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CONSIDERACIONES ACERCA DEL CONCEPTO DE ATAQUE AL VÍNCULO Y ODIO (+ −H). UN CASO CLÍNICO

Jani Santamaría Linares

Cuando dos personalidades se encuentran, se crea

una tormenta emocional [...] si hacen suficiente

contacto, se produce un estado emocional por la

conjunción de estos dos individuos

Wilfred Bion, Seminarios clínicos y cuatro textos

Los psicoanalistas vivimos inmersos en el mundo afectivo, es este el escenario de nuestra actividad profesional. La situación psicoanalítica nos ofrece un modo sin igual de explorar todo tipo de afectos y es en el proceso analítico que el analista abre las puertas de la transferencia con el objetivo de que el paciente escenifique los afectos que habitan en la vida psíquica.

¿Qué puede decir un psicoanalista sobre el odio? ¿Desde qué vértice se posiciona para observar y pensar este afecto? Las teorías acerca del odio han acompañado a la historia del psicoanálisis. Las primeras pistas las encontramos en el autoanálisis de Freud (Anzieu, 1975) donde toma conciencia de la forma en la que en sus sueños aparecen deformados los deseos asesinos que tenía hacía de su padre y relaciona este afecto en el marco del Complejo de Edipo. Algunos de los trabajos centrales para comprender este tema son Tótem y Tabú (1913) y Moisés y la religión monoteísta (1938), donde Freud expone con claridad la relación entre el odio que causó el asesinato del padre y, posteriormente, el remordimiento y la culpa que son el origen de la ley simbólica de interdicción, es decir, del lazo social y de la cultura.

Más adelante, en 1915 en “Pulsiones y destinos de pulsión”, Freud escribió “el odio es, en su relación con el objeto, más antiguo que el amor”.

Considera que se odia todo aquello que es parte del mundo externo debido a que, dentro de la órbita del principio de placer, el displacer adquiere un carácter hostil. Desde este vértice, el odio funciona como una barrera para proteger al Yo.

Los puntos de contacto entre experiencia analítica y algunos fenómenos sociales de odio como el terrorismo, la migración y la misoginia, convocan lo más extremo y radical de la violencia y merecen un capítulo aparte. La historia tiene infinitos ejemplos, uno es la fábula mítica de Abel y Caín la cual nos muestra que el odio es un asunto personal que adquiere diversas formas y que, en ocasiones, nos aterra el carácter concreto de este poderoso afecto. No abordaré en este momento la serie de crímenes de odio ni discutiré los odios prototípicos milenarios ya que no deseo caer en una lógica reductiva de psicoanálisis aplicado; lo menciono porque considero que ahondar en la comprensión de la dinámica del odio que se despliega entre la mente individual y la mente colectiva merece la pena ser estudiada a fondo. En la sala de análisis, este material sobre el odio y sobre los horrores del mundo, está presente cada vez más en las sesiones, a veces las inunda y sacude la intimidad.

En el proceso analítico, dentro de la multitud de sentimientos transferenciales dirigidos hacia el analista, el odio es probablemente el más difícil de soportar. Se presenta de manera persistente y tiene una participación importante en la reacción terapéutica negativa, el impasse y la reversión de la perspectiva (Etchegoyen, 1986).

En el presente trabajo me propongo considerar una particular modalidad de odio a través de lo que Bion (1957) llamó ‘ataques al vínculo’ y ‘vínculos en H (odio)’ (1962). Mi objetivo es compartir la circulación de estas vicisitudes dentro de la diada analítica.

Las contribuciones de Wilfred Bion son una fuente continua de inspiración en psicoanálisis (Bronstein & O’Shaughnessy, 2017). La originalidad de sus investigaciones en el trabajo de la mente y de sus funciones, ha abierto la puerta a una variedad enorme de avenidas para su exploración. Su forma de teorizar el odio es uno de los carriles organizadores de su pensamiento a lo largo de toda su obra. Sus aportes sobre el papel de la agresión y el odio en la constitución y funcionamiento del psiquismo son de un inestimable valor clínico.

