Читать книгу Y tú serás el río - Cecilia - Страница 12
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–Ya verán en qué casa más bonita van a vivir
–oigo que dice Daniel.
Sonrío y miro las caras expectantes de mis hijas.
De la casa donde nací recuerdo sobre todo el frescor y la penumbra del zaguán; y la puerta que, pasado este, se abría a un recibidor, a cuya derecha estaba la escalera que subía al piso principal.
Era como entrar en un mundo que solo me pertenecía a mí, ni siquiera a mis hermanos, a pesar de que ellos también traspasaban el mismo umbral.
Aquella entrada tenía algo de todos nosotros, de mi padre, de mi madre, de mis hermanos, y yo me había posesionado de ella de tal manera que tenía la impresión de que cambiaba según mis estados de ánimo, aunque yo, tratando de racionalizar, achacaba estos cambios a que, en ocasiones, el zaguán y el recibidor estaban demasiado húmedos y oscuros. El aire, a veces, parecía adensarse y me obligaba a subir de dos en dos los escalones, hasta llegar a la planta principal, donde otro recibidor, cálido y luminoso, me esperaba. Entonces, respiraba hondo y la casa volvía a ser mi refugio.
Era como si aquel corto espacio tuviese la facultad de adivinar mis pensamientos, mis culpas, incluso las de los demás.
Luego me asomaba a una de las ventanas del salón. En la casa de enfrente se posaba un mirlo cada atardecer, y su canto sobresalía entre los demás pájaros invisibles que también le cantaban al ocaso.
Yo lo contemplaba, preguntándome a quién se dirigía ese mirlo.
Tal vez a otro que estaba cerca, en otro tejado, o sobre un árbol. Tal vez a sí mismo, como hago yo cuando me encuentro sola, simplemente para romper el silencio.
Luego, pasaba por el despacho de mi padre, donde estaba la biblioteca.
Mi hermano Nicolás me decía que entrar en aquel lugar le gustaba menos cuando estaba mi padre.
–Aunque, si te digo la verdad –me confesó–, a mí lo que realmente me atrae es el piano del salón. Sin embargo, ese olor a papeles y a tinta del despacho; las cartas, los legajos amontonados, por orden de fecha, en una esquina; la bandeja con las plumas y el abrecartas, hacen que desee sentarme frente a aquella mesa recia, de caoba, e imaginarme ya adulto, abogado, notario o procurador, o lo que sea, solucionando y tramitando todos aquellos papeles que ahora me parecen jeroglíficos…
»Pero cuando está padre es distinto. Siempre voy por algo: porque me ha mandado llamar o porque me han dado algún recado para él. (No sé por qué no se lo dan a Juan, que es el mayor). Entro con sigilo, como si mis pasos fueran a molestarle, y me quedo clavado, frente a su mesa, esperando a que me pregunte. A veces me da la impresión de que se va a levantar, a mirarme muy serio y a echarme en cara algo que no he hecho, y que yo me voy a quedar allí, quieto, mudo, sin poder defenderme.
»Sí, ya sé que son imaginaciones mías y que eso nunca ha ocurrido ni ocurrirá. Siempre me sonríe y me agradece el recado, pero mi respeto, mejor dicho, mi miedo, me produce una angustia que choca continuamente contra mis decisiones, incluso contra mi afecto.
Miré su cara de adolescente de doce años. Supe que así sería siempre, y sentí pena por él.
–No es tan severo como parece –le dije.
Pero Nicolás me miró incrédulo, y yo ya no quise continuar defendiendo a mi padre.
Al menos, lo del piano le sirvió de acicate para que eligiera estudiar música y que esta llegara a ser una parte muy importante de su vida. En lo que se refiere a su relación con nuestro padre, un día, ya casado y con hijas, me confesó que nunca tuvo una conversación con él, que se limitaba a contestar a sus preguntas y nada más.
–Yo nunca haré esto con mis hijos –afirmaba. Y había una convicción triste en sus palabras.
