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II

Nadie diría que, de pequeña, creía en casi todo. Incluso en un dios benévolo, que nos protegía de todo mal, hasta que llegó mi primer encuentro con la muerte.

–Padre, anoche me pareció oír llorar a un niño, y el llanto salía de su habitación…

–No puede ser, Julia. Aquí no hay ningún niño, y al que esperamos le quedan algunas semanas para nacer. Estarías soñando.

Mi abuela Clemencia me llevó aparte.

–No se te ocurra volver a decir esto estando tu madre a punto de dar a luz. El llanto de un niño en el vientre de su madre es de mal augurio. ¿No lo sabías? Porque eso fue lo que oíste, ¿no?

Yo estaba tan confusa que no supe qué responderle. ¿Y si todo hubiese sido un sueño, como decía mi padre, o imaginaciones mías?

Corrí a la habitación de mi madre, que reposaba sobre la cama. Estaba pálida, pero parecía tranquila. De vez en cuando, un gesto de dolor hacía pensar que el nacimiento de mi hermana estaba muy próximo. El dolor, siempre el dolor.

La partera llegó justo a tiempo, y nació Elisa. Era la número siete. Su llanto, desde luego, no era el mismo que yo creí escuchar aquella noche, y eso me tranquilizó.

Una vez que vimos a la niña y besamos a nuestra madre, mi padre nos ordenó que saliéramos de la habitación, que ambas necesitaban descansar.

Al día siguiente, mientras desayunábamos, Clemencia vino a decirnos que nuestra madre tenía algo de fiebre. Fui rápidamente a su habitación, desoyendo a mi abuela. Habían cerrado los postigos, y la penumbra apenas me dejó distinguir la silueta de mi madre, que ahora parecía adormilada, aunque lo agitado de su respiración me decía que algo no iba bien.

–Sal de aquí, Julia –me ordenó mi padre–. Dentro de poco vendrá el médico. Mejor, reúnete con tus hermanos.

En ese momento ni siquiera pensé en Elisa.

Pronto supimos que no había nada que hacer, que la infección se estaba extendiendo y que era cuestión de días. Nos lo dijo mi abuela a mi hermana Sara y a mí, y nos pidió que no les dijéramos nada a los pequeños, pero era muy difícil guardar un secreto como ese, sobre todo con mi hermano Juan, que ya tenía ocho años.

–Julia: madre se va a morir, ¿no?

No pude responderle. Solo lo abracé e intenté no llorar.

Mi padre no nos permitió a Sara ni a mí que nos quedáramos junto a mi madre por la noche. Para eso estaban él y mi abuela Clemencia.

Los desayunos se volvieron silenciosos. Ni siquiera los más pequeños se atrevían a hablar o a alborotar como otras veces. Muy despacio y de puntillas, nos acercábamos hasta la habitación de nuestra madre, aunque no pasábamos del umbral. Y allí estaba mi padre, sentado a un lado de la cama, como si no se hubiese movido de allí. Levantaba la vista, nos miraba y sonreía, luego nos hacía una seña para que nos marcháramos. Entonces aparecía mi abuela Clemencia y nos llevaba al salón.

–Ya saben que su madre está malita, así que procuren no hacer ruido. Si se portan bien, Sara y Julia los llevarán a la plaza a jugar.

Ni Sara ni yo teníamos ganas de salir a la plaza, pero sabíamos que era lo mejor para alejar a los pequeños de todo aquello.

A veces, para que cambiaran un poco de lugar, los llevábamos a los Jardines Victoria, que por aquellas fechas de primavera estaban llenos de flores de todas clases: camelias, jacintos, rosas, claveles, begonias, naranjos y limoneros en flor y, sobre todo, los laureles de Indias, cuyas sombras acompañaban el enigma de aquel mausoleo blanco y vacío.

Los pequeños, ajenos a todo aquel misterio, correteaban frente a la fuente del cisne, subían y bajaban las escaleras con alboroto, mientras nosotras los contemplábamos con tristeza.

