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CAPÍTULO III
ОглавлениеEl hostal no estaba demasiado lejos de la taberna. Durante el camino se habían besado en cada esquina, cada rincón oscuro, cada portal... Derrochaban pasión por todos los poros, liberando con ella las ataduras que, durante tantos años, les frustraron y llenaron de rabia. Solo deseaban arrancarse la ropa y devorarse piel sobre piel.
Era un edificio típico de la zona cercana al Palacio de Oriente. Un hombre de mediana edad se encontraba detrás del mostrador del hall, bostezaba exageradamente y sus grandes ojeras revelaban las pocas ganas que tenía de estar en su puesto de trabajo en esos momentos. Les preguntó con desidia que era lo que querían, a pesar de que era más que evidente. Los viernes solían ser días complicados para conseguir una habitación, pero la suerte les sonreía, pues tenían dos libres: una doble con cama de matrimonio sin baño y una individual. La elección fue sencilla. El portero les facilitó una llave engarzada en un aparatoso llavero con el número al que pertenecía.
Subieron las escaleras corriendo como dos adolescentes, ansiando fundirse y que todo aquel éxtasis estallase por fin. Cerraron la puerta mientras Lucas atraía hacia sí el cuerpo perfecto de Mery. Le sujetó el mentón con suavidad y comió de sus labios como un náufrago hambriento. Ella rodeó su cuello con fuerza y le devolvió lo que le pedía con creces. Sus lenguas inundaron las bocas, enredándose hasta confundirse.
Con la torpeza que dan las prisas se quitaron los abrigos, los zapatos y comenzaron a desabrocharse el uno al otro las camisas. Ella le empujó sobre la cama, de colcha vieja y áspera. El olor a naftalina y cerrado estaba presente en todo: armarios, mesas de noche, toallas..., aquel lugar apestaba a rancio, mas ellos solo eran capaces de olerse el uno al otro.
Mery introdujo la mano en su bragueta, quería sentir la erección, recordar lo que era capaz de provocar en un hombre y que, pese a su poco tiempo de casada, había olvidado por completo. Lucas curvó la espalda al sentir su mano tocándole, pues aquel gesto inesperado le cogió con la defensa baja, convirtiéndolo en arrebatadoramente sensual. Y todo sucedía sin dejar de besarse de forma indiscriminada.
Por fin sacó la mano y lo desabrochó con la intención de dejarle solo en ropa interior. Realmente era un hombre atractivo. Sin depilar. Estaba tan cansada de ver a todos los hombres depilados que ese pequeño detalle aumentó más su satisfacción. Le excitaba muchísimo aquel desconocido con el que estaba compartiendo lecho y algo más.
Lucas se sentó sobre la cama, invitando a Mery para que hiciera lo mismo, y rodeara con las piernas su cintura. Con una mano soltó el enganche del sostén, mientras con la otra jalaba sus cabellos que, desde hacía largo rato, habían dejado de estar pulcramente peinado. Besaba y mordisqueaba su cuello, sintiendo cómo provocaba que un escalofrío recorriera su final piel. Quería saborearla, absorber toda su esencia.
Ella comenzó a mover sus caderas al sentir su miembro, aún cautivo por los slips, sobre su sexo, aunque él no parecía dispuesto a comenzar tan rápido. Cogiéndola fuerte de su cintura, la volteó para que quedara boca arriba sobre la cama, a su merced. Terminó de quitarle el pantalón y descendió lentamente sin separar sus labios de la piel hasta llegar a los pies. Introdujo uno a uno los pequeños dedos en la boca, masajeándolos con la lengua, sin prisa, recreándose. En toda su vida sexual nunca había conocido esa experiencia, fue tan impredecible para ella y tan exageradamente sensorial que sintió cómo su vagina se humedecía mucho más, aumentando el deseo de tenerle dentro. Pero él quería devorarla, jamás tuvo la necesidad de hacer algo así con su mujer, jamás se le había pasado por la cabeza, sin embargo, con ella… con ella todo era diferente; quería descubrir a qué sabía cada rincón de su cuerpo. Ascendió por la extremidad contraria a la utilizada en el descenso hasta llegar a la ingle y separó con los dedos las braguitas, dejando su ambrosía al descubierto. Se alimentó de ella con avidez, sintió su aroma a puro sexo y perdió la razón entre sus piernas. Un espasmo de placer hizo que el cuerpo de la mujer se contrajera, mientras agarraba con las manos su pelo intentando controlar toda aquella intensidad. Lucas introdujo sus brazos entre el níveo cuerpo y la cama, atrayéndola aún más hacia él, al tiempo que Mery agarraba con fuerza las sábanas mientras gemía de forma intensa.
