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3. DECONSTRUCCIÓN DEL GÉNERO: CRÍTICA A LA HETEROSEXUALIDAD OBLIGATORIA Y AL ESENCIALISMO
ОглавлениеNo obstante, es preciso señalar que la propia Gayle Rubin realizó una revisión autocrítica de la distinción entre sexo y género en un artículo que tituló «Thinking Sex» y que publicó, diez años más tarde, en la obra colectiva, compilada por Carol Vance, Pleasure and Danger13. Allí Rubin observa que en «The Traffic in Women» no distinguía «sexo» (como deseo sexual) de «género», por considerar a los dos como modalidades del mismo proceso social subyacente. Ahora, en cambio, piensa que hay que analizar separadamente la sexualidad del género porque tienen existencias sociales distintas, aunque estén relacionados. En este artículo propone una política de la sexualidad independiente de una política de género, lo que implicaría cuestionar que la sexualidad se derive del género y problematizar la confusión semántica entre sexo y género, ámbitos que en su opinión no son intercambiables. Y, aunque «a largo plazo la crítica feminista de la jerarquía de géneros tenga que ser incorporada a una teoría radical sobre el sexo y la crítica de la opresión sexual deba enriquecer al feminismo», es preciso elaborar previamente «una teoría y política autónomas de la sexualidad» por considerar que tanto la sexualidad como el género son políticos, es decir, están socialmente construidos: existe un sistema de poder que recompensa y fortalece a algunos individuos y actividades, mientras castiga y oculta a otros. En la cúspide de este sistema de poder estaría la sexualidad marital reproductiva monógama14. En definitiva, lo que le preocupaba a la autora es que pudiera deducirse de su concepto de sistema sexo-género la idea de que el sexo fuera una realidad «natural» y que, por tanto, se presentara universalmente de la misma forma, ajena a la historia, con lo que podría entenderse que hacía referencia exclusivamente a la sexualidad heterosexual reproductiva.
Ya a partir de finales de los 70, el concepto de género va a recibir serias críticas desde todos los frentes. En primer lugar, desde la perspectiva de mujeres que no se sienten representadas por el feminismo existente: desde 1974 empiezan a aparecer grupos, como el Combahee River Collective, de feministas negras y lesbianas cuyo objetivo era definir y clarificar una política propia y las posibilidades de coalición con otras organizaciones progresistas, entre ellas con las organizaciones negras masculinas. «Luchamos junto a los varones negros contra el racismo, al tiempo que luchamos contra ellos a causa del sexismo». Esta corriente continuó durante los 80 con las obras de autoras como Adrienne Rich (Nacemos de mujer), que denuncia lo que se ha llamado la «heterosexualidad obligatoria» y habla del «continuum lesbiano»; de mujeres negras y/o lesbianas como bell hooks (Ain’t I a Woman?), Denise Riley (Am I that Name?), Audre Lorde (Sister Outside), que se plantean en qué medida la palabra «mujer» las nombra, movimiento que sigue en los 90 con las chicanas Gloria Anzaldúa, Chela Sandoval y María Lugones15. Todas estas autoras han criticado la reificación del género que se produce desde el momento en que se establece la definición del sujeto del feminismo a partir del único eje del género, lo que ha dado un estatus cuasi ontológico a una noción que pretendía ser una mera categoría de análisis. La acusación contra el feminismo anterior de privilegiar la crítica a la visión androcéntrica y con ella poner por delante el eje del género, olvidando otras instancias como la raza o la orientación sexual, va a continuar con una crítica añadida al etnocentrismo, por parte del llamado feminismo del Tercer Mundo o feminismo postcolonial, hacia el feminismo occidental por privilegiar la visión de las mujeres que habitan en el Primer Mundo.
En segundo lugar, se desencadena, asimismo, una crítica procedente de la teoría feminista más afín al postmodernismo (primero influida por Lyotard y Lacan, luego por otros teóricos como Foucault, Deleuze, Derrida, etc.), que realizará una denuncia de todas las abstracciones y generalizaciones, entre ellas de la de género, al mismo tiempo que pondrá el acento en la heterogeneidad, la fragmentación y, en definitiva, en las diferencias. Se acusará al feminismo de las dos décadas anteriores de estar infectado por la prepotencia y la arrogancia de las teorías filosóficas de las que se nutre (marxismo, psicoanálisis, etc.), al tiempo que será duramente criticado, de nuevo, por su ceguera ante la cuestión de la raza y la clase social, lo que parece haberle llevado a reflejar únicamente el punto de vista de las mujeres occidentales, de clase media, blancas y heterosexuales, en detrimento de todas las demás. Estas dos críticas acaban por confluir.