A continuación, iniciaré resumiendo brevemente la descripción que el autor plantea sobre el concepto de ‘ataque al vínculo’; luego desarrollaré la manera como se relaciona con la parte psicótica de la realidad y con los vínculos de odio (vínculos en H y −H); continuaré con la presentación de un caso clínico y, finalmente, expondré algunas reflexiones.

Al igual que Freud (1924), Bion sugirió que el psicótico, en su intento por liberarse de la experiencia de una realidad odiada y temida, ataca al Yo perceptor, es decir, a aquella parte de su mente que tiene como objetivo la percepción de la realidad. Plantea que el ataque lleva a una fragmentación del Yo; los elementos eliminados mediante la escisión, son proyectados en los objetos. Esto da como resultado cambios en el Yo, debido a que éste es vaciado en el proceso, produciendo un cambio en el objeto que es alterado por el uso del mecanismo de la proyección.

Bajo el imperio del odio, el paciente podrá presentar la combinación de curiosidad, arrogancia y seudoestupidez descrita por Bion (1959). En esencia, el paciente, al no poder tolerar la frustración, intenta destruir los medios de comunicación entre él y el analista para borrar la conciencia de su propio odio. La intolerancia del objeto se refleja en el intenso temor y odio del paciente al analista percibido como persecutorio. Esto lleva a desarrollos paranoides en la transferencia que pueden ir tan lejos como para convertirse en una psicosis de transferencia (Rosenfeld, 1987). Bion escribió: “He tenido ocasión, al referirme a la parte psicótica de la personalidad, de hablar de los ataques destructivos del paciente a cualquier cosa que siente como teniendo la función de vincular un objeto con otro” (1957, p. 128).

El prototipo de todos los vínculos que el autor considera se refieren al pecho y/o pene primitivo; le interesa subrayar la función de proporcionar un vínculo entre dos objetos, ya que considera los ataques fantaseados al pecho como el prototipo de todos los ataques a objetos que sirven de vínculo, siendo la identificación proyectiva el mecanismo utilizado por la mente para deshacerse de fragmentos del Yo producidos por su propia destructividad. Bion agregó que este tipo de ataques apuntan también hacia el intercambio parental, incluso intercambios de tipo sexual. Otro resultado importante de la identificación proyectiva, particularmente cuando se da en forma masiva, es que se presenta en la comunicación a través de las ecuaciones simbólicas (Segal, 1957). Estas ecuaciones son pensamientos concretos que aparecen como producto de la incapacidad de diferenciar claramente el sí mismo del objeto.

Bion describe que las características que predisponen a la psicosis son: una preponderancia de impulsos destructivos en que aun el impulso a amar es convertido en sadismo; un odio a la realidad interna y externa y a todo lo que pueda despertar conciencia de la misma como son las funciones incipientes de la propia personalidad, el cual está unido a una hipersensibilidad, a un pánico al dolor mental y a la esperanza de que no pensar, no sentir, no aceptar los problemas que plantea la vida, sobre todo los emocionales, brindará un alivio transitorio.

El autor demostró que esta clase de personalidad posee la tendencia a romper en partes muy diminutas lo que duele, lo que se teme; lo que devendría en un pensamiento elaborativo que esta personalidad usa de manera expulsiva, alejando de sí mismo partes y funciones muy valiosas de su personalidad. Además, menciona que en las personalidades psicóticas las relaciones de objeto son frágiles, prematuras y contienen matices absurdos. La parte psicótica hace referencia a un estado mental que se manifiesta en la conducta, en el lenguaje y coexiste con una parte no psicótica.

