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Una vez que el arrebato ha salido de mi interior me doy cuenta de un detalle. Dispongo de tres días libres, tres preciosas mañanas desocupadas que harán de mi semana una liviandad. Me gustaría aprovechar ese tiempo para sacar ventaja académica poniéndome al día con las asignaturas que más se me atrancan, pero no lo voy hacer. No, teniendo fuera un paraíso de sol, calor, buena gente y agua de mar, sería engañarme a mí mismo pensar que me iba a encerrar con mis nefastos apuntes. Mi padre después de despacharse a gusto sin preguntarme siquiera lo que pasó ha pasado de dirigirme poco la palabra a no hacerlo. Así que convivimos como podemos, yo sé que él piensa que debería dejar los estudios, encaminarme a la obra más cercana y pedir trabajo de peón, descargador de camiones o picapedrero pero eso aún no me lo ha dicho abiertamente.

Pasear por la calle más emblemática de la ciudad, la mítica calle Marqués de Larios hacía que uno notara algo distinto, podría ser la historia de la propia calle, o podría ser la esencia de los cientos y cientos de malagueños que pasaban por ella a diario, o sus farolillos apuntando al cielo celeste, o sus balcones invitándote a café, con su infinidad de denominaciones incluida. Porque pedir un café en Málaga como todo prácticamente en esta vida tenía su embrollo. Tenías que decidirte entre: nube, sombra, corto, entre— corto, mitad, semi— largo, largo o solo. Como buen malagueño de adopción pasé la prueba y pedí uno de estos cafés. Me lo bebí en una de las terrazas de la plaza de la constitución, contemplando el agua que brotaba de la fuente y deleitándome con el cantar de las aves.

Caminé hasta las inmediaciones de la plaza de la Merced para visitar la casa natal de Pablo Ruiz Picasso, un artista de tal envergadura nació en las mismas calles que yo ahora mismo pisaba y eso eran palabras mayores. Ne me atrae el arte pero lo consideré visita obligada y al menos al salir pude comprender un ápice lo que significó aquel artista para la historia. También pude leer el lema de la ciudad que me gustó y me impresionó, rezaba así:

“La primera en el peligro y la libertad, la muy noble, muy leal, muy hospitalaria, muy benéfica y siempre denodada Ciudad de Málaga”.

Deambulé hasta casa deliberando mi plan de estudio. Siendo franco conmigo mismo el curso acababa de comenzar, había asignaturas y profesores que ni conocía y en otras todavía no habíamos entrado de lleno en el temario. Los remordimientos de haber perdido la mañana en paseos recreativos surtieron su efecto. Dedicaría los dos días posteriores a ordenar lo poco que habíamos dado, sobre todo a recuperar el hilo con matemáticas.

Por otro lado estaba la incertidumbre de cómo se comportarían los capullos. Siendo optimista pensaba que lo del otro día nos había servido de escarmiento a ambos. A mí ya me valdría a partir de ahora hacer oídos sordos y evitar enfrentamientos por muy herido que se encontrara mi orgullo y ellos ya sabían dónde se metían, sabían con certeza que yo me defendía de sus atropellos y que también protegería a Anastasia.

La vuelta a clase supuso darme de bruces con la realidad. Mis cortas vacaciones se esfumaron y yo intenté reprogramarme interiormente para la rutina.

Desconozco si se debía a que encarábamos el fin de semana o era algún otro motivo, el caso es que el ánimo del aula estaba impulsado por un brío potente y renovado.

Tanto es así que mi compañera contagiada por tanta alegría me propuso un plan para la tarde.

— He quedado con un amigo por si te parece bien unirte a nosotros. — Me pilló en fuera de juego.

— ¿Un amigo? — La pregunta no era malintencionada, simplemente mi cerebro no dio más de sí.

— Sí, un amigo. Nuestros padres se conocen desde hace mucho tiempo y yo a él desde que éramos bebés.

— No veo otra cosa mejor que hacer. — Declaré risueño.

— A lo mejor tienes otros planes mejores. — ¿Se ponía díscola conmigo? ¿O simplemente estaba jugando?

— Si los tuviera no hubiera accedido a tu proposición. ¿No crees?— Decidí seguir el juego.

— Puede que vengas y te aburras.

— O a lo mejor voy y montamos la fiesta padre. — La hice reír cosa que me satisfizo.

Consideraba la risa la más eficaz de las válvulas de escape para problemas o preocupaciones. Sin embargo últimamente cada vez me reía menos y sospecho que tenía mucho que ver la ausencia de la persona con la que yo más la había practicado. Esa risa desternillante que obligaba a los músculos del vientre a contraerse y relajarse, tantas veces que al día siguiente te hacía sufrir unas agujetas traicioneras, las cuales te obligaban a recordar el porqué de ellas, cuando lo recordabas estabas perdido porque instintivamente volvías a reírte.

