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Capítulo 1

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–Pero, ¿qué...?

Lo único que Georgia pudo ver en aquellas atroces condiciones fueron las luces del frenado, así que pisó el pedal del freno y se alegró de haber dejado una amplia distancia de seguridad con el coche que tenía delante.

El vehículo se detuvo y puso las luces de emergencia. Trató de ver por qué se habían detenido, pero la visibilidad era mínima. Aunque técnicamente todavía era de día, apenas se veía debido a la tormenta de nieve. Y la radio no ayudaba: no hacían más que decir que la nieve había llegado antes de lo previsto, pero no daban ninguna información sobre los atascos de tráfico en la zona.

El tráfico se había ido ralentizando durante los últimos minutos por la escasa visibilidad, y ahora estaban completamente parados. Georgia se había puesto a cantar las canciones navideñas de la radio mientras el tiempo empeoraba para conjurar el creciente pánico y fingir que todo iba bien. Estaba claro que su optimismo iba a tener mucho trabajo. ¿Cuándo aprendería?

Entonces la nieve disminuyó un poco y atisbó a ver las luces traseras de varios coches extendiéndose en la distancia. Lejos de ellos se divisaban las luces azules e intermitentes de los coches patrulla.

De acuerdo, así que había ocurrido algo grave. Pero ella no podía quedarse allí sentada a esperar que llegaran las ambulancias en medio de la tormenta. Corría el peligro de verse atrapada, y estaba muy cerca de casa, a menos de diez kilómetros. Tan cerca y a la vez tan lejos.

La nieve volvió a caer con fuerza y Georgia se mordió el labio. Había otra ruta, un camino estrecho que ella conocía muy bien. Un camino que solía utilizar en el pasado como atajo aunque ahora lo hubiera evitado, y no solo por la nieve...

–¿Por qué nos hemos parado, mamá?

Georgia se cruzó con la mirada de su hijo a través del retrovisor.

–A alguien se le ha roto el coche –o se trataba de un accidente, pero no quería asustar a su hijo de dos años. Vaciló. Estaba muy reacia a utilizar el camino, pero lo cierto era que no le quedaban opciones.

Tomó la única decisión que pudo, le sonrió a Josh y cruzó los dedos.

–No pasa nada, vamos a ir por otro sitio. Enseguida estaremos en casa de los abuelos.

Josh torció el gesto.

–Quiero ir ahora. Tengo hambre.

–Sí, yo también. No tardaremos mucho.

Georgia giró el coche y sintió cómo patinaba un po-

co mientras retomaba el camino por donde había venido. La carretera resultaba letal, y se pondría cada vez peor a medida que los coches compactaran la nieve.

Cuando tomó la desviación del camino, sintió cómo se le aceleraba el corazón. La nieve caía furiosamente alrededor del coche, cegándola prácticamente e impidiéndole la visión.

¡Esto no tendría que estar sucediendo todavía! No hasta que ellos estuvieran a salvo en casa de sus padres, calentitos y bien alimentados. Y no bajo las inclemencias del tiempo, en un camino estrecho que no iba a ninguna parte. Si hubiera salido un poco antes...

Comprobó el teléfono y gruñó. No había señal. Fabuloso. Más le valía no quedarse atrapada entonces. Aspiró con fuerza el aire y siguió conduciendo con cuidado.

Con demasiado cuidado. El implacable viento estaba levantando la nieve del suelo y llevándola hacia la derecha. El estrecho camino quedaría muy pronto bloqueado. Se dio cuenta de que si no se daba prisa no llegaría, así que tragó saliva y apretó un poco el acelerador. Al menos sobre la nieve recién caída tenía más tracción, y no era probable que se cruzara con alguien que viniera de frente. Le quedaba menos de un kilómetro para llegar a la otra carretera. Podía hacerlo.

Un alto muro de ladrillo apareció a la izquierda, cubierto por arriba de nieve como si fuera una tarta helada. Georgia sintió una oleada de alivio. Ya casi estaba. El antiguo muro rodeaba el camino hasta casi el final.

Y a mitad del muro la vio, sobresaliendo entre la neblina. La entrada a un mundo oculto, situada entre dos pilares imponentes coronados por dos criaturas mitológicas de piedra. Y entre ellas, las ornamentales puertas de hierro que no cerraban bien.

Aunque ahora estaban perfectamente cerradas.