¡Qué distinto a Juan, a quien Nicolás llamaba «el mayor»! Él sí sabía cómo salir de cualquier situación difícil con mi padre.
Recuerdo que el primer día que entró a trabajar como pasante en una notaría, se levantó temprano, desayunó, encendió un habano y sonrió satisfecho. (Nunca entendí por qué esa afición, tan temprana, al cigarro).
–No deberías fumar a estas horas de la mañana, Juan. Además, no creo que a padre le guste.
–No te preocupes por él, ya hasta le he hecho probar una caladita –bromeó.
Luego, como si quisiera cambiar de tema, y al preguntarle si estaba nervioso por su primer día de trabajo, me contestó que de nervioso, nada, lo que estaba era molesto, porque la noche anterior había discutido con su novia por el hecho de tener que llevarla a su casa antes de las nueve.
–Y yo solo le pedí prolongar la hora un poco más, para celebrar lo de mi trabajo… Pero nada, se cerró en banda.
–Bueno, Juan, yo pienso que tiene razón. Ya sabes el dicho: «El hombre es fuego y la mujer estopa, y viene el diablo y sopla…».
Se lo dije totalmente convencida de que era así, porque la noche, la oscuridad, se prestan a que el hombre desate unos deseos que no sabe refrenar. Sí, hablo de hombres, porque no creo que las mujeres sintamos esa pasión irrefrenable. Pero, claro, nos dejamos llevar… De pronto me doy cuenta de que había hablado por mí y para mí, y me sentí confusa.
–Déjate de pamplinas, Julia, que el diablo puede soplar a cualquier hora del día y, además, casi siempre tenemos una «centinela» al lado… No sé dónde tanta prima tiene Lourdes.
–E imagino que, al final, tu novia se salió con la suya…
–dije intentando que no notase mi desconcierto.
–Sí, pero, como tú también dices, todo se andará –y sonrió con cierta malicia.
Envidio su buen humor, que aún conserva, ese tomarse todo con tranquilidad y optimismo.
Gracias a él no dramaticé demasiado cuando Ernesto fue atacado por los secuaces de un cacique del Puerto, porque mi hermano se había opuesto y denunciado en su periódico una operación, al parecer fraudulenta. Y es que aquí, con República o sin ella, siguen dominando los caciques, o eso pretenden.
Seguramente Ernesto, pasado el incidente, le pidió a Juan que lo acompañara a casa.
–¡Julia, aquí te traigo a un herido de guerra! ¡Todo un héroe!
Y allí estaba Ernesto, con la camisa desgarrada y con diversos golpes.
–¡Te lo dije! Te dije que no te metieras con esa gente…
–Bueno, hermana –intervino de nuevo Juan–, tampoco es para tanto. Además, ya tú lo conoces y… Estoy seguro de que ellos también recibieron lo suyo.
Ernesto intentó tranquilizarme diciéndome que cuando este incidente saliera en su periódico hasta me iba a reír.
–No creo que lo haga –respondí con enfado–, darse de golpes siempre ha sido cosa de pendencieros y…
Pero fue imposible no reírme cuando Juan, adelantándose al periódico y en ese mismo momento, me contó que Ernesto, después del primer rifirrafe en el Puerto, se subió a la jardinera que lo traería hasta el pueblo; claro que también se subieron los secuaces del cacique y, cuando fue a bajarse, en una parada anterior a la que le correspondía, uno de ellos se bajó primero, lo cogió por el pie que mi hermano había adelantado para bajarse y tiró de él.
Ernesto se agarró a una de las barras de la entrada de la jardinera y empezó el forcejeo, hasta que se le desprendió el zapato y el agresor se quedó con él en la mano y sentado en el suelo.
–¿Te imaginas la escena, Julia? ¿Verdad que es como una película de Buster Keaton? –dijo Juan, con sorna, y yo ya no pude evitar la risa.