Por ejemplo, la historiadora Linda Nicholson piensa que la perspectiva de Rubin del «sistema sexo-género» presupone un tipo de distinción y relación entre lo biológico y lo cultural que asume que lo biológico posee una cierta fijeza y lo cultural un alto grado de variabilidad. De este modo, las bases biológicas de las diferencias entre mujeres y hombres sirven como el fundamento sobre el que las sociedades imponen sus diversos significados culturales16. Es decir, para Nicholson la introducción de este concepto no termina de poner en cuestión lo que Hawkesworth ha llamado la actitud «natural» ante el género.
La misma Hawkesworth ha criticado la noción de género por su equivocidad. Con el mismo término, señala esta autora, se nombra la sexualidad, la identidad sexual, la identidad genérica, el rol sexual y la identidad de rol genérico. Para evitar confusiones, sería preciso explicitar en qué sentido se utiliza la palabra «género» en cada caso para no caer en la confusión. Creo que los tres primeros significados estarían dentro de lo que podrían ser aspectos subjetivos del género, mientras que los dos últimos constituirían sus aspectos sociales. Pues bien, en este apartado voy a hablar del género como categoría analítica, tanto como sistema de organización social (noción que ya está presente en el primer ensayo, antes analizado, de G.Rubin, y en los análisis de J. W. Scott, que trataré a continuación), como en el sentido de formación de la identidad genérica (en los análisis de Teresa De Lauretis y de Judith Butler).
La historiadora Joan Wallach Scott, en su notable ensayo, «Gender: A Useful Category of Analysis», publicado en 1986 como artículo y dos años más tarde como capítulo de una obra17, examina la aparición del término «género» y se extiende en la descripción de las formas en que ha sido utilizado por las historiadoras feministas. Desde una perspectiva favorable a la utilización del término, afirma que aunque la oposición masculino / femenino, o la «cuestión de la mujer» estén ya presentes en los y las teóricas del siglo XIX, el género como categoría analítica surge, explica Scott, a fines del siglo XX.
El término género es parte de los resultados de los intentos de las feministas contemporáneas por lograr un lugar de legitimidad y por insistir en el carácter inadecuado de los actuales cuerpos de teoría para explicar las desigualdades entre los hombres y las mujeres. Me parece significativo que este término haya surgido en un momento de gran turbulencia epistemológica que supone, en algunos casos, un desplazamiento en las ciencias sociales de los paradigmas científicos a los literarios (…) y en otros, un debate en el que unos afirman la transparencia de los hechos y otros insisten en que la realidad es construida. En el espacio abierto por este debate y desde el lado de la crítica de la ciencia, desarrollada por las humanidades, así como de la crítica al empirismo y al humanismo hecha por los post-estructuralistas, las feministas han comenzado a tener no sólo voz propia sino también aliados académicos y políticos. Dentro de este espacio debemos articular el género como una categoría analítica18.
Esta autora distingue cuatro aspectos del género, conectados entre sí: los símbolos culturales disponibles que evocan representaciones múltiples e, incluso, contradictorias (por ejemplo, Eva y María, que representan la inocencia y la corrupción dentro de la cultura cristiana); los conceptos normativos que definen las interpretaciones de los significados de los símbolos y que intentan limitar y contener sus posibilidades metafóricas (así, las oposiciones binarias entre lo masculino y lo femenino, que se quieren presentar como atemporales y estáticas); las instituciones y organizaciones sociales (que deberían incluir no sólo el parentesco y la familia sino también el mercado de trabajo, la educación, la política, etc.) Y, en último lugar, la identidad genérica; en este punto J.W. Scott se muestra muy crítica con la explicación psicoanalítica:
Si la identidad genérica se basa sólo en el miedo universal a la castración, la investigación histórica pierde validez […] Los historiadores necesitan, en cambio, examinar las formas según las cuales se construyen sustantivamente las identidades genéricas y relacionar sus hallazgos con un conjunto de actividades, de organizaciones sociales y de representaciones culturales históricamente específicas.
Los aspectos señalados se relacionan entre sí de modo diverso a lo largo de la historia, pero sin perder de vista la idea de que «el género es una manera primaria para significar las relaciones de poder», o quizá sea mejor decir que «el género es un campo primario dentro del cual o por medio del cual el poder se articula»19. Scott cree que es preciso tener en cuenta tanto al sujeto individual como a la organización social y articular la naturaleza de su interrelación, para lo cual se reclama del concepto de poder de Michel Foucault como conjunto de constelaciones dispersas de relaciones desiguales, constituidas discursivamente en «campos de fuerza» sociales, aunque añade algo que aclara su propia posición respecto a la cuestión del sujeto: «Dentro de estos procesos y estructuras hay espacio para la existencia de un concepto de capacidad de acción (agency) humana como un intento (al menos parcialmente racional) de construir una identidad, una vida, un conjunto de relaciones y una sociedad dentro de ciertos límites y con lenguaje, un lenguaje conceptual que marque al mismo tiempo los límites y que contenga la posibilidad de la negación, la resistencia, la reinterpretación y el juego de la invención metafórica y de la imaginación.» En definitiva, si no se puede hablar ya de sujeto, quizá se puede hablar de algo más modesto, de la capacidad de acción autónoma y racional.