También las habían pintado, y al acercarse más despacio y parar el coche, se dio cuenta de que ya no estaban torcidas. Siempre quedaba un resquicio abierto, suficiente para colarse dentro, y aquel hueco había sido un reclamo irresistible para una niña aventurera que salía a pasear en bicicleta con su hermano mayor, igual de temerario que ella.

Las criaturas de la entrada les habían asustado, bestias mitológicas con cabeza y alas de águila y cuerpo de león, pero aun así habían entrado, y al otro lado del muro encontraron un patio de juegos secreto que superaba cualquier expectativa. Acres de jardín salvaje con escondrijos y lugares abiertos, enormes árboles y un millón de sitios donde esconderse.

Y en medio de todo, la joya de la corona: la casa más bonita que Georgia había visto en su vida. La enorme puerta de entrada estaba encastrada bajo un pórtico sujeto con pilares y rodeado por nueve elegantes ventanas de guillotina.

Aunque no todas las ventanas se veían. La mitad de ellas estaba cubierta de glicina, que colgaba por el frente e invadía el tejado, y el aroma de las flores lila resultaba embriagador.

Llevaba años vacía. Con el corazón en la boca, Jack y ella encontraron el modo de entrar a través de la ventana de la bodega y recorrieron las vacías habitaciones con su decadente grandeza, asustándose el uno al otro con historias de miedo sobre la gente que podría haber vivido y muerto allí.

Años más tarde, cuando su hermano empezó a ir con Sebastian, Georgia también le llevó allí. Sebastian había ido a su casa a buscar a Jack, pero no estaba, así que fueron a dar una vuelta en bicicleta. No era una auténtica cita, pero a sus dieciséis años, a ella se lo parecía. Así que se llevó a Sebastian a la casa vacía. A él también le fascinó. Exploraron cada rincón tratando de imaginar cómo sería vivir allí ahora. Incluso fantasearon con los muebles: una mesa de comedor tan larga que no se podría ver a la persona que estuviera sentada al otro extremo, un piano de cola en lo que tendría que haber sido la sala de música, y en la habitación principal, una enorme cama con dosel.

En la fantasía personal de Georgia, la cama era lo suficientemente grande como para acogerlos a los dos y a todos sus hijos. Y habría muchos, el comienzo de una dinastía. Llenarían la casa de niños, todos concebido en aquella maravillosa cama vestida con almohadas de pluma y sábanas de fino algodón egipcio.

Y entonces Sebastian la besó.

Habían estado jugando al escondite, bromeando y coqueteando con la tontería propia de los adolescentes. Él la encontró en el armario del dormitorio y la besó.

Georgia se enamoró completamente de él en aquel instante, pero pasaron casi dos años hasta que la relación avanzó y la realidad y la fantasía comenzaran a converger.

Sebastian se marchó a la universidad, pero se veían todas las vacaciones, pasaban cada minuto juntos, y los besos se volvieron más urgentes, más osados, mucho más adultos.

Y entonces, el fin de semana que ella cumplía dieciocho años, Sebastian la llevó a la casa. No le dijo para qué, solo que se trataba de una sorpresa. Entonces la subió a la habitación principal, abrió la puerta y Georgia se quedó maravillada.

Había preparado el escenario: velas parpadeantes en la chimenea, una gruesa manta extendida sobre la moqueta apolillada y cubierta con pétalos de la glicina de la ventana. Sebastian le dio de comer delicados sándwiches de salmón ahumado y caviar y fresas con chocolate, y brindaron con champán rosado servido en pequeñas tacitas de cartón decoradas con corazones rojos.

Y entonces, lenta y tiernamente, dándole su tiempo aunque eso seguramente le mataría, le hizo el amor.

Georgia le entregó encantada su virginidad. Habían estado cerca muchas veces, pero él siempre había parado. Aquel día no. Aquel día le había hecho por fin el amor, le había dicho que la amaría siempre y ella se lo había creído porque también lo amaba. Seguirían juntos, se casarían, tendrían los hijos que ambos querían, se harían viejos juntos al calor de su familia. No importaba dónde vivieran ni si eran ricos o pobres, todo iba a ser perfecto porque estarían juntos.

Pero dos años después, guiado por la ambición y por algo más que Georgia no fue capaz de entender, Sebastian cambió, se convirtió en alguien que ella no conocía y todo se rompió. Su sueño se convirtió en una pesadilla y le dejó, pero se quedó destrozada.

