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3 ESPLENOMEGALIA

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HERODES (súbitamente interesado):

¿Qué decís? ¿Dónde vais? ¿A quién vais a buscar? ¿De qué tierra venís? ¿Dónde intentáis llegar?

Auto de los Reyes Magos,

ANÓNIMO

La cirrosis ha hecho que mi bazo sea gigantesco. Un pulpo enorme sobre mis tripas. Un bicho silencioso, sordo y torpe pero también inmenso, colosal. Por eso mis plaquetas descienden en gran número en los análisis, diezmadas, desaparecidas en cuanto mi hígado desvía parte del torrente sanguíneo hacia mi bazo, aquella estepa sin horizonte conocido. Van hacia allí las plaquetas y son secuestradas y nadie más las vuelve a ver con vida. Mi bazo es un cártel mexicano, un agujero negro, el silencio lunar. Esplenomegalia. Así se llama el tener excesivamente grande el bazo. También mi polla y mis huevos son grandes pero a eso se le llama bendición.

El bazo no me matará. Eso no. Pero El Doctó me previno el otro día en el Costa d’Or, un bar de mi barrio, enfrente del Muñoz, al lado de la iglesia de la Virgen de Montserrat. Un coñac gratis y El Doctó te hace un chequeo. Con dos coñacs te dice de qué te vas a morir. Con tres seguro que se ofrece a aguantártela mientras meas. El sabio Doctó nunca fue doctor, sino que se ocupaba de las cuentas de un dentista antes de que el alcohol se lo llevara todo como agua sucia por un desagüe. «El bazo no te matará —me dijo echando un vistazo al resultado de la ecografía—, pero evita los golpes en él». Yo asentí. Le pregunté si había algo más en aquella prueba. Algo preocupante. «Cinco años. Quizá, con mucha suerte, diez». Cinco años, joder, cinco años son nada. Cinco verbenas de San Juan. Cinco aniversarios. Cinco Navidades más.

—Si practicas kárate o boxeo, Turki, déjalo.

Aprender kárate quiso mi santa madre cuando crío en el gimnasio Guinardó, porque la vieja soñaba despierta con la escena en que me iban a atracar y yo me defendía en plan Bruce Lee. Era una tipa genial, mi madre. Decía cosas raras como que le encantaría ser Superman para volar y salvar a la gente o que las mujeres eran muy retorcidas porque solo a una mujer se le podía ocurrir fingir que quería a su suegra. Tenía su propia visión del mundo. Por ejemplo, de la música. A ella le pirraba Elvis desde chavala. Se casó con mi padre porque tenía algo de tupé. Para ella, los Beatles eran unos traidores que aprovecharon que Elvis se fue a la mili para hacerse con el cetro. Pero entonces Dios los castigó enviándoles a la japonesa. Recuerdo estar escuchando el Abbey Road y que mi madre entrara en mi habitación en medio del «I want you» diciéndome que a ver si eso no era una evidencia de la maldición de Dios, de cómo podía envenenarse el cerebro de unos tipos que habían escrito «She loves you» y ahora aquello: ¿qué otra prueba quería yo? Después de los Beatles y Elvis, para ella musicalmente solo estaba Tom Jones. Era el no va más de la virilidad en un hombre. Pero le había salido un hijo gordo. Como a Marlon Brando, que también tuvo un hijo con sobrepeso. Tíos guapos y machotes, hijos gordos y con problemas de autoestima. Otra maldición divina. A Brando, por lo de la mantequilla. A Tom Jones, porque sí. El hijo de Tom Jones hacía de mánager, del mismo modo que a mi tío le dejaban llevar las cuentas de la cordelería: para que creyera que sabía hacer algo. El hijo de Brando se drogaba, según mi madre. Como hacía yo, pero en mi caso estaba hecho un tirillas y a mi autoestima no le pasaba nada. Mi madre también controlaba material nacional. Por ejemplo, Manolo Escobar:

—Mucho cantar a la mujer española y va y se casa con una alemana. Pero mira tú por dónde la alemana no pudo tener hijos y tuvieron que adoptar a una niña.

—Es del Barça: bona gent —advertía mi padre.

—Eso sí —decía ella.

—Pero cantó en un mitin de Blas Piñar —retumbaba desde el sofá el rojo de mi abuelo Eusebio.

