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V

–Desde esta roca que ustedes ven, ahí arriba, en los llamados altos de Tigaiga, se arrojó el mencey Bentor, el último rey de Taoro, que prefirió morir antes de ser esclavizado por los conquistadores. –Eso decía Daniel, mientras mis hijas miraban hacia arriba, como intentando imaginar la caída mortal del mencey.

–Daniel, ¿por qué no les cuentas historias más…, no sé…

–¿Más amables? Pero si esta les encanta, ¿verdad?

Sí, realmente no me explico cómo a los niños les gustan tanto esas historias terribles, cómo les atraen, incluso el miedo que les producen.

Yo, la verdad, no me creía esos cuentos de hecatombes y apocalipsis, aunque reconozco que cuando las contaban, me metía tanto en ellas que llegaba a sentir verdadero miedo.

Recuerdo cuando se decía que el mundo se iba a acabar con la nueva aparición del cometa Halley, pues, aun en el caso de que no chocara con la Tierra, los gases de su cola eran tan venenosos que acabarían con la humanidad. Lo cierto es que no me creí demasiado esas historias, pensaba que eran las exageraciones propias de la gente, como cuando caen tres gotas y hablan de tormentas. Mi padre nos aseguraba que eran habladurías, que ningún científico se había pronunciado al respecto y que lo más seguro era que el cometa pasase cerca de la Tierra, pero no lo bastante como para hacer daño a nadie. Además, nos explicó que era un fenómeno que ocurría cada setenta y seis años y que, desde la primera aparición, no había ocurrido nada.

Pero no todos se lo tomaban con la tranquilidad de mi padre. Se decía que, incluso, algunas personas se habían suicidado, pero a mí me pareció otra exageración más, y tampoco lo creí.

Parecía que todos los acontecimientos importantes se mezclaban: primero nuestra visita a Santa Cruz y ahora el paso del cometa.

–Además, Julia –añadió mi padre–, si vives lo suficiente, tendrás la oportunidad de ver el cometa dos

veces.

No creo que pueda llegar a los noventa años, pero en aquel momento me entusiasmé con la idea, sobre todo al saber que el cometa venía acompañado de un baile de estrellas, que podríamos ver desde la azotea.

Aun así, cuando se fue acercando la fecha prevista, sentí algo de inquietud.

Aquel día, al oscurecer, subí a la azotea; quería ser la primera en recibir la noche. El cielo estaba más estrellado que de costumbre y me pareció ver que algunas estrellas se movían. ¿Qué podría pasarme? Si el cometa nos envenenaba con los gases, como decían, no me iba a salvar por quedarme dentro de mi casa. Así, al menos, contemplaría el baile de las estrellas y lo vería llegar, ardiente y luminoso.

En ese momento oí pasos. Mi padre y mis hermanos subían la escalera. Estuvimos pendientes del cielo. Las estrellas empezaron a moverse más ahora y, de pronto, ¡allí estaba! Bajo un mar de estrellas en movimiento, el cometa, como una enorme estrella fugaz, se dejó ver, imponente, grandioso. Pasó cerca, pero no demasiado. La cordillera se iluminó y el mar siguió su estela duplicando nuestro asombro, allá en la

lejanía.

No sé por qué esta relación del cometa con el mencey. Debería estar más atenta a las niñas… Bueno, parece que ahora Daniel les está contando la leyenda del Jardín de las Hespérides. Al menos ahí no hay menceyes arrojándose por ningún sitio. Ya ni siquiera tenemos rey y, como dice mi hermano Juan: ¡mira que nos costó que se fuera el muchacho!

Cuando se anunció la visita de Alfonso XIII a Canarias, mi padre, para distraernos a mi hermana y a mí, quiso llevarnos a conocer al rey, aprovechando que venía ese día al Valle.

–¿Estás seguro, Alonso? Solo hace un año y…

–Doña Clemencia, no veo nada malo en que mis hijas salgan conmigo a presenciar un acontecimiento como este. Es la primera vez en la historia que un rey español visita Canarias. Usted sabe que no soy partidario de monarquías, pero esto es parte de nuestra historia y no quiero que mis hijas se la pierdan. Y, si lo dice por el qué dirán, no se preocupe. Usted sabe que a mí…

Mi abuela lo miró con cierto reproche y una mezcla de tristeza resignada, pero no insistió porque sabía que no iba a persuadirlo.

En contra de lo que esperaba, Sara prefirió quedarse en casa, y mi padre no hizo siquiera un intento por convencerla, tal vez porque, después de las palabras y el gesto de disgusto de mi abuela, no quiso empeorar las cosas.

