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Capítulo 2

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Sebastian siguió conduciendo y pasó por delante de las antiguas caballerizas que había detrás de la casa. Cuando se detuvo ya había logrado recuperar la calma. Si conseguía mantener la boca cerrada, tal vez no dijera algo de lo que pudiera arrepentirse.

Algo «más» de lo que pudiera arrepentirse. Ya era un poco tarde para las cosas que acababa de decir, y muy tarde para todo lo que dijo nueve años atrás, para la amargura y la destrucción que había llevado a su relación.

Tanto tiempo después seguía sin saber quién tenía razón y quién no, o si alguien tenía razón. Solo sabía que la echaba de menos, que no había dejado de echarla de menos a pesar de que durante todos aquellos años había tratado de ignorarlo.

Aspiró con fuerza el aire, bajó del coche y quitó la cuerda del remolque. Maldición. Si el tiempo no mejoraba se vería obligado a quedarse allí durante días con ella, con ella y con su hijo de dos años de ojos profundos capaz de romperle el corazón.

–¿Estás bien, cariño? –Georgia se giró para mirar a Josh.

El pequeño tenía una expresión de duda.

–Quiero ir con los abuelos.

–Ya lo sé, pero hoy no podemos llegar hasta allí por la nieve, así que vamos a quedarnos esta noche con Sebastian en esta casa tan bonita, ¿de acuerdo? –trató de sonreír, pero le salió una mueca falsa. Le daba miedo entrar con Sebastian en aquella casa que albergaba tantos recuerdos de su pasado.

Pero no era culpa suya que ella estuviera allí, y lo menos que podía hacer era mostrarse amable y aceptar su hospitalidad. Se dio la vuelta al verle acercarse al coche y abrirle la puerta.

–Lo siento –dijeron los dos a la vez.

Sebastian esbozó una sonrisa que le partió el corazón y se apartó para dejarla salir.

–Te ayudo a bajar las cosas –se ofreció él.

Cuando Georgia empezó a pasarle bolsas, Sebastian se preguntó cuántas cosas necesitaban una mujer y un niño pequeño para una sola noche.

–Con esto llegará por ahora –aseguró ella cuando le vio agarrar la cuna de viaje–. Tal vez tenga que volver luego a buscar algo más.

–De acuerdo –Sebastian cerró el maletero mientras ella salía del coche con su hijo.

«Su hijo», pensó él, sorprendido por la oleada de celos que le provocó que tuviera un hijo con otro hombre.

Los rumores no le habían llegado completos, porque no sabía que tenía un hijo pero sí se enteró de que su marido había muerto. De aquello hacía un año, tal vez dos. ¿Habría sido cuando estaba embarazada? Los celos fueron sustituidos por la compasión. Debió ser duro para todos.

El niño lo miró muy serio durante un instante con aquellos ojos que le atravesaban el alma y Sebastian se dio la vuelta, tragando saliva para pasar el nudo que se le había formado en la garganta, y los guio hacia el interior de la casa.

–¡Oh!

Georgia se paró en seco en el umbral y miró a su alrededor con la boca abierta. Habían entrado por la parte más antigua de la casa, a través de un vestíbulo que daba a una cocina cálida y acogedora que parecía sacada de una revista.

–Está un poco distinta, ¿verdad? –murmuró Sebastian con una sonrisa irónica.

Ella se rio sin dar crédito. La última vez que la había visto era una estancia oscura con nidos de pájaro.

Sebastian se quitó el abrigo y lo colgó en el respaldo de una silla antes de agarrar la tetera.

–¿Té?

Georgia dejó de observar los detalles de la cocina y lo miró con cierto recelo.

–Si no te importa...

Pero ya había quedado claro que sí le importaba tras sus tempestuosas palabras antes de entrar. Sebastian suspiró y se pasó una mano por el pelo. Estaba mojado por la nieve y las gotas le caían por el cuello. Seguramente a ella le pasaría lo mismo. Sacó un paño de cocina de un cajón y se lo pasó antes de agarrar otro para él.

–Toma –le dijo con un gruñido–. Tienes el pelo mojado. Ve a ponerte cerca de la estufa.

No era una disculpa, pero sí podía considerarse un gesto de paz, y así lo aceptó ella. Estaban atrapados el uno con el otro sin remisión y Josh tenía miedo y hambre. Georgia se colocó al lado de la estufa con Josh en la cadera y se secó el pelo con la mano libre mientras trataba de no observarle.