Desde otra perspectiva que estudia el género tanto como sistema de poder como auto-representación para la formación de la identidad genérica, la feminista Teresa de Lauretis se basa en la teoría de la sexualidad de M. Foucault entendida como «tecnología del sexo» (es decir, como las técnicas que la burguesía desarrolla desde el final del siglo XVIII para asegurar su supervivencia como clase y la continuación de su hegemonía), para afirmar que el género, como representación y como auto-representación, es el producto de diversas tecnologías sociales (como el cine y las técnicas narrativas), de discursos institucionalizados, epistemologías y prácticas críticas, y, por supuesto, de prácticas de la vida cotidiana. De esta forma, frente a las «tecnologías del sexo» de Foucault, ella propone las «tecnologías del género».
El filósofo francés, afirma De Lauretis, no ha tenido en cuenta las diferentes demandas de los sujetos masculino y femenino y ha ignorado los intereses conflictivos de las mujeres y de los hombres en los discursos y en las prácticas de la sexualidad. «La teoría de Foucault excluye de hecho, aunque no imposibilite, la consideración del género»20. Es decir, la sexualidad (como construcción y como auto-representación) en el discurso foucaultiano, lo mismo que en el tradicional, no está construida con la marca del género, es decir, poseyendo una forma masculina o femenina, sino que, simplemente, lleva el sello del varón. «Incluso cuando se localiza, como a menudo ocurre, en el cuerpo de la mujer, la sexualidad es un atributo o una propiedad del varón.» Y aquí reside la paradoja de la teoría foucaultiana: para combatir la tecnología social que produce la sexualidad y la opresión sexual, omite el género. «Pero negar el género, en primer lugar, es negar las relaciones sociales de género que constituyen y dan validez a la opresión sexual de las mujeres; y, en segundo lugar, negar el género es permanecer «en la ideología», una ideología que (no por casualidad y, desde luego, no de forma intencional) está claramente al servicio del sujeto de género masculino.» Para contrarrestar esta negación, De Lauretis habla de las «tecnologías del género», es decir, de las técnicas y estrategias discursivas mediante las que el género es construido y, por lo tanto, la violencia es engendrada y generizada (en-gendered)»21.
Nuestra autora considera al género como la representación de una relación que asigna a un individuo una posición dentro de una clase y, por lo mismo, una posición frente a otras clases previamente preconstituidas (entendiendo por clase no lo que Marx denomina clase social, sino un grupo de individuos unidos por determinaciones sociales e intereses). El género es la representación de cada individuo en términos de una particular relación social que preexiste a éste y se le atribuye sobre la base de la oposición conceptual de los dos sexos biológicos. A esta estructura conceptual, señala De Lauretis, es a lo que las feministas desde Rubin han llamado sistema de sexo-género.
Aunque los significados varían con cada cultura, un sistema de sexo-género está íntimamente interrelacionado con factores políticos y económicos en cada sociedad. Desde esta perspectiva, la construcción cultural del sexo como género y la asimetría que caracteriza en todas las culturas a los sistemas de sexo-género (aunque a cada uno de un modo particular) se entienden como sistemáticamente ligadas a la organización de la desigualdad social22.
El sistema de sexo-género es, por tanto, un sistema simbólico que pone en relación el sexo con determinados contenidos culturales según los valores y las jerarquías sociales. «El sistema de sexo-género es, a la vez, una construcción cultural y un aparato semiótico, un sistema de representación que atribuye un significado (identidad, valor, prestigio lugar en el sistema de parentesco, estatus en la jerarquía social, etc.) a los individuos dentro de la sociedad.» Por ello, nuestra autora sostiene que, «si las representaciones de género son posiciones sociales que llevan consigo diferentes significados, el que alguien sea representado y se represente a sí mismo como varón o mujer implica el que asuma la totalidad de los efectos de este significado»23. Pero, además, la representación social del género afecta a su construcción subjetiva y viceversa, con lo que se abre una puerta a la posibilidad de autodeterminación y de capacidad de acción en el nivel subjetivo e incluso individual de las prácticas micropolíticas y cotidianas.
La gran dificultad para la construcción de una nueva subjetividad estriba en el hecho de que cualquier producción cultural está construida sobre narrativas masculinas de género que, a su vez, se fundan en el contrato heterosexual, narrativas que tienden a reproducirse en las teorías feministas, si no nos resistimos a ellas.
