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España vital y España oficial en el reinado de Alfonso XIII
EL PROGRESO DE LA «ESPAÑA VITAL»
Apenas cuatro años después de la paz de París se inicia el reinado personal de Alfonso XIII. Proyectando una panorámica muy amplia de este primer tercio del siglo XX, he escrito alguna vez que tres factores en paralelo desarrollo determinan su extraordinaria importancia: el estirón demográfico; el progreso económico; el esplendor literario y artístico.
En primer término, el estirón demográfico: la población total de España va a saltar de los 18 millones y medio de 1900 a los 23 millones y pico del final del reinado, con un ritmo de crecimiento acelerado a partir de 1910: más bien como consecuencia de la progresiva disminución de la mortalidad, puesto que el índice de la natalidad tiende a decrecer después de la primera guerra europea; y pese a la mayor intensidad de la corriente migratoria, a América, sobre todo.
En segundo término, el progreso económico —el incremento de las fuentes de producción—. La economía agraria entra ahora en una fase expansiva, estimulada desde 1914 por el alza de precios que trae la guerra mundial, y —en cuanto a las causas de índole permanente—, por lo que Vicens Vives ha llamado «revolución técnica de comienzos del siglo XX»: mejora de la maquinaria agrícola, difusión de los abonos químicos, triunfo de la doctrina del regadío.
En tres sentidos —he escrito en otro lugar— se manifiesta la expansión de la economía agrícola: en un crecimiento continuo de la explotación cerealística —que poco a poco va aproximándose a una adecuación completa con las necesidades del mercado interior—; en una recuperación del viñedo, después del terrible golpe de la filoxera (1892), y en una situación floreciente del olivo; y sobre todo, en el acceso de los cultivos de regadío a los primeros lugares de la producción agrícola y de las exportaciones nacionales —la política hidráulica, no se olvide, es una de las obsesiones de Costa, en las fechas finales del siglo XIX; un animoso ministro de Alfonso XIII, Rafael Gasset, se esforzará en traducirla en proyectos que enlazan, ya en los años treinta, con el notable plan de obras hidráulicas trazado, en plena república, por el ingeniero Manuel Lorenzo Pardo—. Protagonista de esta transformación hacia el regadío es la naranja, que en el decenio 1920-1930 ha de ocupar el primer puesto entre los géneros españoles de exportación. Claro es que el ritmo de producción se sincroniza con la demanda del mercado mundial, que ofrece dos buenas coyunturas (1890-1914 y 1920-1930). Durante la primera, se alcanza una cifra próxima a los seis millones de quintales (1913). Después del fuerte descenso provocado por la guerra de 1914-1918, la recuperación se hace rapidísima, a partir de 1920; en el año final del reinado se llega a los 10 840 000 quintales. Solo en la etapa siguiente, mercado y producción se verán afectados por la crisis mundial... Puede decirse, por ello, que el reinado de Alfonso XIII es la edad de oro de la naranja española; lo que implica el empuje económico y vital de Levante, encarnado en la robusta expresión literaria de Blasco Ibáñez, o en el estallido de energía y optimismo desplegados por la paleta de Joaquín Sorolla: fuerte contraste con el subjetivismo tenebrista del 98[1].
Por supuesto, no es la naranja el único artículo que se beneficia de la gran expansión del regadío. Junto a ella hay que situar la remolacha azucarera —el notable aumento de sus áreas de cultivo es una consecuencia positiva de la pérdida del azúcar cubano—; y toda la rica gama de los frutales.
En otro orden de cosas, ha de señalarse, aunque su ritmo de crecimiento no sea idéntico al de la agricultura, un notable desarrollo de la cabaña nacional. En los años finales de esta etapa, agricultura y ganadería representan la tercera parte del patrimonio y de la renta nacionales: «España —resume Vicens Vives— continuaba siendo mi país agrícola subdesarrollado, pero estaba en trance de pasar a una etapa mejor con la extensión del regadío y la expansión de los cultivos de exportación»[2].
