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PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN

LA PRIMERA EDICIÓN DE ESTE LIBRO (Barcelona, Ariel, 1969) se agotó hace años; y desde entonces se me ha pedido, repetidamente, que preparase una nueva. He ido aplazando la tarea por dos razones: el deseo de mejorar el texto primitivo en lo posible y la duda respecto al camino a seguir para conseguirlo.

Ninguna otra de mis obras ha recibido, como esta —que no pasa de un ensayo «en profundidad»— tan favorable acogida, ni suscitado críticas tan diversas. El éxito rebasó mis esperanzas, pero correspondió al cariño con que fueron redactadas las páginas que siguen. Las críticas esparcidas por periódicos y revistas especializadas han constituido un estímulo y un desafío. Un estímulo, por su generosidad. Un desafío, en el mejor sentido de la palabra: en cuanto incitación a perfilar o mejorar lo ya hecho. Sino que, siendo el tema apasionante para mí, y habiendo profundizado documentalmente en él, la mejor respuesta me parecía una nueva elaboración: un libro grande y de mayores ambiciones.

Al cabo, opto por un tercer camino. El libro grande será, Dios mediante, otra cosa, y tiene ya su lugar en mis proyectos de trabajo. La presente es, simplemente, una segunda edición, que creo útil todavía para el gran público. Pero una segunda edición corregida y aumentada; que se aleja ahora del simple ensayo, gracias al Apéndice documental con que va enriquecida; y que trata de asimilar las críticas «asimilables».

Esas críticas podrían agruparse en dos apartados: las que echaron de menos, en mi trabajo, la afloración de nuevas fuentes documentales: y las que, entendido aquel a derechas —como revisionismo crítico de lo anteriormente publicado—, no aceptaron —o aceptaron solo provisionalmente— mis nuevos puntos de vista. Atendiendo a las primeras he procurado reforzar, siempre que me ha sido posible, la apoyatura documental, o bibliográfica, de estos. En cuanto a las réplicas de los no convencidos, son, también, de dos clases. De una parte están las que, ante mis replanteamientos, se han limitado a atrincherarse en el punto de partida, sin intentar en lo más mínimo oponer razonamiento a razonamiento. Es el caso de la corriente maurista, todavía viva, intocable en este país donde ningún valor se respeta, por muy próximo que esté a nosotros. Siempre he profesado sincera admiración por la figura de Maura; pero el «maurismo de reacción», que brota en 1909 y se hace marea tumultuosa desde 1913, creo que acabó siendo totalmente nocivo en la evolución de la política española. En el estudio sobre Dato, que fue mi discurso de ingreso en La Real Academia de La Historia, demostré cuán discutible resulta la presunta unanimidad conservadora en torno a Maura, al producirse la retirada de Silvela. En cuanto a la crisis de 1909, encierra un doble aspecto: si bien la ruptura del pacto del Pardo por la oposición dinástica constituye un hecho censurable, también es cierto que la manera de liquidar las secuelas de la Semana Trágica había supuesto un error que Maura pagó muy caro, pero en el que no tenía por qué verse implicada la corona. Creo que la solución de aquel grave trance no podía ser otra que la que fue: solo restaba, como peligrosa alternativa, una dictadura maurista de muy difícil salida. Así pues, no he alterado apenas el capítulo que al tema se refiere. Sigo pensando que la gran ocasión regeneracionista del reinado, en el decisivo lustro 1907-1912, cae más bien del lado de Canalejas que del lado de Maura: y me consta que esa misma fue la estimación del propio monarca. En fin, la crisis de 1913 —que implicaría la division de los grandes partidos del «turno»— constituyó un indiscutible paso en falso de Maura; quizá achacable, más que a él, a su primogénito y supremo consejero privado, el conde de la Mortera. Incluyo ahora un documento muy esclarecedor sobre la tramitación de esta crisis, procedente del archivo Dato.

También he procurado matizar cuanto estaba dicho sobre la grave «encrucijada» de 1917, en la que algunos han querido ver una ocasión frustrada, que tal vez pudo evitar, a veinte años de distancia, la guerra civil de 1936. Desde luego, no participo de semejante idea; y creo que, de triunfar la huelga revolucionaria de agosto, las consecuencias hubieran sido muy graves, capaces de abocar, si no a una guerra civil, a nuestra implicación en la guerra mundial. Pero en este caso, también he de remitirme a las páginas que en mi estudio sobre Dato dediqué a la actuación del político conservador durante todo el verano de 1917.

He ampliado los capítulos referentes a la dictadura y a la crisis final de la monarquía. Sigo creyendo que la dictadura era inevitable en 1923 —-y así pensaba, por entonces, el mismísimo don Antonio Maura—. Pero el problema residía —como siempre en esta clase de situaciones «de excepción»— en su posible salida hacia «la normalidad». A ello he dedicado especial atención, así como a la actitud del socialismo, que hizo imposible un cambio en continuidad, capaz de evitar la ruptura republicana.

Deseo agradecer de nuevo la atención y las críticas que mi obra despertó hace diez años. De aquellas, solo he querido responder expresamente a las que he considerado inmotivadas e injustas. Y vuelvo a pedir indulgencia a los muchos que saben más que yo, o que ven más claro que yo. A estos últimos les ruego que no confundan mis errores, siempre posibles, con prejuicios o apasionamientos. En último término, me consolaría recordar la profunda observación de Tagore: «Si cierras la puerta a todos los errores, dejarás fuera la verdad».

Madrid, abril de 1979.

Alfonso XIII y la crisis de la Restauración

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