Para encontrarme con Anastasia en el sitio acordado decido coger el autobús. Tomé asiento en la parte de atrás y me dispuse para observar el rompecabezas que ofrecía la ciudad. Málaga lucía ajetreada de coches, motocicletas y viandantes por doquier. Era la hora de despertarse de la siesta. A mí me gustaba salir más tarde pero por lo visto ella tenía otros horarios, no obstante si quería verla más me valía adaptarme. No negaré que algo nervioso sí que me sentía por poder verla en otro contexto, suponía que fuera de clase mantendría al margen la rigidez y el distanciamiento.

Anastasia residía con sus padres cerca de la universidad de Málaga. Cuando bajo del gigante con ruedas me estaban esperando en la parada. Anastasia se encarga de las presentaciones.

De estatura media, pelo alborotado y nariz aguileña. Juan me recibe con una sonrisa gigante y un enérgico apretón de manos. Parece sincero. Juan se viste al estilo heavy metal con una camiseta de un grupo famoso y una cadena colgando de los vaqueros.

Anastasia me causa una grata impresión porque fiel a su estilo lleva el negro por bandera aunque con unos sutiles cambios con respecto a la mañana que me trastocan la imagen que guardaba de ella. El pelo suelto y liso baila más allá de sus hombros, lleva una camiseta negra sí, pero pequeña y ajustada y los pantalones vaqueros le quedan como un guante.

Mi atuendo dista mucho del de ellos ya que mi armario se compone básicamente de cuatro o cinco camisetas que me compró mi hermana antes de irse, las cuales voy intercambiando como puedo. El par de vaqueros que tengo tienen más de tres años cada uno.

Empezamos andar sin rumbo fijo por el paseo marítimo y Juan solo necesita unos minutos para conquistarme. Estoy entusiasmado con él. El tipo habla, gesticula y parece que vive la vida a tope. Cualquier motivo para él es una fiesta e involucra a los que están a su lado. Pasamos la tarde paseando y hablando de nuestras inquietudes, series, videojuegos, coches…cualquier cosa que aparece de improvisto en la calle nos vale como tema de conversación.

— ¡Mirad! ¿Veis el coche negro detenido en el semáforo? — Juan señalaba el coche en cuestión.

— Como para no verlo ¡es un pedazo cuatro por cuatro! — Exclamé.

— Bien, pues tengo una teoría con respecto esos coches. El dueño del coche en el caso de ser un hombre, no va al campo, ni por supuesto mete esa preciosidad en un río, simplemente la tiene pequeña. — Yo reía por el comentario en cambio Anastasia permanecía impertérrita.

— ¿Y si el dueño es una mujer? — Anastasia puso los ojos en blanco al hacer la pregunta.

— ¿Qué mujer se compra un coche así? — Preguntó Juan contrariado.

— Una que no sea muy ducha en el arte de conducir. — Contesté.

— No tenéis remedio. ¿Vais a comenzar el ritual de machos en el que os quejáis de lo malas que somos las mujeres en todo? ¿O mejor vais a evidenciar por qué somos el sexo débil? ¡Menudo par de machistas!

— Yo no creo que a las mujeres se os de mal hacer cualquier cosa, ni mucho menos que seáis el sexo débil. — Tercié conciliador.

Cuando la tarde ya dejaba paso a la noche Juan hizo uso de su mayoría de edad y compró un lote de cervezas. Decidimos tumbarnos en la arena de la playa para bebérnoslas. La arena está fresca y agradable así que yo no puedo resistirme a descalzarme y enterrar mis pies en la arena. Me revuelco y doy vueltas como una croqueta, Juan y Anastasia me imitan y nos reímos tontamente.

Juan agarra una cerveza, la abre y brinda en el aire con ella.

— ¡A vuestra salud! ¡Vamos, coged una!

Nos lanza una lata a cada uno. Abro la mía, esta fría, se ve apetecible, le doy un trago y me sabe raro. Nos reímos, nos entra la risa floja a los tres. Anastasia y yo estamos probando la cerveza por primera vez. Juan le pega tal buche que casi se termina la suya de golpe y yo cargado de euforia lo imito.

— Está buena, exquisita. ¿Por qué no la habré probado antes? — Era una pregunta retórica pero Juan se lanza a contestar.

— Puede ser por varios motivos pero el principal de todos ellos es ¡qué eres un pringado! — Río con la teoría de Juan pero empiezo a pensar que lleva algo de razón. Decididamente hay que probar cosas nuevas.

— Pues a mí me sabe agria. — Anastasia diseccionaba su cerveza con cara rara.

— Eso ocurre cuando lo pruebas por primera vez, después se pasa y te gusta. — Juan habla con solemnidad como sí poseyera un doctorado en cerveza.

Nos las bebimos todas, seis latas de cerveza vacías que descansan en la arena. Permanecemos callados y tumbados, ha oscurecido y el cielo como siempre está precioso. La vida es bella. Me digo a mí mismo que si existe un paraíso debe de ser parecido a vivir perpetuamente momentos como este.

