el contrario, la objeción galileana implica que lo real y lo geométrico no son en modo alguno heterogéneos y que la forma geométrica puede ser realizada por la materia. Más aún: que siempre lo es. Porque, aunque nos fuera imposible hacer un plano perfecto o una esfera cabal, esos objetos materiales que no serían «esfera» o «plano» no estarían por ello privados de forma geométrica. Serían irregulares, pero de ningún modo imprecisos: la piedra más irregular posee una forma geométrica tan precisa como una esfera perfecta; es sólo infinitamente más complicada[68].

De hecho, en Galileo no hay «salto» alguno desde su supuesto «modelo ideal» hasta una realidad empírica que sólo se le «aproximaría». En absoluto, porque lo que dice Galileo es que si una esfera real rodara sobre un plano real indefinido, seguiría rodando eternamente (o, en efecto, «mientras durara su materia»). Lo que ocurre es que no hay esferas reales ni planos reales. Pero no porque, sobre el terreno real, estemos ante el ámbito de lo impreciso e inexacto. Lo que no estamos es en un universo de figuras regulares.

Más arriba ya habíamos hecho hincapié en este punto: el rodar de la bola no se opone al chocar contra el aire y al rozar contra el plano, al modo en que lo «platónicamente ideal» se opondría al sombrío mundo de las realidades materiales. El chocar o el rozar no son realidades ni más ni menos precisas que el rodar. En el momento en que la física decida ocuparse del rozamiento tendrá que operar del mismo modo matemático que ha actuado hasta el momento: tendrá que aislar algo así como un «rozamiento puro» para no confundirlo, por ejemplo, con otra realidad distinta, como, por ejemplo, el choque con el aire o la dilatación de los cuerpos. Se buscarán y se encontrarán, así, coeficientes de rozamiento absolutamente precisos. Lo mismo habrá que hacer cuando de lo que se trate sea de estudiar las leyes del choque entre los cuerpos, así sea con el aire o con un muro de hormigón. Frente a una realidad concreta cualquiera, como una bola de billar rodando por un tapete, habrá que investigar los distintos fenómenos que se están ensamblando ahí, el rodar de la bola, el rozar con el tapete, el chocar contra el aire, las precisas irregularidades de todos estos elementos, etcétera.

Así pues, perfectamente podría ocurrir, respecto del itinerario seguido por los tres libros de El capital, que comenzáramos estudiando cómo las mercancías se intercambiarían a su valor en un mercado ideal y perfecto, para acabar concluyendo, nada más ni nada menos, que, en la sociedad capitalista, esas cosas que aparecen «como una inmensa acumulación de mercancías» no son ni mucho menos fundamental ni esencialmente «mercancías», sino otra cosa, no, por cierto, de ningún modo más imprecisa, impura o inabarcable, sino, al contrario, tan susceptible de ser investigada como ya ha demostrado y va a seguir demostrando la paciencia de Marx en los dos millares de páginas de El capital. Y, en efecto, para terminar de dibujar el enigma del que nos tenemos que ocupar, podemos destacar que toda la tensión del Libro III puede condensarse en una sentencia que, bien mirada, implica una subrepticia pero espectacular enmienda a la primera frase del Libro I. El supuesto axioma a partir del cual se desarrolla todo El capital, «en las sociedades en las que domina el modo de producción capitalista, la riqueza aparece como una inmensa acumulación de mercancías»[69], tiene, de pronto, que ser completado o en cierto modo corregido por esta otro del Libro III: «Toda la dificultad se produce por el hecho de que las mercancías no simplemente se intercambian como mercancías, sino como productos de capitales»[70].


«[…] como productos de capitales, que exigen una participación en la masa global de plusvalor, una participación proporcional a la magnitud de los capitales invertidos»[71]. Los que quieran adelantarse a los acontecimientos, pueden fijar su atención en que al hablar aquí de la magnitud de los capitales, no se distingue en absoluto si se trata de capital invertido en salarios (y, por tanto, en obreros que van a aportar una cantidad de trabajo al producto resultante) o si se trata de capital invertido en maquinaria y, por lo tanto, en unos cacharros que ciertamente habrá costado trabajo producirlos, pero que, por su parte, no van a aportar otra cosa que horas de funcionamiento y algo de desgaste. Decir que esa cuestión es irrelevante a la hora de fijar los precios a los que se intercambiarán las distintas mercancías es tanto como decir que la cuestión de la cantidad de trabajo cristalizada en las mercancías es a ese respecto irrelevante. Y eso es tanto como decir, en efecto, que la teoría del valor no resulta ya, en absoluto, operativa. Pero nunca se insistirá lo suficiente en que ese «ya» hace referencia, nada más ni nada menos, que a la sociedad capitalista que se pretendía desde el principio estudiar.