No había vuelto allí en los últimos nueve años, pero justo antes de que Josh naciera se enteró de que Sebastian había comprado la casa y la había salvado de la ruina.

David y ella estaban en una fiesta, y alguien de Patrimonio Nacional comentó:

–Tengo entendido que un tipo rico ha comprado Easton Court, por cierto. Sebastian no sé qué –comentó.

–¿Corder? –sugirió Georgia con todo el cuerpo paralizado.

–Ese –asintió el hombre–. Le deseo buena suerte. Va a necesitarla, y también tendrá que invertir mucho dinero.

La conversación continuó por otros derroteros mientras ella trataba de encontrarle sentido a la adquisición de Sebastian. Cuando volvían a casa, David le preguntó por él.

–¿De qué conoces a ese tal Corder?

–Era amigo de mi hermano –respondió ella con una naturalidad que no sentía–. Su familia vivía en la zona.

No era mentira, pero tampoco era toda la verdad y se sintió un poco culpable. Lo cierto era que se había llevado una gran sorpresa. Pensaba que se había alejado de todo lo relacionado con aquel tiempo, y al darse cuenta de que no era así se sentía desconcertada. Asombrada, fascinada y horrorizada, todo al mismo tiempo, porque aquello estaba muy cerca de su casa, muy cerca de sus padres.

Demasiado cerca como para sentirse cómoda.

Pero unos días más tarde nació Josh, y pocas semanas después David murió, todo su mundo se vino abajo y olvidó el asunto. Olvidó todo, en realidad, excepto tratar de mantenerse fuerte por Josh.

Pero a partir de entonces, cada vez que visitaba a sus padres evitaba aquel camino, tal y como había hecho en aquella ocasión... hasta que no le quedó más opción.

El corazón le latía con fuerza contra las costillas. ¿Estaría él allí ahora, detrás de aquellas intimidatorias y renovadas puertas? ¿Solo? ¿O compartiendo la casa con alguien más, alguien que no compartía el sueño de...?

Detuvo sus pensamientos en seco. No quería ir por ahí. Ya no importaba. El sueño ya no existía y ella había seguido adelante. Había tenido que hacerlo. Ahora era madre y no tenía tiempo para sueños. Apartó la mirada y la mente de aquellas imponentes puertas y del hombre que podía estar o no estar detrás de ellas, le sonrió a su hijo y siguió avanzando.

Pero el coche tenía otros planes. Se deslizó con fuerza mientras ella trataba de salir y la nieve les rodeó. El viento golpeaba furiosamente el coche, recordándole lo peligroso de la situación. Apretó con fuerza el volante, pisó el acelerador con más cuidado y avanzó casi a ciegas por la neblina.

Apenas había recorrido unos cuantos metros cuando chocó contra un montículo con la rueda derecha. El coche resbaló y se quedó en medio del camino, encajado contra el montículo que tenía detrás. Tras unos instantes en los que giró las ruedas inútilmente, Georgia le dio un puñetazo al volante y contuvo un grito de frustración y de pánico.

–¿Mami?

–No pasa nada, cariño. Solo nos hemos quedado un poco atrapados. Tengo que ir a echar un vistazo fuera. No tardaré mucho.

Trató de abrir la puerta pero estaba encajada. Bajó la ventanilla y trató de mirar hacia fuera, protegiéndose los ojos de los cristales de nieve que parecían salidos del Ártico.

Estaba contra un ventisquero, pegada a él, y no podía abrir la puerta de ningún modo. Subió rápidamente la ventanilla y se sacudió la nieve del pelo.

–¡Vaya, qué viento! –dijo sonriendo al mirar hacia atrás.

Pero no consiguió tranquilizar a Josh.

–No me gusta, mami –dijo con el labio tembloroso.

–No pasa nada, Josh. Está nevando un poco fuerte en este momento, pero pasará enseguida. Saldré por la otra puerta a ver por qué estamos atrapados.

–¡No! ¡Quédate, mamá!

–Cariño, voy a estar fuera. No voy a ninguna parte. Te lo prometo –le lanzó un beso, se acercó a la puerta del copiloto y salió al frío polar para analizar la situación. Le resultó difícil con el viento helado azotándole el pelo contra los ojos y llegándole hasta los huesos, pero comprobó un extremo del coche y luego el otro y se le cayó el alma a los pies.

