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¿Cuál era el sentido de la violencia y la interrupción del orden en el Templo?

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En 1865 el pintor danés Carl Bloch recibió una comisión —que le tomaría cerca de catorce años terminar— para realizar una serie pinturas sobre la vida de Cristo que habrían de ser parte de la capilla del castillo Frederiksborg en Copenhague. Dotadas de un solemne carácter académico, se encuentra entre ellas una obra que representa la expulsión de los mercaderes del Templo (Ilustración 5), el pasaje evangélico en el que Jesús, al entrar en el Templo de Jerusalén, echa fuera a los que vendían y compraban en él, derriba las mesas de los cambistas y los asientos de los vendedores de palomas, y enseña —es el verbo utilizado en el texto de Marcos—: «¿No está escrito que mi casa será casa de oración para todas las gentes? Pero vosotros la habéis hecho cueva de ladrones»16.

En el centro de una agitada escena, flanqueada por enormes columnas de mármol, el pintor coloca a un Jesús nimbado de rostro adusto que levanta en la mano derecha un fuete. Viste una larga túnica roja y sobre ella, una toga azul. Delante de él se inclinan los cambistas protegiéndose del golpe que les amenaza, uno de los cuales se apresura a recoger sus monedas a punto de rodar por el suelo. Cerca de él un vendedor de palomas observa cómo se ha escapado una de ellas mientras sostiene entre sus brazos la jaula en la que les transporta. En actitud de autoridad, con el brazo izquierdo extendido, Jesús les ordena retirarse a los mercaderes y cambistas. En primer plano un personajefinamente ataviado, un príncipe de los sacerdotes, aprieta los puños y se aleja de él mirándolo con resentimiento. Detrás un hombre lo observa; ¿acaso escucha su enseñanza? Entre tanto, otros personajes acarrean bultos y, en el fondo, unos más hablan entre sí mirándolo a distancia, semiocultos en la oscuridad; quizás se trate de sus adversarios, de quienes buscaban hacerle desaparecer y le temían, como afirma el relato evangélico.


Ilustración 5. La purificación del templo. Óleo del pintor Carl Bloch (1865).

El modelo de esta representación se encuentra en la xilografía que, sobre el mismo tema, realizó Alberto Durero hacia 1509. En ella, Jesús se ha hecho un látigo con cuerdas y golpea con fuerza a un mercader derribado por el suelo, representado en un logrado escorzo. Por su parte, la pintura de Bloch da continuidad formal a un ícono de siglos en el que los historiadores ven la expresión del conflictivo entorno que rodea al predicador. ¿Cuentan, en realidad, una historia estas representaciones?

Para Reimarus, el significado de esta escena era crucial y se lo podía comprender cabalmente a través de dos momentos presentados en los evangelios, uno previo y otro posterior a ella. El primero describe la entrada de Jesús a Jerusalén, sentado en un borrico y a las gentes que lo aclamaban, tendiendo mantos y ramas de árboles en su camino, mientras exclamaban: Bendito el reino que viene de nuestro padre David; hosanna al Hijo de David; bendito el que viene en nombre del Señor; bendito el que viene, el rey en nombre del Señor; bendito el que viene en nombre del Señor y el rey de Israel17. El sentido directo de esta aclamación era claro: la gente que precedía y acompañaba a Jesús, y también sus discípulos, acogieron a grandes voces a un pretendiente al trono de Israel; un cargo ocupado, en ese entonces, por autoridades romanas o nombradas por el emperador.

El momento posterior se enfoca en una polémica sobre el bautismo de Juan, el profeta cuya predicación precedió a la de Jesús. Según cuenta el texto evangélico, Jesús fue interrogado en el Templo por los príncipes de los sacerdotes y por los ancianos del pueblo: «¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Quién te dio este poder?». El nazareno los increpó con una contra pregunta de alto calado religioso, como era frecuente en él y cuyas opciones de respuesta venían sugeridas: «El bautismo de Juan, ¿de dónde era? ¿Del cielo o de los hombres?», advirtiéndoles que, si no respondían, tampoco él contestaría su pregunta. Ellos niegan conocer la respuesta y evitan exponer su oposición a la enseñanza y al bautismo de Juan. Jesús, en consecuencia, tampoco justificó sus acciones18. Probablemente, en este diálogo se revela un pulso de autoridad entre dos corrientes religiosas de su tiempo: la mediación profética representada por Juan y Jesús, y la autoridad religiosa constituida y representada por el sumo sacerdote. Para la primera, la esperanza de un nuevo orden divino constituía un mandato de fe en el que confía y usa el lenguaje de las revelaciones para leer la realidad y expresar su posición. Para la segunda, el culto sacrificial practicado en el Templo y el principio misterioso de la presencia divina en él, representaban su propio poder sacralizado. En el relato, Jesús gana aparentemente la disputa dialéctica.

