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La Guerra Gringa How can I tell you, babe

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Gordo se ganó el nombre porque era parecido al actor de Flash Gordon pero más gordo. Sumó en kilos a sus muertos y por esto casi quedó al borde de la inmovilidad, pero eso a él nunca le importó, porque después de tantos años se seguía entregando a la imaginería erótica de sus fantasías con el Capitán Hernández. Se veía a sí mismo con otro cuerpo, tal vez el del soldado Fernando Garzoni por el que casi perdió la vida. “Garzoni, hijo de puta”, se lamentaba Gordo cada vez que lo mordía el deseo.

Pensaba en Hernández y en el olor de la pólvora entre sus dedos mientras reproducía el sonido de la guerra para darle ritmo a su paja dominguera: bombas, disparos, gemidos, gemidos sí, de los heridos no, de sí mismo que casi acababa en un ahogado gritito que se le escondía gracias a la música de radio que ponía Gloria, su mujer, mientras fumaba en la cocina, leía el horóscopo y se pintaba las uñas postizas.

Para Gordo la guerra se llamó Hernández. En esas pocas tardes de tregua que la Guerra Gringa les dejaba, el pelotón de Gordo, al mando del Capitán Hernández, salía a buscar cuerpos y miembros para enterrar. La ciudad era un campo minado que podía arrebatarles la vida en cualquier momento y el grupo surcaba en silencio caminos entre los escombros para poder escuchar a los heridos. Si era yanqui se lo dejaban a los caranchos.

En esas procesiones mudas, el Capitán Hernández lo agarraba a Gordo y le daba un tabaco diciéndole: “Tomá, Gordo puto, que los gringos no te agarren sin nicotina en sangre”. Gordo empezó a coleccionar cada uno de esos tabacos que el Capitán le dio, y llegó a tener cerca de cien hernández-tabacos, cien padresnuestros diría su madre, por cada polvo imaginado con Hernández, y otros muchos tantos que lo ayudaban a pasar los días, porque para Gordo la vida en la cuadrilla no era nada fácil: todos, pero absolutamente todos, lo boludeaban por puto y maricón. “Gordo puto, salí de acá”, le decían, y lo echaban de todo ritual varonil de camaradería por puto y maricón, pero también por gordo.

El soldado Garzoni se dio cuenta de que el pobre estaba perdidamente enamorado del Capitán, y vio la oportunidad de jugarle una broma que, además de formar parte de su anecdotario para la posteridad, lo consagraría grande entre los compañeros de su tropa. Fue así que Garzoni se le hizo el amigo, pero no tanto porque no era puto, y, a fin de ejecutar su plan, comenzó a contarle sus aventuras amorosas para hacerle la cabeza y llevarle la sangre a la poronga. Gordo resultó ser un boludo romántico y calentón, y él encontró un placer inexplorado en las mil y una noches en que se descubrió cuentista de su verga.

“¡Mierda!”, Gloria interrumpió el runrún mental de Gordo con su voz grave y metálica, el agua del mate estaba muy caliente. Gordo se preguntaba si él, en todo este tiempo, no la había creado a su imagen y semejanza, así, toda gorda y rigor mortis. Se desesperaba pensando en su propia existencia, vieja y obesa; se desesperaba pensando en que también existía Gloria y en la presión que durante todos esos años tuvo que hacer contra la ausencia de Hernández. Y otra vez se dejó llevar por el recuerdo de los murmullos de la pólvora y de la respiración entrecortada de Hernández. Iba y venía, de la guerra a los sonidos de Gloria en la cocina, de las uñas postizas chocando la mesa al ritmo de la música a las bombas, de los gritos al sorbo del último mate. Sí, Gloria y la guerra consistían en esos sonidos.

Mientras tanto, Fernando Garzoni estaba borracho en el cumpleaños de su suegra. Se reía a carcajadas mientras contaba una anécdota: “Se me ocurrió empezar a decirle que el Capitán era puto. Que lo había visto haciéndose afectitos con un soldado de General Pico. ¡Qué gordo maricón! Le empecé a meter la idea de que el Capitán no solo se la comía sino que además era un boludo romántico como él. Un día falsifiqué una carta del Capitán y se la llevé. Gordo la leyó, y el muy maraca se puso a llorar”.

Así contabaGarzoni el día que Gordo casi perdió la vida.