–Me encantaría tomar un té, gracias. Y seguramente Josh agradecería una galleta si tienes.

–Sin problema. Creo que podríamos aguantar un asedio, toda mi familia llega mañana para pasar la Navidad, así que la despensa está a rebosar. Es mi primera Navidad en la casa y me he ofrecido a ejercer de anfitrión para purgar mis pecados.

–Supongo que estarán deseando venir. Tus padres deben estar encantados de tenerte cerca otra vez.

Sebastian sonrió con cierta amargura y se giró, ofreciéndole una perfecta vista de sus anchos hombros mientras sacaba unas tazas.

–La necesidad obliga. Mi madre no se encuentra muy bien. Tuvo un ataque al corazón hace tres años y en Semana Santa le pusieron un by-pass.

Vaya. Sebastian quería mucho a su madre, pero su relación había sido siempre un poco tormentosa, aunque Georgia nunca llegó a entender por qué.

–Lamento oír eso. No lo sabía. Espero que ya esté mejor.

–Se está recuperando. ¿Y cómo ibas a saberlo? A menos que tengas vigilada a mi familia como me tienes a mí –afirmó girándose para mirarla con sus penetrantes ojos.

Ella se lo quedó mirando sorprendida.

–¡Yo no te tengo vigilado!

–Pero sabías que estaba viviendo aquí. Cuando respondí al telefonillo, sabías que era yo.

Como si no hubiera reconocido su voz en cualquier parte, pensó Georgia sintiendo un tirón en el pecho.

–No sabía que te hubieras mudado aquí –afirmó con sinceridad–. Eso ha sido un golpe de suerte para mí dadas las circunstancias. Pero no es ningún secreto que habías comprado la casa. Estabas rescatando varias casas históricas al borde de la ruina y la gente lo comentaba. No olvides que mi marido era agente inmobiliario.

Sebastian frunció el ceño. Aquello tenía sentido. Pensó en decir algo, pero, ¿qué? ¿Siento que haya muerto? Era un poco tarde para ofrecer sus condolencias. Y tampoco era momento para hablar de ello delante del niño.

Así que tras una pausa en la que llenó de agua la tetera, sacó el tema de la casa. Era más seguro, siempre y cuando pudiera mantener los recuerdos bajo control.

–No sabía que hubiera provocado tanto revuelo –afirmó con naturalidad.

–Por supuesto que sí. La casa era una completa ruina. Creo que todo el mundo esperaba verla caer antes de que se vendiera.

–Tampoco era para tanto, pero el dueño no podía permitirse nada más que reparar el tejado y tampoco quería convertirla en apartamentos ni en un hotel. Así que lo estipuló claramente en el testamento. Al parecer nadie quiere una casa como esta actualmente. Es demasiado cara de mantener. Así que esperé mientras los albaceas trataban de anular esa cláusula.

–Y luego la rescataste.

Porque no había podido olvidarla. Ni a la casa ni a ella.

–Sí, bueno, todos cometemos errores –murmuró poniendo la tetera al fuego y abriendo las alacenas para buscar galletas.

¿De verdad pensaba que había sido un error?, se preguntó Georgia. ¿Por todo el dinero invertido o por los recuerdos, recuerdos que a ella todavía le perseguían estando allí con él, en aquella casa en la que se habían enamorado?

Sebastian encontró finalmente una caja de galletas de almendra y se las mostró.

–¿Le gustarán? –preguntó.

–Sí, muchas gracias –asintió ella.

–Galleta –dijo Josh señalando la caja y mirando a Sebastian como si no se fiara del todo.

–Pídela por favor –le urgió su madre dejándole en el suelo y quitándole el abrigo.

–Por favor –murmuró el niño sin apartarse de la pierna de su madre.

Sebastian abrió el paquete y se lo ofreció al pequeño.

–Toma. Llévaselo a mamá por si quiere una.

Josh vaciló un segundo y luego soltó la pierna de Georgia para ir por el paquete con los ojos muy abiertos antes de volver con ella a toda prisa. Pero en su precipitación se la cayeron algunas galletas al suelo.

Sebastian se agachó para recogerlas.

–No pasa nada –aseguró mirando a Georgia–. El suelo está inmaculado. Lo han fregado esta mañana.

–¿No hay mascotas?

Sebastian negó con la cabeza.

–Creía que parte del sueño era un perro al lado de la chimenea –afirmó Georgia con naturalidad.

