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Capítulo II

El Prefacio al Libro I (1867): la normalidad de la ciencia

2.1. El Prólogo de Engels al Libro II (1885): Marx y Rodbertus

En el capítulo I hemos utilizado a Schumpeter para situar a Marx en la arena de la economía contemporánea y diagnosticar así el tipo de problemática que plantea o plantearía, si fuese posible, en ella. De este modo, hemos asistido a un tipo de reproches y de discusión que, cuando menos, encerraba una enorme semejanza con aquella que marcó, en torno al juicio de Galileo, el comienzo de la ciencia moderna. En todo caso, como es obvio, y aunque la comparación pudiese ser considerada absolutamente exacta, todo ello estaría, de todos modos, muy lejos de despejar todas las posibles dudas respecto al tipo de intervención que supone no ya la revolución científica de la que es Marx protagonista, sino cualquier revolución científica. La epistemología todavía discute incansablemente, y nunca dejará de hacerlo, sobre el sentido de la revolución galileana, de la que, sin embargo, es indudable que el conjunto de nuestra comunidad científica depende. Una vez que la ciencia ha logrado imponer su normalidad (y la ciencia de Galileo y de Newton fue acompañada de las revoluciones históricas, económicas, sociales y políticas que hacían eso posible), deja de ser imprescindible que, al mismo tiempo, se hayan decidido las batallas epistemológicas al caso. La ciencia entonces deja de consultar a la filosofía y se olvida de esos campos de batalla. Pero lo que ocurrió históricamente entre Galileo y Newton respecto a la naturaleza fue, precisamente, lo que no ocurrió, en el terreno de la economía, respecto de la historia. La economía, más bien, consideró la teoría del valor a la que Marx se había aferrado como un callejón sin salida, y siguió su propio camino, al parecer, por las sendas de la observación y la experiencia (acompañada siempre de la estadística), aunque, como veremos más tarde, tampoco se resistió a proponer sus propios «modelos filosóficos». Por ello mismo, y como contrapartida, en el interior de la tradición marxista se discutió desde el primer momento y se siguió discutiendo incansablemente, al menos hasta la década de 1970, sobre el sentido epistemológico de la intervención de Marx. Y en ese terreno se libraron algunas batallas que, retrospectivamente, no sólo tenían interés para el marxismo, sino también para la epistemología general. A este respecto, hubo un momento especialmente señalado, en el que se dieron la mano la epistemología que se había desarrollado en torno a Bachelard, Canghilhem (y, después, cierto Foucault) y la hermenéutica de El capital que se desarrollaba, por su parte, en torno al seminario de Althusser Lire Le Capital (1965).

Pues bien, en el seminario Lire Le Capital[1], Althusser tenía toda la razón en señalar que, en un texto excepcional –uno de los pocos verdaderamente buenos que escribió–, Engels había dado una clave fundamental para recolocar la intervención de Marx en el marco de la economía de su época, de tal modo que se ponía al descubierto el verdadero carácter de su revolucionaria intervención.

El texto de Engels en cuestión es el Prólogo a su edición del Libro II de Das Kapital (1885). Antes que nada, vamos a decir cuatro palabras sobre el contexto. Como sabemos, Marx muere en 1883, dejando los libros II y III de El capital sin terminar (y un montón de borradores que pretendían haber sido el Libro IV y que serían publicados por Kautsky entre 1905 y 1910 bajo el título de Teorías sobre la plusvalía). Tras presentar el Libro II y exponer los problemas que ha tenido para la edición de los manuscritos que había dejado Marx, Engels anuncia que, probablemente en pocos meses, tendrá ya lista la edición del Libro III, pues, aparentemente, éste presentaba menos dificultades. La cosa transcurrió de forma bien distinta. El Libro III presentó problemas gravísimos y Engels no pudo prepararlo para su edición hasta nueve años después, en 1894.

El caso es que en el Prólogo al segundo libro Engels se ocupó de defender a Marx de las acusaciones de un economista llamado Rodbertus, quien le había acusado poco menos que de plagio. Para ello, planteó a Rodbertus y su escuela una pregunta sobre la compatibilidad de la ley del valor con la teoría de los precios de producción, augurando que serían incapaces de dar con una respuesta satisfactoria. Anunció que, con la publicación del Libro III (que entonces se consideraba inminente), se descubriría la solución.

En concreto, Engels desafía a la escuela de Rodbertus a explicar el hecho de que la competencia entre capitales tendiera a formar una tasa de ganancia media para cualquier capital invertido. Ya hemos apuntado –aunque esto se tratará con precisión en la Segunda Parte– que la formación de esta tasa de ganancia media para cualquier tipo de capital (sea de capitales que contratan mucha mano de obra o de capitales que, en su lugar, emplean mucha maquinaria) parecía dar al traste con la idea de que las mercancías se intercambiaran a su valor, es decir, según la cantidad de trabajo cristalizada en ellas. Por la misma razón, parecía quedar arruinado uno de los teoremas fundamentales del Libro I, según el cual sólo el capital invertido en salarios puede producir plusvalor y puede, por tanto, estar en el origen de la ganancia capitalista. En realidad, este teorema se deducía casi tautológicamente de la ley del valor, ya que el plusvalor, al fin y al cabo, no es más que valor y, por lo tanto, «trabajo cristalizado». Por tanto, sólo el trabajo genera plusvalor, no la maquinaria.

Ahora bien, la formación de una tasa de ganancia media implicaba –como ya se señaló antes– que montos iguales de capital obtendrían ganancias iguales, independientemente de si movilizaban mucho o poco trabajo humano. ¿Suponía esto una especie de enmienda a la totalidad de lo expuesto en el Libro I? ¿O en qué medida la contradicción era sólo aparente? Puesto que Rodbertus alardeaba de haber explicado la teoría del plusvalor mejor que Marx, quien no habría hecho otra cosa que copiarle, Engels le retaba a resolver ese enigma, advirtiendo de que, «en pocos meses», publicaría la respuesta del propio Marx en el Libro III de El capital. Como este reto se lanza al aire en 1885 y Engels se demora ¡casi diez años! en ofrecer la «genial solución» para el gran público de los economistas, no pocos de éstos, marxistas y no marxistas, se ponen manos a la obra. Así, cuando finalmente Engels publica el Libro III, hay ya varias soluciones para escoger a la carta respecto de lo que luego sería el interminable problema de la compatibilidad entre la teoría del valor y la de los precios de producción. Hay que decir que, ciertamente (Engels no deja de reconocerlo, aunque a medias), algunas de ellas son en todo semejantes a la que el propio Marx presentaba en el Libro III. Con la pequeña salvedad de que, todavía hoy, no podemos estar del todo seguros de lo que Marx dice realmente en el Libro III, pues el resultado final de los desvelos de Engels dista mucho de ser un texto acabado y sin ambigüedades y los borradores originales son un verdadero barrizal. Así es como nació esta famosa polémica a la que ya hemos aludido repetidas veces: la polémica de la compatibilidad entre la teoría del valor expuesta en la Sección 1.ª del Libro I y la teoría de los precios de producción y la ganancia media expuesta en el Libro III.

Pasó el tiempo y la escuela de Rodbertus, nos cuenta Engels, nunca respondió a esta pregunta (a la que, en cambio, sí respondieron otros economistas, como Karl Schmitt, Peter Fireman o Wilhem Lexis). Todo esto tiene un enorme interés para discutir, en último término, el estatus de la teoría del valor en Marx. Pero, por el momento, podemos centrarnos en el carácter general de la discusión.

Rodbertus pretendía que en un escrito suyo había «descubierto» y expuesto con mucha más claridad que Marx el origen de la renta o la ganancia de los capitalistas, y que éste se había limitado a plagiarle. La estrategia que sigue Engels en defensa de Marx es muy clara y efectiva: lo que Rodbertus pretende haber descubierto, lo habían descubierto ya, mucho antes que él y mucho antes que el propio Marx, los economistas clásicos, Adam Smith, Ricardo y Sismondi. Marx jamás se había arrogado ese mérito (al contrario que Rodbertus, que sí lo hace y muy injustamente). Ni siquiera los términos «plusvalor», «plustrabajo» o «plusproducto» había sido Marx el primero en utilizarlos. Y, de hecho, tampoco a este respecto Marx reivindicó ningún derecho de autor especial.

Lo que no entiende Rodbertus, explica Engels, es que el sentido de la revolución teórica que introduce Marx en economía consistía en otra cosa muy distinta. Y es entonces cuando introduce una comparación que resulta, para nosotros, muy clarificadora:

¿Qué es, entonces, lo nuevo que ha dicho Marx acerca del plusvalor? […] La historia de la química puede ilustrárnoslo por medio de un ejemplo. Hacia fines del siglo pasado aún reinaba, como es sabido, la teoría flogística, que explicaba la naturaleza de toda combustión diciendo que del cuerpo en combustión se desprendía otro cuerpo, un cuerpo hipotético, un combustible absoluto, al que se llamaba flogisto. Esta teoría bastaba para explicar la mayoría de los fenómenos químicos entonces conocidos, aunque no sin, en algunos casos, tener que violentar los hechos.

Ahora bien, en 1774 Priestley produjo una especie de aire que «encontró tan puro o tan exento de flogisto que, en comparación con él, el aire ordinario estaba ya viciado». Lo llamó aire desflogistizado. Poco tiempo después Scheele produjo, en Suecia, la misma especie de aire y probó su presencia en la atmósfera. Comprobó, además, que este gas desaparecía cuando en él se quemaba un cuerpo, o cuando se quemaba un cuerpo en el aire ordinario; lo llamó «aire ígneo»…

Priestley y Scheele habían producido el oxígeno, pero sin saber lo que tenían entre manos. Fueron incapaces de desprenderse de las categorías flogísticas tal como las encontraron establecidas. El elemento que iba a trastornar por entero la concepción flogística y revolucionar la química, en sus manos, quedaba condenado a la esterilidad.

Pero Priestley había comunicado inmediatamente su descubrimiento a Lavoisier en París, y éste, partiendo de esta realidad nueva, sometió a examen la química flogística por entero. Fue el primero que descubrió que la nueva clase de aire era un elemento químico nuevo; que en la combustión no es el misterioso flogisto el que se escapa, sino este nuevo elemento que se combina con el cuerpo; y fue así el primero en poner sobre los pies toda la química que, en su forma flogística, andaba cabeza abajo. Y si no es exacto, contrariamente a lo que se pretendió en seguida, que haya producido el oxígeno al mismo tiempo que Priestley y Scheele e independientemente de ellos, no se puede negar que fue él quien verdaderamente descubrió el oxígeno respecto a los otros dos, que sólo lo habían producido sin tener la menor idea de lo que habían producido[2].

Encontramos aquí, otra vez, la famosa metáfora que Marx utiliza en el Epílogo a la segunda edición alemana del Libro I de El capital. Ahí Marx nos decía que su método era el método dialéctico de Hegel, pero puesto del derecho, pues, en la filosofía hegeliana, es como si la dialéctica anduviese «cabeza abajo». En el capítulo siguiente nos ocuparemos de esta problemática referencia a la dialéctica y de lo que esta metáfora puede significar. Lo que sí que podemos señalar ahora –tal como en su día subrayó con acierto Althusser– es la gran superioridad que tiene la utilización que hace Engels de la metáfora de la inversión en este texto que estamos citando. En el texto de Marx se trata de una mera imagen sin explicación. Engels nos informa de lo que esa imagen significa: «poner sobre sus pies» significa cambiar la problemática general, cambiar la base teórica, el sistema de categorías con el que se pretende conocer. Estamos hablando, por tanto, de una ruptura epistemológica, de una revolución teórica, que consiste en la constitución de un nuevo objeto científico.

Marx es, en relación con sus predecesores, en cuanto a la teoría del plusvalor, lo que Lavoisier es a Priestley y a Scheele. Mucho tiempo antes de Marx se había establecido la existencia de esta parte del valor del producto que llamamos ahora plusvalor; igualmente, se había anunciado más o menos claramente de dónde derivaba, a saber, del producto del trabajo que el capitalista se apropia sin pagar el equivalente. Pero no se había ido más lejos; los unos –economistas burgueses clásicos– estudiaban al máximo la relación según la cual el producto del trabajo es repartido entre el obrero y el poseedor de los medios de producción. Los otros, socialistas, encontraban injusta esta repartición y trataban de poner fin a esta injusticia según medios utópicos. Los unos y los otros se encontraban prisioneros en las categorías económicas tal como las habían encontrado establecidas.