Por lo demás, el desarrollo agropecuario no excluye un relativo florecimiento de las industrias extractivas y fabriles. Aunque destronado por la naranja del primer puesto en las partidas de exportación, el hierro —que había alcanzado sus cifras máximas de producción en los primeros tiempos del reinado— logra, a partir de la dictadura, tras el sensible descenso de los años 20-21 —en el que le acompañó otro mineral clave en la balanza comercial, el plomo—, una recuperación notable que solo se verá frenada por la crisis mundial de 1929. En cuanto a la industria siderúrgica, alcanza su coyuntura áurea durante la Primera Guerra Mundial: todavía hoy, una visita a la ría de Bilbao pone de manifiesto ante nuestros ojos lo que fueron para el País Vasco —para la fuerte burguesía industrial y financiera del País Vasco— los años del reinado de Alfonso XIII[3]. De la misma circunstancia favorable se beneficiarían las cuencas hulleras inmediatas[4]; presionadas estas últimas por un extraordinario aumento en el consumo de energía eléctrica —entre 1900 y 1920 se sextuplica la potencia instalada; el consumo de electricidad se quintuplica—.
Quizás el sector económico más afectado por la pérdida de las Antillas fuera el de la industria textil catalana. Dos hechos vinieron a revitalizarlo: el arancel de 1906, que reservó a los fabricantes el mercado interior[5]; y el extraordinario aumento de la demanda exterior, que supuso la Gran Guerra (la sacudida de las importaciones de algodón proporciona un índice muy claro: 84 000 toneladas de 1914 a cerca de 180 000 en los años que siguieron hasta 1919). Ritmo aún más fabuloso tomó la industria del papel —favorecida por el hecho de que la neutralidad de Suecia y Noruega garantizaba la importación de materia prima—. El precio del quintal de papel pasaría de 38 a 110 pesetas entre 1914 y 1918[6].
La crisis de 1921 —pérdida de los mercados nuevos, e incluso de algunos antiguos—, seria lógica consecuencia de la recuperación de las potencias combatientes tras el advenimiento de la paz. Pero el bache pudo salvarse: la dictadura de Primo de Rivera, que acentuó el proteccionismo y desplegó un amplio programa de obras públicas, abriendo paso resueltamente a las inversiones extranjeras —y que contaba desde 1922 con un nuevo arancel a gusto de los empresarios españoles—, permitió asegurar, acentuándolo, el ritmo del progreso hasta el comienzo de la crisis mundial.
Las alternativas del comercio exterior son paralelas a las que experimenta la producción, según acabamos de ver, en relación con las circunstancias internacionales y las iniciativas internas. La balanza comercial, muy ajustada después de los presupuestos deflacionistas de Fernández Villaverde, mantiene casi su equilibrio a lo largo de toda la etapa —salvo los años insólitos de la guerra mundial—; en efecto, el déficit es apenas perceptible hasta 1914: alrededor de 100 millones anuales sobre un volumen total de 2000 millones (aunque ya en 1913 ha alcanzado los 230,5 millones); en 1914 no rebasa los 144. A partir de 1923, una coyuntura favorable triplica el volumen del comercio exterior (5800 millones de pesetas oro en 1928), si bien crece también de manera alarmante el desnivel de la balanza a favor de las importaciones: entre 1921 y 1924, el saldo anual supone una pérdida de 1200 a 1300 millones de pesetas. Sin embargo, observa Vicens Vives, «esta riada de oro que salió de España se justifica por la necesidad de adquirir bienes de equipo y de consumo después del enriquecimiento inesperado de la Primera Guerra Mundial»[7]. La brillante obra económica de la dictadura acabó suscitando un despegue inflacionista en el que incidió, con fatales repercusiones para la estabilidad del régimen, el impacto de la crisis mundial iniciada en 1929.