El que las cosas que «ruedan» por el mercado de la sociedad capitalista no sean mercancías y nada más que mercancías, sino mercancías que, antes de ser mercancías, han tenido ya que ser otra cosa, a saber, productos de capitales, no transforma la investigación del Libro III en más vacilante, oscura, ambigua o imprecisa. Quizá lo único que ocurre es que ahí se llega a hacer el descubrimiento de que, bajo condiciones capitalistas de producción, las cosas no pueden «rodar» como mercancías sin «chocar» al mismo tiempo como productos de capitales. Pero, como es obvio, nada de esto es la solución, sino tan sólo una manera de presentar el problema.

Un problema, por otro lado, que a la luz de cuanto acabamos de apuntar, ha aumentado, más bien, su carácter enigmático. ¿Cuál es la razón por la que Marx sigue considerando que sin la teoría del valor la economía política ni siquiera tiene sentido, cuando sabe perfectamente que en la sociedad capitalista las mercancías no se intercambian en tanto que mercancías (y por tanto, según la ley del valor), sino en tanto que productos de capitales (y, por tanto, a su precio de producción)?


¿O puede ser que, en el fondo, el intercambio de mercancías a sus precios de producción siga respondiendo, de todos modos, a la ley del valor, aunque de un modo encubierto? Ricardo había señalado ya que la divergencia de los precios de producción respecto del valor era aproximadamente de un 7 por 100 (lo que motivó el jocoso comentario de que Ricardo creía en la teoría del valor en un 93 por 100). Muchos economistas marxistas han trabajado en el problema de la transformación de valores y precios, intentando siempre defender que, siendo ambas cosas transformables, eso basta para demostrar que la teoría del valor sigue rigiendo, enmascarada, allí donde las mercancías se intercambian en tanto que productos de capitales. Por otra parte, desde el primer momento (desde antes incluso de que Engels publicara el Libro III con diez años de retraso sobre lo anunciado, es decir, en 1894) los marxistas se afanaron en demostrar que ocurriera lo que ocurriera con los intercambios individuales de mercancías, de todos modos, la suma de todos los valores y de todos los precios de producción coincidían, por lo que se podía decir que los capitalistas lo único que hacían es distribuirse el plusvalor pro rata del capital invertido, sin que eso cambiase para nada la naturaleza del asunto. Este recurso a los totales (incansablemente discutido) fue contestado muy pronto por Böhm-Bawerk (1896) en un texto clásico y con un argumento en cierta forma demoledor: aunque fuera verdad que los totales coincidieran, los totales, precisamente, no tienen nada que ver con el mercado, porque en el mercado se intercambian cosas individuales. En ese sentido, resultaría de lo más absurdo haber desarrollado una teoría para explicar los intercambios mercantiles que no fuera aplicable a ningún intercambio mercantil.

Por su parte, en España, Felipe Martínez Marzoa intentó demostrar que el famoso precio de producción no era más que «la verdadera expresión del valor» y que pretender que había una divergencia entre ambos era no haber comprendido hasta sus últimas consecuencias el concepto de trabajo «socialmente necesario», que es el único que cuenta a la hora de fijar el valor de una mercancía. A lo largo de las páginas de este libro, el lector podrá irse forjando una idea sobre tales distintas opciones. Ninguna de ellas es, sin embargo, la que se va a defender aquí.


El esquema que ofrecemos a continuación puede servir como un primer punto de referencia (que iremos completando progresivamente) para una localización somera de las distintas piezas del problema. No todos los elementos que figuran en él pueden ser entendidos mediante las explicaciones anteriores. Por el momento, su funcionalidad se propone resaltar los dos puntos neurálgicos en los que el itinerario de Marx se vuelve problemático y desconcertante. Lo interesante es advertir, ya desde ahora, que el modo en que se resuelva el sentido del paso señalado con la flecha A va a condicionar sustancialmente el modo en que debamos entender luego el paso señalado por la flecha B. Ya hemos indicado por qué: es en el paso de la Sección 1.ª a la 2.ª en donde pasamos del estudio de la «circulación simple de mercancías» (M-D-M’) al estudio explícito del ciclo capitalista (D-M-D’). Alguien podría pretender, incluso, que hasta la primera línea de la Sección 2.ª El capital no se ha ocupado aún de nada a lo que podamos llamar capitalismo (otros, por supuesto, han mantenido radicalmente lo contrario). Ello plantea el problema ya señalado de en qué medida el Libro I está efectivamente deducido de la teoría del valor o si no hay ahí, más bien, un malentendido. Ahora bien, al pasar en el Libro III a la teoría de los precios de producción, es obvio que todo dependerá de la manera en la que hayamos contestado a esta pregunta previa. En el momento en que venimos a descubrir que, bajo el capitalismo, las mercancías no se intercambian a su valor, porque de ninguna manera son «meras mercancías», la pregunta crucial que nos hemos hecho en este capítulo resaltará más que nunca: ¿por qué a Marx no parece importarle gran cosa la cuestión de la funcionalidad o de la operatividad económica de la teoría del valor, estando, por el contrario, convencido de que el problema es más bien que, sin ella, la economía política no tiene en realidad ninguna posibilidad de entender nada de nada?