Esta es la razón por la que la crítica de todos los discursos que conciernen al género, incluyendo los producidos o alentados por el feminismo, continúa siendo una parte tan esencial del feminismo como lo es el esfuerzo continuado por crear nuevos espacios del discurso, por reescribir las narrativas culturales y por definir los términos desde otra perspectiva — una perspectiva desde «otra parte» […]. Y es ahí donde hay que plantearse los nuevos términos de una diferente construcción del género24.
Por su parte, la feminista americana Judith Butler desarrolla una perspectiva constructivista extrema sobre el género. Ya en un artículo titulado «Gender Trouble, Feminist Theory and Psychoanalytic Discourse»25 comienza con una crítica al psicoanálisis tanto freudiano como lacaniano para afirmar que en la teoría freudiana la adquisición de la identidad de género se realiza simultáneamente a la realización de una heterosexualidad coherente; así el tabú del incesto que presupone e incluye el tabú de la homosexualidad opera sancionando y produciendo la identidad, al tiempo que la reprime. Tanto en el caso de la teorías lacanianas como en el de las teorías psicoanalíticas basadas en las relaciones de objeto, se da por supuesto que en el desarrollo infantil, bien una represión primaria (en el caso de las primeras), bien una identificación primaria (en el de las segundas), produce la especificidad de género y, posteriormente, «da forma, organiza y unifica la identidad.» Las dos posiciones explican la adquisición del género mediante teorías que estabilizan de forma falsa la categoría de «mujer». Tales teorías, sostiene Butler, no necesitan ser explícitamente esencialistas en sus argumentos para ser efectivamente esencialistas. Ambas presentan el postulado utópico de un estadio originariamente prediferenciado de los sexos, que, además, preexiste al postulado de la jerarquía y que queda destruido por la intervención brusca y rápida de la ley del Padre (en las lacanianas) o por el mandato edípico de repudiar y devaluar a la madre (teoría de las relaciones de objeto).
Al fundamentar sus metanarrativas en el mito del origen, estas descripciones psicoanalíticas de la identidad de género confieren un falso sentido de legitimidad y universalidad a una versión culturalmente específica (y culturalmente opresiva también) de la identidad genérica. Al afirmar que algunas identificaciones son más primarias que otras y sirven para unificar a las demás, la unidad de las identificaciones queda preservada. Las identificaciones primarias establecen el género de un modo sustantivo y las secundarias funcionan como atributos de éste, que pueden revisar o reformar la identificación primaria pero, de ningún modo, poner en cuestión su primacía estructural26.
Las fantasías de género constitutivas de las identificaciones no forman parte del conjunto de propiedades que se considera que posee un sujeto, sino que constituyen la genealogía de esta identidad corpóreo-psíquica, el mecanismo de su construcción. Es decir que, en realidad, no se tienen las fantasías ni existe alguien que las viva, sino que las fantasías condicionan y construyen la especificidad del sujeto marcado por el género; ellas son en sí mismas producciones disciplinarias de sanciones y tabúes con una base cultural. «Si el género está constituido por la identificación y ésta es invariablemente una fantasía dentro de otra fantasía (…) el género es precisamente la fantasía hecha acto por y a través de los estilos corporales que constituyen las significaciones del cuerpo.» En este punto Butler trae a colación la teoría desarrollada por Foucault en Surveiller et punir acerca de la represión efectuada sobre los delincuentes en la prisión «moderna»; con ella no se buscaba la sumisión del cuerpo sino la incorporación de la ley de forma que los cuerpos la mostraran como una esencia inscrita en ellos. Esto es lo que Foucault llama el alma y que sitúa «en la superficie, alrededor y dentro del cuerpo». El alma en Foucault no es más que una significación en la superficie del cuerpo que pone en cuestión la misma distinción «interno-externo», una figura del espacio psíquico interior inscrita en el cuerpo.
La redescripción de los procesos intrapsíquicos en términos de la política de la superficie del cuerpo implica la consiguiente redescripción del género como la producción disciplinaria de las figuras de la fantasía mediante el juego de presencia-ausencia en la superficie del cuerpo: implica la construcción del cuerpo generizado mediante una serie de exclusiones y negaciones, de ausencias significativas27.
Cuando la identidad de género se entiende como relacionada causalmente con el sexo, el orden de aparición que regula la subjetividad genérica se entiende así: el sexo condiciona el género y el género determina la sexualidad y el deseo. Estaríamos dentro de una metafísica de la sustancia en la que el género y el deseo se ven como atributos que proceden de la sustancia del sexo y sólo cobran sentido como un reflejo suyo. En el caso de Butler, si la identificación es la representación de una fantasía, los actos, los gestos y los deseos producen el efecto de que existe una sustancia o núcleo interior, pero realmente actúan en la superficie del cuerpo, mediante un juego de sugerencias significativas que nos hacen tomar la identidad como principio organizador y como causa.