Si voy pensando en todo eso, Lucho me va a ganar. Hoy se ha venido arriba. Lucho es un imbécil que nadie sabe qué coño de idioma habla. Creo que es un castellano arrastrado al que le falta la mitad de las palabras y un cuarto de las consonantes, que él sustituye con una risa carajillera o un chiste sobre guarras rubias y tetudas. Con Lucho nos calentamos en el bar y salimos a darnos una buena tunda. Yo le dejo darme en plan Kid Galahad en la peli de Elvis para luego detener su puño y cambiárselo por uno de los míos en toda su jeta, tirarlo al suelo y, a partir de ahí, dejo volar la imaginación: me río como Errol Flynn en Robin Hood, le doy un consejo socrático como un patético héroe de peli de sobremesa o me orino encima de él como un auténtico hijo de puta. A veces voy de sofisticado y le formulo La Pregunta.

Siempre acabo dejándole la cara como un mapa. Después de lo que me advirtió El Doctó, ando protegiéndome con el codo el bazo mientras él me va castigando el dark side of the moon de lo lindo. El motivo de hoy ha sido que no ha tenido paciencia con la loca de la Dolors, a la que un buen día, el dueño del bar de enfrente, el Muñoz, puso el mote de «No me llames Dolores, llámame Loca». No es mala mujer pero tiene un setenta por ciento de minusvalía psíquica y una pensión por ello. Eso hace que muchos se aprovechen de ella especialmente el primer día de paga. La tía es lenta en todo. No te digo ya buscando monedas y jugando. Cuando Lucho ha entrado hoy, la Dolors estaba introduciendo monedas, con sus dedos de hipopótamo y uñas pintadas de rosa, en la máquina tragaperras. Lucho tenía un presentimiento y poca paciencia, y ella seguía allí, incrustada como un percebe en la máquina, alejando a Lucho de la felicidad. Mientras eso pasaba mirábamos el sorteo del Gordo por la tele como cada año. Al ver a los niños y niñas de San Ildefonso, Màrius, el camarero del Costa d’Or, un tipo rojales de fiar, no ha podido evitar su pasado histórico de comecuras:

—¿A cuántos de esos y esas se han debido de tirar los buenos padres de la Iglesia?

—La verdad es que todos son bastante feos.

—Pobres huerfanitos.

—Ya no son huérfanos, Màrius —le he espetado— y límpiate la moca, que pareces el árbol de Navidad.

Màrius me ha obedecido y se ha limpiado con una servilleta de papel. En este bar, el café es pasable, las tapas terribles, pero la cocaína de Màrius es excelente. Mucho mejor que la del Muñoz, el bareto de enfrente, que vivió sus mejores momentos de heroína y costo en los setenta, cuando Manolo Escobar, Brando y Tom Jones reinaban. Con la Navidad me dejo llevar por la nostalgia. Entonces tenía su qué entrar de chaval en el Muñoz, escuchar a la vez las bolas reventando contra las paredes del futbolín y el Hurricane, mientras tú ibas a pillar y el camarero, avieso, flaco y de párpado lento, te observaba desde detrás del humo de su cáncer de pulmón. «¿Qué queréis, hijos?». Lo queremos todo y lo queremos ya, viejo. Follarnos a la gallega de tu mujer también. Tu dinero. Tus drogas para colocarnos arriba de la Fuente del Cuento, con la ciudad a los pies, enarbolando la bandera de la venganza y el desarraigo, el acné y la ropa heredada de nuestros hermanos mayores, quintos en Melilla, currantes en garajes y alguno que otro en la Modelo por elegir mal el momento o el dueño del coche.

Lucho no sabe nada de nostalgias. Es un puto salmón subnormal. Estoy aguantando el tipo. Le asesto un guantazo, pero un instante antes del impacto, he abierto el puño: ¿qué coño me está pasando hoy? ¿Necesito mis plaquetas para algo? Hasta ayer no sabía que las tenía siquiera y ahora mi vida depende de protegerlas. No son maneras. No, en absoluto. Echo la cabeza hacia atrás, Lucho me da una de rasqui, pero juego con las piernas. Le arreo una patada de mala persona en el costado, le gano la espalda y trato de tirarlo al suelo. Protejo mi bazo en cuyo interior imagino mis plaquetas asustadas, en la pared de aquel, esperando a que su protector, o sea, yo, acabe lo antes posible con esto. Tengo el acero alemán de mi brazo alrededor de su cuello y le digo al oído:

—Te has portado mal con la Dolors y lo sabes. Tú no eres así de cabrón, guaje. Y menos en Navidad. Papá Noel te traerá Voltaren, hijo de puta. Si quieres que te suelte, prométeme que le pedirás perdón a la retrasadita.