Además de los factores constitucionales asociados a la intolerancia a la frustración, al odio y la envidia, el predominio de las partes psicóticas está asociado a la falta de reverie de la figura materna; es a través de la función continente de la madre, que el bebé puede integrar sus propios contenidos psíquicos. En este contexto, la mente de la madre, con la capacidad de recibir, contener y transformar las ansiedades y temores del bebé, funciona como un vínculo.

Con toda seguridad Bion amplió el horizonte teórico y práctico de los vínculos, convirtió esta noción en un punto de anclaje de su importante investigación y extendió el concepto cuando planteó magnitudes negativas de los mismos. El autor eligió postular tres tipos de vínculos: amor (L), odio (H) y conocimiento (K), con las valencias negativas de −K, −L y −H.

De acuerdo a Bion, los ataques al vínculo se originan en lo que Melanie Klein llamó ‘fase esquizoparanoide’ (1946). Este periodo, como sabemos, está dominado por relaciones con objetos parciales, de ahí que las relaciones de objeto parcial no se establecen con las estructuras anatómicas, sino con la función; no con la anatomía, sino con la fisiología; no con el pecho, sino con la alimentación.

Ataques al vínculo, menciona Bion, son también sinónimos de ataques al estado receptivo de la mente del analista, originariamente de la madre. La capacidad de introyectar es transformada por la envidia y el odio del paciente en una avidez que devora su mente. De la misma manera, un estado apacible se transforma en −H, esto es, se transforma en indiferencia.

El vínculo que nos ayuda a comprender y tratar la psicosis o sus estados y núcleos es el vínculo en −K, que está determinado por la envidia como depósito de todo lo bueno, significativo o valioso. Es el ataque al conocimiento y al crecimiento y se efectúa desde un superyó de moralidad vacía, desde la arrogancia y la superioridad, en la cual se devalúa cualquier objeto nuevo que promueva el desarrollo y el cambio.

Otra idea central que propone Bion apunta a que el ataque se dirige no solo al mundo externo y los objetos que contiene, sino que también ataca nuestra capacidad para experimentar la realidad tal como es. La idea de que el paciente utiliza ataques destructivos en todo lo que tenga la función de unir un objeto con otro es de gran valor clínico, ya que nos lleva a tomar en cuenta el campo dinámico y todas las fuerzas y fantasías que provienen de la vida misma.

De las muchas avenidas teóricas que pudieran seguirse, he decidido presentar una viñeta clínica con el objetivo de brindar una experiencia singular acerca de una vicisitud, me refiero a los ataques al vínculo y al odio con el que Diana se relaciona y que también predomina en sus relaciones objetables, especialmente en la relación de pareja. Me limitaré a trazar específicamente el concepto del odio en Diana sin adentrarme a una exposición total del caso. Invitemos a Diana a la escena para intentar comprender algunos de estos planteamientos.

Cuando llega al consultorio, Diana, una mujer de 32 años de profesión arquitecta, me deslumbró con los recursos intelectuales que poseía. Dueña de una gran capacidad de reflexión, gran conocedora de autores del psicoanálisis y convencida que el psicoanálisis es el mejor camino para garantizar un bienestar emocional. Todos estos atributos, me conquistaron de inmediato. Al ser recomendado por una persona muy valiosa para ella, aceptó trabajar cuatro sesiones semanales en el diván a pesar de la distancia geográfica en la ciudad. Simultáneo a esta alegría de trabajar con una paciente tan rica en contenidos, desde un inicio me hizo sentir como si estuviera en un examen. Varios colegas le habían brindado altas recomendaciones de mí, pensé entonces que este factor pudo haber contribuido a mi sensación de “tener que ser la analista perfecta”.