—Para ya, te quiero dentro —le pidió desesperada.
Lucas le hizo caso y subió por el resto de su cuerpo, envolviendo con la lengua sus pechos hasta llegar de nuevo a los labios, a esa delicia de carne y fuego que le había vuelto completamente loco.
Se quitó el bóxer, la penetró y comenzaron a bailar. El sudor salado se mezclaba con la fragancia de sus perfumes en la piel —es tan especial el aroma del sexo que resulta fácilmente reconocible; no hay nada que se parezca a él—. Lucas la embestía implacable mientras sus manos se entrelazaban. Mery cerraba los ojos con fuerza, concentrada en cada movimiento, en disfrutar de lo que durante tanto tiempo le negaron. No había lugar para pensar en otras personas, tampoco para remordimientos; lo que importa en el momento de la lucha es el ahora.
No fue suficiente con una vez, repitieron en dos ocasiones más, sabedores de que, posiblemente, no volverían a verse nunca. Y ese pensamiento llevo una lágrima al rostro de la mujer, que no deseaba estar en otro lugar que en los brazos de aquel hombre sin nombre que la había liberado de su yugo.
—Odio hacerlo, pero tengo que irme.
La voz grave de Lucas resonó en la estancia, rompiendo la calma que sigue a la tempestad. No hubo respuesta verbal, pero sintió cómo Mery le abrazaba, intentando con todas sus fuerzas que no se fuese nunca de su lado. Deseaba más que nada en el mundo que el tiempo se detuviera; deseaba que aquella sensación de paz absoluta no se fuera jamás de su cuerpo y su mente.
—Lo sé —se atrevió a pronunciar—, pero no quiero. No quiero volver al mundo real.
Un beso en la frente, tierno y paternal, fue la respuesta a tanta dulzura, y lo último que le daría Lucas en ese lecho en el que compartieron tanto —mucho más de lo que esperaban y jamás habían soñado—. Se incorporó y comenzó a vestirse en silencio. No quería mirarla por miedo a volverse aún más loco y dejarlo todo por ella. Se levantó y, con una sensación de enorme pesar, se fue.
Las lágrimas corrieron imparables por las mejillas de la joven, hasta volcar sobre la almohada un llanto largo y amargo. La soledad que sentía en aquel momento, desnuda sobre la cama donde había sido infiel a su marido, era indescriptible. No quería volver al mundo, no se sentía con fuerzas para enfrentarse a todo lo que se le venía encima y solo quería recordar lo que ese hombre le había hecho sentir.
No hubo oportunidad de disfrutar de ese sentimiento en soledad, su teléfono comenzó a sonar en el interior del bolso con intensidad progresiva. Una oleada de pánico empezó a apoderarse de la joven, que se secaba rápidamente las lágrimas y respiraba hondo, intentando controlar que no se quebrara el sonido de su voz.
—¿Sí?
—¿María José Sagasta? —surgió la voz de un desconocido.
—Sí, soy yo —contestó, aún atenazada por la angustia.
—Soy el comisario José Luis Álvarez. Siento llamarla a estas horas, pero ha sucedido algo… —La voz que escuchaba era hermética, sin modulaciones en el tono; apenas demostraba emoción—. Sería recomendable que se sentara.
—¿Qué está diciendo? ¿Qué es lo que ha pasado?
Mery empezó a ponerse muy nerviosa, estaban saltando todas las alarmas de su instinto.
—Siento comunicarle que hemos hallado el cuerpo sin vida de su marido. Necesitamos que venga a comisaría.
De repente cayeron cincuenta años sobre su alma. Pero… ¿qué había pasado? ¡Por el amor de Dios, estaba hablando de su marido!
—¿Có... cómo? —Mery no salía de su asombro—. No... no... no puede ser, acabo... he hablado con él esta noche.
—Lamentándolo mucho, es necesario que venga. Comisaría del Distrito Centro, en la calle Leganitos, 19. No tarde.
—De acuerdo.