Entonces vino Marx para tomar la contrapartida directa de todos sus predecesores. Donde habían visto una solución no vio sino un problema. Vio que no había aquí ni aire desflogistizado ni aire ígneo, sino oxígeno; que no se trataba aquí ni de la simple comprobación de una realidad económica, ni del conflicto de esta realidad con la justicia eterna y la verdadera moral, sino de una realidad llamada a trastocar la economía entera, y que ofrecía –a quien supiera utilizarla– la llave de toda la producción capitalista. Partiendo de esta realidad, sometió a examen el conjunto de las categorías que había encontrado establecidas, igual que Lavoisier, partiendo del oxígeno, había sometido a examen las categorías establecidas de la química flogística. Para saber lo que es el plusvalor, le era necesario saber lo que es el valor. Antes que nada, había que someter a crítica la teoría del valor del propio Ricardo. Marx estudió entonces el trabajo en relación a su propiedad de formar valor, por qué y cómo lo forma; estableció, además, que el valor no es, en suma, sino trabajo coagulado de esta especie –un punto que Rodbertus jamás logró entender–. Marx estudió en seguida la relación entre la mercancía y el dinero y mostró cómo y por qué, en virtud de su calidad inherente de ser valor, la mercancía y el intercambio mercantil generan necesariamente el antagonismo de mercancía y dinero […] Investigó la transformación de dinero en capital y demostró que la misma se funda en la compra y venta de la fuerza de trabajo. Al reemplazar aquí el trabajo por la fuerza de trabajo, por el atributo creador de valor, resolvió de un solo golpe una de las dificultades que habían ocasionado la ruina de la escuela ricardiana: la imposibilidad de conciliar el intercambio recíproco de capital y trabajo con la ley ricardiana de la determinación del valor por el trabajo. Al comprobar la diferenciación del capital en capital constante y capital variable logró por primera vez presentar el proceso de formación de plusvalor en su curso real y hasta en los menores detalles, y por tanto explicarlo, algo que ninguno de sus predecesores había logrado; comprobó, pues, una diferencia dentro del capital mismo, con la cual ni Rodbertus ni los economistas burgueses estaban en situación de emprender absolutamente nada, pese a que la misma proporcionaba la clave para la solución de los problemas económicos más intrincados, prueba contundente de lo cual la ofrecen aquí el libro segundo y, aún más –como se verá–, el libro tercero. Prosiguiendo con la investigación del plusvalor mismo, encontró sus dos formas: el plusvalor absoluto y el relativo, y demostró el papel diverso, pero en ambos casos decisivo, que han desempeñado dichas formas en el desarrollo histórico de la producción capitalista. Sobre el fundamento del plusvalor desarrolló la primera teoría racional que tengamos del salario y trazó, por primera vez, los rasgos fundamentales de una historia de la acumulación capitalista, exponiendo, además, la tendencia histórica de la misma.

¿Y Rodbertus? Tras haber leído todo eso, encuentra en ello –¡economista tendencioso, como siempre!– un «ataque contra la sociedad»; encuentra que él ya había dicho, sólo que más brevemente y con mayor claridad, de dónde surgía el plusvalor, y encuentra, por último, que todo eso se adecua –sin duda– a «la forma actual del capital», esto es, al capital tal como existe históricamente, pero no «al concepto del capital», vale decir, a la utópica representación que el señor Rodbertus se forja del capital. Exactamente igual que el viejo Priestley, que hasta sus últimos días se mantuvo aferrado al flogisto y no quiso saber nada del oxígeno. Sólo que Priestley había sido realmente el primero en obtener el oxígeno, mientras que Rodbertus, con su plusvalor, o más bien con su «renta», no había hecho más que redescubrir un lugar común, y que Marx, a diferencia de Lavoisier, se abstuvo de afirmar que hubiese sido el primero en descubrir el hecho de que el plusvalor existía[3].

Conclusión: resulta que lo novedoso de Marx no era tanto el plusvalor como la ciencia. Marx ha aportado un sistema científico en el que el concepto de plusvalor puede ser insertado. Pero el texto de Engels tiene, además, la peculiaridad de permitirnos apreciar en qué consiste eso de fundar una ciencia. «Priestley y Scheele, en pleno periodo de dominación de la teoría flogística, habían “producido” un gas extraño que fue llamado por el primero aire desflogistizado y por el segundo aire ígneo. De hecho, era el gas que se debía llamar más tarde oxígeno. Sin embargo, anota Engels, “ellos lo habían simplemente producido, sin tener la menor idea de lo que habían producido”, es decir, sin poseer su concepto[4].» Del mismo modo, la economía clásica había descubierto distintas formas de existencia de la plusvalía, en tanto que renta, interés, ganancia, etc. Pero, tanto en uno como en el otro caso, esos descubrimientos eran «estériles» y «ciegos». Con el plusvalor ocurrió lo mismo que con el oxígeno, mientras fue entendido desde las categorías de la química flogística. Ese extraño gas aparecía allí como una solución; sólo Lavoisier vio en él un problema, un problema que obligaba a someter a revisión los fundamentos mismos de la teoría flogística: «Puso así sobre sus pies toda la química que, en su forma “flogística”, andaba cabeza abajo». Lo mismo ocurrió con Marx: el asunto no era tanto «descubrir» una realidad como cambiar los términos del problema, resituarlo en una «problemática teórica» enteramente nueva. No se trataba, pues, en uno y otro caso, de producir una respuesta verdadera, sino de producir una nueva pregunta, una nueva clase de preguntas, una nueva «matriz teórica»[5]. Y ello se logra –en palabras de Althusser– «produciendo un concepto».

Ahora bien, esto de «producir un concepto», una vez más hay que señalarlo, es exactamente lo que Sócrates exige incansablemente en todos sus diálogos, en su incesante búsqueda del eîdos. Allí donde todos discuten o hacen discursos sobre si la virtud es o no enseñable, la intervención verdaderamente revolucionaria sería aquella que explicara a la asamblea de los eruditos aquello que ellos han estado ignorando todo el rato: qué es, en qué consiste aquello sobre lo que tanto y tanto han estado hablando, en qué consiste eso a lo que se ha estado llamando «virtud». O, volviendo a nuestro ejemplo anterior, allí donde todos discuten sobre las distintas peculiaridades de las bolas que se frenan o se deslizan con más o menos soltura, la intervención más revolucionaria resultó consistir en preguntar, simplemente, ¿qué es rodar? Es notable, en efecto, ver cómo el texto de Engels hace también depender una revolución científica crucial para la química moderna de una intervención tan formalmente socrática.

He aquí, por tanto, que cuando Engels tiene que defender a Marx de los economistas de su época, explicando la verdadera naturaleza de su aportación teórica, sigue una estrategia muy semejante a la que nosotros hemos ensayado al examinar la crítica que le hace Schumpeter en nombre de la economía contemporánea: nosotros habíamos comparado a Marx con Galileo, Engels lo compara con Lavoisier y lo hace, en este texto tan sobresaliente, de tal manera que no sólo nos aclara algo sobre Marx, sino también sobre la naturaleza de las revoluciones científicas, incluidas las del propio Galileo o Lavoisier.

2.2 El problema de hacer compatible a Marx consigo mismo (el Prefacio de 1867 y el Epílogo de 1873)

Ahora bien, a todo esto, ¿qué nos dice el propio Marx? ¿Qué dice Marx que está haciendo en El capital, y en qué momento lo dice? Para contestar a esta pregunta es imprescindible leer con cuidado los prefacios y los epílogos que Marx escribió a las distintas ediciones del Libro I. Y lo que nos encontramos ahí es, como vamos a comprobar, ciertamente muy desconcertante. Es desconcertante en un sentido que, sin duda, ya nos veíamos venir desde hace tiempo. Con lo que llevamos andado, parece que hemos llegado a la conclusión de que, en efecto, tenemos motivos para comparar a Marx con Galileo y que esta comparación puede arrojarnos mucha luz sobre la manera en la que Marx concibe que debe proceder la economía si quiere fundarse científicamente (y eso siempre advirtiendo que, por el momento, no hemos dicho nunca que, si llegara a fundarse científicamente, la economía podría seguir siendo lo que pretende ser hoy, «economía», pues lo que hemos dicho, más bien, es que en ese caso lo que tendríamos sería algo así como un «Galileo de la historia»); ahora bien, esto en sí mismo es desconcertante, porque si Marx, en algún sentido, procede «como Galileo», ¿qué pasa, a todo esto, con Hegel? ¿Qué pasa con el famoso método dialéctico que la escolástica marxista sacralizó sin pestañear?

Y el problema es que Marx, a este respecto, no nos dice lo mismo en los prefacios que en los epílogos. Para hacer compatible lo que Marx nos dice en el Prólogo a la primera edición del Libro I (1867) y en el epílogo a su segunda edición (1873), es preciso comprender que se trata de textos de muy distinta naturaleza y que cumplen su función a muy distinto nivel. La diferencia fundamental podría resumirse en que, en el Prefacio, Marx está explicando lo que ha hecho; en el Epílogo, intenta explicar –e incluso explicarse a sí mismo– por qué no se ha entendido lo que ha hecho.

Ocurre, además, que, mientras que en el Prefacio de 1867 se está dirigiendo, sin duda que lleno de satisfacción, a la comunidad científica en general, en el Epílogo a la segunda edición alemana de 1873 está hablando, sobre todo, a los alemanes. Como sabemos, Marx se encontraba por entonces exiliado en Londres, a donde había llegado huyendo de París en 1849. Es difícil exagerar el desprecio que le inspiraba el mundo de la intelectualidad alemana. En especial, con la filosofía alemana Marx había roto definitivamente desde que, en 1845 y en colaboración con Engels, escribiera La ideología alemana. Y es ahora, al volver a dirigirse al público alemán con motivo de la segunda edición del Libro I, cuando vuelve a nombrar a Hegel y al método dialéctico. De ello, como vamos a ver, no había ni rastro en el Prefacio de 1867.

En general, en este capítulo II dedicado al Prefacio vamos a comprobar que Marx pretende más bien inscribirse en un marco científicamente normal, haciendo referencia a la química o la física matemática. En el capítulo siguiente, centrado en el Epílogo de 1873, nos ocuparemos del tema de la dialéctica y de las relaciones entre Marx y Hegel.

Conviene también tener en cuenta que, contra lo que se solía decir en la tradición comunista, esta segunda edición alemana no fue «la última revisada por Marx en vida». Se publicó en fascículos desde junio de 1872 a mayo de 1873. Pero la edición francesa se publicó –también en fascículos– entre agosto de 1872 y noviembre de 1875. Marx no sólo revisó esta traducción, sino que introdujo en ella modificaciones y cambios respecto a algunos pasajes de la segunda edición alemana. Y curiosamente, en algunas ocasiones, son modificaciones que afectan muy directamente al asunto de la dialéctica. En general, en la edición francesa hay menos énfasis en los giros hegelianos y dialécticos. Precisamente por eso, la tradición, marxista solía considerar a la versión francesa como una pobre traducción de menor interés que el texto original alemán. Incluso se llegaba a decir que Marx había simplificado los pasajes filosóficamente más difíciles porque no creía que los franceses fueran capaces de comprenderlos. Es cierto que, en el Prólogo a la edición francesa, Marx se mostraba preocupado porque los franceses iban a encontrarse con un escollo al intentar leer la Sección 1.ª y les recomendaba paciencia y dedicación para llegar a las conclusiones, sobre todo teniendo en cuenta que la obra iba a ser publicada por entregas y se corría, por tanto, el peligro de que el primer fascículo desanimara a los lectores.

Pero lo cierto es que la edición francesa, como comprobaremos en su momento, contiene pasajes importantísimos que no figuraban en la segunda edición alemana. Y es de señalar que son pasajes que suavizan muy notablemente la retórica «dialéctica» con la que Marx tenía el gusto de expresarse. En muchos casos, por cierto, estos pasajes fueron incorporados por Engels a la tercera edición alemana del Libro I, aparecida ya tras la muerte de Marx. Lo malo es que, en alguna ocasión, Engels traduce al alemán el texto de la edición francesa y lo pone a continuación de la edición alemana, generando lo que podría ser quizá una repetición inútil o, lo que sería mucho peor, una incongruencia, en el caso de que Marx en la edición francesa, hubiera cambiado efectivamente el contenido de lo que decía en la edición alemana.

Como sabemos, todos estos problemas se van a recrudecer muchísimo en los Libros II y III de El capital, en los que la mano de Engels está mucho más presente. Es cierto que, actualmente, tenemos acceso al estado original en el que Marx dejó su obra, pero eso tampoco es precisamente una garantía de nada, pues, al fin y al cabo, se tratará siempre de una obra inacabada. Ahora bien, no conviene nunca perder de vista que la idea que Engels se hacía de cómo era posible «hacer a Marx compatible consigo mismo» no era siempre, ni mucho menos, la mejor. Por el contrario, respecto a no pocas cuestiones, Engels encaminó fatalmente a la tradición marxista hacia callejones sin salida, círculos viciosos y, sobre todo, hacia fórmulas estereotipadas y escolásticas que hicieron muchísimo daño para la comprensión de El capital. Ello tampoco debe eclipsar el merecido reconocimiento que se le debe como colaborador de Marx y como editor póstumo de su obra.

2.3 Marx y la normalidad científica

2.3.1 Abstracciones cosificadas e instrumental científico

El Prólogo a la primera edición de El capital comenzaba con una llamada de atención respecto a la famosa Sección 1.ª, en la cual se supone que Marx toma lo que a Schumpeter le parecía su decisión más desafortunada, la de adherirse a la teoría del valor.

Los comienzos son siempre difíciles, y esto rige para todas las ciencias. La comprensión del primer capítulo, y en especial de la parte dedicada al análisis de la mercancía, presentará, por tanto, la dificultad mayor. He dado el carácter más popular posible a lo que se refiere más concretamente al análisis de la sustancia y magnitud del valor. La forma del valor, cuya figura acabada es la forma dinero, es sumamente simple y desprovista de contenido. No obstante, hace más de dos mil años que la inteligencia humana procura en vano desentrañar su secreto, mientras que ha logrado hacerlo, cuando menos aproximadamente, en el caso de formas mucho más complejas y llenas de contenido. ¿Por qué? Porque es más fácil estudiar el organismo desarrollado que las células que lo componen. Cuando analizamos las formas económicas, por otra parte, no podemos servirnos del microscopio ni de reactivos químicos. La facultad de abstraer debe hacer las veces del uno y de los otros.

