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El camino hacia el lago

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Aquellos días la nieve se había vuelto una presencia permanente, un manto impiadoso que recubría los suelos y los techos del poblado; todavía era posible recorrer con prisa los pasadizos de la vecindad en horas del mediodía, y los perfiles de los ventanales se ensanchaban hasta tal punto que parecían gruesas fortalezas de vitrales claros que reflejaban la única y precisa hora de luz circular en que las personas se apreciaban por sus siluetas más que por sus dimensiones.

Incluso los pájaros permanecían guarnecidos en las oquedades de los árboles que aún conservaban zonas verdes, todavía no hundidas en el misterio de unos suelos que nadie recordaba qué contenían ni hacia dónde conducían.

El lago, a cuyos pies se erguían pequeñas casas de solitarios y sedentarios, ya no estaba hecho de agua sino de la misma tonalidad enceguecedora que la tierra.

El anciano lo había comentado sin mayores rodeos unos días antes: no podría soportar demasiado tiempo más de reclusión, la vida no podría continuar así, él confinado, exiliado no por voluntad propia sino por la pereza ajena de unos hijos que se habían marchado en el verano y prometieron regresar en el invierno.

El tiempo era tan inclemente que el viejo notaba la intemperie incluso debajo de sus párpados, la calefacción no era suficiente para esos días en que la noche volvía sin haberse ido del todo, los pocos libros ya habían sido leídos nuevamente, la radio exhalaba noticias de un mundo insoportable, y no había nada para hacer salvo buscar la bebida blanca y tragarla como si fuera la poca sangre que aún restaba.

Los días no pasaban: se estancaban como rituales de la muerte apenas entrecortados por labios que sangraban de frío, y una lejana humareda de un fuego encendido cada vez a horas más tempranas anunciaba la inminencia de la poca comida hecha siempre de col y de patatas.

El olor de la tarde era insulso, como si nadie viniera a conversar o como si el musgo atrapado entre las piedras se hubiera consumido bajo el peso indolente de la gravedad de la sombra. Y la noche lo era todo: principio y fin, sin medianías.

El anciano pensaba demasiado, ¿qué otra cosa podía hacer si su cuerpo había sido abandonado sobre una silla de ruedas y la superficie que podía recorrer no iba más allá de la cocina y el cuarto? A esa edad, sus ideas no eran muchas ni variadas, pero la intensidad y la extensión anquilosada de la muerte se repetían monocordes como heridas expuestas al ritmo gutural de un viento estrepitoso que atravesaba la aldea, más preciso que un reloj de cuerdas, a las siete de la tarde.

Fue mucho tiempo después, incluso cuando el cielo ya se había saturado por el gris y tornado algo más violácea la estación del tiempo, cuando vieron que aunque las huellas no eran nítidas dejaban entrever con claridad una única y larga pisada, sigilosa y recta, a lo largo de siete metros, como un deslizamiento que mostraba, tímidamente, el inefable trayecto de ida sin regreso desde la puerta de la casa del anciano hacia el fondo de un lago todavía enmascarado por la niebla.

Los mares de la infancia

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