APÉNDICE al capítulo primero.

Marx y Hegel: la crítica al empirismo

Lo que Schumpeter (en representación de toda una legión de economistas) ha considerado como la primera y más nefasta decisión teórica de Marx, su decisión de hacer circular la economía por los cauces de la teoría del valor-trabajo, se nos empieza a revelar, más bien, como un paso metódico de raigambre más que nada socrática o platónica, algo enteramente semejante a aquel con el que Galileo funda la física moderna.

Se trata, como hemos visto, de la convicción de que el método no puede comenzar por la observación sin hacer antes ciertas operaciones teóricas. No se trata aquí –esto sería más largo de explicar[72]– de contradecir a Aristóteles o a Kant en su aseveración incontestable de que «todo nuestro conocimiento comienza por la experiencia»[73]; pero sí de negarle a esta sentencia ciertas connotaciones empiristas que son harto habituales en la comunidad científica, y en particular en la concepción de «ciencia positiva» que suelen tener los economistas.

En realidad, Marx, en uno de los contadísimos textos que dedica a la cuestión del método (en la famosa «Introducción» de 1857), se había expresado de una forma muy radical a este respecto, apartándose del empirismo, con una sentencia muy gráfica y llena de significado: su método, nos dice, no va de lo concreto a lo abstracto; al contrario, «se eleva de lo abstracto a lo concreto»[74]. Es decir, la ciencia no puede proceder a partir de la observación de los datos empíricos, para ir formando luego conceptos cada vez más abstractos. Que «no puede» quiere decir, en efecto, que no puede, porque en eso de los «datos concretos» hay implicado un malentendido muy llamativo. Lo que solemos considerar los «datos», lo que se nos ofrece de forma más inmediata a la conciencia, lo que forma parte del hilo de nuestras vivencias en nuestro contacto sensible con la realidad, lo que todavía no ha sido en absoluto objeto de ninguna elaboración teórica o conceptual, lo que llamamos, en suma, «lo concreto» cuando decimos «cosas concretas» en lugar de «perdernos en abstracciones y disquisiciones metafísicas o académicas», todo eso tan inmediato, sensible y concreto es, en realidad, abstracto.

Por cierto, que Marx estaba tan convencido de ello como Hegel, quien comenzaba la Fenomenología del Espíritu con un demoledor arreglo de cuentas con las pretensiones del empirismo. Sin duda que Marx nunca dejó de tener en la cabeza este episodio hegeliano. A todo esto, quienes de los lectores lleven ya tiempo preguntándose, entre tanto Sócrates y tanto Galileo, que qué pasa con Hegel, aquí tienen un buen ejemplo de lo que sin lugar a dudas, Marx sí compartió con ese pensador. Más adelante discutiremos, en cambio, sobre el famoso asunto de la dialéctica, porque, en efecto, pensamos que no es cierto que Marx adoptara de Hegel ninguna suerte de método dialéctico.

Pero lo que Hegel y Marx sí compartieron fue su convicción de que el nivel de las certezas sensibles era, en realidad, el nivel de las peores de las abstracciones, pues se trata de abstracciones incontroladas, inconscientes, confusas. Compartieron también la convicción de que, para la ciencia, lo último y lo más difícil era, precisamente, la experiencia y, con ella, lo concreto. De todos modos, como estamos señalando, en esto ambos pensadores estarían perfectamente de acuerdo con los fundadores de la moderna ciencia experimental. Reproducir el diálogo de Marx con Hegel a este respecto puede resultar algo más complicado que ver las cosas a través de Galileo, Descartes o Torricelli. Sin embargo, conviene que hagamos el esfuerzo de intentarlo un poco, aunque sea de un modo superficial, pues así nos vendrán a la cabeza muchos de los errores, exageraciones y delirios con los que la tradición marxista imaginó la actitud de Marx respecto de Hegel.