Finalizó la conversación sin tener ni idea de cómo podía haberse convertido su vida en un huracán semejante. La conmoción bloqueó todos los músculos de su cuerpo, se quedó su mirada perdida y olvidado por completo su desnudez.
Tardó varios minutos, pero finalmente volvió en sí. Comenzó a vestirse, apenas consciente de sus movimientos. Era como si flotara. Tardó tres veces más de lo habitual, pero consiguió estar lista y salir de la habitación donde momentos antes de aquel apocalipsis le habían hecho tan feliz. Bajó las escaleras, pidió al portero que le solicitara un taxi y salió a la puerta a esperar. Con manos temblorosas sacó un paquete de Winston de su bolso, se llevó un cigarrillo a la boca y después de cuatro intentos consiguió encender el mechero y prenderlo. Fumaba de forma compulsiva, intentando ordenar sus ideas: ¿qué había pasado?, ¿cómo había pasado?, ¿cómo se lo diría a su familia? Deseaba tanto volver a estar entre los brazos de aquel hombre, donde se sentía tan ajena al mundo, tan protegida de todo…
El taxi tardó diez minutos en llegar. El conductor, parco en palabras, solicitó que le indicara la dirección de la carrera y partió veloz a su destino. El peor destino que podía desear.
La comisaría se encontraba situada en el bajo de uno de los edificios de la calle Leganitos. Se diferenciaba del resto del bloque por la piedra que revestía esa parte de la fachada, en lugar del ladrillo visto en los pisos superiores. Podría pasar totalmente desapercibida si no fuera por la bandera de España que ondeaba adherida a la pared. También por el señalizador sobre la jamba de la puerta que anunciaba que se encontraban ante un local policial. La entrada estaba flanqueada constantemente por un par de agentes que no podían contener el aburrimiento y el terrible calor con largos bostezos.
El conductor la dejó delante de la puerta de acceso, no había cruzado palabra con su cliente y, para ser sincero, tampoco le importaba demasiado. Mery había llorado mucho durante el trayecto. El maquillaje desapareció por completo, dándole un aspecto mucho más dramático a su rostro. Tenía la sensación de haber perdido todas las fuerzas, tanto fue así que, al bajar del vehículo, después de abonar la carrera al taxista, le fallaron las rodillas y su cuerpo comenzó a caer. Gracias a la ágil acción de uno de los agentes, que se había detenido a observarla, no dio de bruces contra la acera. La cogió de un brazo con amabilidad y la introdujo dentro para acomodarla en uno de los asientos vacíos que sirven a los denunciantes para esperar a prestar declaración.
—¿Se encuentra bien, señora? ¿Quiere un café? Ha podido tener una bajada de tensión.
—No, gracias. —A duras penas las palabras eran capaces de salir de esos labios pálidos que, solo un par de horas antes, parecían llenos de vida y pasión—. Por favor, ¿el comisario Álvarez? Soy María José Sagasta, he venido a...
No pudo terminar la frase ya que otro lamento ahogó sus palabras.
—No se preocupe, señora Sagasta, iré a buscar al comisario para indicarle que se encuentra usted aquí.
Con paso ligero el policía se dirigió al despacho del oficial. Después de llamar dos veces a la puerta con los nudillos, esperó paciente una respuesta del interior.
—Adelante. —Escuchó por fin.
No era muy normal que se encontrara en su puesto de trabajo a aquellas horas, pero la noche estaba siendo movida y al comisario no le gustaba dejar para el día siguiente lo que podía hacer en ese momento con las pruebas frescas.
El agente abrió un poco la puerta y, sin pasar, asomó la cabeza para indicar a su superior que la señora Sagasta había llegado y que se encontraba en la entrada con un ataque de ansiedad.
—De acuerdo. Ahora mismo salgo.
No era un tipo al que le gustara hablar más de lo necesario, pero en el día a día era amable y cordial, carácter que se agriaba según el nivel de importancia del caso, y esa noche su carácter era especialmente seco.
Mery vio cómo se encaminaba hacia ella un tipo vestido de uniforme con los distintivos propios de su rango: camisa azul con los emblemas de la policía, bandera española, escudo, placa identificativa y rama del servicio, además de las insignias de laureles y dos estrellas que decoraban sus hombreras. El pantalón básico azul oscuro y unos zapatos negros impecablemente limpios ponían fin a la indumentaria oficial.