Durante el primer año y medio de trabajo, el clima se desarrolló en un ambiente armonioso, ella trabajaba en el diván, era muy puntual, pagaba a tiempo, traía sueños y casi en las cuatro sesiones de la semana hacía referencia a la experiencia analítica en otro país con un colega, afirmando que le había ayudado muchísimo. “Sin él, no sería lo que soy” solía expresar. Al escuchar su historia de origen, coincidía plenamente en esta afirmación. Diana habitaba un mundo de mucha angustia de tipo persecutoria en la que imperaba la envidia y fantasías de destrucción, que coloreaban las sesiones. En ocasiones me pedía referencias bibliográficas sobre psicoanálisis con el argumento de que deseaba entender más. Me confesó en una sesión que, para poder dormir, necesitaba leer por lo menos unas líneas sobre psicoanálisis. Yo entendía este relato como si el psicoanálisis cumpliera una función de chupón, de pacificador, evocando la imagen de una bebé dormida sobre el pecho de una madre (de un libro). En algunas sesiones, Diana lograba tener una narrativa tan exitosa que provocaba en mí el siguiente pensamiento “sin duda podría ser una gran analista”.

Observaba también, en esta mujer de fácil trato, pero de difícil acceso, el desarrollo de un sistema “evacuativo” en el cual, a través del mecanismo de identificación proyectiva, expulsaba partes de su mundo interno. Gradualmente se fue desarrollando un sentimiento ambiguo en el que ella no podía tolerar percibirme como un objeto bueno; su voracidad le hacía demandar más tiempo, más atención, más interpretaciones para sistemáticamente destruir todo lo que recibía; a esas grandes construcciones analíticas les seguía destrucción. Diana en ocasiones consideraba mis intervenciones inadecuadas y “demasiado intelectuales”. Mi sensación era que con la mano derecha escribía y con la izquierda borraba lo que escrito.

Una de las verdaderas paradojas que encontraba en ella era que buscaba de manera ansiosa y repetida un tratamiento, cambió de analista varías veces y terminó con todos de manera prematura. Estas experiencias la dejaron con sentimientos de decepción y de resentimiento cada vez mayor. Recordaba de manera frecuente todos los análisis previos, decía que simplemente los dejó porque no cumplían con lo que ella esperaba, me decía: “una de ellas era agradable, pero tenía un exceso de empatía. Otra era buena persona, pero no era análisis, fue una especie de coaching. Otro me quedaba muy lejos de mi casa”. De todos estos colegas, solo uno era preservado como el “único que le había sido útil”, se refería a esta experiencia como “mi analista me decía”. Me llamaba la atención que no decía “mi exanalista”, ya que habían pasado diez años desde el termino de ese proceso, “oficialmente hablando”. Esta manera de expresarse, me llevó a pensar que, en su mente, ella seguía fusionada en análisis con él. Esta fantasía se rompió de manera violenta cuando, se enteró de una triste noticia: el “analista bueno” había fallecido. Ella se quedó paralizada con esta noticia, le fue imposible llorar. Todo parecía indicar que la incapacidad de elaborar un duelo la colocó en una posición vulnerable ante mí. Se inició entonces una demanda mayor y una exigencia hacia “los resultados del análisis”. Sesión tras sesión me provocaba y me exigía que yo aceptara que ella debía ser medicada porque, en su opinión, el análisis no era suficiente. En ocasiones, se automedicaba con Ravotril y con antidepresivos y estaba molesta porque no lograba que yo le diera el “visto bueno” en el uso de los mismos. Asociaciones posteriores demostraron que mis interpretaciones eran constantemente fragmentadas por ella.

En esta etapa, Diana manifestaba expectativas y demandas muy concretas como exigirme un diagnóstico para estudiarlo a profundidad. Poseía fuertes tendencias sádicas y narcisistas, además de procesos de escisión del yo y del objeto. Lo más importante en esos momentos era que la dependencia total del objeto (de la transferencia) era negada a través de la omnipotencia. Cuando le recordaba algún insight obtenido en alguna sesión, lo negaba y me retaba diciendo: “a ver, ¿lo grabaste como para demostrar que me dijiste eso? ¿Cómo me lo compruebas?”, riéndose de manera muy irónica.