Para la sociedad burguesa la forma de mercancía, adoptada por el producto del trabajo, o la forma del valor de la mercancía, es la forma celular económica. Al profano le parece que analizarla no es más que perderse en meras minucias y sutilezas. Se trata, en efecto, de minucias y sutilezas, pero de la misma manera que es a ellas a las que se consagra la anatomía micrológica[6].

Así pues, ahora ya no es Engels, sino el mismísimo Marx, quien comienza situando su investigación en un marco de normalidad científica. Lo «revolucionario» y «novedoso» no se señala en absoluto respecto al método seguido, sino en una intervención científicamente normal en un terreno (o un «continente») inexplorado. Se ve que cuando Marx tiene, sencillamente, que presentar su investigación, recurre sin más al mismo tipo de comparación que hemos venido ensayando en estas páginas. El «misterio» de lo que él ha hecho respecto a una formación histórica dada, la «sociedad moderna», hay que buscarlo en lo que la física de Galileo, la química de Lavoisier o la «anatomía micrológica» han hecho en el terreno natural.

Además, se ve que la adhesión a la teoría del valor viene marcada, más que nada, por una necesidad de método, asociada a un primer paso metódico imprescindible: la necesidad de aislar, mediante un trabajo analítico, los distintos elementos que están en juego en la realidad que se va a estudiar. Eso implica una ardua labor de clarificación de los conceptos. Si se va a hablar de una sociedad en la que «los productos del trabajo adoptan la forma de mercancía», o, lo que es lo mismo, de una sociedad que parece «satisfacer las necesidades humanas por medio del libre intercambio entre propietarios», es imprescindible que, antes de nada, se clarifiquen los conceptos más simples: «mercancía», «trabajo», «producto del trabajo», «intercambio libre», «competencia» o «propiedad». Al profano este análisis le parece simplemente una pérdida de tiempo, meras «minucias y sutilezas», ganas de complicar las cosas (¿para qué escribir toda una sección dificilísima, analizando conceptos que hasta el más tonto entiende?). Sin embargo, Marx considera imprescindible analizar lo que dan de sí estos conceptos, fundamentalmente para impedir por todos los medios que bajo las mismas palabras se deslicen cosas distintas. Hemos insistido repetidamente en el carácter genuinamente «socrático» de esta decisión: hay que analizar en profundidad los conceptos que se van a manejar, no vaya a ocurrir que por falta de análisis, es decir, por una falta de claridad en las palabras que utilizamos, cambiemos de tema sin darnos ni cuenta (lo cual es tan frecuente en los discursos no científicos, que al utilizar las mismas palabras para referirse a realidades muy distintas, se pasa muchas veces de una cosa a otra sin notar siquiera que se está cambiando de tema).

Ahora bien, hay que tener en cuenta que aquí nos encontramos con una dificultad a la que no se enfrenta la química: una sociedad no puede ser manipulada en un laboratorio mediante reactivos químicos, ni puede ser observada con ningún microscopio. Marx no puede, por ejemplo, introducir una especie de reactivo químico que separe aquello que en la sociedad moderna es puramente mercado, de todas aquellas otras cosas que aparecen mezcladas con él. Esto no implica que haya que hacer con ella nada distinto a lo que la química comienza haciendo con cualquier sustancia que se proponga estudiar (analizarla); simplemente indica que aquí nos encontramos con una dificultad especial. Aquí no contamos con instrumentos científicos, ni con reactivos químicos; la facultad de abstraer tiene que hacer las veces de los unos y los otros.

Pero, en realidad, eso de que la facultad de abstraer pueda suplir con éxito la carencia de instrumental científico no tendrá nada de extraño. En 1965, cuando Althusser y su seminario comienzan a «leer El capital», hacía ya tiempo que Bachelard había acostumbrado a la epistemología a comprender que un instrumento científico no es otra cosa que un «teorema cosificado», pura «teoría materializada». Un concepto no es, tal como ya se nos muestra en los diálogos socráticos de Platón, sino una especie de sistema de compuertas que obligan al diálogo a «dejar la palabra a la cosa», a centrarse en ella, impidiendo que las distintas opiniones de los interlocutores hagan lo que la opinión siempre hace inevitablemente, «irse por las ramas», operar un constante cambio de tema inconfesado e inapreciable y, sobre todo, incontrolado e incontrolable. Allí donde el objeto que se pretende estudiar se muestra inerte y dócil, como, por ejemplo, el carbonato cálcico o el cloruro de sodio, es posible que los conceptos se materialicen en ciertos instrumentales que, más que nada, o al menos en primer término, sirven para impedir que el investigador se vaya por las ramas hablando de sí mismo, cuando de lo que se trata es de volcar objetivamente la atención en la cosa y sólo en la cosa en cuestión. Se aplican determinados reactivos y es la sal la que se descompone en cloro y sodio, mostrando ella misma los elementos simples de los que se compone. Ahora bien, para que los reactivos y los microscopios puedan ser aplicados a cualquier realidad natural, la comunidad científica ha tenido que trabajar mucho previamente y lo ha hecho en el terreno puramente teórico.

Un ejemplo de Bachelard puede ilustrar este punto muy significativamente: se trata de hacer un experimento sobre la combustión del carbono, es decir, en cierto sentido, se trata de un fenómeno de lo más común. Si vemos un tronco consumirse en una chimenea, las miradas se quedarán por unos momentos fijas en el chisporrotear de las llamas: unos a lo mejor empezarán a acordarse de la Navidad y de que siempre volvían a casa de su madre por Navidad; otros empezarán a hablar de si arde mejor el roble o la encina y de si su abuelo, que era leñador, trabajó de resinero por largas temporadas; seguro que hay alguno que se acuerda de Heráclito frente a la chimenea, invitando a pasar a sus huéspedes e indicando que «aquí también hay dioses»; y puede que se empiece entonces a hablar de Dios o de la gramática griega. La combustión del carbono también es un tema del que podría ocuparse el Ministerio de Economía, reuniendo a grandes industriales que discutan sobre el precio del carbón y la productividad de las centrales nucleares. Ahora bien, en el laboratorio, se trata por entero de otra cosa; se trata de cortocircuitar todos estos «cambios de tema» incontrolados y de obligarse a hablar de la combustión del carbono en exclusiva. No hay otra manera de conseguirlo que estableciendo una especie de ley del silencio, al mismo tiempo que se encuentran los medios de brindar ese silencio a la cosa, para que ésta se muestre por sí misma en él, cosa que ella, precisamente, no lograba hacer en el galimatías de voces anterior: «Se trata de obtener un pequeño filamento de carbono puro, tan puro como se pueda» y luego de estudiar su combustión «en una atmósfera de oxígeno puro».

Pero, ¿a qué presión? A la presión de un milésimo de milímetro. Ahora bien, si ustedes reflexionan sobre ello, cuando un químico o un físico les habla de una presión de un milésimo de milímetro, ¡cuánto ha trabajado ya! ¡No es con la ley de Mariotte y Gay Lussac que se puede comprender la fineza, la precisión, la suma de técnicas que debe lograr una presión de un milésimo de milímetro! Entonces, para estudiar ese mecanismo de la combustión del carbono, ven ustedes lo que es preciso: estamos ante sabios que exigen un diploma de pureza para el carbono, un diploma de pureza para el oxígeno y un control de presión extremadamente fino. [...] Aquí estamos ante una ampollita. ¿Y qué hay ante esta ampollita? Toda una sociedad de físicos. Pertenecen por lo menos a tres clases: hay químicos, físicos y cristalógrafos [...] van a cooperar tres culturas imbuidas de racionalismo[7].

Si se piensa bien, se verá que es la comunidad científica en su conjunto la que constituye el instrumento material necesario para encerrar la combustión del carbono en esa ampollita: su instrumental de laboratorio no es más que una especie de sistema sensorial artificial, amasado con pura teoría, para librarse de los sentidos en su trato con las cosas. Y a eso, y no a lo que entendemos habitualmente por tal, es a lo que las «ciencias positivas» llaman «experiencia». La ciencia trabaja la experiencia construyendo sistemas minuciosamente cerrados. La sistematicidad científica que permite a todos estos sabios entenderse y cooperar no tiene otro objeto que el de tener la seguridad de que aquello de lo que se trata es de la combustión del carbono y no de ninguna otra cosa[8]. Se espera, sin duda, que los resultados teóricos sirvan para aclarar muchas otras realidades, pero sólo en la medida en que en ellas sea igualmente posible aislar lo que tienen o dejan de tener de combustión. Canguilhem, comentando a Bachelard, escribió: «La ciencia piensa con sus aparatos, no con los órganos de los sentidos»[9]. Y, en efecto, así como lo que se espera de cualquier proposición científica es que no trate más que de lo que dice tratar, un aparato de investigación se define por las perturbaciones que impide, por la técnica de su aislamiento, por la seguridad que ofrece de que pueden despreciarse influencias bien conocidas, en una palabra, por el hecho de que encierra un sistema cerrado. Un instrumento «es un conjunto de pantallas, de estuches, de inmovilizadores, que conservan el fenómeno encerrado»[10]. Por el contrario, Bachelard muestra muy gráficamente cómo, por ejemplo, en la alquimia de la electricidad, supuestamente basada en un constante experimentar, los experimentos en cuestión se basaban en un constante «cambio de tema»: se decía que se iba a hablar de las propiedades eléctricas de la plata y el zinc, pero no había ningún concepto que rigiera esa observación; se gustaba y se olía, rastreando débiles descargas en las papilas gustativas u olfativas; de esta manera, se planteaba el problema «más entre la nariz y la boca que entre la plata y el zinc».

Una observación que no ha sido categorizada previamente por la facultad de abstracción navega inevitablemente en todos los vicios que Platón nos enseñó a diagnosticar en la opinión. De ahí que Bachelard comience La formación del espíritu científico con la siguiente declaración de principios: «La ciencia se opone en absoluto a la opinión. Si en alguna cuestión particular debe legitimar la opinión, lo hace por razones distintas de las que fundamentan la opinión; de manera que la opinión, de derecho, jamás tiene razón. La opinión piensa mal; no piensa; traduce necesidades en conocimientos. Al designar a los objetos por su utilidad, se prohíbe conocerlos. Nada puede fundarse en la opinión: ante todo es necesario destruirla»[11].

Así pues, eso de que la «facultad de abstraer» haga las veces de los reactivos y microscopios no tiene nada de sorprendente, pues, al fin y al cabo, unos y otros no son más que «abstracciones cosificadas». Es, sin duda, una limitación que respecto al «continente historia» no podamos cosificar nuestros conceptos, pues, ciertamente, esto suele ser algo muy útil para tenerlos definidos con claridad y para impedir que confundamos unas cosas con otras. Pero esto lo único que significa es que, en el continente historia, es mucho más difícil asegurarse de que no se nos mezclan distintos temas escondidos en la misma palabra (sin que podamos, una vez introducida la confusión, distinguir cuándo hablamos de un tema y cuándo hablamos de otro). La naturaleza no se queja al ser introducida en un laboratorio. Una sociedad, en cambio, no se deja someter a experimentos; es imposible aislarla, no se puede «encerrar en ampollitas» y no podemos cosificar las abstracciones que nos permiten diferenciar unas cosas de otras. Es decir, los únicos instrumentos que podemos generar en este terreno para impedir que, por culpa de haber utilizado la misma palabra, tomemos una cosa por otra, se construyen exclusivamente con palabras. Es por eso, y no por ningún otro motivo, por lo que una ciencia referida a algo histórico tiene necesariamente que comenzar por una inflación de la abstracción, mucho mayor aún de la que ya se encontró en los orígenes de la ciencia moderna. La economía protesta, entonces: todo esto no son sino «minucias y sutilezas», se le había dicho a Marx. Un siglo después, Schumpeter hace el mismo reproche: Marx parte de un presupuesto metafísico que puede interesar a la «filosofía o a la ética», pero que no es operativo en el terreno de las ciencias positivas. Ahora bien, en el texto que ahora nos ocupa hemos visto que Marx se explica muy claramente sobre la significación científica de ese punto de partida.

2.3.2 Modelos y experiencia. La alternancia entre deducción y observación

Así pues, Marx comienza haciendo «metafísica», apartándose así desde el primer momento del camino normal de la ciencia, o, al contrario, Marx hace «metafísica» porque es la única manera de ser un científico normal en un terreno como es el de la historia.