¿Por qué la ciencia no puede partir, sencillamente, de los datos empíricos, elaborando primero conceptos muy concretos, para luego irse elevando a categorías más complejas y abstractas? Éste es el camino científico correcto, según la concepción positivista de la ciencia. Ya hemos visto decir a Schumpeter que la economía debe comenzar por acumular observaciones –«lenta y laboriosamente», «piedra y mortero»–, hechos y estadísticas. Luego, con la madurez de la ciencia, ya vendrá la teoría. Se imagina, así, que el camino científico va de lo concreto a lo abstracto. El camino de la ciencia experimental moderna, lo hemos visto, es, empero, más bien el contrario. Se comienza por la teoría y sólo después se está en condiciones de descender a la experiencia para observar, medir y pesar. Los datos concretos vienen al final.

No cabe duda de que Marx está convencido de que la economía política tiene que comenzar por liberarse de la idea positivista de ciencia. Liberarse, ante todo, de la ilusión que hace creer que es posible partir de los «datos», de lo «real y concreto», de las cosas mismas que tenemos delante, esperando a ser observadas sin prejuicios conceptuales. No hay una observación espontánea de la realidad. O mejor dicho, si se logra una observación espontánea de la realidad es, normalmente, en un laboratorio muy complicado, en el que todo un sistema de compuertas y aparatos científicos velan para que no se perturben los datos en cuestión. La espontaneidad es algo muy difícil y muy complicado cuando se trata de dejar que las cosas se muestren como son. Lo que habitualmente consideramos observación espontánea y sin prejuicios no es más que una observación ignorante de todos los prejuicios y construcciones mentales, ideológicas, doctrinales, etc., que se están dando cita en ese supuesto trato directo con las cosas. Normalmente, lo que la gente llama un vistazo espontáneo sobre la realidad está atiborrado de construcciones mentales incontroladas. Hay mucha «metafísica» en la forma en la que es posible, por ejemplo, hablar de las manzanas para una mentalidad que tiene en su cabeza grabado el Génesis desde su infancia, de modo que lo primero que le viene a la mente cuando piensa en manzanas es la figura de Eva a punto de descubrir la diferencia entre el bien y el mal (un tema de lo más metafísico).

Por ejemplo, nos dice Marx, en economía parece justo y normal comenzar por lo real y lo concreto, es decir, por la «población», que es, podríamos decir, lo que todo el mundo ve que tiene delante. Ahora bien, a poco que se fija uno, aquí hay un malentendido. La «población» no es nada concreto. Al contrario, si no se tienen en cuenta las clases sociales que la componen, la población es una abstracción. Pero las «clases» son un concepto vacío si no se tienen en cuenta cosas tales como el trabajo, el salario, el dinero, la propiedad, el precio, etc. Sin poner en juego todas esas determinaciones (y en el orden adecuado, además), el concepto de población es una abstracción, pero una abstracción, asimismo, que es abstracta a fuerza de ser un «amasijo caótico de confusiones», una especie de «noche en la que todos los gatos son pardos». Lo que pasa es que para poner en juego todas esas determinaciones hace falta un trabajo teórico tan enorme como toda la economía misma.

La gente suele pensar que en la calle, en los bares, en los taxis, en los teledebates del corazón se dicen cosas muy concretas y que, en cambio, en la Ciudad Universitaria, en la academia (y no digamos en el Departamento de Metafísica) se dicen cosas muy abstractas. Hegel y Marx estaban convencidos de lo contrario. Cuando la conciencia vive las cosas «a ras de tierra», poniendo en juego certezas puramente sensibles, en contacto con toda la inabarcable riqueza de la realidad, es como si estuviera navegando en un océano de abstracciones. Todos los conceptos (tan supuestamente inmediatos, simples y concretos) que intenta poner en juego se revelan en seguida como nociones imprecisas y vacías de todo contenido específico. A fuerza de imprecisión, cada cosa que se dice acaba por poder significar cualquier cosa. La mejor manera de experimentar este paradójico resultado es proporcionar a los interlocutores suficiente tiempo para agotar su tema de conversación. En seguida comprobarán que su supuesto tema era, en realidad, otro tema, y otro y otro y otro, hasta que, al final, tras haber comenzado discutiendo sobre el derecho al aborto, haber pasado sin saber muy bien cómo por el tema del terrorismo y después por el del racismo y la educación infantil, habiendo sido llevados por el viento de la conversación a no se sabe qué preguntas sobre las familias reales europeas, el hambre en el mundo, la extinción de las tortugas y los viajes espaciales, acaban finalmente por reconocer que la única manera de resumir el verdadero tema de la conversación es decir que se ha estado hablando «de todo y de nada». El caso es que eso del todo y la nada es, curiosamente, lo que la gente cree que se estudia en el Departamento de Metafísica, en el más alto nivel de abstracción.

