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Capítulo 4

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El beso era inevitable.

Sus labios se rozaron lenta y dulcemente primero, con más premura después. Fundiéndose en uno hasta que Georgia no supo dónde terminaba ella y dónde empezaba él.

Le agarró con más fuerza la camisa, sintió como Sebastian le hundía los dedos en el pelo y le sostenía la cabeza mientras aplastaba la boca contra la suya tomando y entregando hasta que de pronto, se apartó de ella.

Georgia se llevó los dedos temblorosos a los labios. Sentía como si le hubieran arrancado los de Sebastian, dejándola en cierto modo incompleta. Alzó la vista. Los ojos de Sebastian parecían tan negros como la noche. El pecho le subía y le bajaba de forma agitada. Vio cómo apretaba las mandíbulas cuando dio un paso atrás.

–Creo que será mejor que te vayas a la cama –gruñó él dándole el intercomunicador para bebés que estaba sobre la mesa.

Ella asintió desconcertada, se dio la vuelta y salió corriendo hacia su habitación.

¿En qué estaba pensando al dejar que la besara? Después de todo lo que había pasado entre ellos, debía estar loca.

Por fin había encontrado la paz tras años esforzándose por lo que consideraba conformarse con el segundo plato. Aquello era muy injusto para David, pero lamentablemente no podía competir con Sebastian. Con el nacimiento de Josh y el lazo que habían formado tras la muerte de David, finalmente había conseguido alcanzar la paz.

Y ahora Sebastian se la había arrebatado, le había arrancado la fina capa de serenidad y había dejado al descubierto la angustia de su corazón. Porque todavía lo amaba. Siempre lo había amado, y ahora todo volvía a dolerle. El corazón le ardía por la certeza de lo que había perdido y lo que le había hecho a él, pero de ninguna manera podría regresar a aquel estilo de vida.

Se había puesto el pijama y se había metido en la cama, entre aquellas finas sábanas de algodón egipcio, mientras sus pensamientos vagaban hacia ninguna parte. Le escuchó subir las escaleras poco después de medianoche porque no podía dormir. Estaba escuchando cómo el viento aullaba alrededor de la casa, agitando las ventanas. No podrían salir de allí pronto. El camino estaría ahora completamente cubierto de nieve.

Y Josh y ella estaban allí atrapados con Sebastian.

¿Por qué había dejado que la besara? Había sido un error fatal. Había derribado las barreras entre ellos, había abierto la caja de Pandora de su relación y, por mucho que lo intentaran, no podrían volver a poner la tapa.

Georgia cerró los ojos. No quería que llegara el día siguiente.

Sebastian no había podido dormir.

Había pegado alguna que otra cabezada, pero la mayor parte del tiempo se la pasó despierto tratando de no pensar en aquel beso mientras escuchaba el viento azotando la casa.

Georgia no podría marcharse de allí ese día. Y el hecho de que él hubiera bajado la guardia solo servía para complicar las cosas. Tendría que haber mantenido la boca cerrada, ¿qué le había pasado? Si ya había superado a Georgia...

Suspiró con aspereza. De acuerdo, tal vez no del todo, pero no hacía falta que se lo expresara a ella con tanta claridad. Y desde luego, no hacía falta que la besara.

Podría haber sido peor, pensó mirando al techo. Al menos tenían a Josh. No se iban a pelear delante de él. Aunque el problema estaba en que el niño era la imagen de lo que Sebastian había perdido cuando ella le dejó. Josh podría haber sido su hijo. Tendría que haberlo sido. Su primer pariente conocido.

Su familia.

Tragó saliva para intentar aliviar el dolor que sentía en el pecho. Pero no sirvió de nada. No iba a poder dormir, así que se levantó de la cama, se vistió y bajó. Al menos podría adelantar algo de trabajo.

Pero no era capaz de concentrarse, así que acabó en la cocina preparándose un café poco antes de las seis de la mañana. Se hizo unas tostadas para darle un respiro a su estómago y se sentó en la mesa a comerlas.

No fue una buena idea.

Al parecer los niños pequeños se despertaban pronto, así que terminó teniendo compañía.

Georgia, con el pelo revuelto, los ojos hinchados y una arruga dibujada en la mejilla, apareció en la cocina con Josh en la cadera y se detuvo en seco.

–Ah. Lo siento.

Más lo sentía él. Georgia iba en pijama, pero era un pijama ajustado y el peso del niño provocaba que se abriera un poco la parte de arriba, dejando al descubierto una invitadora franja de blanca piel en la parte del escote. Los ojos de Sebastian se dirigieron hacia allí como atraídos por un imán.