El auge económico había de traducirse en una notable evolución social traducida en la dinámica de la población activa, que a finales del reinado estaba aproximándose a las fronteras del desarrollo. En efecto, si hasta 1910 las actividades agrarias absorben a más de dos tercios de la población activa, «a partir de entonces, en un proceso de doble significación, absoluta y relativa —subraya el profesor Martínez Cuadrado—, la población agraria decrece constantemente hasta por lo menos 1930, para hacerse regresivo (este ritmo) después de la guerra civil». En 1910, el 66 por 100 de la población activa —integrada entonces por 7 091 321 personas— permanecía arraigado en el campo (sector primario); el sector secundario no rebasaba de un 15,82 por 100 y el terciario de un 18,18 por 100. En 1930, la población activa se cifraba en 8 408 375; el sector primario había bajado a un 45,51 por 100 (3 826 510 almas); el secundario alcanzaba un 25,51 por 100 (2 229 343), y al 27,98 por 100 el terciario (2 352 522). Sumados los últimos sectores, secundario y terciario, rebasaban pues, ampliamente, al sector primario[8]. «El nivel de 1930 —escribe Martínez Cuadrado, comentando estas cifras— distaba mucho del alcanzado por países avanzados en la industrialización, pero el hecho nuevo radicaba en que desde 1910 un verdadero despegue había permitido situarse al sector agrario y al propiamente industrial en porcentajes de población ocupada semejantes al de Francia entre 1880 y 1890, y en proporción equivalente respecto de Italia»[9]. Conviene subrayar que la guerra civil imprimiría un retroceso «ruralizador» del que solo se comenzó a salir —recuperando los niveles de 1930— en la década de los cincuenta.
Hemos hablado, en fin, de una tercera constante de desarrollo: la que en el mundo del espíritu abraza las creaciones literarias y artísticas. Más de una vez se ha dicho de esta etapa que supone una «edad de plata de las letras españolas». ¿Por qué no una segunda edad de oro? En el campo de la literatura conviven, en la primera mitad del reinado, dos generaciones preclaras: la que encabezan Galdós, la Pardo Bazán, Clarín, Menéndez Pelayo, de una parte; de otra, la que al despuntar el siglo se divide en un doble cauce —el que llena la comente modernista; el que prestigia la llamada generación del 98, a que ya nos hemos referido—. En el máximo estilista del grupo, Ramón del Valle-Inclán, se percibe claramente el impacto del «modernismo» rubeniano; modernista es, en sus comienzos, el benjamín de aquella generación, Juan Ramón Jiménez; y en la misma corriente se encuadra, en cierto modo, el gran renovador de la escena, Jacinto Benavente. En cambio, están muy distantes de ella la despeinada y robusta expresión literaria de Baraja, el temblor humano de Machado, la «agonía» de Unamuno o la delicada sobriedad de Azorín. Claramente diferenciada de ambas facetas literarias, destaca en Cataluña la figura del gran poeta y prosista bilingüe Maragall, en cuya obra extraordinaria culmina la onda de la Renaixenga.
En torno a 1914 vendrá a sumarse a estos espléndidos equipos intelectuales una nueva promoción literaria, volcada fundamentalmente a la labor universitaria o al ensayismo filosófico —Ortega, D’Ors, Marañón, Madariaga, Riba, Asín, Azaña...—. Muy próximo a Clarín, y compartiendo con Baraja el cetro de la novelística española posterior a Galdós, despliega su labor Pérez de Ayala. Y todavía en plena dictadura, aflorará el prodigioso brote de poetas de la «generación de 1927»: Lorca, Alberti, Guillen, Dámaso Alonso, Diego, Cernuda...
Idéntico auge en el campo de las artes plásticas. En arquitectura, el despertar del siglo lleva el sello del modernismo catalán —en el que descuella el genio extraordinario de Gaudí—. Coinciden, en la escultura, la corriente clasicista de Ciará, el espumoso impresionismo de Benlliure, la sobria plástica de Julio Antonio. Y en pintura, el estallido luminoso y colorista de Sorolla, la preocupación intelectual de Zuloaga, van a dar paso, a través de la interesante figura «puente» de Nonell, a los nuevos caminos abiertos, de cara a Europa, por Gutiérrez Solana, Picasso, Miró, Juan Gris...