Hay un episodio en la historia de las ciencias humanas del siglo XX que puede ayudarnos a hacer un diagnóstico de todo lo que está implicado en este texto de Marx. Pues, en efecto, la historia se repite. Resulta harto significativo comprobar que, en este siglo, las ciencias humanas se embrollaron en una discusión muy parecida a raíz de la intervención denominada «estructuralista» en antropología. Y es muy curioso ver cómo Lévi-Strauss se defiende en ese caso con un argumento idéntico al de Marx. Merece la pena que nos detengamos un poco en este punto, pues es muy instructivo[12]. El «estructuralismo» no levantó un gran escándalo mientras permaneció confinado en los límites de la lingüística, pues, para empezar, allí tuvo muy pronto una fecundidad demasiado incontestable. Por otra parte, como Lévi-Strauss no se cansó de repetir, los que desde otros dominios de las ciencias humanas intentaron seguir el mismo camino, en absoluto lo hacían con la conciencia de estarse adhiriendo a algo así como una escuela filosófica de implicaciones metafísicas o morales. Sencillamente, habían descubierto que, ahí donde se podía hablar de lenguaje en algún sentido (y eso no ocurre sólo en el lenguaje propiamente dicho, sino también ahí donde hay comunicación humana en general, ya sea intercambio de «títulos de parentesco» a través de relaciones matrimoniales, «de bienes y servicios» o de «mensajes») podía aplicarse el mismo método que había permitido a la lingüística aproximarse tan ventajosamente a un estatus de objetividad.

Seguramente Lévi-Strauss era demasiado optimista, porque los resultados nunca fueron demasiado sólidos. Pero, aun así, resulta interesante el tipo de reacción que se suscitó. Aunque pueda parecer lo contrario, el verdadero escándalo no provenía tanto de las connotaciones que parecían ir asociadas a la noción de «estructura» (que, al fin y al cabo, en principio, no tenía nada de misteriosa o novedosa); el problema estaba, pese a que nadie quisiera reconocerlo, en la objetividad que se pretendía alcanzar mediante su utilización. Lo que se temía en el conocimiento estructuralista no era tanto lo concerniente al «estructuralismo» como al «conocimiento».

La ciencia –aclaraba Lévi-Strauss– tiene apenas dos maneras de proceder: o es reduccionista o es estructuralista. Actualmente, el estructuralismo, o lo que se pretende designar por ese nombre, ha sido considerado algo completamente novedoso y revolucionario, aunque yo pienso que esto es doblemente falso. En primer lugar, el estructuralismo no tiene nada de nuevo en el campo de las humanidades: se puede seguir perfectamente esta línea de pensamiento desde el Renacimiento hasta el siglo XIX e inclusive hasta nuestros días. Pero esta opinión también es errónea por otro motivo: lo que denominamos estructuralismo en el campo de la lingüística o de la antropología, o en el de otras disciplinas, no es más que una pálida imitación de lo que las ciencias naturales han venido realizando desde siempre[13].

Ahora bien, a partir de los años sesenta, en el terreno de las ciencias humanas se desencadenó, pese a todo, un verdadero ataque de histeria. Y ya hemos visto que esto no tiene por qué extrañarnos: la frontera entre ignorancia y saber nunca ha sido políticamente indiferente, pero, en el terreno histórico o social, transido de relaciones de poder, la cosa es especialmente delicada. La Apología y la Carta VII de Platón son los testigos eternos de esta dificultad que la humanidad jamás ha podido solventar. No hay poder injusto sobre la tierra que soporte con indiferencia el ser conocido. Así pues, en una polémica que tuvo mucho más de «religiosa» o de «política» que de seriedad epistemológica, se creyó necesario combatir al estructuralismo en nombre del «hombre», de la «historia» y de la «experiencia». Nos hemos ocupado ya del asunto en el artículo citado más arriba. Lo ridículo del asunto es que esta polémica no transcurrió verdaderamente entre antropólogos e historiadores, los cuales, más bien, se entendieron a las mil maravillas. Fundamentalmente fueron, por una parte, un conjunto informe de ideologías humanistas las que se rasgaron las vestiduras frente a los antropólogos; del mismo modo, en un juego a cuatro bandas, las «filosofías de la historia» (algunas de corte «marxista») se lanzaban al cuello de los historiadores que veían con simpatía el «estructuralismo», acusándoles, nada menos que a ellos, de pretender «ignorar lo histórico». Todo esto, en realidad, pese al mucho ruido que se montó, tenía muy poco interés. Pero el tercer motivo de escándalo sí nos interesa especialmente con vistas a la interpretación del texto de Marx: al estructuralismo se le acusó –como ya hemos visto– de dar la espalda a la experiencia y la observación, se le acusó de «confeccionar modelos matemáticos» y de apriorismo.

El reproche, en este caso, también era idéntico al que los medios escolásticos del siglo XVI vertieron sobre Galileo, e igual al que se vertió desde el primer momento sobre el comienzo de Das Kapital. Lévi-Strauss, de hecho, calca su respuesta de la de Marx.

Pues, en efecto, si fuera verdad que el estructuralismo daba la espalda a la experiencia y a la observación, la cosa sería, ciertamente, muy grave, pero no sólo grave, sino patética: pues, tal como acabamos de ver declarar a Lévi-Strauss, el estructuralismo se concebía a sí mismo como el único camino que las ciencias humanas podían practicar si querían emular el procedimiento propio de las ciencias experimentales[14]. Lévi-Strauss explica que si la antropología se ve obligada a construir modelos matemáticos con los que operar es porque no puede operar experimentalmente sobre sus objetos de estudio: un etnólogo tampoco puede someter a una comunidad indígena a «reactivos químicos» para comprobar cómo reacciona.

Hay, sin embargo, una salvedad. La situación de la etnología no sólo es muy distinta a aquella en la que se encuentran las ciencias naturales, sino que, sin menoscabo de haber resaltado su semejanza, también es diferente a la que Marx expone respecto a la sociedad moderna. El etnólogo, se puede decir, tiene, incluso, una ventaja sobre las ciencias naturales: encuentra sus experimentos «ya hechos» y, en principio, no tiene más que pasar a «observarlos». En etnología, nos dice Lévi-Strauss, «la experimentación precede a la observación»[15]; el etnólogo encuentra ya preparada a lo largo y ancho de la geografía, así como en muchos documentos históricos sobre comunidades hoy desaparecidas, una multitud ingente de sociedades que, al parecer, han dejado muy pocas cosas sin experimentar. La vasta diversidad de las comunidades indígenas es, por sí misma, un laboratorio en el que la historia ha trabajado intensamente, adelantándose a la labor de los científicos. Ahora bien, también existe una desventaja: la etnología no puede manipular esos experimentos que encuentra tan diligentemente realizados.

Encontramos nuestras experiencias ya preparadas, pero no podemos controlarlas. Resulta, pues, normal que nos esforcemos en reemplazarlas por modelos, es decir, por sistemas de símbolos que respetan las propiedades y características de la experiencia, pero que, a diferencia de ésta, estamos en condiciones de manipular. La audacia de semejante procedimiento es compensada, sin embargo, por la humildad –casi podría decirse el servilismo– con que el antropólogo practica la observación[16].

Así pues, en lo que Lévi-Strauss y Marx están completamente de acuerdo es en que el tipo de recurso a algo así como la «construcción de modelos» depende del tipo de relación con la experiencia y la observación que una ciencia se pueda permitir en virtud del tipo de objeto que estudia. Es decir, cada ciencia tiene que conformarse con un determinado ritmo de alternancia entre la deducción y la observación, dependiendo de los distintos modos en que su objeto se deje o no se deje manipular en el laboratorio. En el terreno histórico, en el que la historia misma hace las veces de una especie de laboratorio ciego e ingobernable, nos encontramos en una situación muy distinta, dependiendo del tipo de objeto que nos hayamos propuesto estudiar. Respecto a, por ejemplo, los sistemas de parentesco, Lévi-Strauss señala que las sociedades humanas no se han dejado casi nada por experimentar, hasta el punto de que si se procede a priori, elaborando matemáticamente las distintas posibilidades, será casi seguro que luego se encontrará alguna comunidad observable (ya sea mediante un trabajo de campo directo o mediante la investigación en archivos) que se acomode a cada uno de los casos. Marx, al mismo tiempo que estudia el modo de producción capitalista, también encuentra otros modos de producción que la historia ha puesto en juego, a veces imbricados sincrónicamente con la propia sociedad moderna, a veces desaparecidos por completo, pero en todo caso investigables históricamente. Sin duda que, aquí, el laboratorio de la historia es mucho menos instructivo y las conclusiones del investigador mucho más vacilantes que en el caso, por ejemplo, de las relaciones de parentesco. Pero esto no es lo importante para lo que estamos discutiendo. Lo importante es reparar en que el ritmo específico de alternancia entre la deducción y la observación del que se pueden valer Lévi-Strauss o Marx no es más que su forma de hacer lo mismo que hacen las ciencias experimentales, y que, si lo hacen de distinto modo, es tan sólo en virtud de las peculiaridades con las que su objeto se presta o se sustrae a la experimentación.

Si se recurre más o menos a la «facultad de abstraer», suplantando también más o menos a la experiencia, no es porque se ceda a propensiones metafísicas, sino, ante todo, porque hay objetos que no se dejan observar o experimentar de otra manera. En todos estos casos, y como no podía ser menos, la ciencia no se aparta de la experiencia más que en favor de la experiencia. Y hemos comprobado ya que, incluso en el terreno de las ciencias naturales, en el terreno de la física, fue preciso, para Galileo, tener muy en cuenta que la experiencia no es algo que venga de suyo o que se regale fácilmente, de tal modo que no hubiera más que ponerse a ello. La observación, cuando no está precedida por un trabajo teórico riguroso, no tiene ni idea de lo que observa.

El nombre de Althusser viene siempre asociado al teoricismo. Desde dentro y fuera de la tradición marxista se acusó a su lectura de El capital de teoricista y, partiendo de ahí, de antihistoricista y antihumanista, y también de muchas otras cosas más. En el mismo sentido se acusó, a todo lo que sonara a «estructuralismo», de apriorismo. Y en todos estos casos, como señaló Martínez Marzoa, la acusación de «no atenerse a los hechos» recuerda «de un modo harto significativo las objeciones que contra Galileo hicieron los medios escolásticos de su tiempo»[17]. Así pues, toda la discusión estaba patas arriba, pues la desconfianza hacia lo «teórico» en favor de lo experimental iba siempre acompañada de un desconocimiento de la naturaleza fundamentalmente teórica de aquello que en las ciencias naturales se considera alegremente «experimental». Ya hemos señalado que los estructuralistas se entendían, en cambio, muy bien con la epistemología heredera de Bachelard, quien había insistido muy eficazmente en el carácter teórico del instrumental de laboratorio. Pero, al desconocer este carácter teórico de lo experimental, y advirtiendo que en el campo de las ciencias humanas no se podía operar directamente sobre los objetos con un análogo de los reactivos químicos, parecía que, por un lado, las ciencias físicas nadaban continuamente en la experiencia, mientras que a las ciencias humanas no les quedaba más que la teoría para consolarse de su impotencia experimental. Y para completar la jugada se insistía después en los peligros de proceder a priori respecto de una realidad tan sensible, delicada y escurridiza como la historia, la sociedad o el hombre.


El humanismo venía entonces a compensar con ideologías y agudas reflexiones filosóficas esta dificultad. ¿Cuál es la causa del hambre, de la mala distribución de la riqueza, del derroche consumista y de las crisis de sobreproducción? El hombre. El hombre y sus ambiciones, sus egoísmos, sus insolidaridades. ¿Cuál es la causa del paro, de las guerras, de la producción de armamento, de las patentes prohibitivas de los medicamentos? El hombre siempre es una buena respuesta para todo. ¿Acaso no es cierto que «la historia la hacen los hombres»? ¿Quién, si no, va a ser la causa de los acontecimientos históricos? De manera semejante podría aprenderse física utilizando el sentido común. ¿Por qué caen las piedras? Por naturaleza. ¿Cuál es la causa de la combustión del carbono? La naturaleza. Lo mismo daría aquí apelar más bien a la voluntad de Dios. «Hombre», «Dios», «naturaleza», cuando no son más que maneras de nombrar nuestra ignorancia, son siempre bastante intercambiables.


Lo que no se acertaba a ver era que los famosos «modelos teóricos» del estructuralismo no eran sino el instrumento experimental adecuado a las características fácticas de su objeto. La peculiar relación con lo teórico que la antropología y la historia se ven obligadas a mantener a favor de la específica experiencia de su objeto particular fueron, así, confundidas con lo teórico mismo y, en adelante, la llamada corriente estructuralista no se libró jamás del reproche de «teoricismo», precisamente respecto a su intento de sentar las bases para una apertura a la experiencia de sus objetos. Así pues, la historia se repetía y frente a Lévi-Strauss o la escuela lingüística de Copenhague se esgrimían los mismos argumentos que antaño se enfrentaron a Galileo y, también, a Marx.