Diana esperaba obtener lo inalcanzable y al mismo tiempo, no podía disfrutar de lo posible, permanecía esperando que el árbol de olmos le diera peras. Tampoco podía disfrutar de la sombra y de la dura y apreciada madera que el olmo, que por ser un árbol muy frondoso y corpulento nos puede brindar. Estaba atrapada en lo que Kancyper (2006) llamó memoria del rencor.

Es posible observar en este material que la mayor parte del tiempo Diana estaba comunicándose desde la parte psicótica de su personalidad, la que había dominado su vida desde el inicio. Era frecuente que dijera “soy hija de una madre esquizofrénica y un padre con rasgos de carácter narcisista, eso me hizo ser agresiva, ¿qué esperabas? ¿Puras alegrías?”.

Considero que esta catástrofe de vida tan temprana no solo la condenó a un desarrollo anormal muy alejado del desarrollo neurótico, sino que también provocó que padeciera una sensación dolorosa y amenazante de aniquilación inminente. Ella lograba acceder a un saber muy primitivo de que estas experiencias la dejaron con secuelas emocionales que la limitaban y la hacían vivir en agonía. Establecía vínculos que parecía lógicos, casi matemáticos, pero no eran emocionalmente razonables, como consecuencia, los vínculos que perduraban tenían características perversas, crueles y estériles.

Estas dolorosas experiencias me hacían sentir que tenía que tener muy presente la advertencia de Margaret Little (2017) respecto a que podemos observar transferencias neuróticas y no neuróticas durante el transcurso de la misma sesión. Dos dimensiones coexistentes de funcionamiento se desplegaban en diferentes grados y se requería reconocerlos y aprehenderlos en la totalidad de su compleja dinámica. En una misma sesión, tenía la impresión de estar frente a distintas configuraciones, podía trabajar y asociar un sueño, por ejemplo, pero después destruía las interpretaciones que ella misma había realizado de manera exitosa. En ese momento, yo entendía las expresiones de odio como el aferramiento a un objeto interno de una manera implacable. El vínculo de odio (−H) la unía a ese objeto con la fuerza de un rencor antiguo.

Diana ejercía conductas crueles con el ambiente y las racionalizaba diciendo que, por las heridas narcisistas, edípicas y fraternas y por los daños traumáticos externos que pasivamente había experimentado, ella era así, “sádicamente inteligente”.

En una sesión, Diana inició la sesión nuevamente quejándose de su esposo, tuve la intuición de que ella estaba tratando de convencerme de que él realmente era un ser humano detestable y así se lo hice saber. Le comenté que parecía que deseaba convencerme de que lo mejor era divorciarse de él “porque no servía”. Mi intención era invitarla a reflexión sobre una conducta repetitiva de descarga y de destrucción que estaba condensada y desplazada en él, pero mi observación, para mi sorpresa, despertó tanto enojo que Diana amenazó con suspender el tratamiento. Suspendió la sesión unos minutos antes del final. Regresó a la siguiente sesión acusándome de falta de empatía, de ser fría y estaba convencida que yo tenía que pedirle una disculpa por mi “estupidez”. Las siguientes sesiones continuaron en la misma queja, mis esfuerzos por conversar reforzaban el funcionamiento esquizoparanoide en el que el pensamiento era “si no estás conmigo, estás contra mí”.