En fin, la música alcanza cumbres insospechadas en la obra de Granados, de Albéniz, de Falla sobre todo, cuyas creaciones, perfectamente situadas dentro de las corrientes universales del momento, se matizan con inconfundible acento español, elevándose a gran altura sobre la banalidad, brillante pero poco profunda, de las partituras de zarzuela, en apogeo también durante la fase transicional entre ambos siglos (Caballero, Bretón, Chueca, Chapí, Vives, Usandizaga...).
No cabe dudar, a la vista de tal despliegue de realizaciones, manifiesto en todos los órdenes, que la razón asiste a un intelectual antimonárquico, como Madariaga, cuando establece el parangón entre la época de Carlos III y la de Alfonso XIII. Pero también es cierto que durante todo este tercio de siglo el desarrollo demográfico y económico no se equilibra con una mejor distribución de la riqueza; y que el esplendor literario y artístico está muy lejos de reflejar el nivel medio de cultura de mi país afectado todavía en gran escala por el analfabetismo —aunque sea un hecho el eficaz descenso de sus porcentajes, sobre todo en el último decenio del reinado[10]—. Es decir, que el despliegue cultural y económico —el crecimiento de la «España vital»— solo hasta cierto punto se complementa con una evolución de paralelo ritmo en lo que afecta a las viejas y defectuosas estructuras político-sociales. En este sentido, el «problema de España» —sintetizando las distintas contradicciones latentes en la realidad del país, alumbradas súbitamente por el fogonazo del 98— podría hallar su formulación política en el siguiente esquema:
Necesidad de dar autenticidad al sistema político —teóricamente, una democracia coronada—, revitalizando a los partidos y apelando a la conciencia —insensibilizada por las viciadas prácticas del sufragio— de la masa neutra: de las clases medias de la ciudad y del campo, emancipándolas de las viejas oligarquías dominantes.
Atención simultánea a las reivindicaciones del sector obrero, en buena parte enmarcado en los cuadros socialistas.
A la larga, integración en el sistema de la Restauración de dos polos de la sociedad española marginales al mecanismo de los partidos turnantes: de un lado, la socialdemocracia, cauce de un amplísimo sector proletario; de otro, las corrientes autonomistas, vinculadas a los núcleos burgueses más fuertes del país.
El primero y segundo de estos puntos programáticos quedaban implicados en el revisionismo posterior al Desastre —es decir, la búsqueda de una España viva tras los telones de la España oficial—. El tercero suponía una síntesis entre los dos ciclos revolucionarios en que, como ya indicamos, se parte la Edad Contemporánea. Para salvar las lógicas tensiones inevitables en el proceso, se hacía necesario, en fin, prestar una atención especialísima a dos fuerzas sociales eminentemente representativas de la conciencia tradicional del país, adecuándolas a las exigencias del tiempo. Me refiero a la Iglesia y al ejército.
EL ESFUERZO REVISIONISTA DE LA «ESPAÑA OFICIAL»
Junto a todos los aspectos positivos de esta etapa histórica —que tan injustamente se han sumido, según antes recordábamos, en la nebulosa retórica de los «cincuenta años de incuria y abandono»—, el doble ciclo político que ella supone —primero, el intento de fundir la España oficial del canovismo con la masa neutra del país: después, el empeño de sustituir los cuadros políticos canovistas, ya caducados como base de sustentación del sistema, por otros hasta entonces marginales a él—, naufragaría en un fracaso que iba a arrastrar al sistema y al trono. Ese doble fracaso, esa doble frustración ¿se puede atribuir al rey? Tal es la tesis, para apelar a un libro reciente, de Francisco Ayala, que echa de menos para España en el primer cuarto del siglo actual, «un monarca más discreto que Alfonso XIII». En la opinión de Ayala, de no ser por la «indiscreta» intervención del rey, «la presión continua de la opinión pública hacia una democracia auténtica para la cual el país estaba ya maduro, hubiera conducido a la apertura cada vez mayor del régimen, a su ensanchamiento y nacionalización»[11].