De pronto Juan rompe el silencio, nos cuenta que él no existe para sus padres, estos se encuentran tan ocupados en sus oficios que ni él los conoce a ellos ni sus padres lo conocen a él. Esa sensación de abandono se acrecentó mucho más una vez comenzada la difícil adolescencia. Sus padres, los dos dedicados al mundo de la medicina, nunca le han dedicado el tiempo necesario para su crianza, delegando en su abuela para realizar tan difícil labor. Él revela con tristeza que cuando piensa en una madre la mujer que le viene a la cabeza es su abuela. Sus padres han intentado compensar la falta de tiempo concediéndole a Juan todos los caprichos que este deseara. Juguetes, ropa, videojuegos, aunque según parece a la larga lo que han conseguido es empeorar más la situación.

Me ocurre algo que nunca había experimentado antes y es que habiendo transcurrido apenas unas horas parece que tuviera la certidumbre de que conozco a Juan de toda la vida.

A pesar de su exposición yo considero que Juan ha tenido suerte en la vida, que su madre está viva y que sus padres trabajan duro para después acceder a todos sus caprichos, así que lo que veo en él es una pataleta de niño mimado. Aunque por supuesto prefiero guardarme mis pensamientos.

Juan ha dejado de hablar y cuando creía que iba a reanudar su pataleta no es así y ahora habla en un tono totalmente distinto.

— Se me ha ocurrido una idea genial ¿sabéis qué? Me voy a bañar.— Lo dice convencido aunque pienso que no es capaz.

Empieza a desvestirse, camiseta, zapatos y pantalones y sale a correr hacia el agua. A mitad de camino se para, gira sobre sí mismo y nos apremia.

— ¿A qué esperáis? ¡Vamos! — Se gira y no vuelve a mirar atrás.

Yo he comenzado a desvestirme y no puedo ni quiero frenar el torrente de emociones que estoy sintiendo. Corro a mi máxima velocidad y llego para lanzarme al agua inmediatamente detrás de él. No podemos parar de reír. El agua esta helada pero nos da igual, meto la cabeza, la saco y la vuelvo a meter. Nos movemos lo que podemos para espantar el frío. Deseo que Anastasia venga con nosotros pero nos dice que no, se niega a acompañarnos. Nos da igual, Juan y yo continuamos extasiados, poseídos por algo que nos impide parar.

— Daos la vuelta y ¡ni se os ocurra mirar! — De repente Anastasia está junto a la orilla. No puedo creer que vaya a meterse. Para ser sinceros tampoco sé qué hago yo dentro. ¿Será la cerveza?

Obedecemos. Mientras la oímos de entrar no deja de quejarse por el frío. Aunque una vez dentro, grita, salta, salpica. Le ha entrado el mismo ataque de felicidad que a nosotros.

Nos echamos agua unos a otros sin parar y yo no puedo evitar fijarme en Anastasia que está en ropa interior, concretamente lo que no puedo dejar de mirar son sus pechos que parecen aprisionados por el sujetador. Tiene la piel blanca como la luna que preside nuestra fiesta y escucharla reír tan fuerte hace que irremediablemente tenga que acercarme a ella. Juego con ella, intenta escabullirse, la sujeto con energía, nos abrazamos y me besa. Un beso corto en la mejilla que dura medio segundo.

Me fijo en su mirada, no es la habitual, esta noche luce más maliciosa. Yo también quiero jugar así que busco su boca con ahínco. En los dos primeros intentos consigue evitarme, rozamos los cuerpos. Ahora mismo no existe otra cosa en el mundo, deseo besarla. No tengo frío, no estoy metido en el agua sin ropa y de noche, ahora solo me centro en ella. Al tercer intento no vacilo, la agarro y tiro de ella con fuerza para acercarla y cuando está frente a mí la beso con ganas. Ella responde con sus manos agarrando mi cabeza y haciendo fuerza para que nos acerquemos más, si es posible. Nos separamos y ella no deja de mirarme directamente a los ojos, comunicándose conmigo por medio de su mirada. Ahora sí tenemos frío, estamos helados. Corremos hacia nuestra ropa todo lo rápido que podemos. Tiritamos los dos y nos castañean los dientes. Juan ha tenido la prudencia de salir sin decir nada, apenas ha hecho ruido.

Anastasia se viste como un rayo, yo opto por secarme primero el cuerpo con la camiseta y Juan está corriendo, para secarse supongo. Lanza una carrera a toda velocidad, frena de golpe y vuelve hacia nuestra dirección. Miro a Anastasia de soslayo, ella fija su vista en el suelo. Me ha encantado besarla, me pasaría toda la noche haciéndolo. Fugaz o no, es el primer contacto que he tenido en mi vida con el sexo opuesto y lo estaba disfrutando.

Siempre he sido de la opinión que en la vida existen semáforos en rojo y semáforos en verde, con una proporción mayor de los primeros con respecto a los segundos. Ahora parecía comprender el porqué. Los momentos de gloria, esos instantes maravillosos que se podían saborear con todos los sentidos, eran tan intensos y tan satisfactorios que nuestra mente adiestrada nos los reproducía en nuestra cabeza una y otra vez a cámara lenta y desde todos los ángulos para que nos deleitemos a gusto.

Aquella noche de otoño que descubrí el lado femenino de la vida compartiendo brevemente la boca de Anastasia, fue uno de esos momentos que ni yo mismo podía imaginar la cantidad de veces que lo rememoré a lo largo de mi vida.

Cobarde

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