Así fue por varias sesiones, pocas veces me había sentido tan impotente, tan frustrada, “no era eso lo que quise decir” quería gritarle, pero me fue muy útil convocar a Winnicott (1947) y recordar la importancia de reconocer el odio hacia el paciente; antes de él, Sandor Ferenczi (1932) ya había planteado el sentimiento negativo del analista al paciente. Sin duda, la clínica con pacientes difíciles les permitió escribir acerca de estos temas, con los cuales, en esos momentos, me fueron de gran ayuda y me hicieron pensar que tal vez Diana prefería odiarme con el fin de negar la dependencia que sentía hacia mí, así que decidí guardar silencio y esperar. Ella mostraba, según me parecía, la combinación de curiosidad, arrogancia y pseudoestupidez que Bion describe en pacientes que no toleran el reconocimiento de su intensa avidez y envidia. De hecho, sus intentos de aprehender todo lo que estaba en mi mente, eran extremadamente ávidos y ella evidenciaba una intensa envidia de mis contribuciones, las desmentía categóricamente en su totalidad, exceptuando cualquier afirmación en la que yo hubiera “acordado” plenamente con sus afirmaciones de indignación justificada. Le señalé también que parecía que, si no pensaba idéntico a ella, mi destino era la basura. Agregué lo doloroso que debía haber sido vivir sintiendo que tenía que adivinar lo que la madre esperaba de ella.

Mi persistente y consistente análisis de la repetición de la transferencia de la relación interna con sus figuras rechazantes gradualmente hizo impacto y comprendimos que ella había pagado un precio muy alto por no ser idéntica a la madre. Diana recordó ciertos momentos en los que tendría cuatro, cinco años de edad, donde se negó a obedecer a la madre; recordó que de manera firme le gritaba que ella no tenía que vestirse como la madre quería, eran recuerdos que podríamos calificar de “autónomos”.

Como respuesta, la madre le escupió en la cara. En otra ocasión, en que ella tenía cinco años de edad, la madre la sacó al jardín para que durmiera con los perros; agregó que era frecuente que “la congelara”, es decir, no le dirigía la palabra durante semanas hasta que Diana tenía que disculparse, aunque no fuera culpable. El relato era una réplica exacta de mi sentir, solo que ahora ella era la madre y yo era Diana.

La relación con esta paciente me demandó estar permanentemente atenta a mi registro contratransferencial. En ocasiones, quería negar la frustración y el odio que me hacía sentir, estaba consciente que, si me privaba a mí misma de ese sentimiento, estaba privando a Diana del uso de la expresión de este. Winnicott (1947) nos recuerda que para el paciente es indispensable que el analista pueda odiar, ya que solo así él podrá tolerar su propio odio. A mi mente venía el siguiente párrafo de Winnicott:

Existe una inmensa diferencia entre los pacientes que han vivido experiencias satisfactorias en la primera infancia, experiencias que puedan descubrirse en la transferencia, y aquellos otros pacientes cuyas experiencias han sido tan deficientes o deformadas que el analista tiene que ser la primera persona en la vida del paciente que aporte ciertos puntos esenciales de tipo ambiental. (1947, p. 273)

En este tiempo de análisis, tres años después del inicio de las sesiones, empecé a diferenciar los ataques a la función vinculante de los ataques a los objetos. Diana recordaba que cuando era pequeña, no sabía cuál era el estado emocional que la madre iba a expresar porque sus emociones eran desproporcionadas e impredecibles. Entendí entonces que cuando el dolor psíquico se volvía inmanejable, Diana recurría a cortar las funciones del Yo como la percepción, la memoria (no se acordaba más que de lo negativo) y/o la atención como un intento de preservar el pequeño pedazo de Yo, que le ayudaba a organizarse.

Quedaban entonces dos preguntas: ¿El Yo de Diana tenía que defenderse de un sentimiento de destrucción interna que, desde Bion, podemos llamar ‘sentimiento de aniquilación’? o ¿debíamos de hablar de un Yo que odiaba desde una identificación? ¿Será que Diana se identificaba con esa “madre esquizofrénica” y se convertía en la madre que la devaluaba y yo en la pobre niña asustada, con miedo a sus ataques?

A través de la reversión de la perspectiva (Bion, 1957), ella intentaba colocarme en una posición de una niña arrinconada, incapaz de discutir ni de conversar.