Tanto Ayala como su glosador Tovar —este último en su obra, sin duda sugestiva, Universidad y educación de masas—, nos hacen una pintura de los intereses de clase encarnando de nuevo los «obstáculos tradicionales». Son estas fuerzas —escribe Tovar— «las que ejercieron su presión sobre el rey Alfonso, o las que espontáneamente incorporó y personificó. El hecho es que a partir de su mayoría de edad se nota cada vez un crujido mayor en los ejes de la vida política española. Son los años de la destrucción de Maura, de la duplicación y escisión de los partidos, del liberalismo de Romanones con toda la confianza de Palacio, de Dato levantado contra su jefe... Y pulverizados así los débiles partidos, partidos de yernocracia y cunerismo, pero partidos al fin y al cabo, los militares que en el régimen de 1876 habían empezado al fin (con mesianismos, con Polaviejas) a comprender que tenían que ser un mero instrumento de la nación, dan un paso adelante. La crisis del régimen ocurre entre 1909 y 1917. Aparece entonces y se perfila admirablemente un órgano de opinión de las clases que rodean a la monarquía y quieren mantenerla como su abogado, guardián de su mentalidad de privilegio, enemiga de la igualdad ante la ley, principio el más indiscutible del derecho moderno»[12].
Pero convendremos en que toda esta brillante síntesis es, cuando menos, discutible, a poco que nos detengamos a examinar los auténticos planteamientos de la continuada crisis del reinado —sustancialmente, el doble fracaso a que antes nos hemos referido—: discutible la atribución al rey del hundimiento de Maura, olvidando los errores y las intransigencias del político mallorquín; discutible la gratuita suposición de que el liberalismo de Romanones era el único grato al monarca, saltando por encima de un hecho incontestable, el apoyo de aquel a Canalejas; discutible atribuir al «palatino Dato» el alzamiento contra su jefe, ignorando que si hubo un efectivo «pronunciamiento» fue el de Maura, según la certera frase de Ortega —«un pronunciado de levita»—; desde luego inexacta, en fin la afirmación que remata toda esta catilinaria: la atribución a don Alfonso de la aventura dictatorial («el golpe de Estado que promovió el rey», según Francisco de Ayala).
Es necesario hacer un análisis objetivo de la actitud de Alfonso XIII, de su verdadero papel en la crisis de la Restauración; voy, al menos, a intentarlo, aunque confieso que no abrigo muchas ilusiones acerca de la eficacia que mi esfuerzo pueda tener frente a las posiciones empecinadas, irreductibles, que prefieren el tópico repetido y no examinado a fondo, a un objetivo estudio de la realidad estrictamente histórica. Pero vaya por delante una observación que ya hice en otro lugar: aludo a la paradoja en que incurrieron los republicanos de 1931, cuando atacaban al rey por sus presuntas perfidias al mismo tiempo que condenaban la «farsa» de Cánovas. Porque en todo caso, la conducta política de don Alfonso se inspiró siempre en el empeño de hacerse eco de una opinión real, a sabiendas de que esa opinión no podría identificarse nunca con unos parlamentos prefabricados por los partidos del «turno». Muy exactamente escribió Winston Churchill, refiriéndose al soberano español: «Es... como estadista y gobernante, y no como monarca constitucional siguiendo comúnmente el consejo de sus ministros, como él desearía ser juzgado, y como la Historia habrá de juzgarle... No tiene por qué temblar ante la prueba. Posee, como él mismo ha dicho, una buena conciencia...»[13].
