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ОглавлениеLengua Insurgente
Todo destino consta en realidad de un solo momento, el momento en que la mujer sabe para siempre quién es, escribió, más o menos, Borges, acaso intuyendo a Serafita, la niña que se conocerá el día en que el abrazo de su amante --la cincuentona, rolliza y ardiente Gloria-- la abandone y ella, insur-gente para siempre, abrace las armas contra el imperio. Será una guerra de sur a norte, de negro a blanco y de pobre a rico que la tendrá de lidereza junto a la India americana La Mala Cochise. Mientras, otros corazones rotos cruzarán medio planeta para unírseles.
Tal vez ese momento que construye la certeza de un destino para siempre sea uno solo como decía Borges o tal vez más de dos o tal vez uno de esos momentos que se despliegan en el tiempo, como si se realizaran en partes, como si fueran una epifanía que se abriera de a poco a la manera del fuego que es uno y el mismo desde las primeras llamas pero ah, verlo haciendo arder a mister president, o a la manera de las hojas verdes de las plantas que van armando la flor, en un encapullarse que a la vez es un blanquearse y hacerle perfume al aire que hacen las hojas; como un jazmín cósmico el momento se hace de momentos diversos y entonces tal vez Se-rafita sabe también quién es cuando su familia la obliga a cenar en una mesa que tiene altar y en el centro de ese altar una tele y adentro de la te-le, pero, ay, invadiéndolo todo, una tira de Suar. Y nuestra heroína comien-za a tener sus primeras fantasías de justicia:
Serafita, en cambio, prefería entretenerse con otras co-sas: gustaba de imaginar a sus padres muertos. Su con-signa era no repetir la forma de matarlos: los imaginaba ahorcados, podridos, descuartizados, baleados, envene-nados, crucificados, violados.
A la manera de las llamitas que incendian mister presidents y a la manera de las hojas que se vuelven flores, Caro está construyendo una obra que es una pero que, ah, nos va quemando en etapas y quién podría distinguir las etapas de la propia cocción? Así, como fuego o como planta, Caro constru-ye sus criaturas, esta lengua y estos textos que parecen salidos de una tra-dición nueva y así ha de ser porque ya se sabe que algunos autores hacen eso de crear a sus ancestros que sin embargo siempre estuvieron ahí. La lengua insurgente, la que Caro está construyendo y que se empieza a leer en esta Insurgencia, es una lengua tramada de orilla porteña y de caste-llano neutro del neutro propio de la industria audiovisual, un neutro de ma-sas, digamos, una mixtura tan paródica como iberoamericana, una lengua burlona y singular que va a cantarle a cualquier hispanohablante del mundo como si le estuviera hablando en exclusiva con habla en gracia. Y la criatu-ra Serafita, la justiciera, la que cumple el sueño de tantes pero por las razo-nes más particulares, la guerrillera heroica, sueña con justicia en la orilla de una tele porque la narrativa y la poética de Caro están en las antípodas de Pol-Ka y de Netflix y de toda la literatura que se les parece: la del realismo soso, el costumbrismo idiotizante, la lengua muerta de lo siempre igual, las fórmulas que rigen muchas veces nuestro consumo cultural, la idea de la literatura como administración de una escacés —esa idea de lo minimal tan hermosamente frecuentada en los Estados Unidos pero que, por más her-mosamente que se la frecuente no deja de hablar de una concepción liberal del mundo. Y en los tiempos que corren, que nos corren más bien, liberal es neoliberal. Una narrativa del ajuste sería esa.
Y Caro nos viene a hablar de revolución. En este caso, en el caso de La In-surgencia Cochina, una llevada adelante por una argentina de clase media, hija de la derrota del país a manos del imperio en una guerra que en la his-toria no sucedió pero ¿no sucedió?, ¿deja en algún momento de suceder?, y una india aguerrida nacida de la periferia del corazón del imperio, lo que es decir de una vieja derrota o de una derrota constante, lo que también es decir de los agujeros que tiene lo mismo en sí mismo, ese amo que se quiere homógeneo, que se dice entero, armonioso y no el volcán en erup-ción que es, las tensiones ardiendo, explotando en burbujas cuyos gases lo van a hacer arder. En La insurgencia cochina lo ponen al spiedo y el gas le-tal es una india que arma una rebelión continental para revelarse contra el amo blanco que la sometió a las humillaciones, y violaciones, más laceran-tes durante toda su infancia. La venganza será bellas artes en manos de la Mala Cochise.
Pero entonces La Insurgencia Cochina de Carolina Cobelo se edifica sobre los escombros de las periferias. En las del deseo, ¿un corazón roto no es una periferia del deseo?, en las de la geopolítica, en las de la literatura toda vez que se escapa del realismo y de todo minimalismo y de todo neolibera-lismo y empieza a abrirse un camino, a construírselo como si con cada pa-so engrendrara su piso y su horizonte, hechos, los dos, de lirismo y humor absurdo, de una belleza lejos de las convenciones. Como la de Vanidad y Gordo:
Esa noche salieron. Se dieron a la carretera en uno de esos momentos imperceptibles que terminan creando la historia que después se cuenta. Un gordo puto de cin-cuenta años y una torta fea de veintidós sugestionaron la gran concha de dios que se abrió y devoró el Renault 12 prescribiendo un destino de muerte, de sangre, de húmedos orgasmos de guerra.
La Insurgencia Cochina es aire fresco. Es la primera brisa de un viento que le va a volar las chapas a la literatura argentina, la primera piedra de la obra de Caro, un proyecto tan ambicioso como prescindente de padres, tan lu-minoso como violento, tan exquisito como crudo, tan lejos del realismo co-mo dentro del mundo, una poética oscura, lúdica y bella de los feos, sucios y malos.
Gabriela Cabezón Cámara