Estaba empotrado entre el montículo contra el que había topado a la derecha y la nieve que había caído detrás de ellos, probablemente al impactar de costado. No había nada que pudiera hacer. No podía sacarlo de allí sola. Ya estaba hundido varios centímetros. Pronto el tubo de escape quedaría cubierto de nieve, el motor se calaría y morirían de frío.

Literalmente.

Su única esperanza, pensó protegiéndose otra vez los ojos contra la nieve y analizando la situación, estaba en la casa que quedaba tras aquellas intimidantes puertas.

Easton Court. La casa de Sebastian Corder, el hombre al que había amado con toda su alma, el hombre al que había dejado porque iba tras algo que ella no podía entender ni identificar y que estaba minando su relación.

Sebastian esperaba que lo dejara todo y le siguiera en un estilo de vida que ella odiaba, que abandonara su carrera, a su familia, incluso sus principios, y cuando le pidió que lo reconsiderara, él se negó, así que Georgia se marchó y dejó su corazón atrás...

Y ahora su vida y la vida de su hijo podrían depender de él.

Aquella casa, la casa de la que tanto se había enamorado, la casa del único hombre al que de verdad había amado, era el único lugar del mundo en el que querría estar, su dueño la última persona a la que querría pedirle ayuda. Suponía que Sebastian estaría tan poco contento como ella, pero estaba con Josh y no tenía más opción que tragarse el orgullo y pedirle a Dios que Sebastian estuviera allí.

Se acercó a la puerta con el corazón latiéndole con fuerza, alzó una mano helada y apartó la nieve del portero automático con dedos temblorosos.

–Por favor, que estés ahí –susurró–. Por favor, ayúdame –y entonces, con el corazón en la boca, apretó el botón y esperó.

El persistente zumbido atravesó su concentración y Sebastian dejó lo que estaba haciendo, salvó el documento y se dirigió al vestíbulo.

Seguramente sería el pedido navideño. Benditas compras por Internet, pensó. Entonces miró por la ventana y parpadeó varias veces seguidas. ¿Cuándo había empezado a nevar así?

Miró la pantalla del portero automático y frunció el ceño. Durante un instante no vio nada más que un torbellino blanco, y entonces la pantalla se aclaró un momento y distinguió la figura de una mujer arrebujada en su abrigo con las manos bajo los brazos. Entonces ella extendió una mano para limpiar la nieve del portero automático y la vio con claridad.

¿Georgia?

Sintió cómo la sangre dejaba de irrigarle el cerebro y contuvo el aliento. No. No podía ser. Era un espejismo, producto de su imaginación, porque cuando estaba en aquella maldita casa no podía dejar de pensar en ella.

–¿Puedo ayudarla? –le preguntó con voz tirante sin fiarse de lo que veían sus ojos.

Pero entonces ella se apartó el pelo de la cara, se lo recogió en una coleta y se dio cuenta de que era realmente Georgia. Parecía aliviada cuando escuchó su voz.

–Sebastian, gracias a Dios que estás ahí. No estaba segura de... soy Georgia. Mira, siento mucho molestarte, pero, ¿puedes ayudarme? Se me ha quedado el coche atrapado justo al lado de tu entrada, y mi teléfono no funciona.

Él vaciló y contuvo la respiración mientras la miraba fijamente y trataba de encontrar algo a lo que agarrarse en un mundo que de pronto se había salido de su eje. Finalmente consiguió que prevaleciera el sentido común.

–Espérame ahí. Tal vez pueda sacarte.

–Gracias.

Georgia desapareció en medio de una nube blanca y Sebastian soltó el botón con un profundo suspiro. ¿Qué diablos estaba haciendo en aquel camino con aquella tormenta? No habría ido a verle, ¿verdad? ¿Por qué iba a hacerlo? No lo había hecho ni una sola vez en nueve años, y no tenía motivos para pensar que lo hiciera ahora. Él no le importaba lo más mínimo, al menos no lo bastante para haberse quedado a su lado.

Al final Georgia le había odiado y no podía culparla por ello. Él también se había odiado a sí mismo, pero también a ella por no haber tenido fe en él, por no quedarse a su lado cuando más la necesitaba.