Georgia siguió la dirección de su mirada y se recolocó el pijama sonrojándose. Sebastian apartó los ojos y señaló la tetera con la cabeza.

–Acabo de poner el agua a hervir para tu té.

–Gracias. ¿Tienes leche para Josh?

–Claro. ¿Qué te parece si salgo de aquí mientras tú haces lo que tengas que hacer? Sírvete lo que necesites.

Salió de la cocina con una prisa casi indecente. Georgia dejó a Josh en el suelo y exhaló un suspiro de alivio. Había olvidado lo guapo y lo sexy que estaba con el pelo revuelto y la barba incipiente.

–Galletas –dijo Josh.

–No –contestó ella–. Puedes tomar un batido de leche con plátano. Tiene que haber plátanos en algún sitio.

Abrió la alacena y encontró la fruta en un frutero. Le cortó un plátano a Josh mientras ella se servía el té y tomaba asiento donde antes había estado sentado Sebastian. Había dejado una tostada en el plato, y no pudo resistirse. Tendría que haber terminado de cenar la noche anterior en lugar de salir huyendo de él, y estaba muerta de hambre.

–Yo quiero tostada –dijo Josh.

–Te haré una enseguida. Pero primero vamos a vestirnos.

Lo subió escaleras arriba mientras el pequeño protestaba y escuchó el agua correr. Sebastian debía estar duchándose, y trató con todas sus fuerzas de no pensar en las veces en que se había unido a él en la ducha, abrazándole por detrás...

–Bien. Vamos a vestirte. Luego me vestiré yo y después tomarás tostadas –le prometió al niño. Pero alargó mucho el aseo y la operación de vestirle, y luego sentó a Josh en la cama con un libro mientras ella se arreglaba y hacía el cuarto.

Mientras hacía la cama se dio cuenta de que el agua de la ducha de Sebastian había dejado de correr. No se escuchaba nada, debía haber bajado. Con suerte estaría en el despacho, y si no, podría decirle dónde estaba el tostador para que no tuviera que revolver toda la cocina buscándolo.

Sacó del baño a Josh, que estaba jugando con el cepillo de uñas en el lavabo como si fuera un coche.

–¿Tostada? –le preguntó Georgia con una sonrisa.

El niño corrió hacia ella y tomó la mano que le tendía. Bajaron a la cocina, y Georgia encontró el pan pero no la tostadora. Estaba con el pan en la mano pensando en la posibilidad de ir a buscar a Sebastian cuando él entró en la cocina.

–No encuentro la tostadora –dijo ella agitando el pan.

–Ah, está dentro de este armario –Sebastian la sacó y se la dio–. Voy a salir a ver cómo está el camino.

Cerró la puerta al salir, y Georgia puso el pan a tostar. Olía tan bien que hizo una pila de tostadas con mantequilla sin poder evitar preguntarse con qué se iba a encontrar Sebastian allí fuera.

Cielos.

Sebastian observó con asombro el camino que quedaba desde cerca de las puertas. Bueno, todo lo cerca que podía estar sin una pala y unas cuantas horas de trabajo. Ya tenía la nieve por la rodilla y cada paso que daba se hundía más debido a la inclinación.

Y no parecía que la situación fuera a mejorar en breve. Aunque el viento había dejado por fin de soplar, hacía frío. Un frío brutal e inesperado. Sebastian se arrebujó dentro del abrigo y soltó una risita amarga.

No le habría hecho falta darse una ducha fría. Habría bastado con salir allí. Desnudo.

Echó un último vistazo al camino y se dio la vuelta para volver a la casa siguiendo el olor de las tostadas y el sonido de las risas. Durante un instante sintió el corazón alegre. Todavía tendría a Georgia allí al menos veinticuatro horas más. Y seguramente más. Nadie iba a preocuparse por aquel pequeño camino. Había visto en las noticias cómo estaba todo el condado. Una vez dentro de la casa se sacudió las botas y el abrigo, se los quitó y volvió a la cocina.

Georgia había preparado más té y estaba sentada a la mesa con Josh y una pila de tostadas calientes con mantequilla. El pequeño tenía la cara llena de migas, se reía de una forma deliciosa, y a Sebastian se le encogió el corazón.

–Huele bien –dijo frotándose las manos.

Georgia alzó la vista y lo miró a los ojos.

–¿Y bien? –le preguntó.

–No vamos a ir a ninguna parte –aseguró él sacudiendo la cabeza–. El camino está cubierto de nieve –sacó una taza del armario–. ¿Queda té?

–Sí. Y te he hecho más tostadas. No sabía si querrías más, pero como te hemos interrumpido el desayuno...

Sebastian se dejó caer en una silla frente a ella y agarró una tostada.

–No pasa nada, pero sí me tomaría más tostadas. Tengo hambre.