Pensar la función vinculante del odio, y en tanto vinculante, también libidinal (H), me ayudó a transformar los embates que recibía cuando el ataque se condensó en el género. Era el primer análisis que tenía Diana con una mujer y en ocasiones me reclamaba que no sentía avances: “Tal vez por ser mujer, esto es más lento”, me decía; para Diana nada que viniera de una mujer podía ser bueno, así que yo tendría que pagar un precio muy alto. En este relato, apareció un recuerdo, me dijo: “Cuando supe que estaba embarazada, el doctor se equivocó y me dijo que iba a tener un hombre, pensé que la noticia era terrible porque los peores homicidas y genocidas de la historia han sido hombres” y continuó: “Mi madre perdió un hijo antes de mí, en realidad fue un segundo hijo porque cuando era joven, tuvo un aborto de un novio; ya casada con mi papá se embarazó y cuando estaba por nacer, descubrieron que el bebé era niño y estaba muerto, fue horrible, tuvo que hacer el trabajo de parto con un bebé que ya estaba muerto, después ya nacimos cinco mujeres y cuando el doctor me dijo que se había equivocado e iba a tener una niña, salí feliz y fui corriendo a comprar unos vestidos color rosa en una tienda que mi mamá me compraba la ropa cuando era niña”. Encontraba curioso que Diana se arreglara de manera muy femenina, pero odiaba a esas mujeres que en sus palabras “se visten todas de rosita, hablan como tontitas con voz suave y son todas dulces, pero en realidad son hipócritas”; idealizaba el desarrollo intelectual del padre y alternaba entre idealizar y devaluar a su esposo.

Observé que el núcleo de su ser dependía de atacar una relación libidinal. El vínculo en H (−H) siempre debía producirse a costa del odio. El nivel tan alto de resentimiento que la acompañaba me recordaba la descripción que hace Wiesel (citado por Kancyper, 2006) sobre el resentimiento interminable:

El resentimiento no conoce fronteras ni muros de contención y pasa sobre etnias, religiones, sistemas políticos y clases sociales. No obstante ser obra de los humanos, ni Dios mismo lo puede detener. Ciego y enceguecedor a la vez, el remordimiento es el sol negro que, bajo un cielo de plomo, voltea y mata a quienes se olvidan de la grandeza de lo humano y la promesa que encierra. Es preciso, por lo tanto, combatirlo oportunamente, despojándolo de su falsa gloria, que le confiere su escandalosa legitimidad.

Entendí también, que en ese vínculo tan particular que describía con la madre, el odio representaba el único y último vínculo posible con ese objeto primario, el abandono de este tipo de relación simbiótica y parasitaria significaría el derrumbe definitivo de la ilusión y la aceptación de que, efectivamente, se había perdido este objeto para siempre.

Mi tarea consistió en un esfuerzo continuo de autoanálisis que tenía como fin sobrevivir a los ataques, esto era una prueba de mi existencia como una figura externa, sólida, que tenía una existencia real fuera del control omnipotente de Diana; solamente de esta manera, nos dijo Winnicott en 1968, el analista se toma como un objeto que puede ser usado puesto que existe de forma autónoma.

En el artículo “El odio en la contratransferencia”, Winnicott escribió sobre la contratransferencia objetiva, y nos recordó que el amor y odio que siente el analista como reacción ante la personalidad y el comportamiento del paciente, trata de sentimientos que no provienen exclusivamente de la historia de su desarrollo emocional, sino de la observación objetiva del analista. Diana debía encontrar este odio justificado para ser capaz de encontrar un amor objetivo.

Reflexiones finales

La experiencia analítica con una mujer como Diana, ha planteado un reto casi constante a mi tolerancia a ser depositaria de contenidos de odio. Conservar en mi mente que se trataba de una mujer cuya experiencia de vida ha sido una sucesión continua de agresión, carencias y abandonos me fue de gran ayuda. La secuela y con frecuencia la defensa que ella empleaba fue el odio, odio que se dirigía hacia ella misma y se expresaba en el cuerpo (presentaba desde hacía muchos años una úlcera, migrañas y diarreas constantes), hacia el vínculo analítico y hacia todas sus relaciones objetales. Diana parecía estar condenada a no tener cercanía con una figura femenina en la que predominara lo benigno. Toda su existencia había estado aferrada a mantener una apariencia, una fachada que ocultara su identidad difusa, sus contradicciones y tristeza; la sustancia del odio que la llena, escondía un gran dolor, desamparo y desolación.