Lo que sucedió fue lo siguiente: una serie de eventos fortuitos que se combinaron con la destreza oportunista de Garzoni, llevaron a Gordo a convencerse de que el Capitán le correspondía su amor con miradas, cambios en la voz, y una serie de detalles que el mismo Gordo comenzó a agrandar para apoyar la teoría de el mismísimo Capitán Hernández le tenía intención.

Inspirado en sus fantasías más celosas ideó un plan. Con ayuda de su nuevo mejor amigo, el soldado Garzoni, Gordo saldría airoso de su batalla de Waterloo. Que el no ya lo tenía, que no tenía nada que perder, que Hernández se la miraba todo el tiempo, que igual no lo quería nadie. “El riesgo vale la pena”, concluía Garzoni. Gordo estaba más envalentonado que Napoleón con dos Europas.

Era de tarde y llovía de costado. Los soldados estaban cansados, venían de largas jornadas de hambre y derrota. El Capitán estaba reunido con los altos rangos discutiendo estrategias de defensa ante un enemigo demoledor. Estaban perdiendo la guerra, y tenían la impresión de estar jugando al básquet en un potrero con un pelotita de béisbol. Cuando Hernández quedó finalmente solo Gordo entró como una geisha. El Capitán estaba mirando unos papeles y cuando levantó la vista vio al maricón trazando círculos en la tierra con el pie, con la mirada gacha y las manos ocultas tras su espalda.

Comenzó a sonar una música gringa y Hernández pensó que podría ser un golpe de asalto, pero era día de tregua, aunque los yanquis nunca reparaban en esos detalles. Gordo seguía parado sin decir nada, no parecía con miedo sino inyectado de ira, o de pasión, porque tenía las pupilas dilatadas. Tomó valor justo en el momento en que sonó el estribillo de la canción gringa: “Is this love that I’m feeling / Is this the love that I’ve been searching for/” y, en una embestida a lo toro contra torero, estocada con gracia, Gordo le rompió la boca al Capitán como nunca nadie se la rompió. De un beso.

El Capitán Hernández, que estaba preparado para recibir todo tipo agresiones físicas y no semejante muestra de indecoroso, ilegal y demencial cariño, tardó en reaccionar, tal vez porque tampoco le disgustaba en el fondo. Como sea, en algún momento lo empujó y lo separó, “como un manteca que dice que no pero que quiere como loca”, contaba Garzoni, y le sumó un cross de derecha que arrojó al soldado al piso.

Hernández lo golpeó con furia. Lo pateó en el abdomen y en las costillas tantas veces como pudo, y con tanta sorda violencia que Gordo ahora sí escuchó el jadeo de Hernández, no del Hernández brillante y sudoroso que siempre imaginó, sino el de uno encolerizado, oscurecido por el odio. Gordo quedó en el piso ahogado en sangre, con hemorragias internas. El Capitán acabó escupiéndolo y aplastando con sus borceguíes la mano que el soldado mantenía apretada, rompiéndole los dedos.

“Yo había puesto una canción en el altoparlante. Estaba prohibida por la guerra, pero a mí me la chupan con los labios leporinos. Y no va que de la nada, ¡puuuuum!, cayeron los yanquis y como un relámpago nos quemaron a todos, vuelta y vuelta nos hicieron. A todo esto la canción seguía sonando y se mezclaba con la balacera. Vos podías ver a los pibes que corrían de acá para allá, no tenían a dónde ir, pero igual eso no importaba, porque no llegaban a dar tres pasos que les explotaba una granada o le tiraban los perros. Yo ni mu dije. Quieto como pija de bronce estaba, y de pronto, un cañón me apuntó la sien y oigo una voz que me dice: “¡sorrender!”

En el mismo momento que agarraban a Garzoni, el Capitán salía enfurecido de la carpa. Estaba desarmado, y su pene erecto, por la paliza o por el beso, contempló el peor escenario: las tropas yanquis estaban derrotando el último foco de resistencia.

La canción no se detuvo nunca. Gordo, que no tuvo batalla más que la de su pasión, quedó agonizando en el piso con uno de los hernández-tabacos bien aferrado en su mano de huesos rotos.

A Hernández lo obligaron a arrodillarse y con un balazo en la boca acabaron con él.

Esto fue 1982.

Ahora Gloria hablaba por teléfono. Gordo se levantó, le robó un mate y apagó la radio.

La insurgencia cochina

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