Cuando se dio cuenta de que mi madre había muerto, mi padre le dio un beso en la frente y salió de la habitación en silencio. Aceptó el abrazo de mis hermanos y el mío, pero nos pidió que no llorásemos, que nuestra madre ya estaba descansando.

Mis hermanos, tal vez asustados, o sin comprender, aún, lo que ocurría, tuvieron un principio de llanto.

–Ni se les ocurra llorar –ordenó entonces mi padre– y si quieren hacerlo vayan a sus habitaciones. No quiero que su madre se vaya así.

Ellos se quedaron en el umbral, callados, sin entender nada y reprimiendo el llanto, pero ni Sara ni yo queríamos salir de la habitación. Allí, sobre la cama, estaba nuestra madre, con la placidez que, a veces, da la muerte, y mi abuela Clemencia, velando el cadáver de su hija, conteniéndose, porque ella también creía que los muertos tienen que irse sin lágrimas.

–Si se dan cuenta de que los lloramos –decía– les será más difícil dejarnos.

Me quedé sentada junto a la cama. Mi hermana salió con prisa de la habitación, seguramente porque no aguantaba el llanto. Yo no sé cuánto tiempo permanecí allí, sin una lágrima, velando a alguien que había sido mi madre, y que ya no era, ya no estaba. O, tal vez, sí…

Me preguntaba dónde estaría, si aún continuaba con nosotros, y por cuánto tiempo.

De pronto yo, que había permanecido ajena a cualquier ruido, sentí el tictac del reloj de la mesa de noche. Alcé la vista. Mi padre estaba al otro lado de la cama, sereno.

En ese momento llegaron los de la funeraria y mi abuela Clemencia se llevó a mis hermanos a sus habitaciones. No sé por qué razón no hizo lo mismo con mi hermana, que había regresado hacía unos minutos, y conmigo, pero siempre se lo agradecí. Solo nos dijo que esperáramos en el salón hasta que terminaran los preparativos y mi madre fuera trasladada hasta allí.

Pronto llegaron unas mujeres vestidas de negro, que nada tenían que ver con la familia y que yo apenas conocía de vista, y empezaron a llorar, como si mi madre fuera algo suyo. Mi padre apretó los puños. Me di cuenta de que se estaba conteniendo para no echarlas de allí. Yo también apreté los labios, pero no me sirvió de nada, y lloré.

Días después, recordando la cara serena de mi madre, no pude evitar un pensamiento de reproche hacia ella. Me había desgarrado su marcha; nos quedaron muchas cosas de las que hablar. Habíamos tenido tan poco tiempo. Los siete hijos, uno detrás del otro…

Y lo peor de todo era que sabía que la iba a seguir buscando, que correría a la sala para ver si estaba junto a la ventana, esperando a mi padre, o iría a la cocina por si estaba allí, vigilando cada paso de la cocinera, y dándole consejos de cómo hacer mejor algún guiso.

Y así, sin proponérmelo, establecí una imposible conversación con ella, mientras contemplaba una de las últimas fotografías que se había hecho, junto a mi padre.

–Nos va a ser muy difícil entendernos con padre. Usted siempre estaba allí, suavizando su severidad, ocultándole alguna de nuestras travesuras, sonriendo con una serenidad que venía de lo más profundo de usted misma, y que tenía la virtud de aplacar cualquier enojo…

Y entre mis reproches y su ausencia, tuve la impresión de que algo se había quedado en el aire.

Durante los días que sucedieron al entierro, nuestra abuela no lloró, o al menos no lo hacía delante de nosotros. No podía flaquear, tenía demasiadas cosas en la cabeza, demasiadas responsabilidades hacia unos nietos que ella sentía desvalidos y desconsolados; así que, con el rostro sereno, se ocupaba de la casa, de recibir a las visitas, de que todo estuviese en su sitio.

Nosotros la obedecíamos en silencio, como si cada uno supiese la batalla que se libraba en el interior de aquella mujer.

Y a mí se me fue contagiando esa manera de ver la vida.