Según Reimarus, en estos acontecimientos —de haber sucedido así— se revela una sola línea de explicación: Jesús se proponía ser declarado rey de los judíos. Sus acciones y las de Juan se reforzaban entre sí. De hecho, Jesús llegó hasta Juan para hacerse conocer como mesías a través suyo, y cada uno alababa al otro delante de la gente. Ambos formaban parte de movimientos que preparaban activamente al pueblo para el reinado de Dios. Ese era, afirma Reimarus, el significado de la interrupción violenta del orden en el Templo y del discurso sedicioso contra las autoridades; hechos que resultaban inconsistentes con el credo tardío de un sagrado salvador.

El autor de los Fragmentos quiso conectar estos sucesos; es decir, los riesgos que Jesús estaba dispuesto a correr al predicar en Jerusalén durante la festividad de la Pascua, como se narró en los evangelios, con su desenlace desventurado. Así lo escribió:

Jesús muestra aquí, con claridad suficiente, cuál era su intención, pero este era el actus criticus y decretorius —el acto que debía conducir al éxito toda la empresa y del cual todo dependía—, pero todo fue insuficiente para lograr el objetivo principal: ser declarado rey de los judíos. Nadie prestante, ningún fariseo, solo la turba había seguido a Jesús. La convicción acerca de la realidad de sus milagros no había sido lo suficientemente fuerte. Si así fuera habría tenido adherentes más poderosos […]. En este momento crucial, y en presencia de líderes y gente educada, no realizó ningún milagro. Milagro que hubiera sido demostrativo de su identidad […]. Muchos antes de él habían pretendido mediante milagros hacerse proclamar como mesías, y sus motivos ambiciosos se habían descubierto al desarrollarse y fracasar sus planes […]. A su muerte en la cruz, se hizo entonces claro que la intención y el objetivo de Jesús no eran sufrir y morir, sino construir un reino terrenal y salvar a los israelitas de la servidumbre. En ese sentido, Dios lo abandonó y sus esperanzas fueron frustradas19.

La expectativa de un reinado del Dios de los judíos no era una cuestión de poca monta para las comunidades judías del siglo I. Por el contrario, ella representaba esperanzas, propósitos y temores trascendentales. Además, ansias de independencia del dominio extranjero, demandas políticas por un orden social en manos de monarcas y sacerdotes más justos, la puesta a prueba de la alianza entre Dios y el pueblo hebreo, el valor de creencias ancestrales en la acción prodigiosa directa de Dios a favor de su pueblo; como también, el interés por acceder al poder de distintos individuos, grupos y linajes —quizás hasta de la estirpe familiar del mismo Jesús—, todo ello expresado en el lenguaje enigmático de las profecías.

También el comentarista e historiador católico John P. Meier al repensar la figura histórica de Jesús ha destacado que, al menos hacia el final de su vida, el profeta actuó como pretendiente mesiánico del linaje de David. La entrada triunfal y la disputa en el Templo eran gestos públicos de provocación a los que este autor llama gestos regios proféticos, acciones metafóricas, que habrían sacado a la luz su proyecto real y que fueron la causa de su arresto.20

Otro historiador y estudioso del siglo XX, Geza Vermes, procedente de una familia judía, expresó desde otro ángulo —el cual sostiene que Jesús no pretendía simplemente un reino terrenal para sí, sino una cierta forma de restauración religiosa y espiritual—, una conclusión de matices diferentes en relación con la concatenación de los hechos y su contexto:

Teniendo en cuenta la atmósfera espiritual de la Palestina del siglo I d. C., y su fermento escatológico21, político y revolucionario, es muy probable que la negativa de Jesús a las aspiraciones mesiánicas fuese rechazada tanto por sus amigos como por sus adversarios. Sus partidarios galileos continuaban esperando, aún después del golpe aplastante de su muerte en la cruz que, tarde o temprano volviese a aparecer para «restaurar el reino de Israel». Además, sus adversarios de Jerusalén tenían necesariamente que sospechar que aquel galileo, cuya influencia se extendía ya entre el pueblo de la propia Judea, estaba impulsado por motivos subversivos22.

La imagen de Jesús como un caudillo a quien seguían discípulos y partidarios es irrefutable, así como su predicación sobre la venida inminente del reinado de Dios. De allí su peligrosidad a los ojos del sumo sacerdote responsable de prevenir sublevaciones en Jerusalén. Para Reimarus, y para un gran número de historiadores y estudiosos modernos, resulta admisible considerar como causa de la ejecución de Jesús de Nazaret, por orden de la autoridad romana y con sus métodos, los actos de fuerza y la actitud de desacato en el Templo. Acciones derivadas del alcance sedicioso de su prédica del reinado de Dios: opuestas al poder imperial de nombrar autoridades y reyes en Israel, enfrentadas a la connivencia del sacerdocio de Judea con el poder romano y, es posible, en pugna dinástica con el linaje saduceo que controlaba el Templo.

El lenguaje religioso en el que estaba envuelta la prédica del Reino de Dios no ocultaba la intención política; por el contrario, la expresaba con los matices y gestos propios de su cultura. La inscripción puesta en la cruz, encima de su cabeza, lo afirma taxativamente: «Este es Jesús, el rey de los judíos». La causa era política y no religiosa. El letrero expresaba el motivo de la sentencia de muerte y justificaba el suplicio23.

El enviado del Reino

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