Afirmaba el historiador francés Mousset que Alfonso XIII era uno de los raros soberanos europeos que no sufría la influencia de ningún consejero, porque sus intervenciones se inspiraban siempre en una concepción del interés nacional que escapaba a los cálculos egoístas de los partidos; cosa que —añadamos— no le perdonarían estos, ya fuese Maura o ya Romanones el consejero que no le podía hacer exactamente conservador o liberal. Pese a que sus prejuicios republicanos le impiden una perfecta claridad de visión, no cabe duda de que Madariaga acierta en buena parte cuando escribe: «La mayor parte de los hombres que le rodean ven los movimientos históricos de su nación desde el punto de vista de su propia posición política personal. El rey los ve en relación a la corona y a sus poderes. Como la situación política del rey era la más alta y su interés político el más permanente, los actos reales resultan ser, por tanto, los menos divergentes del interés nacional. Así pues, el político coronado da la impresión no solo de ser el más agudo, sino también el más patriótico de los hombres públicos con quienes hubo de cooperar. Y no vale rechazar esta opinión a la ligera. En ausencia de un criterio objetivo en que apoyarse, el rey no podía adoptar como principio de política otro criterio más seguro que el de la estabilidad de la corona». Similar a este juicio es el que emite Raymond Carr: Alfonso XIII «no cayó totalmente víctima de su manía de grandeza política cuando pensó que la voluntad real era el único factor estable dentro de un sistema fluido de grupos parlamentarios en pugna. Los diplomáticos y los generales antes buscaban en el rey la continuidad de la orientación política, que en las movedizas combinaciones de un conglomerado confuso de jefes de partido independientes...»[14]. Y en esta misma línea se sitúa la observación de Churchill: «Se sintió [Alfonso XIII] el eje fuerte e inconmovible, alrededor del cual giraba la vida española...»[15].
Identificado con su papel de intérprete y polarizador de la voluntad nacional, por encima de la movediza estructura y de los mezquinos intereses de los partidos, don Alfonso, al llegar al trono, se encontró con que las más genuinas atribuciones que la Constitución le reservaba habían sido reducidas a pura teoría por los prohombres del «turno». «Los políticos, los oligarcas políticos de la Restauración, se habían valido de la regencia de su madre para hacerse ellos con las prerrogativas otorgadas a la corona por la Constitución, y habían reducido a una ficción el poder de destituir y nombrar libremente a los ministros. El paralelismo con Jorge III es sorprendente: Alfonso quiso ser un rey y además un rey patriota. Creyó que solo una monarquía que actuase podía evitar la amenaza del republicanismo, que siempre afecta antes al rey que a sus ministros. Como todos los demás, don Alfonso fue un regenerador a su modo; su postura fue la de un rey emprendedor rodeado de una caterva de políticos chochos»[16]. Sin necesidad de acudir a fuentes indirectas, basta con que tengamos en cuenta lo que él mismo dejó consignado, al despuntar el año de su coronación —cuando no era más que un adolescente lleno de ilusiones—, respecto a su misión y a su deber:
En este año me encargaré de las riendas del Estado, acto de mucha trascendencia tal y como están las cosas; porque de mí depende si ha de quedar en España la monarquía o la república. Yo puedo ser un rey que se llene de gloria regenerando la patria, cuyo nombre pase a la Historia como recuerdo imperecedero de su reinado; pero también puedo ser un rey que no gobierne, que sea gobernado por sus ministros, y por fin, puesto en la frontera... Yo espero reinar en España como rey justo... Si Dios quiere, para bien de España...[17].
Hasta el fin de sus días, esta consigna formulada en la fecha más radiante de su vida —la subordinación de los propios intereses, o del interés de la corona, al supremo interés de la patria— supo cumplirla a rajatabla. Cuando, al cabo del ciclo iniciado el 17 de mayo de 1902, las elecciones municipales de abril de 1931 vinieron a demostrarle que las últimas experiencias políticas le habían apartado del afecto de sus súbditos, que el país buscaba caminos marginales a la monarquía para hallar su destino, el rey pronunció una frase magnánima, difícilmente comprensible para los que, en un extremo u otro se consideraban entonces, y se considerarían después, monopolizadores de las «auténticas esencias de la patria». «Espero que no habré de volver, pues ello solamente significaría que el pueblo español no es próspero ni feliz»[18].