Cuando nos situamos frente a la realidad para vivirla de forma espontánea y directa lo único que ocurre en que no somos conscientes del complejo entramado de mediaciones conceptuales que la historia, la mitología y los prejuicios han condensado en esta supuesta espontaneidad. Lo primero que de forma espontánea se le ofrece a la conciencia no son datos empíricos, sino más bien lo que Althusser llamó con mucho acierto un «macizo ideológico», un tejido de evidencias y lugares comunes, al cual es muy difícil arrancarse. Así pues, la ciencia no puede partir de los datos empíricos, sino de este tejido ideológico de la conciencia común. Puede partir también, por supuesto –y lo hace todos los días–, de la ciencia del día anterior; pero, en el límite, su contacto con la realidad viene acompañado de todo el complejo de representaciones espontáneas de la conciencia ordinaria. Lo característico de las representaciones, intuiciones, nociones o conceptos que conforman esta red ideológica es su imprecisión y, por lo tanto, su vaciedad. Se trata, en efecto, de representaciones muy abstractas, pero de un género de abstracción muy distinto a las abstracciones que construye la comunidad científica. La ciencia trabaja en la abstracción en aras de la precisión, mediante definiciones y construcciones conceptuales teóricamente blindadas. Las abstracciones ideológicas de la conciencia espontánea, por el contrario, son abstractas a fuerza de indefinición. Y mientras que la ciencia camina pacientemente hacia lo concreto, la conciencia se hunde tanto más en el marasmo de la abstracción cuanto más se le solicita que diga algo concreto.

Se suele decir, por ejemplo, que los niños son muy concretos y que todavía no han desarrollado la capacidad del pensamiento abstracto. Incluso hay pedagogos que montan teorías con cosas así. En verdad, es absolutamente al revés. En todo caso, basta oír a un niño relatar un suceso cualquiera para desesperar ante las desoladas abstracciones con las que teje su discurso: ocurrió «eso», «ahí», cuando fuimos «allá» y estuvimos manejando «la cosa esa», había «bichos» y «muchas hierbas»… Resulta imposible saber a qué está señalando en su cabeza. Pretende señalar cosas muy concretas, pero no llega a decir más que cosas máximamente abstractas: cualquier cosa es un «eso», cualquier «ahí» es un «ahí» o un «allá». El niño habla de todo y de nada al mismo tiempo. Si su padre le interrumpe para explicar que donde estuvieron en realidad fue en la selva del Amazonas, clasificando coleópteros valiéndose de un microscopio de 100 aumentos, y que entonces fue cuando les picó ese mosquito de la especie Anopheles, portador de parásitos Plasmodium falciparum, que les transmitió la malaria de tipo hemórragico (más grave que la causada por el Plasmodium Malariae o paludismo cuartano), es obvio que el discurso no se habrá vuelto de pronto muy abstracto, sino, por el contrario, mucho más concreto. Normalmente, lo concreto es algo que cuesta mucho trabajo. Fueron precisos muchos siglos de esfuerzos para llegar a concretar una clasificación como la de Linneo, pero la conciencia espontánea suele resumirla de un plumazo distinguiendo a los «bichos» de las «hierbas». Ahí donde nosotros vemos una asquerosa «cucaracha», un entomólogo se interesa por distinguirla entre tres mil posibilidades de artrópodos distintas.