No, no había ido a verle. Habría ido a pasar la Navidad con sus padres y al utilizar el atajo se veía por pura casualidad atrapada en su casa. Y él no tenía más remedio que salir a ayudarla. Y eso implicaba hablar con ella, verle la cara, escuchar su voz.

Resucitar toda la carga de recuerdos de un tiempo que preferiría olvidar.

Pero no podía dejarla allí bajo la tormenta. Y pronto anochecería. La ayudaría a salir y luego le diría adiós rápidamente, antes de que fuera demasiado tarde y tuviera que quedarse allí.

Dejó escapar un gruñido, agarró las llaves del coche, se puso el abrigo, buscó una pala y una cuerda para remolcar en la caseta del jardín y las puso en la parte de atrás del Range Rover.

Se dirigió hacia la entrada de su casa con los limpiaparabrisas a toda máquina, pero cuando llegó a las puertas y las abrió con el mando a distancia no había ni rastro de Georgia. Solo huellas en la nieve que giraban hacia la izquierda y luego desaparecían bajo la neblina. Se preguntó dónde diablos estaría.

Entonces vio el coche a varios metros de allí, con las tenues luces de emergencia apenas visibles a través del manto de nieve. Sebastian dejó el Range Rover en la entrada y salió, hundiendo las botas en la nieve mientras se acercaba a ella. No era de extrañar que se hubiera quedado allí atrapada al salir a la carretera con aquel temporal en aquel coche tan ridículo, pensó. Pero aquella noche no iría a ninguna parte más. Lo que significaba que tendría que quedarse con él.

Maldición.

Sebastian sintió cómo la ira se apoderaba de él y reemplazaba el shock. Bien. Era mejor eso que el sentimentalismo. Se subió el cuello del abrigo para enfrentarse al viento y a las agujas de hielo y se acercó al coche. Abrió la puerta y se inclinó. Una oleada de calor llegó hasta él mezclada con un aroma seductor que recordaba muy bien.

Fue como si le hubieran dado una patada en el estómago, pero cerró la puerta de la caja de los recuerdos.

Georgia estaba de rodillas en el asiento mirando algo que había atrás. Cuando se giró hacia él esbozó una sonrisa débil.

–Hola. Qué rápido. Siento mucho...

–No pasa nada –la atajó él tratando de no escudriñar su rostro para buscar cambios–. Venga, salgamos de aquí.

–¿Lo ves, Josh? –exclamó Georgia con alegría–. Te dije que vendría a ayudarnos.

¿Josh? ¿Había un «Josh» que podría haberla ayudado a salir?

–¿Josh? –preguntó él con frialdad.

–Es mi hijo.

¿Tenía un hijo? Sebastian inclinó la cabeza para mirar en el asiento de atrás y se encontró con unos ojos tan familiares que sintió que le atravesaban el alma.

–Josh, este es Sebastian. Nos va a sacar de aquí.

Por supuesto que lo haría. ¿Cómo iba a decepcionar a aquellos ojos verdes cargados de preocupación? Pobre niño.

–Hola, Josh –dijo antes de permitirse mirar a Georgia.

No había cambiado nada. Tenía los mismos ojos grandes e ingenuos de su hijo, los mismos labios carnosos, los pómulos altos y las cejas bien arqueadas que le habían encandilado tantos años atrás. Sus rizos, ahora perlados de nieve, seguían igual de brillantes y de salvajes que siempre. Tenía su rostro a escasos centímetros, y su aroma le envolvió, debilitándole las defensas.

Sacó la cabeza del coche y se estiró, llenándose los pulmones del helado aire exterior. Se sintió un poco mejor. Ahora solo tenía que volver a levantar sus defensas.

–Lo siento de verdad –repitió ella asomándose.

Pero Sebastian sacudió la cabeza.

–No lo sientas. Vamos a sacar tu coche de aquí y vais a entrar en casa.

–¡No! Tengo que llegar a casa de mis padres.

–Mira el tiempo, Georgia –le pidió él señalando al cielo–. No vas a ir a ninguna parte. No sé si podré sacar tu coche de aquí, y desde luego no vas a ir a ninguna parte ahora que casi es de noche. Ponte al volante, enciende el motor y cuando sientas un tirón suelta el freno y mete la marcha atrás mientras yo tiro, ¿de acuerdo?

Ella abrió la boca, volvió a cerrarla y asintió. Ya tendría tiempo de discutir con él cuando sacara el coche.