No se trataba de una frase de circunstancias, volcada teatralmente, de cara a la Historia o al gran público. En el seno del secreto más riguroso, y en actitud muy diversa a la adoptada por las facciones monárquicas del país, se expresaría de esta manera en conversación confidencial con Gil Robles, cuando este le expuso en 1933 su propósito de llevar hasta el final su experiencia de una república de derechas: «Si con la república puedes salvar a España, tienes la obligación de intentarlo. Ni tu tranquilidad ni mi corona están por encima de los intereses de la patria... Por el bien de España, yo sería el primer republicano...»[19].
Y es que —lo apuntábamos páginas atrás— difícilmente podrá ser comprendido Alfonso XIII si no se le enmarca en la promoción generacional del 98; o, según prefiere algún brillante crítico, en el «espíritu» de la época sellada por el trauma nacional del Desastre. Recordemos el afán de autenticidad suscitado por aquella honda crisis en las conciencias más sensibles de una España que liquidaba su pasado de esplendor histórico para enfrentarse con un incierto futuro. La labor de Alfonso XIII en el trono consistió, desde el primer día, en abrir paso, a través del círculo de ficciones en que había degenerado el sistema político de la Restauración, al auténtico latir de una opinión que el tinglado constitucional le daba falseada. Alguna vez, Unamuno supo hacer justicia al rey entendiéndolo plenamente como su perfecto afín espiritual: «Lo más europeo, es decir, lo más internacional que tenemos en España, es el Estado. Y el rey lo encarna y representa. El rey, por tanto, debe ser, y el nuestro se esfuerza por serlo, la conciencia nacional y a la vez internacional de la patria encarnada en hombre. Y en esta su labor y constante ahínco, debemos ayudarle los españoles todos, haciendo porque lleguen a él las palpitaciones de la conciencia colectiva española y cobren así luz y conciencia. El rey gusta, ante todo, de la sinceridad... no vive encerrado en una muralla de la China, sino que busca a todos aquellos españoles que pueden llevarle un granito de verdad...»[20]. Ese radical afán de hacerse intérprete de la voluntad o de las aspiraciones del país no se desmiente a lo largo de todo el reinado: está presente en sus decisiones políticas más graves: en 1909, en 1913, en 1918, en 1923, en 1930; se hará notorio, sobre todo, en su manera de juzgar las elecciones de 1931 y de aceptarlas.
[1] España en la Edad Contemporánea, en Historia del Mundo Contemporáneo, de J. R. Salís, 2.a ed. esp. de Guadarrama, Madrid, 1966, p. 492.
[2] Historia social y económica..., t. IV, vol. II, p. 314.