Tales actos, gestos y prácticas, generalmente construidos, son performativos en el sentido de que la esencia de la identidad que parecen expresar se convierte en una fabricación manufacturada y sostenida mediante signos corporales y otros medios discursivos. El que el género sea performativo sugiere que no tiene estatus ontológico alguno fuera de los diversos actos que constituyen su realidad; sugiere también que, si esta realidad es fabricada como una esencia interior, esta misma interioridad es un efecto y una función de un discurso indudablemente público y social, la regulación pública de la fantasía a través de una política de la superficie del cuerpo.
Es decir, para nuestra autora, los actos y los gestos que articulan y llevan a la acción los deseos crean la ilusión de un núcleo de género interior y organizador, una ilusión mantenida discursivamente con el propósito de regular la sexualidad dentro del marco obligatorio de la heterosexualidad reproductiva. «El desplazamiento, efectuado desde el origen político y discursivo de la identidad de género hacia la consideración de un núcleo psicológico, imposibilita el análisis de la constitución política del sujeto con marca de género (gendered) y, al mismo tiempo, da por válidas las nociones de la «inefable interioridad del sexo». Por tanto, dice Butler, si la verdad interior del género es una fabricación y el género auténtico es una fantasía instituida e inscrita en la superficie de los cuerpos, parece que el género no puede ser ni verdadero ni falso, sino que se produce como el efecto de verdad del discurso de una identidad primaria y estable.
La noción de identidad de género se parodia a menudo en las prácticas del travestismo y de las «drag»; la actuación de éstas juega con la distinción entre la anatomía de quién actúa y el género que quiere representar, creando así una disonancia entre sexo, género y actuación. Al imitar el género, las «drag» ponen implícitamente al descubierto la estructura imitativa del género mismo, así como su contingencia. Para Butler el género es una parodia, lo cual no significa que haya un modelo al que la parodia trate de imitar. Más bien la parodia de género revela que la identidad original, a partir de la cual el género se fabrica, es en sí misma una «imitación sin original». El desplazamiento continuo que se produce en la parodia del género propicia una fluidez de identidades que propone una apertura a la resignificación y a la recontextualización. «La proliferación paródica elimina la reclamación que la cultura hegemónica realiza de las identidades genéricas naturales o esencialistas»28. La parodia del género es parte de la cultura hegemónica y misógina, es decir no tiene por qué ser subversiva por sí misma; pero puede ser recontextualizada para des-naturalizar el género y poner en cuestión el significado de la identidad genérica.
La proliferación de estilos e identidades (si está palabra tiene aún algún sentido) genéricas pone en cuestión implícitamente la siempre política distinción binaria entre los géneros que, a menudo, se da por sentada. La pérdida de esta reificación de las relaciones de género no debiera ser lamentada como un fallo de la teoría política feminista sino, más bien, afirmada como una promesa de la posibilidad de complejas y generadoras posiciones de sujeto, así como de estrategias de coalición que ni presupongan ni sitúen a los sujetos que constituyen en un lugar fijado. En definitiva, «la coherencia de género» debería entenderse, más que como el punto de unión para nuestra liberación, como la ficción reguladora que es29.
La teoría de la sexualidad de Foucault conduce a Butler a afirmar que no sólo el género, sino también el sexo es una construcción cultural. «De hecho el sexo tal vez siempre fue género, con la consecuencia de que la distinción entre sexo y género no existe como tal.» Foucault rompe, con la perspectiva de la metafísica de la sustancia (ruptura que tendría como referente a Nietzsche) en lo que a la identidad de género se refiere. De esta forma, en la «Introducción» al Diario de Herculine Barbin30, escrita para la traducción inglesa de esta obra, sugiere Foucault que la heterogeneidad sexual, el hecho de que Herculine no pueda categorizarse dentro de la relación binaria del género, implica una crítica de la metafísica de la sustancia e implica que la identidad es sólo una «ficción reglamentadora».
Ahora bien, aunque el autor francés desarrolle en esta «Introducción» ideas que parecen corroborar las expuestas en La volonté du savoir, Butler cree que la apropiación que hace Foucault de Herculine es sospechosa y que, de hecho, las implicaciones de la «Introducción» contradicen la visión foucaultiana del sexo no como una causa del deseo y del género, sino como un efecto del dispositivo de la sexualidad que produce el «sexo» como parte de la estrategia para perpetuar las relaciones de poder. Pero, en el caso de Herculine, Foucault parece no tener en cuenta las relaciones concretas de poder que a la vez, construyen y condenan la sexualidad de este hermafrodita. Refiriéndose a él/ella, habla del «feliz limbo de la no identidad» para caracterizar un mundo de placeres que no se refieren, según él, al sexo como a su causa originaria, ni, por tanto, serían el efecto de un intercambio específico del poder/discurso, de forma que la sexualidad de Herculine sería «anterior a la ley» y anterior a la imposición discursiva de un sexo unívoco.