–Dejé de soñar hace nueve años –contestó él con rotundidad.

Ella dejó escapar un suave suspiro y le dio a Josh una galleta.

–Lo siento. Olvida lo que he dicho. ¿Puedo usar tu teléfono fijo? Quiero llamar a mi madre, debe estar preguntándose dónde estamos.

–Claro. Ahí está.

Georgia asintió, agarró el teléfono y se dio la vuelta.

Sebastian miró al niño, que seguía comiendo las galletas, y le sonrió. El pequeño le devolvió una sonrisa tímida que le encogió el corazón.

Pobrecillo. Esperaba llegar a casa de sus amorosos abuelos y había terminado con un ermitaño amargado. Buen trabajo, Corder.

–Ven, vamos a sentarnos en el suelo –le dijo dándole al niño un plato.

Y siguieron tomando galletas mientras Sebastian trataba de no escuchar la conversación de Georgia.

Ella miró hacia atrás y vio a Josh con Sebastian en el suelo devorando las galletas. Contuvo una sonrisa.

–Estamos bien, mamá. El dueño de la casa ha sido muy amable, nos ha ayudado a sacar el coche y estamos cómodos y calentitos. Solo nos quedaremos aquí esta noche, y mañana nos llevará a tu casa con su Range Rover –afirmó con optimismo.

–Bueno, me alegro de que estéis a salvo –reconoció su madre con alivio–. Estábamos muy preocupados. Nos veremos mañana, entonces. Dale un beso a Josh.

–Sí, mamá. Adiós.

Dejó el teléfono en su sitio y al girarse se encontró a Sebastian mirándola con una ceja enarcada.

–No les has dicho dónde estás, ¿verdad?

–¿Por qué iba a hacerlo? –parpadeó Georgia quitándose el abrigo y poniéndolo en una silla–. No he mentido, solo he omitido un hecho que no cambia nada.

Sebastian no dijo nada, solo le sostuvo la mirada durante un largo instante antes de darse la vuelta. El agua ya había hervido.

–Toma, tu té –le dijo sirviéndole una taza–. Dame las llaves del coche, voy a llevarlo al cobertizo. ¿Necesitas algo más?

–Bueno, en el maletero hay una bolsa con los regalos de Navidad. Hay algunas cosas que no me gustaría que se congelaran.

Georgia le pasó las llaves y Sebastian salió. Ella se subió a su hijo al regazo para leerle un cuento. Unos minutos más tarde, Sebastian regresó sacudiéndose la nieve de las botas y de la cabeza.

–No tiene pinta de que vaya a parar, ¿verdad? –preguntó ella con preocupación.

Él negó con la cabeza y le devolvió las llaves. Sus dedos se rozaron durante un instante, y Georgia se estremeció al sentir lo fríos que estaban. Sebastian se quitó el abrigo.

–Voy a prepararte la habitación.

–No tienes por qué hacerlo, será solo una noche. Puedo dormir en el sofá.

Él se la quedó mirando como si estuviera loca.

–Es una casa de diez habitaciones, no me supone ningún problema. ¿Dónde quieres que deje esto? –preguntó señalando la bolsa de los regalos.

–¿Puedes ponerla en algún lugar que no sea mi habitación? Para no correr riesgos.

–Claro –Sebastian recogió todas las cosas y salió de la cocina. Entonces Georgia sintió un tirón en la manga.

–¿Vamos a cenar a casa de la abuela? –preguntó su hijo esperanzado.

–No, cariño. Vamos a quedarnos aquí. Iremos mañana si deja de nevar –le subió en brazos y le dio un beso–. ¿Qué te parece si jugamos al escondite? –le propuso con alegría.

El niño se rio y se agitó para que lo bajara. Mientras Georgia contaba hasta diez, desapareció debajo de la mesa.

–¡Estoy escondido! ¡Mamá me tiene que encontrar!

–¿Dónde se habrá metido? Josh, ¿dónde estás? –canturreó ella fingiendo buscar por las alacenas.

–¡Mami, estoy aquí! ¡Debajo de la mesa!

Georgia se agachó y miró entre las patas de las sillas con el trasero hacia arriba, y por supuesto, aquella fue la postura en la que la encontró Sebastian cuando entró un segundo después.

–Hola –dijo ella incorporándose sintiendo cómo le ardían las mejillas–. Estábamos jugando al escondite.

Él se rio entre dientes.

