Читать книгу Los mares de la infancia - Carlos Skliar - Страница 11

Testimonio

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Pero si todos lo vieron, no fui solamente yo, había muchísima gente y nadie se mostró en desacuerdo con que se lo llevaran esposado, arrastrado por el suelo duro, tomado de los pelos, golpeando sus rodillas y sus codos y su cabeza una y otra vez, qué doloroso, decíamos y qué bien merecido lo tenía, decíamos, pero ninguno se opuso porque lo habíamos visto con nuestros propios ojos, y fue él, sin duda, quien había toqueteado a la niña, una y otra vez, cuando pasaba por la plazoleta, sobre todo al fin de la tarde en que estábamos allí, paseando a nuestros perros, le decía cosas horribles, la amenazaba y la seguía con la mirada lasciva por varios metros, cómo no iba a ser él cuando la niña le contó a sus padres que la habían manoseado y recordó, espantada, el olor animal que desprendía ese hombre, seguramente con las uñas sucias de escarbar los botes de basura para buscar comida, y luego, claro, el hombre se hacía el enajenado, el que no entendía, el que miraba atónito cómo las fuerzas del orden iban directo hacia él y lo atrapaban tirándolo al suelo, golpeándolo sin miramientos, abatiéndolo contra el piso, cómo no iba a ser él cuando los padres de la niña lo identificaron detrás de esa barba espesa de un rostro negruzco, de unos ojos intimidatorios, de un pelo revuelto por la suciedad y la intemperie, si además él no quería hablar o murmuraba palabras incomprensibles que no hacían más que comprometerlo, un demente, alienado, miserable, que se pasaba las horas tirado al borde de la tierra abonado por los excrementos de los perros y los pájaros, haciendo nada, con la ropa rasgada, la piel más oscura que los trapos que vestía, esa pose absurda, desquiciada, que nos ofendía, a nosotros, aquellos que pasábamos raudos para llegar casi siempre tarde al trabajo, a quienes hacemos este país cada día, la nación, en síntesis, y seguía allí, acostado como un verme, un gusano desdentado y viscoso cuando regresábamos exhaustos, mientras él todo el día nada de nada, para colmo por la noche venía esa patrulla de asistencia social y lo llevaba a un refugio y le daba de comer y se dormía plácido, claro, con el pago de nuestros impuestos, sosteniendo esa ridícula farsa de la caridad, esa horrible tentación de la politiquería, por qué mejor no lo obligaban a trabajar, que barriera la calle, que recogiera la basura, que limpiase las aceras, que se bañase y tuviera algo digno que hacer, y con nuestro dinero, no, el maldito se la pasaba echado delante nuestro, todo el día, diciendo cosas sin sentido, qué violento era, cómo gritaba, cómo miraba a las mujeres con esa sonrisa abusadora, qué vida la de este vagabundo, para qué tenía que mostrar la úlcera de sus piernas, la piel despellejada, cómo nos irritaba con su desnudez impúdica, cómo nadie hacía nada, y por qué me lo pregunta, por qué me mira de esa forma, si todos lo supimos siempre, que ese maldito algún día nos robaría o violaría a alguna mujer inocente, qué tiene que ver que se haya sabido después que el de la agresión a la niña había sido otro hombre, ése bien vestido, prudente y silencioso, tal vez la niña lo sedujo, nunca se sabe, así vestida qué quiere, con la falda corta, sí, trece años son pocos, pero vio cómo son las niñas ahora, tan precoces y tan procaces, quizá el hombre se sintió hechizado por esa bruja pequeña, ese hombre alineado y recién afeitado que veíamos pasar todas las mañanas y todas las noches por ese sitio infectado por el olor nauseabundo de aquel miserable que no había hecho nada de nada, y eso qué tiene que ver.

Los mares de la infancia

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