De vez en cuando recordaba momentos felices. Mi destreza con el diábolo, mis carreras, junto a mis hermanos, detrás del aro, los días azules de invierno, en los que subíamos con mi madre a la azotea para contemplar la cordillera, a veces nevada, que se recortaba sobre el azul intenso, y, si bajábamos la vista, la plaza de nuestros primeros paseos.

Imagino que mis hermanos tardaron un tiempo en darse cuenta de que nuestra madre no estaba. Pienso que, con ocho años que tenía el mayor, se siente una ausencia que aturde, por momentos, pero el tener pocos recuerdos aligera esa sensación de abandono, aunque no estoy tan segura. De todas formas, yo, con mis diez años, intentaba suplir su pérdida con una dedicación, tal vez extrema, incluso con Sara, a pesar de que me llevaba dos años.

–No eres nuestra madre, Julia, y los chicos se dan cuenta. No puedes estar todo el día tan encima de ellos. Para eso está la abuela. Además, así no los ayudas.

Sara intentaba que dejara esa actitud de sobreprotección, pero era mi manera de pasar el duelo, no sabía otra, y, además, quería seguir el ejemplo de mi abuela y no llorar.

Pero no fue esa la única muerte. Unos meses más tarde, mi hermana Elisa contrajo unas fiebres que no superó.

Todo se vino abajo, y algo me decía que era solo el comienzo.

No recuerdo quién –en esos momentos de confusión, ante tanta demostración de pésame, una es incapaz de conservar la memoria de los rostros– me dijo, tal vez intentando consolarme, que Dios lo había querido así. Entonces, sin importarme que me pudieran oír, mascullé: «¡Qué Dios ni qué Dios! ¡Lo que faltaba era meter a Dios en esto!». Pero nadie entendió lo que dije y, si lo hicieron, le echaron la culpa al dolor.

Después vino lo de separar las cosas, guardar los recuerdos. Mi padre no quiere tocar nada. Piensa que si lo hace puede abatirse y él no puede permitírselo.

Hay días crueles en los que hasta la memoria busca las heridas. Y quizá este sea uno de ellos.

Mi padre decía que había que aprender a caer, porque esa era la única forma de volver a levantarnos y mantenernos en pie. Y que no convenía pensar demasiado en el mañana, aunque sé que él lo hacía, igual que yo, cada vez que miraba a mis hermanos alrededor de la mesa.

Una semana después de la muerte de Elisa, mi padre me llamó a su despacho para hablar conmigo. No le pregunté si lo había hecho ya con Sara, pero imaginé que sí. Me habló de la necesidad de que le echáramos una mano a la abuela, en lo de la casa, sobre todo con los hermanos. Luego, para animarme, me dijo que sabía que tanto Sara como yo éramos unas chicas fuertes e inteligentes, y estaba seguro de que no abandonaríamos nuestros estudios.

Después se marchó a su trabajo. Yo me asomé a la ventana y me quedé mirando hacia ninguna parte. No sé lo que pensaba. Tal vez, y dada mi propensión a exagerarlo todo, en que, a partir de ahora, todo dependía de mí, que mi destino y el de mis hermanos me había sido adjudicado, sin yo pedirlo, por aquel padre al que, a pesar de su carácter autoritario, quería mucho. Luego pensé en mi hermana, y me preguntaba cómo se habría tomado aquel encargo.

Pero ella, al contrario que yo, se lo tomaba con tranquilidad, sin dejar que sus obligaciones la perturbaran.

–¿Eso te dijo?... Pues será cuestión de no llevarle la contraria –me contestó cuando yo le hablé de aquella conversación.

En ese momento me di cuenta de que mi padre solo había hablado conmigo y Sara no sabía nada.

Y yo, cada día, levantándome, pensando en las numerosas obligaciones que pesaban sobre mí –aunque también pienso que no hubiera sabido qué hacer sin ellas– y diciéndome: «Ánimo, Julia, no te puedes rendir, no puedes caer enferma ni dejarte vencer por la tristeza».

Y tú serás el río

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