A Mery le resultó sorprendentemente joven, no tendría mucho más de treinta años, aunque tampoco es que se fijara demasiado.
—Señora Sagasta, soy el comisario Álvarez. Le rogaría que me acompañara a mi despacho, allí estará cómoda y podremos hablar más tranquilamente.
La joven asintió y, ayudada por el agente, se levantó del asiento y se dirigió a la oficina. Avanzó siguiendo el camino que previamente había hecho el guardia, despacio, como una plañidera tras un cortejo fúnebre.
La estancia era sorprendentemente acogedora: las paredes estaban pintadas de gris perla, el techo blanco salpicado de halógenos de luz cálida; una elegante mesa de nogal barnizada acogía un ordenador HP cuya pequeña torre era soportada detrás del monitor con unas escuadras de fábrica. Se podía ver también un portaplumas doble, un contenedor imantado para clips, una grapadora y varias carpetas bien ordenadas que se había asegurado de cerrar convenientemente antes de que entrara su visita. Una pequeña maceta con rosas del desierto —regalo de su mujer— daba el toque de color, aunque desentonaba bastante con el aspecto serio del lugar. Por último, poblaba la mesa un portafotos con una imagen familiar junto a su mujer y su hijo recién nacido. Un cómodo asiento de piel, de respaldo alto, negro, hacía más cómodas las largas horas de trabajo administrativo y, al otro lado, dos sillas también de piel sintética del mismo color, pero de respaldo bajo, sin reposabrazos y cuatro patas fijas color cromo, acolchadas y confortables, siempre dispuestas para todo aquel que llegara a compartir información o prestar algún alegato. Bajo los pies, el calor desprendido por la moqueta era disimulado por el frío que salía de la rejilla del aire acondicionado situada justo en el centro del techo de la estancia. A la espalda de la mesa, un mueble-librería, de la misma madera que el escritorio, repleto de carpetas, libros de leyes, documentos y material necesario para dar un buen servicio al ciudadano. Una palmera de interior vestía una de las esquinas y en la pared que daba a la fachada exterior y frente a la entrada, una ventana vertical y alargada invitaba a la claridad a entrar. Sin ninguna duda, era un lugar extrañamente acogedor.
El comisario invitó a Mery a sentarse, ocupó su sitio y agradeció el servicio prestado a su acólito, que desapareció cerrando la puerta y dejándoles a solas. Antes de comenzar la charla, Álvarez le ofreció un pañuelo para que enjugara las lágrimas.
—Señora Sagasta, siento muchísimo la muerte de su marido—. Su voz ahora, al contrario que por teléfono, era mucho más cercana y sensible al dolor que estaba presenciando.
—¿Pero... có... cómo? —Hablar le resultaba una ardua tarea; por cada palabra que intentaba articular, un nudo atenazaba sus cuerdas vocales, provocando sílabas inconexas.
—¿Quiere una tila? Parece muy nerviosa y le vendría bien. —Realmente estaba preocupado, en el estado en el que se encontraba aquella mujer, y con semejantes noticias, podía sufrir otro ataque de ansiedad.
—Lo que quiero es que me diga de una vez qué demonios ha pasado con mi marido. —El tono fue subiendo hasta casi elevarse a la categoría de grito. Algo que le sorprendió incluso a ella, que no parecía entender cómo habían podido salir esas palabras de su cuerpo con tanta fuerza.
—Está bien. —El comisario respiró hondo y comenzó a detallar—. Su marido ha sido encontrado en el Hostal Ecuador, de la Ronda de Toledo. Ha aparecido junto a una mujer, con la que estaba practicando sexo, con un disparo en la cabeza. Ella también ha sido asesinada.
Mery dejó de llorar y su gesto pasó de la incredulidad al asombro. Demasiada información para digerirla de golpe. ¿Cómo era posible que la noche hubiera terminado así? Aún le costaba creerlo. Quizá se hubieran equivocado.
Al ver la reacción de la mujer, el oficial decidió no darle muchos más detalles y proceder al reconocimiento del cadáver. Le pidió que le acompañara hasta el Instituto Anatómico Forense donde se encontraba el cuerpo de su marido esperando para ser reconocido y que el juez instructor ordenara la autopsia. Cogieron un coche patrulla estacionado en la puerta de la comisaría. Accionaron los sistemas acústicos y luminosos de la sirena y volaron hacia la Ciudad Universitaria.