[3] «En lo concerniente a los beneficios de la siderurgia, las ganancias netas de Altos Homos de Vizcaya en 1917 y en 1918, oscilaron entre los 100 y los 150 millones de pesetas. Se transformó la producción, se trabajaba a tres turnos. Aunque las empresas siderúrgicas tenían constituido un verdadero cártel desde 1907 al haber creado la Central Siderúrgica de Ventas, hubo fenómenos de competencia, por ejemplo, entre Euskalduna y Altos Hornos, llegándose a la creación —que había de saldarse por un fracaso al caer la producción después de la guerra— de la Siderúrgica del Mediterráneo (Puerto de Sagunto), cuyo principal animador fue Ramón de Sota» (Manuel Tuñón de Lara: La España del siglo XX. Librería Española, París. 1966, p. 20). «Si los precios declarados (del carbón) se triplicaron, muchas transacciones se hicieron a precios cuádruples de los de antes de la guerra. Aumentó la producción y el número de mineros, y en aquellos años se acumularon algunos capitales conocidos vulgarmente con el nombre de fortunas del carbón» (Tuñón, ob. y págs. cits.). Este autor inserta —tomándola del periódico El País, de Madrid (23 de agosto de 1918)— el siguiente cuadro de producción y beneficios de la industria del carbón durante los años de guerra:
Años | Beneficio en pesetas por tonelada | Beneficios totales en pesetas |
1914 | 8 | 28.900.000 |
1915 | 21,80 | 100.600.000 |
1916 | 42 | 230.500.000 |
1917 | 60 | 418.000.000 |
1918 | 64 | 455.000.000 |
[4] En la complejidad del mapa de la economía española, el arancel deseado por los catalanes se consideraba nocivo para los intereses agrarios de Valencia. La discordancia en el ritmo —económico e incluso político— de ambas regiones es un hecho frecuente y curioso a lo largo de esta época.
[5] En la complejidad del mapa de la economía española, el arancel deseado por los catalanes se consideraba nocivo para los intereses agrarios de Valencia. La discordancia en el ritmo —económico e incluso político— de ambas regiones es un hecho frecuente y curioso a lo largo de esta época.
[6] «El grupo de la Papelera Española (Aresti, Arteche, Gandarias, Urgoiti) dominó el mercado, gracias a lo cual creó el diario El Sol y más tarde la Editorial Espasa-Calpe» (Tuñón, p. 20).
[7] Historia Social y Económica..., t. y vol. cits., p. 335.
[8] Me atengo al cuadro que el profesor MARTÍNEZ CUADRADO publica en su obra, p. 112; y en él, a las estimaciones del Instituto de Cultura Hispánica (La población activa española de 1900 a 1957, Madrid, 1957) que, sin embargo, excluyen la población femenina agraria.
[9] Miguel MARTÍNEZ CUADRADO, La burguesía conservadora (1874-1931), en «Historia de España Alfaguara». VI, Madrid. 1973, pp. 111-112.
[10] En 1900, el porcentaje de analfabetos era de 58,01; en 1910, de 52,77; en 1920, de 45,44; en 1930, de 33,73; exactamente, en cuanto a cifras totales, si en 1900 el número de analfabetos mayores de cinco años es de 9 293 716 —para una población de 16 019 842—, en 1930 los analfabetos se engloban en la cifra de 6 934 387 —para una población que alcanza ya los 20 555 755—. Vid. A. CERROLAZA, Analfabetismo y renta, «Revista de Educación», abril 1954, n.° 20.
[11] Francisco AYALA: España a la Techa. Buenos Aires, 1965. Cit. por Tovar: Universidad y educación de masas, Ariel, Barcelona, 1968, pp. 47 y ss.
[12] Francisco AYALA: España a la Techa. Buenos Aires, 1965. Cit. por Tovar: Universidad y educación de masas, Ariel, Barcelona, 1968, pp. 47 y ss.
[13] Winston CHURCHILL, Figuras contemporáneas, Madrid, 1943. p. 212.
[14] Raymond CARR: España. 1808-1939. Ed. esp. corregida y aumentada por el autor. Ariel, Barcelona, 1969, p. 454.
[15] Churchill, ob. cit., p. 212.
[16] CARR, ob. y p. cits.
[17] Francisco AYALA: España a la Techa. Buenos Aires, 1965. Cit. por Tovar: Universidad y educación de masas, Ariel, Barcelona, 1968, pp. 47 y ss.
[18] Francisco AYALA: España a la Techa. Buenos Aires, 1965. Cit. por Tovar: Universidad y educación de masas, Ariel, Barcelona, 1968, pp. 47 y ss.
[19] José María GIL ROBLES, No fue posible la paz, Ariel, Barcelona, 1968, p. 88.
[20] Citado por Cortés CAVANILLAS, Alfonso XIII, p. 56.