Lo consiguieron en un instante. El coche patinó un poco y por un momento, Georgia creyó que no iban a conseguirlo. Pero finalmente lograron sacarlo. Puso el freno de mano y dejó de apretar con fuerza el volante.

Fase uno finalizada. Ahora tocaba enfrentarse a la fase dos.

Abrió la puerta del coche y salió al temporal. Sebastian estaba allí mismo, comprobando que el lateral del coche no hubiera sufrido ningún daño.

–Parece que está todo bien.

–Qué bien. Es un alivio. Y gracias por la ayuda...

–No me des las gracias –le espetó él con brusquedad–. Estabas bloqueando el camino.

Ella tragó saliva ante aquel inesperado latigazo. Por supuesto, era la última persona a la que Sebastian querría ayudar, pero lo había hecho de todas formas, así que se tragó el orgullo y volvió a intentarlo.

–En cualquier caso, te lo agradezco. Ahora me pondré en camino y...

Él la atajó con un suspiro.

–Acabamos de tener esta conversación, Georgia. No puedes ir a ninguna parte. ¿Cómo diablos se te ocurrió tratar de llegar hasta aquí con este temporal?

Georgia parpadeó y se lo quedó mirando fijamente.

–Tenía que hacerlo. Voy a pasar la Navidad con mis padres y pensé que llegaría antes de que nevara.

–¿Y por qué has tomado este camino? No es la opción más inteligente, y menos con ese cacharro.

¿Cacharro? Aquello la irritó.

–No era mi intención venir por aquí, pero la carretera principal estaba cortada por un accidente. ¿Sabes qué? Olvídalo –le espetó perdiendo la paciencia–. Siento mucho haberte molestado. Vuelve a tu torre de marfil y te dejaré en paz.

Trató de regresar al coche, pero Sebastian le agarró la muñeca con fuerza.

–¡Madura de una vez, Georgia! Por muy tentado que me sienta a dejarte aquí para que te las arregles sola, no puedo permitir que los dos muráis por culpa de tu estupidez y de tu orgullo.

Ella abrió los ojos de par en par y lo miró fijamente mientras trataba de zafarse.

–¿Estupidez y orgullo? ¡Mira quién fue a hablar! No vamos a morir. No seas melodramático. No es para tanto.

Sebastian la atrajo hacia sí y observó su rostro mientras su aroma volvía a invadirle.

–¿Estás segura? –gruñó–. Porque puedo dejarte aquí para que lo compruebes si quieres. Pero no voy a dejar a tu hijo contigo. ¿Cuántos años tiene? ¿Dos? ¿Tres?

El desafío desapareció de los ojos de Georgia y fue sustituido por la preocupación.

–Dos. Tiene dos años.

Sebastian cerró los ojos un instante y tragó saliva para contener las náuseas. Él también tenía dos años cuando...

–De acuerdo –dijo con voz tirante pero pausada ahora–. Esto me gusta tan poco como a ti, pero la diferencia está en que yo me tomo en serio mis responsabilidades...

–¿Cómo te atreves? –gritó Georgia–. ¡Yo me tomo mis responsabilidades muy en serio! ¡Nada es más importante para mí que Josh!

–¡Pues demuéstralo! ¡Entra en el coche y por una vez en tu vida haz lo que te dicen antes de que todos muramos congelados!

Sebastian le soltó el brazo como si le quemara y ella volvió a entrar en el coche dando un portazo innecesario.

–¿Mami?

–No pasa nada, cariño –diablos, le temblaba la voz. Le temblaba todo el cuerpo.

–No me gusta. ¿Por qué está enfadado?

–Solo está enfadado con la nieve, Josh. Igual que yo. No pasa nada.

Una mano enguantada limpió el cristal y los limpiaparabrisas empezaron a moverse otra vez, de modo que Georgia ya podía ver el coche que tenía delante. Sebastian quitó la cuerda del remolque y se puso en marcha. Ella le siguió obedientemente mientras atravesaban las puertas de hierro. Cuando las cruzaron, vio cómo empezaban a cerrarse tras ellos, atrapándola en el interior de la propiedad.

Easton Court, el lugar de sus sueños rotos. Su próxima prisión durante quién sabía cuánto tiempo.

Tendría que haberse quedado en el atasco.

El hombre de ninguna parte - Magia en la Toscana

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