Situado al lado de la Facultad de Medicina, en la calle Dr. Severo Ochoa, el Instituto Anatómico Forense se trataba de un edificio de grandes dimensiones, sin alardes arquitectónicos, tan funcional como cualquier hospital y de fachada tan fría como las cámaras del interior. Dos escaleras flanqueaban la entrada principal de puertas enrejadas de hierro. Encima un gran cartel blanco con franja roja, típico en los edificios pertenecientes a la Comunidad de Madrid, señalaba que se encontraban en el lugar indicado.
Cruzaron el umbral, bajaron unas escaleras y caminaron por un extenso corredor lleno de puertas a ambos lados. Sus pasos fueron descendiendo la velocidad hasta parar frente a un portón de seguridad de color azulado con un ojo de buey por el que se podía ver el interior. Una mesa metálica de ruedas se encontraba debajo de una serie de habitáculos parecidos a grandes taquillones. Un engranaje hidráulico permitía aumentar y disminuir su altura. Sobre ella, había una gran bolsa negra con una cremallera que la cruzaba a todo lo largo. Era del tamaño de un hombre. Mery no tuvo que pensar demasiado para comprender que bajo aquella crisálida de plástico se encontraba el cuerpo de su marido.
Después de golpear dos veces con los nudillos sobre el portón, un hombre de pelo cano, gafas de pasta, nariz gruesa y prominentes entradas, se asomó por el cristal. Era un antiguo auxiliar de guardia que estaba preparando el escenario, a la espera de la llegada del funcionario y la persona encargada de identificar el cadáver.
Abrió la puerta y les invitó a entrar. La sala era muy fría y con un fuerte olor a linimento u otro producto de aroma parecido.
—Puede proceder —autorizó el comisario.
El hombre con bata blanca se acercó al cuerpo y abrió la cremallera dos palmos. Una nariz asomaba ligeramente. Mery no quería ver aquello, pero tenía que hacerlo. Álvarez la empujó con suavidad para que se acercara y comprobase quién había en el interior. Solo necesitó dos pequeños pasos para ver el rostro pálido de su marido con un agujero de bala en la cabeza. Apenas duró un segundo, pero las náuseas se hicieron presentes, al igual que un llanto amargo. No pudo soportarlo y se refugió en el hombro del jefe de Policía, que la abrazó con cariño.
—Muchas gracias.
Con esas palabras ordenó al auxiliar que cerrara la bolsa. La joven se abrazó con fuerza al oficial, que le acarició el pelo para tranquilizarla y, entre sollozos, pudo escuchar cómo decía:
—Es mi marido.
Ya en la puerta, la joven recibió del comisario una tarjeta con su número de teléfono, insistiendo en que lo llamara para cualquier cosa que necesitara o que pudiera servir en la investigación. Era demasiado tarde como para dejar que se fuera a su casa sola y en aquel estado. Solicitó a uno de los agentes que había escoltado la ambulancia en el traslado de los cuerpos que acompañara a la señora. Su compañero debía permanecer allí completando algunos trámites burocráticos. Con un leve gesto de cabeza acató la orden y pidió a Mery que lo acompañara hacia el vehículo, invitándola a entrar en el asiento de atrás.
Álvarez los siguió con la mirada hasta que desaparecieron de su alcance. Entró en el coche patrulla en el que llegó y volvió a comisaría. En muy poco tiempo se encontraba de nuevo a las puertas de su puesto de trabajo. Cogió su móvil e hizo una llamada.
—Señor, el cadáver ya ha sido reconocido. Algo en este caso no me gusta un pelo. Solo una mujer vio salir a un hombre con pasamontañas y un arma, pero no nos ha facilitado mucha información. Sí... tengo a mis dos mejores hombres trabajando en el caso. De acuerdo... A sus órdenes.
Después de colgar y guardar el Iphone 4, se preguntó por qué el capitán mostraba tanto interés en un caso como ese.
Nuevamente avanzó por los pasillos de la comisaría hasta acceder a otro de los despachos. En la sala dos agentes de paisano observaban un panel con fotografías sacadas de la escena del crimen.
—Comisario —saludaron al unísono.
—¿Qué tenemos?