Yo sabía que mi padre era anticlerical y antimonárquico. Siempre decía que la Restauración solo había servido para afianzar en el poder a la oligarquía, al caciquismo y, por supuesto, a la Iglesia; de ahí mi asombro por aquella decisión que no esperaba. Sin embargo, pasado el primer momento, me sentí entusiasmada, aunque no quería mostrar mi euforia, sobre todo delante de mi abuela.

Parecía que estábamos en fiestas. Muchas de las calles por donde iba a pasar la comitiva del rey se habían engalanado, incluso habían confeccionado alfombras de flores como en el día del Corpus y, en la plaza del Ayuntamiento, había un tapiz que representaba el escudo de España.

La plaza de la Constitución estaba adornada con arcos y banderas y por todas partes se veía a la gente del pueblo intentando coger el mejor puesto para ver pasar al rey.

Yo no hacía más que mirar a un lado y a otro. Mi padre me llevaba cogida de la mano y, de vez en cuando, me la apretaba, como para cerciorarse de que aún seguía allí. Esa manía la tengo yo también con mis hijas.

Entramos en la plaza. Frente al antiguo convento de San Agustín, convertido en cuartel, esperaban al rey una serie de militares, con el uniforme de gala y en posición de descanso, y una banda de música, a la espera de una señal del director.

Al otro lado se agolpaba la gente. Yo, que gracias a mi padre había conseguido subir al quiosco, no quería perderme detalle.

Pronto oímos una especie de alboroto. El rey había llegado a las inmediaciones de la plaza. Los soldados se pusieron en posición de firmes. Luego se oyó un «¡presenten armas!» y, en ese momento, la banda empezó a interpretar el himno nacional.

La verdad es que, a pesar del uniforme, a mí me pareció que el rey tenía menos porte que aquellos soldados. Lo encontré algo esmirriado y como poquita cosa. Nada que ver con la idea que yo tenía, por aquel entonces, de cómo debía ser un rey, influida por tanta leyenda de reyes fuertes y belicosos.

Cuando acabó el himno, Alfonso XIII despidió militarmente a la tropa y luego se volvió para saludar al pueblo, que no se perdía detalle. En ese momento, un grupo de campesinos que había permanecido inmóvil y silencioso, con la mirada asombrada puesta en toda aquella parafernalia, a una señal de no sé quién, empezó a vitorear al rey, mientras este salía de la plaza y, en comitiva, se dirigía al Ayuntamiento.

Mi padre no quiso seguir. Imagino que no le gustó nada la reacción sumisa de aquellos campesinos a los que bastó una señal para que empezasen a vitorear a un rey al que no creía que quisieran demasiado. «Solo había en ellos la admiración de los siervos por su señor». Así que me dijo que no tenía sentido continuar detrás del rey, «como corderos».

A mí sí que me hubiera gustado ir detrás de toda aquella gente que gritaba vivas al rey y parecía llena de entusiasmo, pero cualquiera le decía nada. Cuando mi padre decidía, no había nadie que le llevara la contraria. Una sola mirada bastaba para que desistiéramos de cualquier intento.

Mirando hacia atrás veo su rostro atractivo pero, casi siempre, serio; su actitud firme y el respeto –a veces miedo– en nuestros ojos. Y, al lado, el rostro sereno de mi madre, que, por su parte, intentaba suavizar toda aquella severidad y, muchas veces, le ocultaba alguna que otra chiquillada.

Mi padre, por más que intentaba disimularlo, estaba preocupado por el futuro, sobre todo por el nuestro, al que veía venir con cierta desconfianza. La situación era difícil para las islas. Sabía la dificultad que entrañaba depender de otras naciones como Inglaterra, que en aquellos momentos era la principal importadora de nuestros productos, y además los ingleses eran unos importantes inversores, cuyos beneficios no estaba nada claro que fueran para el lugar en el que invertían.

–Claro que, si no fueran los ingleses, serían los franceses, los alemanes… –afirmaba.

Había que estar preparados para todo y, por eso, más de una vez nos dejó claro que no toleraría por nada del mundo que sus hijas fueran unas damiselas tontas e inútiles, cuyo único deseo es encontrar un buen marido. Niñas educadas, decía, para no pensar por sí mismas, para no plantearse nada más allá de lo que diga una sociedad que las convierte en dependientes.