En el prólogo a su Fenomenología del espíritu, Hegel se burlaba de sus contemporáneos románticos que clamaban por el absoluto y despreciaban la experiencia terrenal. ¡Como si lo terrenal viniera regalado y las alturas celestiales de lo absoluto fueran lo más difícil! Frente a los románticos, Hegel hace un impresionante homenaje a la experiencia. La experiencia, nos dice, no es de ninguna manera lo primero y lo más inmediato; para la historia de la ciencia ha sido más bien una ardua conquista renacentista, en la que el espíritu ha invertido todos sus esfuerzos. Es a partir de la razón renacentista, con la ciencia moderna, como el ser humano ha logrado conquistar su derecho a atender al presente y a ras de tierra. En realidad, el hombre, de forma espontánea, siempre está, podríamos decir, que en las nubes, navegando sin rumbo en «una noche en la que todos los gatos son pardos», en el nivel abstracto de lo que es abstracto porque no logra delimitar nada concreto. Si eso es el «todo» o lo «absoluto» se puede decir que siempre nos viene regalado. Pero no por ninguna ensoñación romántica sobre la totalidad, lo divino o lo absoluto. Ese todo que es todo sencillamente porque no logra ser nada concreto viene de suyo, para sorpresa quizá de todas las pretensiones del empirismo, con lo que Hegel llama la «certeza sensible» y, en cierta forma, con lo que llamamos nuestras «opiniones». La ciencia habla siempre exactamente de lo que habla, y de nada más. La opinión, en cambio, pretende estar hablando de esto y en seguida empieza a hablar de lo otro. Se desliza de tema en tema sin saber por qué. Habla –como decimos– «de todo y de nada» al mismo tiempo, porque nunca se sabe de qué habla en realidad. La ciencia habla de los objetos, de las cosas concretas. El patrimonio de la opinión, en cambio, es el todo, el absoluto; pero un todo que es todo a fuerza de impotencia, a fuerza de no lograr ser nada concreto.

Por eso es tan ridícula la pretensión romántica o mística de «salvar» a la conciencia común de los vicios terrestres para «elevarla» a las alturas del absoluto o la divinidad. Ese supuesto «Nirvana» que se promete a la conciencia sensible si abandona lo terrestre es, curiosamente, lo único que la conciencia sensible tenía ya. Y lo que no tenía era, precisamente, aquello de lo que se pretendía arrancarla: la atención a la tierra. En la calle, en la plaza, en el mercado, la gente habla todo el tiempo de «todo y de nada», aunque cree estar hablando de cosas muy concretas. En las sectas religiosas se habla del todo y de la nada y se cree estar diciendo cosas muy importantes. En realidad, se está hablando de lo mismo que en la calle, pero de manera aún más pretenciosa y estéril. Por eso, el sarcasmo de Hegel contra las pretensiones románticas de absoluto es inmisericorde. Es una estafa vender alturas celestiales, como si el ser humano fuera un gusano que sólo gustara de revolcarse en el fango. La realidad es más bien la contraria: el ser humano siempre ha estado en las nubes, agotado en el servicio religioso a las más estúpidas divinidades. Al ser humano lo que le falta no es una nueva religión que lo eleve, lo que le falta es una ciencia que le haga descender a la tierra, que le obligue a pisar el suelo y a hacerse cargo políticamente de las cosas que ocurren ahí.

Un absoluto que es, sencillamente, «la noche en la que todos los gatos son pardos» es un absoluto que viene de suyo con la ignorancia y la estupidez. Si se trata de contemplar todo reunido en una unidad indiferenciada que te haga «sentir la divinidad» no hará falta buscar muy lejos: mil sectas religiosas venden siempre sus servicios en ese sentido. Lo que prometen, en realidad, es volver a la ignorancia más ignorante y a la estupidez más estúpida, hasta que la noche sea completamente oscura y ya no haya ni siquiera gatos. Es verdad que así se llega a «sentir lo absoluto», a sentir algo así como «lo absoluto de que nada exista», pero a costa de todo lo que existe, a costa de la ceguera y la impotencia. La filosofía, dice Hegel, «debe guardarse de ser edificante»[75]: la filosofía debe mostrarnos el camino de la ciencia, que es siempre un camino hacia lo concreto y lo determinado.


Por ese camino –el camino de la ciencia, de lo concreto–, encontraremos también lo absoluto, el todo (al fin y al cabo, es imposible no darse de narices con la totalidad, ya que es imposible estar fuera de ella). Pero ahora el todo ya no aparece como un todo que tiene todo fuera de él, sino como un todo «capaz de hacerse otro sin dejar de ser lo mismo», capaz de «ser lo mismo en su ser otro»[76], es decir, capaz de seguir siendo lo mismo siendo cada una de las cosas de este mundo. Es por este camino que Hegel desemboca en la conclusión de que lo absoluto es espíritu. Pues el espíritu es lo único para lo que «no hay nada en el mundo que sea completamente otro»[77]. Lo material se agota en ser lo que es. Pero el espíritu es lo que no es (su futuro) y no es lo que es (su pasado). Esta naturaleza «dialéctica» del espíritu es lo que le convierte en el candidato idóneo para ser el verdadero absoluto. Pero no es cosa de seguir ahora este itinerario hegeliano, que es, por cierto, precisamente, el itinerario de la dialéctica. Pues la coincidencia de Marx con Hegel no sigue ya por ese camino[78].