Un ejemplo clásico de esta polémica es el texto sobre las críticas de Gurvitch que Lévi-Strauss introdujo como apéndice a su artículo «La noción de estructura»[18]. Lévi-Strauss había definido su método simplemente como «galileano» en el sentido de que «busca determinar la ley de las variaciones concomitantes en lugar de concentrarse, a la manera aristotélica, en las simples correlaciones inductivas»[19]. El desarrollo de la matemática moderna, por otro lado, habría mostrado que el universo matemático no se reduce al reino de la cantidad y que problemas que no comportan solución métrica alguna pueden igualmente ser sometidos a tratamiento riguroso[20]. Ahora bien, la posibilidad de operar deductivamente a partir de modelos construidos al modo matemático despierta todas las sospechas del eminente sociólogo Gurvitch cuando de lo que se trata es de una sociedad concreta, ya que ésta es «incomparablemente más rica que su estructura, por compleja que ésta sea»[21]. Lévi-Strauss responde con una ironía que raya en el sarcasmo:

«¿Con qué derecho, con qué títulos se instituye Gurvitch en nuestro censor? ¿Y qué sabe de las sociedades concretas Gurvitch, cuya filosofía se reduce a un culto idólatra de lo concreto (glorificando su riqueza, su complejidad, su fluidez, su carácter siempre inefable y su espontaneidad creadora), pero que permanece empapada de un sentimiento tal de reverencia sagrada que su autor no se ha atrevido nunca a emprender la descripción o el análisis de una sociedad concreta cualquiera? Los etnólogos, que han pasado años de sus vidas mezclados con la existencia concreta de sociedades particulares, pueden esperar serenamente que Gurvitch descubra en ellos una indiferencia ante lo concreto comparable a aquella de que él mismo ha dado prueba al reducir la diversidad y especificidad de miles de sociedades a cuatro (sic) tipos, donde todas las tribus sudamericanas están confundidas con el conjunto de las sociedades australianas, la Melanesia con la Polinesia, y donde América del Norte, por un lado, y África, por otro, constituyen bloques homogéneos[22]».


Lévi-Strauss no se ha cansado nunca de repetir que la construcción de modelos viene siempre acompañada de una «atención casi maníaca» a los matices y detalles más concretos. La forma en la que la etnología dispone la alternancia de la deducción y la observación –imprescindible en toda ciencia positiva– no introduce ninguna contradicción en el modo de hacer «estructuralista», sino que depende, como hemos visto, de su empeño en respetar la especificidad de lo que debe ser observado[23]. La única forma de saber que las nociones del discurso con el que pretendemos «calcar» lo empírico no están situándonos ante una realidad alucinada que nuestra paciencia explorará inútilmente es obligar a nuestros conceptos a «deducirse» hasta el final. Todos los refinados instrumentales científicos no son una impertinente interferencia en el diálogo directo con las cosas, sino momentos del diálogo teórico que la ciencia mantiene consigo misma para ganarse el derecho de dialogar con ellas. Son su única garantía de estar verdaderamente describiendo, y no sencillamente imaginando, la realidad. Tal como decía Hegel en el Prólogo a la Fenomenología, para la historia del saber ha sido la experiencia, y no la especulación, la que más trabajosamente ha tardado en llegar[24].

Habiendo localizado la exasperación del teoricismo precisamente en el intento trabajoso de construir una posibilidad de acceso a la experiencia, ¿qué otra cosa podía hacer el antiteoricismo que –en una especie de emulación de la certeza sensible hegeliana– limitarse a señalar continuamente lo real y lo concreto, sin advertir que no hay nada que pueda ser más abstracto, a fuerza de esterilidad conceptual, que los resultados de esta reivindicación? Tal como decía Engels de Feuerbach, no se dice nada concreto ni se arguye nada «positivo» o «sensible» por permanecer todo el rato reclamando lo concreto, lo positivo y lo sensible. Ni el concepto de lo positivo tiene nada de positivo, ni el concepto de sensible nada de sensible. De ahí que, en efecto, como Engels señaló muy justamente, finalmente ocurra que en el sistema hegeliano encontramos mucha más concreción y positividad que en las reivindicaciones feuerbachianas de lo concreto y lo positivo contra la especulación hegeliana[25].


El caso de Gurvitch es un buen ejemplo de lo peligroso y estéril que puede resultar este «culto idólatra de lo concreto». Él pretende repartir los papeles entre la sociología y la etnografía, encomendando a ésta la mera descripción de lo concreto y reservando las consideraciones estructurales para la primera. De este modo, pretende estar salvando la pureza de lo empírico de la contaminación teórica, pero en realidad –objeta Lévi-Strauss– está haciendo todo lo contrario: está partiendo de una definición a priori, en este caso completamente injustificada, de lo que es estructurable y de lo que no lo es. La investigación etnográfica ha mostrado que, contra todas las apariencias, «muy a menudo son los aspectos más fluidos, más fugitivos de la cultura aquellos que dan acceso a una estructura», y de ahí deriva, precisamente, la atención maníaca que presta a los detalles más insignificantes.


Aquí, una vez más[26], cuando la certeza sensible pretende ser la más rica, es, en realidad, la más pobre; cuando pretende ser la más concreta, es la más abstracta; pretende no estar contaminada de teoría y es el terreno en el que los prejuicios más abstractos operan a priori más a sus anchas, en forma desordenada, caótica o incontrolable.

2.3.3 Algunas soluciones aparentes

Una de las cosas que podemos sacar en limpio de las consideraciones precedentes es que si es cierto que Marx comienza por construir una especie de «modelo teórico», lo hace precisamente para facilitarse una vía de acceso a la experimentación. Es la índole del objeto que pretende estudiar, el cual no se deja manipular por instrumentos científicos, lo que explica que el comienzo venga marcado por una inflación de la abstracción.

Ahora bien, si esto es así, lo que se opone al modelo teórico no es «la riqueza inabarcable de la realidad». Sería una desafortunada manera de ver las cosas considerar que el modelo en cuestión es una «simplificación» instrumental. Por supuesto que un modelo siempre funciona simplificando las cosas, pero pretender que es una simplificación es como pretender definir lo que es un automóvil diciendo que es una cosa que si la tiras desde un quinto piso se estrella contra el suelo. Pues un modelo no simplifica «para simplificar». Un modelo no simplifica la realidad para eludir su riqueza inabarcable, sino precisamente para acceder a ella.

Ya hace tiempo que planteamos esta cuestión: la bola de billar no se detiene porque ruede de una forma «imprecisa», «rica» o «concreta», escurridizamente «real». Se detiene porque, además de estar rodando, está haciendo muchas otras cosas que tendrán que ser estudiadas, si se quiere, con otros modelos cuidadosamente construidos.

Así pues, conviene ser precavidos. Una cosa es que en El capital se construyan modelos teóricos y otra cosa distinta es que «toda la obra» pueda ser considerada como un «gran modelo teórico» (como una vez, por cierto, dijo Lévi-Strauss). Sería un verdadero disparate pretender que Marx comienza construyendo un modelo teórico ideal y abstracto, con la teoría del valor, para acabar luego concluyendo en el Libro III con la misma teoría, a la que ahora se habrían sumado todas las impurezas de la realidad. Ya hemos indicado más arriba que eso equivaldría a decir que Galileo comienza estudiando el rodar en su pureza ideal para acabar diciendo que el chocar es un rodar impreciso. Lo que con sentido epistemológico se opone a un modelo no es la holgura empírica de la realidad, sino otros modelos capaces de aislar otros aspectos de esa misma realidad.

Otra advertencia que puede resultar útil plantear es la siguiente: Marx ha dicho que el método científico va de lo abstracto a lo concreto (cfr. lo dicho en 1.3, «Observación y Teoría»); eso no quiere decir en absoluto que el camino del Libro I al Libro III (y, por tanto, de la teoría del valor a la teoría de los precios de producción) sea un camino de lo abstracto a lo concreto. Podría ser así, desde luego. Pero de ninguna manera por los argumentos que se han esgrimido hasta aquí (por otro lado, más tarde explicaremos por qué, de todos modos, no es así). Hemos dicho que El capital comienza con lo abstracto porque siempre se comienza por lo abstracto, ya que no hay manera de comenzar por lo concreto, porque lo que parece concreto es, muchas veces, lo más desquiciantemente abstracto de todo, a fuerza de imprecisión y confusión. Hemos dicho también que, además, en El capital, donde faltan «reactivos químicos y microscopios», el océano de la abstracción, que es siempre el inevitable punto de partida del conocimiento, no puede ser domeñado, clarificado, determinado, ordenado, más que por medio, a su vez, de abstracciones cuidadosamente controladas científicamente. Pero, por lo que hasta el momento hemos planteado (sin que por ahora podamos plantear una u otra cosa con más profundidad), lo dicho afecta al negocio teórico que se ventila en la Sección 1.ª, en la cual, en efecto, nos encontramos con una clarificación «en condiciones ideales» de los conceptos de valor, de mercancía, de intercambio, de precio, de propiedad, etc. Para ello se ha construido, probablemente, un modelo teórico (en concreto, eso que Marx, a veces, llama «circulación simple de mercancías»). Pero lo que en absoluto está dicho sobre las secciones subsiguientes de El capital es que todo vaya a consistir en ir complicando ese modelo abstracto, hasta presentarlo, finalmente, «vivo y concreto» en los confines del Libro III. En absoluto, porque por el camino puede que sea necesario cambiar de modelo (de modo que los famosos casos de non sequitur que denunciaba Schumpeter no serían tanto fallos de deducción como deducciones operadas desde otro sitio).

Así pues, diremos que, contra lo que algunas veces se pretendió en la tradición marxista, en el paso de la teoría del valor a la teoría de los precios de producción, o en el paso de la teoría del plusvalor a la teoría de la ganancia capitalista, de ninguna manera hay un camino que vaya de lo abstracto a lo concreto. El Libro III es tan abstracto (y tan concreto) como el Libro I.

2.3.4 El texto de Marx

En el parágrafo anterior hemos querido hacer unas advertencias un poco aguafiestas (aun a riesgo de que, insistiendo en que –como suele ocurrir– las cosas siempre son más complicadas de lo que parecen, terminemos por agotar la paciencia de algunos y desilusionar el ánimo de otros posibles lectores) no sólo para salir al paso de ciertas cosas que a menudo se dicen y se han dicho en la tradición marxista. Lo que pretendemos hacer ver es que estas posibles confusiones derivan todas de un error común: el de pensar que un modelo científico es una simplificación, una especie de «media ideal o aproximada» de una realidad «siempre mucho más complicada». Por supuesto que la realidad es siempre «mucho más complicada». Pero decir que la ley de la inercia es una «media ideal» o una «aproximación estadística» de los casos reales (que son siempre mucho más «ricos y concretos») es, sencillamente, una tontería.

Es posible que la sensación de dificultad que dejan en la mente las anteriores aclaraciones pueda ser mitigada con un texto del propio Marx que trata exactamente de este problema y que encontramos en el Prefacio que habíamos comenzado a comentar:

El físico observa los procesos naturales allí donde se presentan en la forma más nítida y menos oscurecidos por influjos perturbadores, o bien, cuando es posible, efectúa experimentos en condiciones que aseguren el transcurso incontaminado del proceso. Lo que he de investigar en esta obra es el modo de producción capitalista y las relaciones de producción e intercambio a él correspondientes. La sede clásica de ese modo de producción es, hasta hoy, Inglaterra. Es éste el motivo por el cual, al desarrollar mi teoría, me sirvo de ese país como principal fuente de ejemplos. Pero si el lector alemán se encogiera farisaicamente de hombros ante la situación de los trabajadores industriales o agrícolas ingleses, o si se consolara con la idea optimista de que en Alemania las cosas distan aún de haberse deteriorado tanto, me vería obligado a advertirle: De te fabula narratur! [¡A ti se refiere la historia!] En sí y para sí, no se trata aquí del mayor o menor grado alcanzado, en su desarrollo, por los antagonismos sociales que resultan de las leyes naturales de la producción capitalista. Se trata de estas leyes mismas, de esas tendencias que operan y se imponen con férrea necesidad. El país industrialmente más desarrollado no hace sino mostrar al menos desarrollado la imagen de su propio futuro[27].

Este texto es de una precisión enorme y hay que leerlo con sumo cuidado. El paralelismo con el proceder «galileano» va aquí de la propia mano de Marx. Si toma a Inglaterra como referencia para todos sus ejemplos e ilustraciones, es, como ya comentamos, por una limitación con la que se encuentra, en el terreno histórico, el método propio de las ciencias naturales: allí donde no se puede experimentar en condiciones ideales construidas en laboratorio (encerrando, por ejemplo, la combustión del carbono en una ampollita vigilada por toda una ciudad científica), uno tiene que conformarse con estudiar la cosa donde se presente de la «forma más nítida y menos oscurecida por influjos perturbadores». Respecto al modo de producción capitalista, esto ocurre, en tiempos de Marx, en Inglaterra. Ahora bien: de ninguna manera ocurre que Inglaterra –la Inglaterra del siglo XIX– se convierta por eso en aquello que Marx se propone estudiar. Al estudiar Inglaterra está estudiando Alemania y cualquier realidad en la que se imponga, en mayor o menor grado, el modo de producción capitalista. Y tampoco se trata de investigar el mayor o menor grado en el que las leyes del modo de producción capitalista han pregnado en cada realidad histórica dada, sino de investigar «esas leyes mismas».