Yo lo miraba asombrada. Me costaba creer que aquel hombre tan severo pudiera tener ese tipo de ideas con respecto a las mujeres. Me imaginaba que esas ideas las sacaba de los libros que tenía en su biblioteca y que releía una y otra vez, como si se los quisiera aprender de memoria. Recuerdo el Cándido, de Voltaire, aquel cuyo ayo decía que estábamos en el mejor de los mundos posibles. No sé si hoy diría lo mismo.

Por otro lado, todos sabíamos de sus convicciones anticlericales, que le llevaban a afirmar que la gente necesitaba la religión porque en ella buscaba el refugio a sus miedos y la esperanza en una vida mejor que no llegaba. Y «de ese miedo y de esa esperanza se alimenta esta clerigalla que fomenta la resignación y el servilismo». De eso se aprovecha la Iglesia, decía, y para conservar a toda costa su poder se alía a la oligarquía, que tiene en los caciques sus principales valedores. Estos «señores» de gran número de vasallos, a veces un pueblo entero, al que controlan.

Sin embargo, y ante la perspectiva de nuestra educación, no dudó en inscribirnos en el colegio de San José de Calasanz, regentado por monjas. Otra sorpresa más, y creo que no solo para mí, sino para toda la familia, incluida mi madre.

Las monjas parecían estar siempre en pie de guerra contra el caos que, según ellas, teníamos en la cabeza. «Perdona a tu pueblo, Señor», repetían, y yo me preguntaba si ese pueblo seríamos mi hermana y yo.

Siempre que nos llevaban a la capilla, lo que hacían dos o tres veces al día, sus rezos me parecían interminables, pero miraba a Sara, que parecía no cansarse, y me sentía algo avergonzada. Así y todo, no podía evitar distraerme mirando hacia la ventana, que dejaba entrar un rayo de sol plagado de diminutas partículas flotantes. A punto estaba de tocar el brazo de mi hermana para que ella también mirara aquel prodigio, cuando oí el esperado amén.

–Y de esto, nada a vuestro padre –decía aquella monja venida de Valladolid, con un acento rudo y áspero.

A mí no me gustaba nada todo aquello. Sobre todo, cuando nos empezaron a preparar para hacer la primera comunión. Estaba segura de que tarde o temprano mi padre se iba a enterar, y no quería ni pensar en su posible reacción. Lo único que me gustaba era la lectura de la Biblia, que me sumergía en un mundo terrible y atrayente, de dioses vengativos, de asesinos, de amores incestuosos, de vida y de muerte. Un mundo que no me era del todo ajeno, pues en mi casa había una biblia de la que mi padre nos leía los salmos, algunos proverbios y varias historias de reyes y profetas, advirtiéndonos siempre, eso sí, que nada era cierto.

Tal vez las monjas pensaban que lo que ellas llamaban nuestras almas estaban en peligro, al saber que nuestra madre había dejado parte de nuestra educación «en manos de un descreído».

Claro que, como es natural, ella le debe obediencia a su marido. Y seguro que por eso mismo tampoco asiste a su obligación dominical.

–Sí, queridas niñas –nos decía aquella monja–, no dudo que vuestro padre, todo un procurador, sea honrado y justo, pero está falto de fe o, lo que es peor, es miembro (según tenemos entendido) de una secta que tiene mucho que ver con Satán.

Cuando oímos esto, mi hermana se santiguó, siguiendo el ejemplo de las monjas, pero yo estaba tan aterrorizada, o tan incrédula, o las dos cosas a la vez, que no pude hacerlo. Y es que, a pesar de que yo estaba dispuesta a no creerme nada de lo que me dijeran, aquellas religiosas tenían el poder de hacerme dudar y de meterme el miedo al infierno, a ese castigo eterno que yo convertía en pesadillas que duraban varias noches.

Al llegar a casa, aún con el miedo en el cuerpo, y en contra de los deseos de mi hermana, se lo conté a mi padre.

Por un momento pensé que iba a arremeter contra las monjas, pero no fue así. Su respuesta fue más serena de lo que esperaba y, quizá por eso, más convincente.

–No, Julia, la masonería no tiene nada que ver con una secta, ni mucho menos con Satán. Es una sociedad con fines filantrópicos, fundada en la fraternidad entre los hombres, y cualquiera puede abandonarla cuando desee. Lo que pasa es que ni al poder ni a la Iglesia les interesan sociedades de librepensadores y humanistas que suponen un peligro para su estatus, de ahí que se apoyen en mentiras y exageraciones para justificar su persecución. ¿Y qué dice Sara de todo esto?