—El señor Larraz trabajaba como jefe de mantenimiento informático del Ministerio de Defensa. Con siete años de antigüedad, había ascendido en dos ocasiones, hasta hacerse cargo del equipo que llevaba el mantenimiento global del edificio. Debido a las horas que son no hemos podido empezar con los interrogatorios, así que mañana a primera hora saldremos para hablar con familiares y allegados —dijo el inspector Suárez, tomando la iniciativa.
—No podemos descartar nada, pero no da la sensación de que sea un crimen pasional. Según la autopsia, el disparo que acabó con la vida de la amante, fue realizado a muy corta distancia, por lo que el asesino fue lo suficientemente sigiloso como para que no se percataran de su presencia mientras estaban follando —continuó el inspector Valcárcel.
—Valcárcel, cuida tu vocabulario, no olvides que hablas con un superior.
El comisario intentaba mantener siempre las distancias de su rango, algo harto complicado siendo los tres de la misma quinta y habiendo compartido tantas noches de guardia juntos, mas ambos agentes comprendían los motivos que le llevaban a aquel cambio de actitud, y como amigos y compañeros lo aceptaban de buen grado.
—Lo siento señor —respondió con cierta sorna, que no pasó desapercibida.
»Por su parte, el disparo al señor Larraz no fue una casualidad, el asesino apuntó ahí. Una persona poco habituada a manejar armas de fuego no habría realizado un disparo semejante. Además, la forma que usó para escapar, lanzándose en tirolina desde una azotea, solo está al alcance de las fuerzas especiales. Soltó el cable tras aterrizar en el lugar de destino y desmontó el mecanismo para que no tuviéramos posibilidad de localizar el edificio donde fue a parar. Lo que está claro es que alguien ordenó el asesinato de ambos. La pregunta es: ¿por qué? —concluyó Valcárcel.
—¿Qué se sabe de la morena? —volvió a preguntar el comisario.
—Poca cosa. Cristina Morán, veinticuatro años, secretaria de Pedro Sebastián, subdirector y mano derecha del ministro. Casada, sin hijos. Su marido Roberto Núñez es un empresario de éxito. Residen en Rivas Vaciamadrid. Poco más por el momento, mañana investigaremos su entorno a ver qué podemos sacar.
—Está bien, podéis dormir un poco, en tres horas os quiero al pie del cañón. —Concluyó el comisario la reunión y se dirigió de nuevo a su despacho.
Álvarez sabía que aquella noche no podría pegar ojo. Siempre le costaba conciliar el sueño después de las tres, por lo que decidió salir a pasear e intentar ordenar sus ideas.
Eran las cuatro y media de la madrugada. Le encantaba caminar a esas horas, sin un alma por la calle. No era una zona de garitos ni de discotecas, por lo que la tranquilidad era total. Apenas había coches circulando sobre el asfalto y salvo una o dos ventanas iluminadas en los edificios el resto estaban a oscuras, señal de que la ciudad dormía plácidamente, ajena a los acontecimientos.
Pensaba en aquella pobre mujer, y se acordó de la suya y de su pequeño. ¿Cómo estarían?, ¿se encontrarían bien? No pudo evitar sacar el teléfono y marcar el número de su casa. La voz de su mujer sonó alterada:
—Nene, ¿ha pasado algo? ¿Estás bien?
—Tranquila, cariño, todo está bien, solo quería decirte todo lo que te quiero. Y Marquitos, ¿te ha dado mucho la lata? —Su familia sacaba su lado más tierno y protector, solo pensar que les podía pasar algo y se estremecía, no podía soportarlo.
—¿Seguro que estás bien, José?, ¿no habrás bebido?
Una carcajada sincera le sobrevino como un soplo de aire fresco.
—No, tranquila, vuelve a dormir. Te quiero, pequeña.
—Aaanda, yo también te quiero, pero no me vuelvas a dar estos sustos en tu vida.
Con estas palabras terminó la llamada. Sin pretenderlo, su esposa había conseguido darle una inyección de energía y determinación. Un impulso para resolver ese caso por la vía rápida.
Después de colgar volvió a comisaría. Bajó a los vestuarios, cogió su ropa de civil y se pegó una ducha helada. Cuando salió era un hombre nuevo, se vistió y preparó para la batalla. En un par de horas haría trabajo de campo y aquello siempre le motivaba.
No imaginaba que empezaría antes.