Las demandas insaciables y el rechazo de toda intervención de mi parte, resultaba difícil de tolerar, su devaluación casi constante de mi trabajo, su reclamo de estar igual a pesar de todos sus logros, su necesidad de depositar en mí todo lo negativo, por momentos me provocaba impaciencia e irritación, pero, simultáneo a estos sentimientos de rechazo y de odio, alojé sentimientos de cariño, fantasías de arrullo cargados de ternura, momentos de gran cercanía emocional. No tengo duda de que Diana es extraordinaria por la fuerza y determinación que la habilitó para salir adelante frente a las circunstancias tan adversas que rodearon su infancia y adolescencia y le agradezco que me ha permitido acompañarla en su descenso a los infiernos.

Freud nos legó un cuerpo de doctrina abierto hacia el futuro para seguir ampliando, desarrollando y extendiendo el pensamiento psicoanalítico, es éste uno de los grandes méritos del psicoanálisis: su apertura para la evolución de nuevas ideas. Es gracias a esta apertura que el psicoanálisis se ha visto enriquecido en los últimos tiempos por valiosos pensadores como Bion.

A lo largo de este trabajo, hemos confirmado que la investigación de Bion ha esclarecido dos formas de funcionamiento mental que muestra la enorme complejidad de la estructura psíquica y que se extiende como un continuo desde el polo neurótico hasta el polo psicótico. Estos conceptos tomaron cuerpo en el caso de Diana. Montado sobre el odio, en un inicio, encontré diversos devenires patológicos en ella, donde eclipsaba las dimensiones temporales del presente y del futuro para reconducirlos al pantano temporal de un ayer que la detenía en un pasado atizado de reproches y ofensas; se cegó con un afán vengativo y cosió los ojos con hilos de arrogancia. Esta experiencia requirió de un prolongado proceso de metabolización en la contratransferencia para movilizar la parálisis de la narrativa. Construimos una nueva costura con hilos de colores que incluyeran: una relación continente-contenido, una mayor capacidad de espera y tolerancia a la incertidumbre.

Gracias al trabajo que yo y Diana hemos realizado, confirmo una vez más la importancia de la matriz transferencia-contratransferencia para “rehistorizar lo traumático”. Es bajo este ángulo que nuestro trabajo analítico se enriquece y se convierte en un oficio apasionante. Lo relevante de la propuesta de Bion (1962) acerca del concepto de ataques al vínculo, es que ofrece vértices posibles de observación. Los tres tipos de vínculos que trabajamos: vínculo de conocimiento (K), de amor (L) y de odio (H) ofrecieron una nueva manera de modularse entre éstos, con la condición de que el movimiento y la tensión entre todos sean indisolubles y además se hallen, durante toda la existencia, intrincadamente activos y en proporciones diversas.

Diana inició un periodo de duelo, le fue posible establecer un contacto más cercano con sus tres hijas. Ha llorado y con mucha culpa ha “confesado” que las maltrataba “sin querer hacerlo”. El proceso de integración de sus partes violentas y sádicas implicó esfuerzos y dolor mental indescriptibles tanto para ella como para mí.

La transformación de los vínculos de amor, de odio y de conocimiento, han comenzado a ceder sitio a pensamientos que llevan a la reflexión. Gradualmente he sido testigo que cuando Diana dejó de ver a su madre con los ojos de una niña, descubrió a la mujer que le ayuda día a día a alumbrarse a sí misma.

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El odio y la clínica psicoanalítica actual

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