Lucho no dice nada al principio. Luego, decide que ha vuelto a perder esas emblemáticas luchas en el pasaje que hay bajo las escaleras de la iglesia, donde los niños católicos se reunían para hablar de Cristo, los jóvenes y el futuro mientras planeaban hacer excursiones, tocar la guitarrita y meter mano a las niñas beatas. Suelto a Lucho porque con la cabeza ha asentido a la promesa. El pasaje es húmedo y huele a mierda, a gato y a orín. Nunca ha tocado el sol en estas paredes. Hace frío hasta en medio de la canícula del estío más asfixiante. Lucho se dirige a la salida en la que la figura cheposa con trenzas Baby Jane y mil años en un cerebro de siete de «No me llames Dolores, llámame Loca», nos está mirando. No mola. No mola que esté ahí. No mola que me mire. No mola que saque conclusiones equivocadas. La vieja puede ser una lapa pestilente, un chicle caliente en la suela de tus zapatos, el mal olor en el aliento de tu pareja ese día en que se empeña en darte una y otra vez besos con lengua. En ello estoy pensando cuando Lucho se vuelve y lo hace.

El hijo de perra lo hace.

Todo su puño traicionero y cargado de maldad impacta en el lado que El Doctó me previno que debía proteger. No llego a tiempo. Me ha dado de lleno. Las plaquetas caen de la pared del bazo a las del hígado, al estómago, Austria o lo que sea que tengamos junto al bazo. ¿Voy a morir así? ¿Una hemorragia me inundará los pulmones?

Pocas cosas sé, me doy cuenta.

Casi nada de nada.

La única certeza es que he de agarrar a Lucho y lanzarme sobre él para matarle a golpes. Mi amigo Castillo me enseñó que así se puede aplastar a un perro. Se le coge del cuello y se acumula gente sobre su costado hasta reventarle el corazón. Mis rodillas contra sus brazos y su cara girando a un lado y a otro. Es inútil, Lucho: ahí va mi derecha y ahí, mi izquierda; aquí tu sangre me mancha los nudillos y el jersey limpio y aquí te cojo la cabeza y te golpeo contra el suelo. Stop. No quiero matarte. Me caes bien. Es solo que me has hecho enfadar y has asustado a mis plaquetas, guaje. Pero eso tú no podías saberlo.

—Tranqui, maricón: ya estamos acabando.

Menuda jeta le ha quedado. Esta noche Papá Noel tendrá que traerle un botiquín nuevo.

Finito, ¿vale?

Él me escupe sangre y derrota. Un clásico de su repertorio astur. No me da con la escalivada. Suele ser casi el último de los estertores. Buena señal, entonces. Pero queda algo.

—Te hago La Pregunta y acabamos.

—Vete a la mierda con tu puta pregunta, Turki.

—Puedo tener mi culo sobre tu barriga el tiempo que quiera. Además, mira quién está aquí, en la entrada del pasaje. La mujer ultrajada. ¿Quieres que sea ella la que acabe de vengarse? Quizá quiera besarte. ¿Quieres que se baje las bragas y te restriegue el cuello de pavo por la cara? ¿Que le dé por orinarse? Las retrasadas son como los elefantes: empiezan a mear y no paran.

—Vale ya, tío. Se acabó.

La Pregunta.

—¡Va, joder!

—¿Preparado?

—¡Sí!

—¿Lennon o McCartney?

Lemon.

—¿Lemon? ¿Has dicho Lemon, atontao? ¿Quién es Lemon?

Cae una hostia. Abierta, sonora, disciplinaria.

—Tío, es lo que dije la otra vez.

Lemon no existe. Es Lennon. ¿Qué clase de puto ignorante eres? ¿Allí arriba solo escuchabais al imbécil de Víctor Manuel o qué? Última oportunidad: ¿Lennon o McCartney?

Lennong.

Mala suerte. Hoy era McCartney. De hecho, siempre es McCartney pero a veces cambio para poder darle una oportunidad al sopapo que le acabo de arrear.

—Hijo de puta.

Band on the run, ahora.

Espero que mañana se le haya pasado el cabreo. Dolors ha tenido que apartarse para no ser arrollada por el guaje Lucho. Me duele el costado pero debe de ser por la sugestión. No ha sido un golpe tan duro. Me dirijo a la boca del pasaje. Allí está la retrasada. Pintarrajeada como una puerta —ojos, mejillas, uñas— y sonriéndome con picardía. Me da las gracias al pasar junto a ella. Tengo la sensación de que la he cagado.

Subo de dos en dos las escaleras hasta el Costa d’Or.

Necesito mil cervezas frías y un iceberg para los nudillos.

Ojalá sonara cualquier canción del Álbum Blanco al entrar y no los niños de San Ildefonso.

La Loca me sigue como los hijos gordos a los hombres salvajes.

Marley estaba muerto

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