La primera figura de la conciencia en la Fenomenología es la conciencia espontánea, la «certeza sensible» o la «opinión». En esta obra asistimos a lo que Hegel llama la experiencia de la conciencia común, la cual, poco a poco, y sin que ella misma se dé cuenta, va haciendo la experiencia de sí misma y recorriendo el camino que le lleva a la ciencia.

La certeza sensible se pretende la más concreta y la más rica, porque, al no estar aún mediada por ninguna elaboración conceptual, pretende estar frente a la cosa misma, sin perder de ella ni uno solo de sus aspectos, de sus detalles, de sus determinaciones más insignificantes. Si digo que esto es una «mesa», por ejemplo, en el concepto de «mesa» estoy sacrificando una multitud de aspectos de la realidad. Quizá es una mesa cuadrada, quizá redonda, quizá blanca, quizá de madera o de hierro. Es verdad que podría precisar añadiendo esas determinaciones, pero siempre estaría sacrificando algo de la realidad. Esta mesa blanca de plástico parece concreta si no caemos en la cuenta de que en esa terraza de ese bar hay cien como ella. Ahora bien, esta de aquí tiene un arañazo, esa otra una mancha de aceite, esa otra un desconchón. ¿Cómo haremos justicia a toda esa riqueza infinita de lo concreto? El concepto de arañazo no hace justicia a todos los millones de tipos de arañazos que puede haber. Por eso, la certeza puramente sensible se niega a dejarse mediar por ningún concepto. La única manera de no perder nada de lo real es señalarlo en su absoluta individualidad: «esto», «esto, aquí y ahora», «esto, aquí y ahora, es».

Así pues, la conciencia, persiguiendo aislar la riqueza inabarcable de la realidad más concreta, hasta lograr, supuestamente, aislar hasta la última mota de polvo sin confundirla con las demás, comienza a pasearse por el mundo explicitando un desconcertante mensaje: «esto, aquí y ahora, es», «esto, aquí y ahora, es», «esto…». Ahora bien, cualquier cosa es un «esto», todo es un «esto», cualquier aquí es un aquí, cualquier ahora es un ahora. Todo es en un aquí y en un ahora. La certeza sensible pretende estar nombrando lo más concreto, pero en realidad está nombrando constantemente una totalidad indiferenciada: el ser, el puro ser. Es cierto que está nombrando el puro ser en un nivel tal de abstracción que no es el ser de esto ni de aquello, sino el ser de todo en general, es el ser vacío de toda determinación que, en las primeras líneas de la Ciencia de la lógica, se convierte en seguida en la pura nada. Así, resulta que la conciencia sensible, sin darse cuenta, ha ido a parar al punto de partida de la obra más difícil de la historia de la metafísica. Cuanto más esfuerzo ha hecho la conciencia por situarse en el horizonte de lo puramente sensible, más se ha encontrado navegando en el marasmo de una vaciedad metafísica incontrolable. Quería no perderse ni un arañazo de la realidad, pero, al final, no sabe si está hablando del todo o de la nada. La certeza sensible, nos dice Hegel, se pretendía la más rica y es, en realidad, la más pobre; se pretendía la más concreta y es, en realidad, la más abstracta.

Ya hemos visto que este hablar de todo y de nada al mismo tiempo es lo que caracteriza al mundo de la opinión. Sócrates lo sabía muy bien, y por eso interrumpía todas las conversaciones exigiendo delimitaciones que, en principio, podrían parecer muy abstractas. Pero el caso es que lo hacía con la esperanza de que, de ese modo, el diálogo terminara por tratar de algo concreto. El interés de Sócrates por el «mundo de las ideas» no era un interés por las ensoñaciones metafísicas, sino todo lo contrario: a Sócrates le sacaba de quicio que las conversaciones trataran de todo y de nada, sin decir nada concreto. Exigía a su interlocutor que definiera bien lo que estaba diciendo, para que se supiera de qué se estaba hablando. Todo el trabajo con las ideas no se hacía sino con la esperanza de llegar a decir, por fin, algo que de verdad tratara sobre las cosas, sobre alguna cosa. Eran los atenienses del mercado, a los que Sócrates interrogaba, los que estaban siempre en las nubes, perdidos en un océano de abstracciones. Sócrates se empeñaba, más bien, en hacerlos descender a la tierra.

[1] MEW, 27, p. 228.

[2] Economía, Madrid, McGraw-Hill, 1986, p. 1095.