Ni la esfera de Galileo ni la Inglaterra de Marx eran algo así como una «media ideal y simplificada», obtenida por abstracción a partir de realidades empíricas siempre más ricas y complejas. Si Inglaterra puede funcionar como ejemplo y referencia constante es porque en ella se muestra más claramente lo que Inglaterra tiene de capitalista, en el mismo sentido en que decíamos que de lo que se trataba en Galileo era de una masa esférica rodando, de la cual, en efecto, una bola de billar muy perfecta desplazándose a lo largo de un espejo muy largo podía servir de ilustración, ejemplo o referencia para la sensibilidad y la imaginación. Pero en absoluto ocurría, en ninguno de los dos casos, que Marx o Galileo construyeran un modelo simplificado para una realidad siempre más rica, compleja y escurridiza. Muy al contrario: lo que se pretende es agotar lo que realmente es, por ejemplo, el rodar. La realidad no es que esté siempre tejida de impurezas e imprecisiones. Ya vimos, en referencia a Galileo[28], que lo que no encontrábamos en la realidad era un ejemplo en el que el rodar fuese lo único que podía ser tomado en consideración. Pero el chocar o el rozar no es ninguna imprecisa impureza de riqueza inabarcable, sino también, del mismo modo, algo muy preciso que tiene que ser conocido como tal. Los famosos «modelos científicos» no se oponen a las cosas reales como el deber ser se opone al ser; no es que la bola que se detiene debería seguir rodando eternamente. La bola se para, podría decirse, con todo el derecho del mundo, precisamente porque no sólo es una bola. No son el ser y el deber ser lo que se oponen aquí, sino lo real y su conocimiento. Así pues, la «media ideal» o el «modelo» no son una aproximación ideal a una realidad mucho más compleja. Lo que está estudiando Marx no es una especie de capitalismo «ideal» que nunca se da en la realidad, sino la diferencia específica que hace capitalismo al capitalismo, es decir, está estudiando lo que de capitalista tiene la sociedad capitalista. Ahora bien, para empezar, la sociedad capitalista no es solamente capitalista; para serlo, tiene que ser, también, sociedad, y eso no se logra por los mismos cauces ni poniendo en juego los mismos dispositivos que aquellos que logran hacerla, al mismo tiempo, capitalista. Y, para continuar, no hay ninguna realidad histórica dada que se limite a ser «sociedad capitalista», no porque sea más precisa, sino porque es muchas otras cosas más.

Marx no hace una «simplificación» o un «modelo» para estudiar unas realidades que luego, una vez perturbadas por «determinaciones no-esenciales», se llaman siempre «Inglaterra» o «Alemania». El objeto de su investigación son las leyes mismas que hacen capitalismo al capitalismo, el sistema de relaciones sociales en que consiste el capital: su objeto es el modo de producción capitalista. Es eso lo que, luego, nos puede permitir comprender en qué consiste que Inglaterra o Alemania, en mayor o menor grado, sean capitalistas, qué es lo que pone en juego el hecho de que lo sean, en la medida en que lo sean. Inglaterra no es la realidad que se va a estudiar. Es sólo la ilustración más esclarecedora.

Lo que ocurre es que hay motivos para afirmar que la sociedad moderna, histórica y real, es una sociedad capitalista. Eso quiere decir que «aquello en lo que consiste el capital», aquello que, utilizando una vez más un modo platónico de expresión, «hace capital al capital», esa consistencia en cuestión, es capaz de imponerse eficazmente –dominándolas, suprimiéndolas, violentándolas, modificándolas o determinándolas, como suele decir Marx, «en última instancia»– sobre todo otro conjunto de consistencias que se dan cita en el entramado que forma la sociedad moderna. De ahí que Marx pueda decir, un poco más allá, que «el objetivo de esta obra es, en definitiva, sacar a la luz la ley económica que rige el movimiento de la sociedad moderna»[29].

Para ello, parece proceder como si «las relaciones reales correspondiesen a su concepto». Ello significa, en efecto, que el objeto teórico de Marx no son las sociedades capitalistas, sino el capitalismo mismo que las hace capitalistas en la medida en que lo sean. Es por lo que puede advertirnos, en un texto al que ya hemos hecho alusión, en el siguiente sentido:

Dos palabras para evitar posibles equívocos. No pinto de color de rosa, por cierto, las figuras del capitalista y del terrateniente. Pero aquí sólo se trata de personas en la medida en que son la personificación de categorías económicas, portadoras de determinadas relaciones e intereses de clase. Mi punto de vista, con arreglo al cual concibo como proceso de historia natural el desarrollo de la formación económica-social, menos que ningún otro podría responsabilizar al individuo por relaciones de las cuales él sigue siendo socialmente una criatura, por más que subjetivamente pueda elevarse por encima de las mismas[30].

2.4 El uso de modelos teóricos en la «economía convencional moderna»

Además de destacar aquí, como acabamos de hacer, que señalar obsesivamente la riqueza y la complejidad de lo real no significa dar ni el más mínimo paso hacia su conocimiento (sino, más bien al contrario, permitir la entrada sin ningún control a todos los prejuicios que van inevitablemente adosados a la certeza sensible cuando no se han tomado todas las precauciones científicas), conviene también indicar que la construcción de modelos teóricos no puede convertirse en una licencia para la ensoñación apriorística. Como hemos visto, los modelos no son sino una muestra de la gran cantidad de trabajo teórico que, en cualquier caso, se requiere para despejar un lugar que restablezca los derechos de la experiencia. Lo que no puede ocurrir es que los derechos de la experiencia queden conculcados por el propio modelo.

Y por eso conviene decir algunas cosas sobre el uso de «modelos» que realiza la economía marginalista o neoclásica. En efecto, la economía convencional moderna se caracteriza por la construcción de modelos verdaderamente brillantes. De hecho, no es en absoluto sorprendente la fascinación que tales construcciones suelen despertar, pues se trata, ni más ni menos, de la fascinación que inevitablemente provoca cualquier construcción matemática. Ahora bien, no basta con construir modelos matemáticos para asegurarse de que ya se ha introducido a la economía por el «seguro camino de la ciencia». Si el modelo matemático termina resultando incapaz de dar cuenta de ningún proceso real, incapaz de hacerse cargo de ningún contenido empírico posible, entonces resulta que el único interés científico que le resta al modelo es el puro interés que tuviera para las matemáticas. Es precisamente su absoluta esterilidad en el terreno empírico –y no su carácter abstracto– lo que hace de esos modelos puras ensoñaciones apriorísticas. De este modo, todo el pomposo orgullo de los neoclásicos por haber introducido a la economía en el seguro camino de la ciencia queda pronto bastante deslucido al descubrirse que la ciencia que inventan ya estaba inventada; la inventó Tales hace 2.600 años y se llama matemática (y, por cierto, ese pomposo orgullo debería quedar un poco más retraído aún si se tiene en cuenta que en ese terreno existen científicos mucho más notables: los matemáticos). De hecho, la economía convencional moderna es con frecuencia objeto de burla cuando los matemáticos tienen noticias de ella. Así, por ejemplo, N. Wiener afirma que «tal como los pueblos primitivos adoptan los modos occidentales de un vestir desnacionalizado y del parlamentarismo en virtud de un vago sentimiento de que estos ritos mágicos y estas vestiduras los pondrían definitivamente en posesión de la cultura y técnicas modernas, así los economistas han contraído el hábito de envolver sus ideas más bien imprecisas en el lenguaje del cálculo infinitesimal»[31].

Sin embargo, no parecen nada acomplejados por el casi nulo resultado empírico con el que cuentan sus construcciones teóricas. Más bien al contrario, en tono bastante arrogante, consideran que si los hechos no responden a sus modelos, lo mejor que se puede hacer es cambiar los hechos. Se trata, sin duda, de un proceder científico inusual el de pensar que cuando la realidad no se ajusta al modelo, la que falla es la realidad y, por lo tanto, habrá que aplicar algún plan de ajuste del FMI para corregirla. Bien es verdad que esta arrogancia viene amparada desde el poder político y las instituciones financieras, contribuyendo esto en gran medida a su éxito, pero desde el punto de vista estrictamente teórico (que es, en definitiva, el que nos interesa aquí), se trata de una anomalía verdaderamente insólita.

Toda su construcción teórica está basada sobre el supuesto de que cada individuo humano es esencialmente una especie de mónada que sólo intenta maximizar su propio interés (algo para lo que reservan en exclusiva el noble nombre de «comportamiento racional»), realizando sin parar complicadísimos cálculos de la utilidad esperada de cada acción. A partir de aquí, y partiendo de la presunta «evidencia» de que una sociedad es esencialmente la suma de un montón de «individuos humanos», cualquier explicación de los procesos sociales se realiza por mera agregación de estos «pequeños centros de cálculo egocéntricos», considerando cualquier comportamiento que no responda a este perfil como resultado de alguna perturbación externa. Hasta qué punto llega la esterilidad empírica de este modelo para dar cuenta de los comportamientos sociales, se pone de manifiesto si pensamos, por ejemplo, que tiene que condenar como «irracional» cosas tan comunes en cualquier sociedad como el tozudo empeño de los padres por cuidar desinteresadamente de sus hijos. En efecto, si lo que esencialmente caracteriza a los sujetos humanos –que son, a su vez, considerados como las mónadas de las que se compone cualquier construcción social posible, tanto Manhattan como una tribu del Pacífico– es comportarse «racionalmente» (o sea, en su jerga, intentando siempre maximizar la utilidad esperada), entonces cualquier comportamiento desinteresado debe entenderse como una anomalía que cae fuera de esa supuesta naturaleza humana (base, como hemos dicho, de toda explicación social respecto a cualquier tiempo o lugar). Bien es verdad que nunca falta quien intenta apuntalar mínimamente la eficacia empírica del modelo considerando que esos comportamientos desinteresados tienen que ser sólo aparentes, pues, en el ejemplo que acabamos de plantear, pongamos por caso, si los padres cuidan de sus hijos debe ser para conseguir que éstos cuiden de ellos cuando sean viejos; y si los padres, de todas formas, también cuidan de los hijos incluso cuando éstos tienen enfermedades terminales (es decir, cuando no hay esperanza de obtener una contraprestación por su parte en el futuro), tiene que ser porque, tras realizar cierto cálculo, han preferido evitar el rechazo social que sufrirían si los abandonaran, etc. De este modo, su acercamiento a los hechos (cuando lo hay) se reduce más bien a postular que la realidad, aunque aparente lo contrario, tiene que obedecer a los supuestos de la teoría (lo cual, desde luego, lejos de ser una gran proeza científica, es una licencia para no abandonar ni un instante el cómodo aunque estéril terreno de las tautologías); pero, en todo caso, si por cualquier motivo, en un momento dado, se prefiere considerar que la realidad no responde a las exigencias del modelo, entonces se concluye que tanto peor para la realidad, que estaría introduciendo conductas «irracionales» que, evidentemente, habría que corregir.

Por lo tanto, el uso de estos modelos no es en ningún sentido una operación encaminada a restablecer los derechos de la experiencia, sino, más bien al contrario, a suprimirlos por completo. De hecho, como ya hemos indicado, se trata de un desprecio por lo real que tiene su base en una concepción de los modelos científicos que permite, literalmente, hacer lo que te dé la gana respecto a lo real. Cuando interesa presentar la teoría como descriptiva, perfectamente puedes suponer que la realidad seguramente obedece a tus supuestos aunque se empeñe en aparentar lo contrario y, cuando interesa presentar la teoría como normativa, reconoces que efectivamente la realidad no se ajusta al modelo, pero, entonces, propones correcciones no del modelo, sino de lo real (correcciones para cuya aplicación se recurre precisamente a las grandes instituciones financieras internacionales).

No es éste el momento de analizar el sentido (obviamente, ideológico) que puede corresponder a una operación teórica de este tipo. La ciencia no puede consistir ni en señalar obsesivamente a la riqueza y complejidad de lo real, como si con eso se estuviera dando algún paso en su conocimiento, ni en construir modelos enteramente apriorísticos que se desentiendan de lo real porque pretendan más bien enmendarle la plana diciéndole lo que tiene que ser.

Ciertamente, no hay observación si no se ha despejado antes, mediante un ingente trabajo teórico, un lugar para posibilitarla –y, en este sentido, es enteramente estéril, desde el punto de vista del conocimiento, limitarse a glorificar la «riqueza», «complejidad», «fluidez» e «inefabilidad» de lo concreto–; pero tampoco se puede perder de vista que todo ese trabajo teórico previo debe ir siempre encaminado, precisamente, a construir un lugar que restablezca los derechos de la experiencia y no, en ningún caso, a suplantarla –y, en este sentido, es una estafa intentar que la teoría sustituya a la experiencia en vez de limitarse a crear las condiciones en las que devolverle la palabra con ciertas garantías de que son las cosas mismas las que la toman.

2.5 El modelo de mercado en la economía

Quizá llame la atención que, para ilustrar el modo de razonar de la economía convencional moderna, en vez de hablar, por ejemplo, de por qué, sobre la base de las relaciones mercantiles, la oferta tiende a cubrir la demanda o cosas por el estilo, nos hayamos puesto a hablar de por qué los padres y las madres cuidan de sus hijos incluso si éstos tienen enfermedades terminales (y no podrán, con toda seguridad, compensarles ese gasto en la senectud). Pero, en efecto, como bien diagnostica William J. Barber (un historiador ya clásico del pensamiento económico), «el modo de pensar neoclásico se ha generalizado para proporcionar la base de una lógica general de la elección»[32]. Se ha generalizado hasta pretender dar cuenta de cómo deciden los «sujetos humanos» respecto a absolutamente cualquier tema, ya sean temas relacionados con los negocios, la defensa nacional o la búsqueda de pareja –pues, desde la perspectiva de estos autores, aunque nos cueste creer que hablan en serio, «también el sexo es una actividad económica»–. La búsqueda de un compañero (así como el propio acto sexual) lleva tiempo y, por tanto, impone un precio que se mide conforme al valor que tal tiempo tendría en su mejor uso alternativo. El riesgo de una enfermedad susceptible de transmisión sexual, o de embarazo, también son un coste –«un coste real, aunque no primordialmente pecuniario»[33]–. Ni que decir tiene que ese mecanismo general de la decisión humana se considera universalmente válido no sólo con absoluta independencia del tema sobre el que se trate de decidir en cada caso, sino también con independencia de a qué sociedad nos estemos refiriendo; es decir, su validez debe ser en algún sentido tan aplicable a los habitantes de Los Ángeles como a los dowayos de Camerún.