Hambre de todo tipo de cosas. De su calor, de su risa. De su niño, tan parecido a ella. Apartó rápidamente la vista y encendió la televisión para tener algo que hacer. Aquello era demasiado para sus barreras defensivas. Estaban hechas pedazos, caídas como unas vigas viejas tras un huracán. Georgia y su hijo las habían atravesado como si nunca hubieran existido.

Georgia estaba viendo en la pantalla las imágenes de la nieve que habían enviado los telespectadores del programa matinal. No eran los únicos que estaban atrapados. Y al día siguiente era Navidad.

–No cabe la posibilidad de que mañana estemos fuera de aquí, ¿verdad? –preguntó.

–Me temo que no. Lo siento –respondió él–. Tus padres se llevarán un disgusto.

Georgia asintió. Josh estaba jugando, moviendo un trozo de pan como si fuera un coche.

–Supongo que los tuyos también. ¿Iban a venir también tus hermanos?

–Sí. ¿Y tu hermano Jack?

–Tiene su propia familia –suspiró Georgia–. Quería que estas navidades fueran especiales. Josh era demasiado pequeño para entender sus primeras navidades, y el año anterior... bueno, fue lo de David, así que en realidad no hubo celebración.

Georgia tragó saliva para ocultar su desilusión, y Sebastian sintió que no podía dejarla así. Ni a ella ni a aquel niño pequeño que había perdido a su padre. Él no sabía cómo habían sido sus primeras navidades. Ni siquiera conocía la religión de sus auténticos padres, ni su nacionalidad, ni su edad. Nada. Solo un vacío. Y no podía soportar la idea de que Josh encontrara un vacío en el lugar donde debían estar las navidades.

Aspiró con fuerza el aire y sonrió.

–Bien, pues tendremos que asegurarnos de que sea un día especial –aseguró–. Tenemos comida de sobra, hay adornos de Navidad y un árbol fuera esperando a ser decorado. No podemos hacer nada más. Mi familia no va a poder llegar y tú no puedes salir de aquí, así que, ¿por qué no celebramos una Navidad que Josh recuerde?

Georgia se lo quedó mirando registrando sus palabras, consciente de lo que le debió haber costado hacer aquella oferta.

–Eso sería maravilloso –murmuró con los ojos brillantes–. Gracias. Sé que no tenías por qué...

Sebastian alzó una mano para silenciarla.

–Déjalo estar, Georgia. Vamos a divertirnos un poco y a darle a Josh sus navidades. Sin ataduras y sin recriminaciones. Y sin que se repita lo de anoche. ¿Crees que podremos?

¿Podrían? No estaba segura, pero quería intentarlo.

Sintió que las lágrimas se le agolpaban en los ojos, así que apretó los labios y sonrió.

–Sí, sí podemos. Gracias.

Sebastian le devolvió la sonrisa y se puso de pie.

–Entonces, ¿me ayudáis a decorar la casa?

Sebastian les hizo una visita guiada por la planta de abajo.

A Josh le encantó. Había muchos sitios donde esconderse, muchas cosas que explorar. Y a ella también le encantó, aunque de un modo diferente. Con un sabor agridulce por lo que podría haber sido una vez y no fue. Pero apartó de sí aquel pensamiento y trató de centrarse en lo que Sebastian había hecho con la casa.

Que era mucho.

–Vaya –dijo riéndose sorprendida cuando entraron en el comedor–. Qué mesa tan grande.

–Y además se abre –afirmó él.

–¿De verdad? –Georgia abrió los ojos de par en par, se fue al extremo de la mesa y se sentó–. ¿Me oyes?

Sus miradas se cruzaron durante un instante, y Georgia sintió un torbellino de emociones en el pecho. Se levantó y fue hacia él deslizando los dedos lentamente por la pulida superficie, evitando sus ojos mientras trataba de recuperar el control.

–¿Conseguiste el piano de cola para la sala de música? –preguntó con fingida naturalidad.

Él negó con la cabeza.

–No, me parecía inútil. No toco el piano. Pero a veces escucho música en esa sala. Ahora es mi despacho. Ven a ver el antiguo salón, el de estilo Tudor. Creo que es ahí donde deberíamos poner el árbol.

Georgia asintió. El salón era un lugar recogido y confortable situado cerca de la cocina. Tenía vigas de madera y una preciosa chimenea de estilo inglés.

Cuando Sebastian abrió la puerta, ella entró y suspiró.

–Vaya, esto es muy acogedor –había unos sofás grandes y cómodos y unos troncos de madera a la espera de ser arrojados a la chimenea. Se imaginó a sí misma acurrucada en la esquina de uno de los sofás con un libro, un perro apoyado en las rodillas y Josh jugando con sus coches en el suelo.