[3] Cfr. Prólogo de la primera edición de Elementos fundamentales para la crítica de la economía política, Madrid, Siglo XXI, 1971, pp. XLVI ss.

[4] Ibid., p. XXI.

[5] MEGA, II, 6 (Das Kapital. Kritik der Politischen Ökonomie. Erster Band, Hamburgo, 1872), p. 67.

[6] MEGA, II, 6, p. 67.

[7] MEGA, II, 6, p. 702.

[8] Economía, cit., p. 934.

[9] Journal of Economic Literature 9 (1971), pp. 399-431.

[10] Capitalismo, socialismo y democracia, Barcelona, Folio, 1996, pp. 47-75.

[11] Ibid., p. 72.

[12] Marx a Engels, 2 de abril de 1851, MEW, 27, p. 228.

[13] Op. cit., p. 47.

[14] Id.

[15] Ibid., p. 49.

[16] Id.

[17] Id.

[18] Ibid., p. 50.

[19] The Works and Correspondence of David Ricardo (WCDR), vol. 1 (On the Principles of Political Economy and Taxation), p. 24.

[20] Op. cit., p. 50.

[21] Ibid., p. 51.

[22] Id.

[23] Ibid., p. 50.

[24] Id.

[25] Ibid., p. 56.

[26] Ibid., p. 55.

[27] Ibid., p. 56.

[28] Ibid., p. 60.

[29] Id.

[30] Ibid., p. 61.

[31] Ibid., p. 62.

[32] Ibid., p. 63.

[33] Ibid., pp. 63-64.

[34] B. Milanovic, Grupo de Investigación sobre el Desarrollo, Banco Mundial. «La desigualdad mundial de la renta», p. 46.

[35] Ibid., p. 45.

[36] «Situación Mundial Social, 2005: El Predicamento Desigual» [http://www. un.org/spanish/News/fullstorynews.asp?newsID=5260&criteria1=desarrollo].

[37] Informe sobre el Trabajo en el Mundo 2008. Organización Internacional del Trabajo (OIT).

[38] «Informe sobre Desarrollo Humano 2007-2008». PNUD.

[39] «Objetivos de Desarrollo del Milenio. Informe 2009». Naciones Unidas.

[40] VI Informe FOESSA.

[41] Schumpeter, op. cit., p. 69.

[42] Ibid., p. 70.

[43] Ibid., p. 72.

[44] Id.

[45] Ibid., p. 73.

[46] MEGA, II, 6, p. 69.

[47] Historia de la Filosofía, vol. II, Madrid, Istmo, 1973, p. 29.

[48] A. Koyré, Estudios galileanos, México, Siglo XXI, 1990, p. 150.

[49] Ibid., p. 194.

[50] Opere, VII, p. 171.

[51] Id.

[52] Cfr. Platón, Menón, 81a ss.

[53] Opere, VII, p. 220.

[54] Opere, VII, p. 171.

[55] Id.

[56] Op. cit., p. 195.

[57] Citado por Koyré, op. cit., p. 290.

[58] Carta a Merssenne, 11 de octubre de 1638, A-T, II, 380, 3/7.

[59] Op. cit., p. 306.

[60] Id.

[61] L. Althusser, E. Balibar et al., Lire le Capital, París, François Maspero, 1965.

[62] MEGA, I, 25 (apparat), p. 515.

[63] MEGA, I, 25, «Kritik des Gothaer Programms», p. 9.

[64] MEGA, II, 4.2 (Ökonomische Manuskripte 1863–1867. Teil 2.), p. 230.

[65] Marx a Engels, 27 de junio de 1867. MEW, 31, p. 312.

[66] MEGA, II, 4.2, p. 230.

[67] MEGA, II, 4.2, p. 222.

[68] 68 Op. cit., p. 270.

[69] MEGA, II, 6, p. 69.

[70] MEGA, II, 4.2, p. 251.

[71] Id.

[72] Cfr. Fernández Liria, El materialismo, Madrid, Síntesis, 1998.

[73] KrV, B. 1.

[74] MEGA, II, 1.1, p. 36.

[75] Fenomenología del espíritu, Madrid, FCE, 1978, p. 11.

[76] Encyclopädie der philosophischen Wissenschaften. Werke, VIII, IX, X, Frankfurt, Suhrkamp Verlag, 1969, § 94 Ztz.

[77] Ibid., § 96 Ztz.

[78] Para una discusión más amplia del problema, cfr. Fernández Liria, El materialismo, cit.

El orden de 'El Capital'

Подняться наверх