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Una despedida sin fin

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Aquello que había escuchado la tarde en que nos despedimos no era, entonces, lo que habías dicho de verdad. Qué pena. Era una tarde preciosa, la recuerdo, con unos nubarrones violetas apostados a los costados del horizonte y un sol tímido, aquietado por la bruma de un cielo que a los pocos minutos cubriría la ciudad de una suerte de manto grisáceo, espeso, como si se tratara de una fina capa sobre una vestimenta demasiado estrecha. Ya han pasado veintiún años, siete meses, doce días. No sé cómo esta correspondencia ha llegado hasta aquí, aunque es cierto que en estos tiempos no me he movido demasiado, y que prácticamente permanecí inerte, como una suerte de impericia para seguir adelante. Aquí ha sido mi único lugar, inalterable, inmóvil como una estatua de espaldas en un parque deshabitado. Y tu carta me dice ahora que lo que habías dicho no fue que nuestra vida era imposible sino imprevisible. Yo escuché que era imposible, no imprevisible. No sé por qué quise oír esa palabra y desoí la otra. Quizá porque ignoraba el significado de imprevisibilidad y no tuve ni paciencia ni fuerza para buscarlo. En todo caso me pareció percibir que imposible era una palabra más bien recta u obtusa que no requería de mayores explicaciones por tu parte. Una palabra concluyente, el sonido después del látigo. Por eso al marcharte seguí tu rastro una semana o dos y luego anduve vagando detrás de una sola quimera, pues tener una vida imposible me parecía insoportable o, perdón por la repetición, imposible: la quimera fue rendirme, vivir como si nada pasara, como si no fuese importante tomar decisiones o dejar de tomarlas, desaprensivo, pensando que la vida nos es dada pero sobre todo arrancada; ligero, sin pesos excesivos, con cautela, solitario, sin ilusiones, mezquino, adormecido. Evidentemente escuché mal, pero tal vez no podía entonces escucharte de otro modo: habías decidido partir porque –pensé yo– nuestra vida era imposible, no porque sentías que tu vida era imprevisible, y yo no tenía coraje para mutar lo imposible en posible. Me disculpo, claro, por mi absurda indolencia. Ahora lo comprendo, aunque es demasiado tarde para escuchar de otro modo lo que entonces dijiste y regresar a ese banco de la plaza en que solíamos abrazarnos y divisar los planetas sin nombre o aún por nombrar: que nuestra vida era imprevisible, es decir, que no era posible ofrecer garantías ni éxitos, que no había ninguna posibilidad de cotejar o de probar sin ignorar qué ocurriría, que habría que abonarse al azar de la furia, de los volcanes activos y, también, de la voracidad de la destemplanza. Pienso ahora: ¿era imprevisible o, mejor dicho, impredecible? Da igual. Lo cierto es que me hubiera gustado estar a tu lado cuando iniciaste aquel largo viaje luego de la separación, también cuando enfermaste y comenzó tu agonía, pero me fue imposible saberlo, no era previsible que ello ocurriera. Además, lo confieso, me hubiera encantado conocer a tu hijo, que según observo en esta fotografía que acompaña tu carta, es tan parecido a mí, de un modo remoto y extraño. Como si tuviera un parentesco conmigo trazado con líneas borrosas, difusas, inestables. Y de haber sabido que yo era su padre, como sugiere tu escrito, pues nada, quién sabe, cómo saberlo, tal vez la vida, mi vida, nuestra vida, hubiese sido de otra manera, o no, y en todo caso tan imposible como imprevisible –¿o impredecible?– a la vez.

Los mares de la infancia

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