Ya estaba soñando otra vez.

–Voy a poner el árbol en aquella esquina –comentó Sebastian–. Hay un enchufe cerca.

–¿Cuánto mide?

Sebastian se encogió de hombros.

–Unos dos metros y medio –respondió con una sonrisa–. Si no cabe tendremos que recortarlo, pero solo hay una manera de saberlo.

Resultó ser una misión complicada. El árbol estaba en el jardín de atrás, cerca de la caseta, pero había demasiada nieve.

–No vendría mal una pala –murmuró Sebastian desde la puerta mirando la nieve con disgusto.

–Creí que tenías una en el coche.

–Así es. Mira cómo está el garaje –la nieve cubría la puerta, y sacarla sin pala no era una opción práctica–. Tendría que haber pensado en ello anoche.

Pero por supuesto, no se le había ocurrido. Ya tenía bastantes cosas en las que pensar. Igual que ella. Pero no quería recordar la noche anterior.

Subió a Josh en brazos y se quedó en la cocina mirando a través de la ventana cómo Sebastian se abría camino a través de la nieve hasta llegar a un bulto sin forma pegado a la puerta del garaje. Hundió el brazo en la nieve, sacó algo y lo agitó hasta que empezó a aparecer una forma cónica.

–Mami, ¿qué hace Sebastian?

–Buscar el árbol de Navidad, que está enterrado en la nieve. ¡Mira, ahí está!

–Ohh –Josh observó maravillado cómo el árbol salía bajo la capa de nieve.

Sebastian lo levantó hacia el cielo.

–¿Te ayudo a meterlo? –preguntó Georgia acercándose a la puerta.

–No, mejor échate un poco para atrás. Esto se va a poner perdido.

Ella obedeció y Sebastian arrastró el árbol por la entrada, soltando nieve, agujas de pino y otros residuos por toda la casa. Luego salió de debajo del árbol, lo colocó en la esquina y sonrió.

–Bueno, esta ha sido la parte fácil –dijo.

–¿Y cuál es la difícil? –quiso saber Georgia.

–Conseguir que se mantenga de pie y encontrar el ángulo adecuado.

–¿Qué te parece si preparo café mientras se seca? Y debería llamar a mi madre para decirle lo que pasa con las carreteras.

–Adelante, pero imagino que ya estará al tanto. En las noticias no se habla de otra cosa. Todo el condado está paralizado. Al menos vosotros dos estáis a salvo. Hay mucha gente que se ha quedado atrapada en las carreteras durante la noche.

–¿De veras?

–Sí. Vamos, llama a tu madre y yo haré el café –se ofreció Sebastian.

Así que Georgia descolgó el teléfono y marcó el número de casa de sus padres.

–Hola, mamá.

–¡Quiero abuela! –exclamó Josh– ¡Yo teléfono!

–Mamá, ¿puedes hablar un momento con él? Luego te cuento –le pasó el teléfono al niño.

–¡Abuela, Sebastian tiene un árbol muy grande!

Oh, no, ¿cómo no se le había ocurrido que aquello podría pasar? Extendió la mano para que le pasara el teléfono.

–Cariño, ya has saludado a la abuela. Deja que mamá hable ahora –Georgia agarró el aparato–. Hola, solo quería llamarte para decirte que estamos aquí atrapados y no sabemos cuándo podremos salir. El camino está cubierto de nieve y...

–¿Ha dicho Sebastian?

Maldición.

–Eh... sí.

–¿Se refiere a Sebastian Corder? ¿Estáis en Easton Court?

–Sí –a Georgia se le secó el cerebro, pero no importaba porque su madre tenía muchas cosas que decir.

–No puedo creer que no me lo hayas dicho anoche. ¿Estáis bien? De todos los sitios posibles en los que podrías quedarte atrapada... cariño, ten cuidado...

–No pasa nada, mamá.

–¿Cómo no va a pasar nada? ¡Te rompió el corazón!

–Bueno, fue algo mutuo –murmuró Georgia–. Escucha, mamá, sé que esto no es lo que quieres oír, pero estamos bien, que es lo importante, y Sebastian está siendo muy generoso con nosotros. No te preocupes. No va a pasar nada.

Nada más aparte del beso que se habían dado. Pero habían prometido que no se repetiría.

–Tengo que irme, mamá. Vamos a decorar el árbol. Te llamaré en cuanto sepa qué pasa con la nieve, ¿de acuerdo? Dale un beso a papá de nuestra parte.

Y dicho aquello colgó antes de que su madre pudiera decirle nada más.

El hombre de ninguna parte - Magia en la Toscana

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