–Hay cosas que nunca cambian, ¿verdad? –murmuró.

Georgia sintió una oleada de calor por todo el cuerpo. Habían jugado muchas veces al escondite en la casa después de aquella primera vez, y cada vez que Sebastian la encontraba, la besaba.

–Al parecer no –respondió ridículamente sonrojada–. Eh... será mejor que le cambie el pañal. ¿Dónde has dejado nuestras cosas?

–En la habitación. Os acompaño.

Georgia tomó a Josh de la mano y siguió a Sebastian por la elegante escalera de estilo georgiano, pasando con firmeza frente a la puerta entreabierta del dormitorio principal, donde le había entregado su cuerpo... y su corazón.

¿Por qué diablos había sacado el tema del pasado cuando le mencionó lo del escondite?

«Idiota», se recriminó. Había tenido que salir de la cocina con la excusa del coche cuando Georgia se quitó el abrigo y mostró aquellas curvas femeninas y lascivas que le había proporcionado la maternidad.

Siempre había tenido curvas, pero ahora eran más redondeadas, más dulces. Se moría por tocarlas, por tener entre las manos la redondez de su trasero.

–Es aquí –dijo abriendo la puerta de la habitación–. Tiene su propio cuarto de baño. Pero me temo que no he montado la cuna de viaje. No sabría por dónde empezar.

–No pasa nada, yo puedo hacerlo. Supongo que no tendrás una sábana pequeña o algo parecido, ¿verdad?

–Seguro que encontraré algo. Te veré en la cocina cuando hayas terminado –dijo Sebastian saliendo.

Georgia miró a su alrededor, hacia la bonita habitación decorada con muebles antiguos, y se preguntó quién se habría encargado de la decoración. Seguramente Sebastian habría pagado una cantidad obscena de dinero para que se encargara de ello. Pero le sobraba.

Le había ido mejor que bien, había conseguido un éxito rotundo en la Bolsa y luego había reinvertido el dinero en diferentes empresas. Tenía reputación de ser justo pero firme en los negocios.

–Ven aquí, Josh –suspiró Georgia–. Vamos a cambiarte el pañal.

Pero Josh estaba explorando, investigando el decadente cuarto de baño con su bañera de garras y brillante grifería de cobre a juego con la del lavabo. Había una pila de esponjosas toallas blancas y carísimos artículos de baño en la repisa.

Qué maravilla. Georgia miró la bañera con anhelo. Tal vez más tarde. Cuando por fin atrapó a Josh y pudo cambiarle el pañal, le sonrió triunfal.

–Muy bien. Ahora vamos a bajar a tomar una taza de té, ¿de acuerdo?

Y a ver a Sebastian otra vez. Se mordió el labio. Se estaba mostrando educado pero distante, y se dijo que así era como quería que fuese.

Pero al parecer su corazón no pensaba lo mismo, y una pequeña parte de ella se sentía decepcionada de que no pareciera contento de verla. Bueno, ¿qué esperaba? Le había dejado porque era demasiado ambicioso, muy distinto al chico del que se había enamorado cuatro años antes, y no había tratado siquiera de entender cómo se sentía ella.

Se dio la vuelta hacia Josh, lo tomó de la mano y le guio hacia las escaleras, pero entonces se le escapó y corrió hacia una puerta. La puerta del dormitorio principal. A Georgia le dio un vuelco al corazón.

–Josh, esa no es nuestra habitación –susurró.

Pero no obtuvo respuesta, así que no le quedaba más remedio que entrar.

Empujó suavemente la puerta y miró a su alrededor. Lo primero que vio fue la cama, grande, bonita, con ropa de lino blanco. Contuvo el aliento y apartó la vista de ella.

No había ni rastro de Josh... pero el armario estaba en la esquina, el armario en el que ella se había escondido, en el que Sebastian la encontró y la besó aquella primera vez.

–¡Mami, encuéntrame!

Georgia se llevó una mano al pecho y dejó escapar lentamente el aire. ¿Qué diablos estaba haciendo? No tendría que estar allí, en aquella habitación, en aquella casa. Los recuerdos la estaban volviendo loca.

Volvió a suspirar y esbozó una sonrisa.

–Allá voy –canturreó.

Escuchó aquellas palabras resonando años atrás por los vacíos corredores mientras ella se escondía en el armario y contenía su risa adolescente.

Y entonces Sebastian la besó y todo cambió...

El hombre de ninguna parte - Magia en la Toscana

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