Desde la perspectiva butleriana, Foucault ha adoptado una postura romántica respecto a ese mundo de placeres difusos que vincula con la no-identidad y no, en cambio, con una variedad de identidades femeninas y con el lesbianismo, ya que eso sería introducir la categoría de «sexo», que es lo que Foucault trata de evitar. Para Butler, entre las varias matrices de poder que dan lugar a la sexualidad entre Herculine y sus amantes, aparecen claramente las convenciones de la homosexualidad femenina que, a la vez, es alentada y condenada por el convento y la ideología religiosa que lo sostiene. Sabemos por su Diario que Herculine leía mucho y su educación se debía basar en los clásicos, los textos cristianos y el romanticismo francés. Su misma narrativa sigue unas convenciones literariamente establecidas. Para la autora de Gender Trouble está claro que estas convenciones producen e interpretan para nosotros esta sexualidad que tanto Foucault como Herculine presuponen que está fuera de toda convención. La sexualidad de Herculine, pese a Foucault, está dentro de un discurso, de una auto-exposición narrativa que, además, es un tipo de producción confesional del yo. Butler no ve en él/ella la no-identidad, sino la ambivalencia.
No existe, por tanto, afirma nuestra autora, una sexualidad «anterior a la ley» y al discurso, como parece desprenderse de este texto de Foucault. Por eso, sostiene Butler, las categorías de identidad que han fundamentado la política feminista han servido, al mismo tiempo, para limitar sus posibilidades. El género no es ni la expresión de una esencia ni un ideal al que aspirar; «y porque el género no es un hecho, los diferentes actos del género crean la idea de género y sin estos actos, el género no existiría». El género es, por tanto, una construcción que, por lo general, oculta su génesis. El tácito y colectivo acuerdo para realizar, producir y mantener géneros discretos y polarizados como ficciones culturales se hace invisible ante la credibilidad que inspiran estas producciones, además de por el castigo que acompaña al que no acepta creer en ellos. «Esta construcción aviva nuestra creencia en su naturalidad y necesidad»31.
Señala Butler que lo que se podría llamar la «sedimentación» de las normas de género produce el peculiar fenómeno que se suele llamar el sexo «natural», el cual da lugar a un conjunto de estilos corporales que, en su forma reificada, aparecen como la configuración natural de los cuerpos en dos sexos que se oponen en una relación binaria. La realización (performance) que requiere el género debe repetirse. Así, ponemos en acto y volvemos a experimentar el conjunto de significados que rodea al género y que está establecido socialmente, a la vez que lo legitimamos. Es cierto que son cuerpos individuales los que ponen en acto estas significaciones, pero no lo es menos que esta puesta en acto es una acción pública, efectuada con el propósito estratégico de mantener el género dentro de este marco binario. Este propósito, aclara Butler, no puede ser atribuido a un sujeto sino, más bien, debe ser entendido bajo la perspectiva de encontrar y consolidar el sujeto.
Si los atributos del género no son expresivos, sino performativos, estos atributos son los que, efectivamente, constituyen la identidad que se supone que expresan o revelan. La distinción entre expresión y performatividad es crucial. Si los atributos y los actos del género, esto es, los diversos modos en los que el cuerpo produce o muestra sus significados culturales son performativos, no existe entonces una identidad preexistente por la que pueda ser medido ese acto o atributo. No hay actos genéricos verdaderos ni falsos y el presupuesto de una identidad genérica es sólo una ficción reguladora32.
Butler utiliza el término performativo (que en castellano se podría traducir por «realizativo») tomándolo de J. L. Austin y lo interpreta a la luz de Derrida (para quien la noción de performatividad va unida a la de «cita» y «repetición») y de la noción de «metalepsis» de Paul De Man. Un acto performativo es aquel que crea o pone en acto aquello que nombra y por ello marca el poder constitutivo o productivo del discurso. Cuando las palabras llevan aparejadas acciones o constituyen en sí mismas un tipo de acción, no lo hacen porque reflejen el poder de un deseo o intención individual, sino porque proyectan y se vinculan a convenciones que han cobrado fuerza precisamente a través de una sedimentada reiteración. De modo que la categoría de intención y la noción de hacedor tendrán su lugar, pero ese lugar no será ya el de estar detrás de la acción como su fuente posibilitadora.
Si el género es performativo, la identidad es meramente la ilusión de una coherencia desmentida por la discontinuidad de gestos, actos y estilos que nos colocan en uno de los dos polos de la sexualidad binaria. Ahora bien, ¿se desprende de ello que no puede haber capacidad de acción racional (agency)? En este punto Butler afirma expresamente que esta capacidad de acción existe. Todas las teorías feministas, señala, parten del supuesto de que es necesario un sujeto prediscursivo, un Yo, para que de él surja la capacidad de acción; para Butler, el Yo se constituye en el discurso.