En todo caso, eso sí, es obligatorio reconocer, en honor a la verdad, que los grandes autores de esta perspectiva neoclásica (por ejemplo, y muy especialmente, el gran teórico de la economía Alfred Marshall) no han sido en absoluto tan insensatos. Por el contrario, han insistido en que sus modelos no eran aplicables en general a todas las acciones humanas, sino sólo a los aspectos, digamos, «económicos» del comportamiento humano. Obviamente, también respecto a la teoría económica moderna debemos distinguir a los autores serios de los meros propagandistas, con la misma radicalidad con la que Marx distinguía a Smith o Ricardo de los «economistas vulgares» (es decir, a los «científicos» de los «psicofantes»). No obstante, debe tenerse en cuenta, en primer lugar, que parte de la crítica que aquí esbozamos es aplicable incluso a los autores más importantes de esta corriente y, sobre todo, que tanto la academia como, ciertamente, los puestos de responsabilidad económica y política no están ocupados por esos grandes economistas y, por lo tanto, termina resultando obligatorio discutir con posturas que, de otro modo, no merecería la pena tomar en consideración.


¿En qué consiste ese supuesto mecanismo universalmente válido de las decisiones humanas? El punto de partida es considerar que lo que caracteriza al comportamiento humano es su «racionalidad». Ahora bien, por comportamiento «racional» se entiende comportamiento «egoísta», es decir, sólo son consideradas «racionales» aquellas decisiones en las que el agente que las toma busca conseguir el máximo beneficio posible para sí mismo. De este modo, el egoísmo universal se convierte en requisito de la racionalidad: lo más puramente racional es que cada uno, desvinculado de todos los demás y en el más estricto aislamiento, se dedique a calcular sin descanso qué le beneficia más a sí mismo. Sin duda –insistiendo en lo que acabamos de comentar sobre la existencia (aunque quién sabe si en peligro de extinción) de economistas serios–, debemos recoger aquí la enérgica protesta del premio Nobel de Economía de 1998, Amartya K. Sen, quien considera que este postulado básico del «comportamiento racional» no sólo es de hecho falso (pues no todos los comportamientos tienden a maximizar el propio interés), sino absurdo (pues no puede considerarse al egoísmo requisito de la racionalidad)[34].

Si no fuese porque quienes enuncian estos postulados suelen hacerlo, paradójicamente, con la intención de defenderlos, parecería más bien que lo que se intenta es refutar la teoría de la que forman parte por reducción al absurdo. Sin embargo, a juzgar por el aplomo con el que los sostienen, podemos deducir que este «absurdo» que denuncia Sen no parece provocar especial sonrojo (debido, seguramente, a cierta relación peculiar que han conseguido establecer con la vergüenza, un tema que quizá escapa al propósito del presente libro). Pero no es menos chocante cómo gestionan la otra acusación, a saber, la de que, además (por si fuera poco), se trata de postulados, de hecho, falsos. En efecto, es obvio que no todas las decisiones parecen tener como objetivo la maximización de la utilidad esperada por el agente. Sin embargo, esta afirmación les impresiona menos todavía. Como ya vimos más arriba, hay siempre dos opciones alternativas en el trato con los hechos. O bien se añade el postulado adicional de que su teoría siempre tiene razón (aunque se trate de una cláusula ligeramente abusiva para el tipo de contratos que suele establecer la ciencia con las cosas), o bien se considera que los hechos a veces no se corresponden con lo que prescribe la teoría, en cuyi caso lo que hay que cambiar son los hechos. En el primer caso, cuando se postula que todas las decisiones son siempre «racionales», o sea, egoístas (es decir, que siempre se basan en el objetivo de maximizar la utilidad esperada del agente), el recurso preferido es introducir al infinito hipótesis adicionales para los hechos que parecieran contradecir la teoría. Si alguien ha mostrado una actitud altruista, incluso aparentemente con perjuicio para sí mismo, (pongamos por caso que ha prestado dinero a un amigo con dificultades), tiene que ser porque buscaba el reconocimiento social que acompaña a las acciones altruistas; o porque ciertas creencias religiosas le hacen preferir el beneficio que supone el Cielo al gasto ocasionado por la generosidad; o porque, como administradores de nuestro propio psiquismo, vemos que nos trae más cuenta hacer el favor que perder al amigo, etc. En este caso, como es obvio, el argumento es enteramente incapaz de explicar nada: no nos ayuda en absoluto a entender cuáles son los comportamientos reales, sino que, por el contrario, sólo sirve para imponernos la engorrosa tarea de buscar siempre el modo de salvar la teoría frente a los comportamientos reales (sean los que sean).

Más curioso es quizá el segundo caso. Cuando se admite que los postulados de la teoría no se cumplen en la realidad (a no ser apelando al argumento circular que acabamos de comentar), entonces se concluye que lo que está mal es la propia realidad. Cualquier excepción al postulado de la racionalidad universal debe explicarse por la existencia de ciertas perturbaciones que impiden a las personas comportarse de un modo enteramente racional (es decir, egoísta). Así, por ejemplo, en las culturas primitivas es mucho más común que en nuestras ciudades modernas que las «personas» no se comporten como sujetos enteramente desvinculados unos de otros, aislados, y calculando en la más estricta intimidad el modo de conseguir el máximo beneficio. La explicación será, claro, que en esas sociedades primitivas todavía funcionan muchos elementos «perturbadores» que impiden a los individuos comportarse «racionalmente», mientras que nuestras sociedades modernas son ya bastante más «racionales», o, lo que es lo mismo, más puras o más parecidas al modelo. Bien es verdad que, incluso en las sociedades más avanzadas, se mantendrían todavía algunas interferencias que contaminan la pureza del modelo y se trata, por lo tanto, de determinaciones perturbadoras que hay que ir suprimiendo hasta que, finalmente, la cosa se parezca al modelo.

¿Qué es, entonces, lo que, supuestamente, se debe hacer? Extender los mecanismos de mercado hasta los últimos recovecos y suprimir cualquier intento de regulación que pudiese distorsionarlo. En efecto, el mercado no sería más que la realización de este modelo de comportamiento racional que estamos comentando. Ciertamente, lo que define a un mercado como tal es precisamente la desvinculación de todos sus miembros entre sí y el postulado de que en el contacto que establecen unos con otros, todos buscan obtener el máximo beneficio individual. Aquel supuesto «mecanismo general universalmente válido del comportamiento humano» (para el que se tuvo el mal gusto de reservar el noble nombre de «comportamiento racional») no es otra cosa, ciertamente, que el modelo de mercado. El objetivo será, así pues, suprimir todos los elementos de «irracionalidad» que perduren en la sociedad (es decir, purificar la realidad para que se vaya pareciendo progresivamente al modelo) y eso se logra, ciertamente, extendiendo el sistema de mercado a aquellos ámbitos donde no hubiese llegado –por ejemplo, el ámbito de la educación superior, que parecía estar más o menos a salvo hasta que comenzó a negociarse el GATS (Acuerdo General sobre el Comercio de Servicios, en sus siglas en inglés) en la OMC– y eliminando cualquier «regulación perturbadora» en los ámbitos en los que ya esté parcialmente asentado –por ejemplo, el ámbito laboral, en el que podemos ver a los ultras de la FAES (la fundación de la que es presidente José María Aznar) clamando contra la existencia de un salario mínimo por ley.


Quizá haya alguien a quien le interese el argumento, que puede consultarse en: http://www.fundacionfaes.org/boletin/boletin.cfm? id_seccion=1382.

Básicamente, se trataba de lo siguiente: imponer a la patronal la exigencia de un salario mínimo es el peor servicio que se puede hacer a la clase obrera. Es tanto como arrancarle la piel de pinchos a un puercoespín para que esté más cómodo. Los pinchos pueden resultarle engorrosos para moverse entre los matorrales, pero sustituyen la única protección que tienen esos débiles e indefensos animales para defenderse de los depredadores. Pues bien, la posibilidad de trabajar más y más barato es la única protección que tienen ciertos colectivos (jóvenes, mujeres, gente no cualificada) para buscarse la vida en la selva del mercado laboral. Si se les impide por ley ofrecer sus servicios más baratos (obligándoles a exigir un salario mínimo), se les deja sin su única ventaja posible en el mercado laboral.


Es verdaderamente desconcertante, en efecto, que los economistas neoclásicos depositen las esperanzas de que sus modelos lleguen a tener alguna relevancia empírica, más que en su buen hacer como científicos, en la eficacia de las instituciones financieras internacionales, en los planes de ajuste que imponen y en las negociaciones que realizan en secreto.

Para la economía ortodoxa, cualquier «anomalía» se puede combatir con la misma receta: «más mercado». El «modelo de mercado» se concibe como la realización sin interferencias de la «esencia humana» (es decir, como el sistema en el que, por fin, los sujetos humanos pueden intentar sin impedimentos buscar siempre el máximo beneficio para sí mismos, como exige su propia «naturaleza»). En la ensoñación apriorística del «puro mercado» todo funcionaría, además, de un modo enteramente armónico y racional, a fuerza de confiarlo todo a la confluencia de los comportamientos egoístas en el mercado: pues, persiguiendo cada uno sólo su propio interés, esa «astucia» del mercado a la que se denomina «mano invisible» transforma necesariamente la suma de los vicios privados en virtud pública, o sea, logra la máxima armonía social (resultado de que se alcance el más alto interés social). Y, por eso, allí donde se localiza cualquier anomalía, fricción o conflicto, la receta del FMI es clara: hay que eliminar cualquier regulación o intervención pública que aparte a la realidad del modelo. Si alguna sociedad no es completamente armónica, eso sólo puede deberse a que hay por algún lado regulaciones o interferencias que impiden a la sociedad ser «puramente un mercado» (con la magnífica armonía que, de acuerdo con el modelo, le corresponde).

Conviene llamar la atención sobre el hecho insólito de que allí donde se han aplicado Planes de Ajuste Estructural impuestos por el FMI para acercar la realidad al modelo de mercado, es decir, allí donde se ha suprimido casi al máximo cualquier regulación o intervención pública, lejos de alcanzarse la supuesta armonía, se han producido verdaderas catástrofes económicas y humanas, se han multiplicado los conflictos, se han hecho necesarias las dictaduras más sanguinarias para impedir revoluciones… Y, sin embargo, el diagnóstico de los economistas ortodoxos ha seguido siendo que, de todas formas, eso no puede deberse a la ausencia de regulaciones, sino, por el contrario, a que seguramente seguiría quedando por algún lugar recóndito alguna regulación que impediría la plena realización de la gran armonía del mercado. Por ejemplo, pueden localizar la causa en la existencia de los sindicatos (que suponen una clara «distorsión» de la negociación individual y, por lo tanto, de las pautas que le corresponden al mercado). Pueden echar la culpa a la existencia de leyes que fijen precios mínimos o máximos para algunas mercancías. Pero, en todo caso, a lo que no pueden estar dispuestos es a cambiar la receta: la solución a todos los problemas sólo puede ser siempre, necesariamente, más mercado y menos «interferencias» o «pautas extrañas» al modelo de mercado. En efecto, los modelos neoliberales que se imponen a través de los planes de ajuste que dicta el FMI se estructuran en torno a los siguientes ejes: supresión de la intervención pública (siendo una medida esencial la privatización de empresas públicas), desregulación del mercado laboral y liberalización de las transacciones internacionales. Pero allí donde se han aplicado esas recetas, lejos de alcanzarse la armonía que se le supone al modelo puro de mercado, se ha producido una verdadera catástrofe social casi con la misma eficacia con que se imponen las leyes de la naturaleza. Sin embargo, nada de esto les hace sospechar que puede haber algo mal planteado en todo este asunto, sino que, por el contrario, continúan siempre achacando los conflictos a las regulaciones que todavía queden (por mínimas que sean).

Bien es verdad que podemos llegar a sospechar que semejante obcecación no puede ser sólo resultado de la ignorancia, sino, más bien, de la mentira conscientemente orientada a la defensa de los grandes intereses económicos. Así, por ejemplo, una economista como Miren Etxezarreta sospecha que, sencillamente, «no es posible que quienes propugnan estos modelos no perciban estas limitaciones» y, por lo tanto, propone la hipótesis de que «los verdaderos objetivos de estos modelos no consisten en resolver los problemas de los países que los soportan, sino que son otros no expresados de forma explícita, pero que se pueden deducir por sus resultados», a saber, «facilitar la operación de los grandes capitales internacionales»[35].

