Читать книгу Los mares de la infancia - Carlos Skliar - Страница 9
No pude sonsacarle una palabra
ОглавлениеUn poco más allá, en el patio, detrás de la hierba marchita, en ese hueco mínimo que dejan los maceteros cóncavos con las flores maltrechas, allí lo encontré. Estaba con el rostro aturdido, lloriqueando, mocoso, avergonzado, escondido dentro de sí como un caracol en su concha, abismado, abovedado, quejándose. No pude sonsacarle una palabra, ni un fragmento de palabra, ni un pedacito de sílaba. Dos horas y quince minutos esperé a que me contara qué ocurría, lo recuerdo bien porque luego de una hora comencé a mirar el reloj con inquietud. Y me quedé a su lado, tieso, sin ninguna voluntad de conversación ni de dar ánimos ni de apelar a esa vieja y espuria costumbre que consiste en decir que ya pasará, que no es tan grave, que después de todo en unos días lo recordaría como una tontería, todos esos comentarios que se dicen sin que el cuerpo exprese nada, como si fuese tan fácil afrontar la vida que nos toca, ésa, que reclama de nosotros siempre la entereza, permanecer erguidos, como si fuésemos un ejército de nosotros mismos, rectos, erectos, estrictos. Por el contrario, lo que se me venía a la mente era confirmar el desatino, la nula voluntad de continuar, la necesidad de ser débiles, la impotencia, el descanso, el deseo de imprudencia, la infinita sustracción de experiencias que resulta de vivir en este mundo. Pero no podía hablarle así, cómo iba a hacerlo, qué lección podía darle yo que había evitado a toda costa cada riesgo y, hasta allí, creía que adaptarse era la virtud más sublime de lo humano. Por eso me callé, como un modo de compañía, porque después de todo hay que saber no decir una palabra y que al mismo tiempo todo el lenguaje pese como un ancla milenaria de un navío extraviado en altamar, hay que saber no utilizar las zonas más flemáticas de la lengua para convencer de un error imprudente, hay que saber vacilar y ocupar ese silencio que es más grave aún que la sonrisa hipócrita que todo lo calma y después viene la llaga mal curada, esa herida del respirar que no cesa de reclamar aire para sí y para ninguna otra parte, y la mente se te llena de un embrollo hecho de maldiciones y distracciones. Me callé, sí, pero busqué el modo de estar allí presente, rodeándolo, abrazándolo, acariciándolo, sin importunarlo, sin humillarlo como lo hacen esas ancianas que pasan sus manos deshechas sobre la cabeza de los niños sin preguntarles si acaso lo desean, sin la impostura de esos amantes que mientras deslizan sus dedos infames sobre la piel húmeda se relamen con un cuerpo distinto de rostro diferente. Y es que en esos instantes, frente al dolor, delante del cuerpo compungido, asustado, apocado, no vale la conmiseración o la falsa complicidad: es mejor, mucho mejor, quedarse al lado pero sin enfatizar nuestra presencia, como si le mostráramos una prolongación del dolor, una especie de alargamiento en uno del cuerpo golpeado, aturdido, que sí, que puede ocurrir, que no se puede estar siempre bien, atento, disponible, al servicio del frenesí del mundo. Aunque luego comencemos a sentir que eso que ocurre al otro comienza a sucedernos a nosotros mismos, como una celebración de la fragilidad, aunque estallemos en mil pedazos y ya no nos recompongamos más. Porque es una salvaje ilusión volver al punto de partida, o al momento inmediatamente anterior al embate, y de nada vale que canturreemos alguna melodía suave, como si fuésemos espasmos de alegría, o que insistamos en mecer lo que precisa a los gritos seguir aullando. Así fue como después de casi dos horas y quince minutos logré alzarlo sin moverlo demasiado, le susurré unos sonidos en otra lengua, me levanté junto a él, lo llevé de vuelta a casa y lo apoyé sobre su sillón preferido cubierto con esa manta de tejido grueso y resistente para que pudiera al fin retozar un poco, recuperar el aliento, dormir si quisiera y pudiera; en qué guerras habría estado, qué manada de bestias le asestó semejante paliza, por qué me desobedece y sale sólo a la calle, qué bello es, cómo quisiera que me comprenda, cómo me gustaría que siga viviendo, pobre perro mío.