Cuando decimos que el sujeto se constituye, ello significa simplemente que el sujeto es una consecuencia del discurso que lo gobierna y que produce el efecto de una identidad inteligible. El sujeto no está determinado por las reglas mediante las que se genera porque la significación no es un acto de fundamentación, sino más bien un proceso regulado de repetición (…) que refuerza estas reglas precisamente porque produce el efecto de que existe una sustancia. En cierto sentido, toda significación tiene lugar dentro de la órbita de una compulsión a repetir; la capacidad de acción («agency») debe localizarse, pues, dentro de la posibilidad de una variación en tal repetición33.
Es decir, de una repetición subversiva. ¿Y dónde podría efectuarse esa repetición? Si la superficie del cuerpo se representa como lo natural, precisamente es esa superficie la que puede constituirse en el espacio de una disonante y desnaturalizada realización que pone de relieve el estatus performativo de lo que parece natural. Las prácticas de la «parodia», como hemos visto antes, pueden servir para enfrentar el género «natural» con una exhibición hiperbólica, autoparódica, de lo «natural». Butler afirma que el hecho de que el sujeto se construya (o, mejor, se constituya), mediante la resignificación, es decir, mediante la deconstrucción de identidades preexistentes, no excluye la posibilidad de la política feminista, que (al menos, ésta parece ser la idea dominante en Gender Trouble) se basará justamente en fomentar la proliferación de las configuraciones culturales de sexo y género para introducir confusión en el binarismo del sexo y poner de manifiesto su fundamental artificialidad. Así se generará una fluidez de identidades que se abre a la re-significación y a la re-contextualización y que priva a la cultura hegemónica del derecho a dar explicaciones esencialistas de la identidad de género34.
La teoría de Butler ha suscitado numerosas críticas. Entre ellas, la de la también feminista y lesbiana Sheila Jeffreys, quien critica la visión del género que, en su opinión, Butler comparte con los gays y las lesbianas postmodernos.
Se trata de un género despolitizado, aséptico y de difícil asociación con la violencia sexual, la desigualdad económica y las víctimas mortales de abortos clandestinos. Quienes se consideran muy alejadas de los escabrosos detalles de la opresión de las mujeres han redescubierto el género como juego. Lo cual tiene una buena acogida en el mundo de la teoría lesbiana-y-gay porque presenta el feminismo como diversión y no como un reto irritante35.
Las teóricas feministas de los 70 y primeros 80 se refieren al género como algo que puede ser o superado o sobreseído. Pero para Butler el género es «representación» y, consecuentemente, no posee ninguna forma o esencia ideal sino que es tan sólo un disfraz (drag) que usan todos los seres humanos, sea cual sea su orientación sexual. «El travestismo», dice Jeffreys, «es una forma trivial de apropiarse, teatralizar y usar y practicar todos los géneros; toda división genérica supone una imitación y una aproximación». Lo que hace Butler no es eludir el género ni, mucho menos, intentar superarlo; sólo es posible «jugar» con él.
Jeffreys critica también lo que De Lauretis llamó, ya en 1991, QueerTheory y que Butler ha desarrollado también como política de «transgresión», cuyas raíces se encuentran en Foucault. Si bien al comienzo el término queer pretendía designar la sexualidad de los gays y las lesbianas frente la heterosexualidad (que sería lo «straight», lo correcto), esta concepción fue criticada por Butler y otros autores que veían el peligro de crear una nueva identidad. Hoy el término queer parece denotar un concepto general de transgresión sexual, sea ésta del tipo que sea36. Para Jeffreys esta teoría seduce solamente a los postmodernos, que la consideran la política de la diferencia de los años 90, mientras que para ella no es más que la última argucia del neoliberalismo.
Desde una perspectiva muy distinta, pero que Butler critica por caer en el esencialismo, Monique Wittig escribió en 1981 un célebre ensayo titulado «One is not Born a Woman», en el que distingue entre «mujer» y «mujeres»37. Mientras el segundo término describe el contenido de unas relaciones sociales específicas, «mujer» es un concepto político. No se basa, como algunas teorías afirman, en la biología, ni describe un grupo «natural» (como ya, treinta años antes, analizara minuciosamente Beauvoir), sino que es una categoría normativa que se utiliza al servicio de la heterosexualidad obligatoria. «Un acercamiento materialista nos muestra que lo que tomamos como causa u origen de la opresión no es sino la marca impuesta por el opresor: el «mito de la mujer» y sus efectos materiales y manifestaciones en las conciencias y los cuerpos dominados de las mujeres. Esto significa que la marca no preexiste a la opresión.» Antes de que apareciera el movimiento de liberación de las mujeres, el ser «mujer» constituía una imposición política y aquellas que se resistían eran acusadas de no ser mujeres auténticas.