Al ver mi cara de desconcierto, se adelantó a mi posible respuesta diciéndome que no me preocupara, que estaba seguro de que ella pensaría lo mismo, solo que «ya sabes que ella es muy reservada y seguramente pensó que me disgustaría».

Luego, señalándome los anaqueles de su biblioteca, me dijo que el espíritu estaba allí, en los libros, y no en las iglesias, donde la semioscuridad y el olor a incienso aturden y predisponen a los crédulos.

Tuvo que explicarme lo que significaban las palabras librepensadores, filantrópicos y fraternidad, aunque esta última me sonaba más, sobre todo por mis lecturas acerca de la Revolución francesa, y me di cuenta de que, en el fondo, a mi padre le encantaba contribuir a hacer de mí una muchacha culta, lejos del modelo de mujer hacendosa y doméstica, que, sin embargo, tampoco desdeñaba.

Aun así, y no sé si por apoyar a mi hermana –que parecía estar encantada con todo lo que le contaban las monjas–, por miedo o por pura novelería, seguí preparándome para la primera comunión. De hecho, decidimos no comunicarle nada a nuestra madre, a pesar de que sabíamos que nos apoyaría. No queríamos arriesgarnos… Bueno, eso fue lo que me dijo mi hermana cuando me vio dispuesta a confesarle mis temores.

Y, por fin, llegó el día tan ansiado por Sara y tan temido por mí.

Aquel domingo, nos pusimos nuestro mejor traje y nos fuimos a la iglesia, como siempre. Mi padre sabía que el estar en un colegio religioso nos imponía algunas obligaciones, como la de asistir a misa los domingos, a riesgo de expulsión, lo que toleraba porque no le quedaba más remedio. Por eso, nos despidió como siempre, sin recelo alguno. Para él era un domingo más.

Sin embargo, yo intuía que esto no iba a quedar así.

Llegó el martes y, al regresar del colegio, mi padre me llamó a su despacho. Yo, en contra de toda lógica, no malicié nada. Mi padre muchas veces nos llamaba para darnos algún recado o preguntarnos algo, pero vi que Sara se había puesto pálida, a pesar de que a ella no la había llamado, y algo me dijo que se acercaba tormenta.

–Mírame a la cara, Julia –dijo mi padre con tono sereno–. Mírame a la cara y dime si es verdad que tu hermana y tú han hecho la primera comunión.

Yo era incapaz de mentirle, sobre todo porque sabía que lo notaría enseguida.

Fue la primera y última cachetada que recibí de él.

Se arrepintió inmediatamente y me pidió perdón, con lo que mi asombro pudo más que mis ganas de llorar. Luego me dijo que lo que más le había dolido no era que hubiésemos comulgado, sino el engaño.

Por qué me llamó a mí y no a las dos fue una pregunta que me estuvo rondando varios días.

Cuando se lo conté a mi hermana, se puso muy seria y luego me abrazó, pero no dijo nada.

Bueno, sí, dijo que nuestra madre también se había molestado un poco porque no le habíamos dicho nada a ella, que igual hubiera convencido a mi padre. Aunque esto lo dudo mucho.

Yo, desde luego, a partir de ese día ya tuve claro que eso de la Iglesia no iba a traerme más que problemas y que, al fin y al cabo, a mí los rezos y demás nunca me habían gustado.

Por un momento, después de lo ocurrido, pensé que mi padre nos iba a quitar del colegio, pero no fue así; incluso seguimos yendo a misa los domingos, claro que yo no comulgaba. Sin embargo, Sara, convencida de sus creencias, siguió haciéndolo, arriesgándose a una reprimenda de mi padre que nunca llegó. Me pregunto por qué, porque estoy segura de que mi padre estaba enterado. En un principio, pensé que mi madre tenía algo que ver, pero aun después de su muerte mi padre siguió igual, sin dar señal de que sabía lo de Sara.

Es más, ni siquiera después de que dejáramos el colegio dijo nada acerca de la asistencia de mi hermana a misa. Yo pretendía encubrirla, yendo con ella, como de paseo, y dejándola a la puerta de la iglesia.

–Dentro de media hora aquí –me decía.

Y yo estaba allí, puntual, como un reloj, y dudando, cada día más, de que mi padre no supiese de nuestras artimañas.

Los recuerdos acuden en tropel, sin orden ni concierto. Salto de un acontecimiento a otro, sin saber qué me lleva a esto. Ahora mis hijas están entonando una canción que habla de una casa y un reloj de pared y, de pronto, vuelvo a dar un salto en el tiempo.

Y tú serás el río

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