En todo caso, ya sea por falta de honradez o por pura ignorancia, está claro el modo de razonar al que no están dispuestos a renunciar bajo ningún concepto: la «esencia» del hombre consiste en su búsqueda del máximo interés; el modelo teórico construido por mera agregación de estos «centros de cálculo egoístas» (a saber, el mercado) nos proporciona un sistema armonioso gobernado por una astuta mano invisible; además, cualquier «pauta extraña» que se introduzca no sólo alterará la eficacia y armonía del modelo, sino que, para colmo, supone un atentado a la libertad individual, a la igualdad o al derecho de cada uno a hacer lo que le dé la gana con lo que es suyo; la máxima realización de la esencia humana pasa, pues, por suprimir en la realidad cualquier pauta ajena al modelo y, ante todo, no olvidar nunca que si esto parece provocar auténticas catástrofes humanas, hambrunas generalizadas, la proliferación de todo tipo de conflictos sociales y la necesidad de dictaduras sanguinarias para reprimirlos, esto sólo puede deberse a que queden todavía algunas regulaciones por suprimir y no, en ningún caso, a que algo pueda fallar en todo este planteamiento.

Dicho sea al menos de pasada, no es de extrañar que Marx se mofe de la estrechez de miras de esos economistas vulgares que, a partir de esa supuesta esencia del comportamiento humano, «proceden de singular manera. Para ellos no hay más que dos clases de instituciones: unas artificiales y otras naturales. Las instituciones del feudalismo son artificiales y las de la burguesía son naturales»[36].


La publicación del libro de Naomi Klein La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre (2007) ha arrojado datos incontrovertibles sobre la verdadera naturaleza de los planes económicos propugnados por la Escuela de Chicago. Milton Friedman y Pinochet fueron, en realidad, dos caras de la misma moneda; de ninguna manera un accidente histórico. Con el transcurso del tiempo ha ido quedando cada vez más claro que la salud económica que propugna el neoliberalismo no funciona más que generando verdaderas calamidades humanas. Estas no son un efecto colateral indeseado. Son el incentivo económico fundamental. A la postre, ha resultado que el capitalismo del siglo XXI no funciona adecuadamente más que en condiciones socialmente catastróficas, como las generadas por el tsunami que destruyó el Sudeste asiático, las inundaciones de Nueva Orleans o la guerra de Iraq. Es el «capitalismo del desastre», algo que ya había previsto perfectamente Karl Polanyi en su obra La gran transformación (1944).


2.6 Un Galileo sin herencia científica

Frente a este inigualable espectáculo de ver razonar a la «economía convencional moderna», es decir, a la economía «epistemológicamente normal», la figura de Marx se perfila, sin duda, como la de un gigante. A la luz de semejante espectáculo resulta difícil seguir manteniendo que al adherirse a la teoría del valor Marx apartó sus investigaciones de la senda científica por la que había de transcurrir la economía del futuro. Pues las sendas por las que la «economía del futuro» tenía que transcurrir han acabado desembocando en un barrizal. Contemplando lo que en la academia se considera los estudios de Economía, uno no puede dejar de concluir que, independientemente de que Marx fuera o no un candidato idóneo para ese papel, a esa disciplina le falta, sin duda, algo así como un Galileo.

Cerramos, de este modo, el comentario de esta comparación de la que partíamos al principio, insistiendo aún en algunas reflexiones sobre la economía en su situación actual. Pues es cierto que, por mucho que podamos localizar grandes similitudes entre el modo de proceder de Galileo y el de Marx, hay, sin embargo, una diferencia muy importante que no podemos eludir sin más: mientras los logros de Galileo fueron asumidos por la mayoría de los físicos de un modo bastante rápido, vemos cómo, por el contrario, hoy Marx es tratado como un perro muerto por la mayoría de los economistas neoclásicos, cuya perspectiva teórica, el marginalismo, constituye la ortodoxia en el terreno académico y político.

Sin embargo, es importante destacar, en primer lugar, que ni siquiera en el terreno de las ciencias naturales está en absoluto garantizada la aplicación de criterios exclusivamente científicos a la hora de aceptar o rechazar la validez de ciertos argumentos. Por poner un ejemplo, en las discusiones científicas que enfrentaron a Newton y a Leibniz, tenía razón éste en gran parte de los casos y, sin embargo, ha resultado necesario esperar hasta Einstein para que se reconozca este hecho. Leibniz tenía razón y la tenía desde el principio, pero, en esta ocasión, el reconocimiento de la comunidad científica se hizo esperar. Así, en numerosas ocasiones, hace falta esperar siglos para conseguir que la opción entre un modelo teórico y otro se resuelva exclusivamente por criterios científicos (y no, por ejemplo, religiosos o periodísticos). Es evidente que los criterios extracientíficos no pueden nunca ser el último tribunal desde el que juzgar la validez de las teorías. Sin embargo, en muchas ocasiones sí consiguen, por ejemplo, barrer y marginar por completo determinadas teorías del ámbito de lo que se estudia y lo que se discute cuando uno se está insertando en una ciencia. De este modo, quizá ni siquiera quepa culpar a la comunidad científica de una época determinada de lo que no existe en sus programas de estudio (o existe con una distorsión que lo hace científicamente inaceptable), aunque haya sido excluido de esos programas por motivos extracientíficos, pues, sencillamente, se han iniciado en una disciplina en la que determinadas teorías están ya fuera de la vista.

Esto, evidentemente, ocurre de un modo mucho más acusado cuando el terreno que se pretende estudiar no es la naturaleza, sino ese otro terreno en el que hay fuertes intereses implicados, en el que se cometen injusticias, en el que, en fin, el conocimiento y la verdad tienen efectos políticos mucho más inmediatos. Repárese sólo en lo que decíamos al comienzo de estas páginas: si los privilegios de una determinada clase social peligrasen al conocerse que los ángulos de un triángulo suman necesariamente 180º, habría, sin duda, cierta presión para evitar que se estudiasen esas cosas.

Marx termina el Prefacio con las siguientes palabras: «Bienvenidos todos los juicios fundados en una crítica científica»[37]. Pero, como él mismo acababa ya de advertir, «en el dominio de la economía política, la investigación científica libre» no sólo se enfrenta al mismo enemigo que en todos los demás campos, sino que, por ende, «la naturaleza peculiar de su objeto convoca a lid contra ella a las más violentas, mezquinas y aborrecibles pasiones del corazón humano: las furias del interés privado»[38].

A la postre, Marx fue excluido de «lo que estudian los economistas», o, mejor dicho, ahí se estudia a Marx de un modo tan distorsionado que, efectivamente, resulta algo científicamente impresentable. Pues es cierto que si la teoría de Marx coincidiese con el resumen (en 10 líneas) que antes citábamos de Samuelson (y que figuraba en el manual de economía de mayor difusión de todos los tiempos, un libro con el que se han formado generaciones enteras de economistas), entonces, efectivamente, la teoría de Marx no sería científicamente aceptable y, quizá, ni siquiera sería rechazable, ya que, ciertamente, no significaría absolutamente nada.

Ahora bien, lo que sí puede resultar muy ilustrativo es preguntarnos en qué momento se abrazó la teoría marginalista y se dio sepultura a la economía política (en favor de la mera Economics) y, de este modo, a Marx (además de a todos los autores clásicos, como Adam Smith o Ricardo). Lo primero que llama la atención es que, a finales del siglo XIX y principios del XX, justo tras la muerte de Marx, época en la que todo tipo de conflictos sociales parecían ir en aumento y se encaraban las peores crisis que había conocido el capitalismo, cuando toda Europa parecía al borde de una confrontación social revolucionaria, todas las instituciones se apresurasen a admitir sin discusión y a predicar con entusiasmo una teoría, el «equilibrio general» walrasiano, que demostraba sin ninguna sombra de duda que el mercado genera necesariamente una armonía perfecta y libre de todo tipo de conflictos. Cuesta trabajo entender cómo pudo obtener un éxito tan inesperado una teoría empíricamente tan insolvente en sus conclusiones –pues no se trata, como en el caso de Marx, de que el punto de partida se halle lejos de las observaciones empíricas, sino de que, a partir de las premisas puestas en juego, concluye que el mercado sólo puede producir una bucólica estampa, justo en el momento en que el mundo, regido por el mercado, parece más bien a punto de estallar por todos sitios.

Parece difícil negar que esta capacidad de la teoría de Leon Walras para ofrecer un panegírico del orden social establecido se cuente en parte entre las razones de su éxito. De hecho, es la principal razón por la que le felicita su propio padre, Augusto Walras, en 1859: «Algo que encuentro perfectamente satisfactorio en tu plan de trabajo es tu intención (subrayado nuestro: sn) de mantenerte en los límites más inofensivos respecto a los señores propietarios. Hay que dedicarse a la economía política como uno se dedicaría a la acústica o a la mecánica»[39]. Verdaderamente, los caminos de la analogía son inescrutables: «Hay que dedicarse a la economía política como uno se dedicaría a la acústica o a la mecánica» es una afirmación que Marx asumiría sin ninguna dificultad si por ella se entendiese «con el mismo nivel de rigor y compromiso con la verdad» que los físicos que se dedican a la acústica o a la mecánica; pero lo que Augusto Walras entiende por eso es «manteniéndote en los límites más inofensivos respecto a los señores propietarios, es decir, tanto como quienes se dedican a la acústica o a la mecánica…». Es curioso cómo se ignora el detalle de que es el asunto mismo de la verdad y el conocimiento el que, qué le vamos a hacer, ofende de un modo distinto a los señores propietarios en un terreno que en otro. Las leyes de la palanca no atañen al asunto de la propiedad. Pero resultaría muy sorprendente que un tratado sobre las leyes económicas que rigen la propiedad privada les trajera al fresco a los señores propietarios. Y resulta muy chocante que la economía se proponga tratar el tema de la propiedad con el compromiso explícito de no llegar a ninguna conclusión que no resulte inofensiva, tan inofensiva como si, en lugar de estarse estudiando temas económicos, se estuviera estudiando acústica o mecánica.

Todavía nos queda mucho que pensar sobre el tipo de intervención científica que realiza Marx. Ahora bien, lo que sí podemos adelantar ya es que, si el criterio de validez es en algún sentido no ofender a los señores propietarios, el pobre Marx lo tiene todo perdido.

[1] Althusser, Balibar et al., Lire le Capital, cit., pp. 345-362.

[2] MEW, 24, p. 22.

[3] MEW, 24, pp. 23-24.

[4] Lire Le Capital, cit. p. 355.

[5] Ibid., p. 359.

[6] MEGA, II, 6, pp. 65-66.

[7] L’engagement rationaliste, París, Presses Universitaires de France, 1972, pp. 56-57.

[8] Cfr. Fernández Liria, El materialismo, cit., pp. 168 ss.

[9] Etudes d’histoire et de philosophie des sciences, París, J. Vrin, 1989, pp. 191-192.

[10] La formation de l’espirit scientifique, París, J. Vrin, 1989, pp. 222-223.

[11] Ibid., p. 14.

[12] Cfr. también C. Fernández Liria, «El estructuralismo. El sentido de una polémica», en J. M. Navarro Cordón (ed.), Perspectivas del pensamiento contemporáneo, vol 1: Corrientes, Madrid, Síntesis, 2004.

[13] Anthropologie structurale, París, Plon, 1958, p. 326.

[14] Cfr. Fernández Liria, «El estructuralismo. El sentido de una polémica», cit.

[15] Antropología estructural, Buenos Aires, Editorial Universitaria de Buenos Aires, 1968, p. XXXII.

[16] Id.

[17] Historia de la Filosofía, II, Madrid, Istmo, 1973, p. 481.

[18] Anthropologie structurale, París, Plon, caps. XV y XVI.

[19] Ibid., p. 332.

[20] Ibid., p. 310.

[21] Citado en ibid., p. 355.

[22] Ibid., p. 355.

[23] Anthropologie structurale, París, Plon, p. XXXII.

[24] Die Phänomenologie des Geistes, cit., p. 19.

[25] Feuerbach und der Ausgang der klassischen deutschen Philosophie. Marx-Engels, Ausgewählte Schriften, p. 349. Cfr. también Fernández Liria, El materialismo, cit., pp. 103-130.

[26] Cfr. Die Phänomenologie des Geistes, cit., p. 83.

[27] MEGA, II, 6, p. 66.

[28] Koyré, op. cit., p. 270 (cfr. 1.3.6 del Libro I al Libro III y de la Sección 1.ª a la Sección 2.ª).

[29] MEGA, II, 6, p. 67.

[30] Id.

[31] Citado en Palazuelos, Contenido y método de la economía, Madrid, Akal, 2000, p. 211.

[32] Historia del pensamiento económico, Madrid, Alianza Universidad, 1998, p. 207.

[33] R. Posner, Economic Analysis of Law, Nueva York, Aspen Publishers, 51998, p. 7.

[34] Sobre ética y economía, Madrid, Alianza, 1999, p. 33.

[35] «La vulnerabilidad de los modelos económicos neoliberales», en Diego Guerrero (ed.), Macroeconomía y crisis mundial, Madrid, Trotta, 2000, p. 178.

[36] MEW, 4, p. 139.

[37] MEGA, II, 6, p. 68.

[38] Id.

[39] Carta del 6 de febrero de 1859, citada por Palazuelos, Contenido y método de la economía, cit., p. 54.

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