El punto de vista de la autora, el de la «conciencia lesbiana», rechaza no sólo el rol de mujer, sino también el poder económico, político e ideológico del hombre. «El rechazo a hacerse (o a seguir siendo) heterosexual significa siempre el rechazo a llegar a ser un hombre o una mujer, conscientemente o no.» Como la autora explica «hace treinta años nos levantamos para luchar por una sociedad sin sexo. Hoy nos encontramos atrapadas en el familiar punto muerto de «la mujer es maravillosa». Hemos llegado de nuevo al mito de la mujer, sin terminar de poner en cuestión los conceptos de hombre y mujer, que son categorías políticas y económicas y no datos naturales. «Nuestra primera tarea es disociar completamente «mujeres» (la clase dentro de la que luchamos) de la «mujer», es decir, del mito» La «Mujer» no es cada una de nosotras, sino la formación política e ideológica que niega a las «mujeres». La destrucción de la mujer como mito sólo será posible para Wittig destruyendo el sistema social de la heterosexualidad obligatoria que se basa en la opresión de las mujeres por los hombres y que produce la doctrina de las diferencias entre los sexos para justificar esta opresión. «El rechazo a hacerse (o a seguir siendo) heterosexual significa siempre el rechazo a llegar a ser un hombre o una mujer, conscientemente o no.» El «género» para Wittig es una categoría social que denota a la «lesbiana», el único sujeto posible del feminismo del futuro.
Teniendo en cuenta todas estas críticas, Susan Bordo habla de un escepticismo feminista sobre el género. Por un lado, éste proviene de la reacción de las mujeres negras, chicanas, lesbianas; por otro, de la de aquellas que acusan al género de «ficción totalizadora». Bordo no comparte este escepticismo. «La teoría feminista —incluso la realizada por las mujeres blancas y de clase alta— no se localiza en el centro del poder cultural. Los ejes cuyas intersecciones forman las situaciones culturales de las autoras feministas nos dan a algunas de nosotras, desde luego, posiciones de privilegio; pero todas nosotras, como mujeres, también ocupamos posiciones subordinadas»38. Incluso señala que existe un curioso carácter selectivo en el trabajo de las feministas contemporáneas que critican las teorías de la identidad basadas en el género.
Los análisis de la raza y la clase (los otros dos grandes motivos de la crítica social moderna) no parecen estar sometidos a la misma deconstrucción. Las mujeres de color hablan de las feministas blancas como una unidad, sin atender a las diferencias de clase, de etnia o de religión que también nos sitúan y dividen, y las feministas blancas tienden a aceptar esta «totalización». Nuestro lenguaje, nuestra historia intelectual y las formas sociales están «generizadas»; no podemos huir de este hecho ni de sus consecuencias sobre nuestras vidas. Algunas de estas consecuencias pueden ser no intencionadas, y nuestro mayor deseo sería trascender las dualidades de género, no tener un comportamiento categorizado como de varón o de hembra. Pero nos guste o no, en la cultura en que vivimos, nuestras actividades son codificadas como femeninas o masculinas y así funcionarán dentro del sistema dominante de las relaciones de género-poder39.
Esta misma visión está presente en otras autoras que, como Susan Bordo, comparten posiciones postmodernas, pero que son conscientes de que para luchar en defensa de los intereses de las mujeres hay que suponer que éstas son un colectivo. Ésta sería la postura del «esencialismo estratégico» de una Gayatri C. Spivak o de una Rosi Braidotti. Para la primera, que hace de la mujer una manifestación de lo que denomina «conciencia subalterna», el sujeto «mujeres» no es una esencia ni un destino biológico sino más bien un sujeto «localizado» o posicionado40. Nuestra autora señala que, por mucho que queramos tomar una postura en contra del esencialismo y del universalismo, como la filosofía postmoderna postula, estratégicamente no nos es siempre posible. Aunque Spivak, como buena seguidora de Derrida, tiene una concepción radicalmente deconstructivista del sujeto «mujer» al que considera heterogéneo y fragmentado, no duda, sin embargo, en reclamarse de un esencialismo estratégico41. Según ella, hay que examinar lo que puede haber de útil en el discurso de universalización y después analizar qué limites tiene este discurso. Incluso, dice, hay que utilizar estratégicamente también el discurso esencialista. «De hecho, soy esencialista de cuando en cuando», afirma la autora. Esta misma idea la comparte también Rosi Braidotti.
En la teoría feminista, una habla como una mujer, aunque el sujeto «mujer» no sea una esencia monolítica definida de una vez por todas sino, más bien, el lugar de una serie de múltiples, complejas y potencialmente contradictorias experiencias, definido por variables que se superponen, tales como la clase, la raza, la edad, el estilo de vida, la preferencia sexual y otras. Una habla como mujer con el propósito de que las mujeres tengan mayor poder (to empower), de activar cambios socio-simbólicos en su condición42.