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4. ¿GÉNERO O PATRIARCADO?
ОглавлениеComo hemos ido viendo, la noción de «género» que al comienzo tuvo únicamente el carácter de categoría analítica y dio lugar a análisis muy fecundos, es posible que más tarde se haya entendido por parte de algunas teóricas de una forma diferente a la que fue concebida. Este desplazamiento ha determinado su puesta en cuestión desde diversos ámbitos, entre ellos el del feminismo del Tercer Mundo o postcolonial, que critica, como ya he señalado, el intento de establecer la definición del sujeto del feminismo desde el único eje del género, además de denunciar una visión etnocéntrica del mismo.
No obstante, el hecho de que un concepto como éste se haya comprendido de una forma diferente a la que fue concebido, y se haya reificado o esencializado, no nos debe impedir realizar un análisis de esta categoría desde una perspectiva crítica de signo ilustrado, ya que el punto de vista constructivista extremo nos aboca a callejones de muy difícil salida. Este tipo de análisis es el que está presente en la obra de la filósofa feminista Seyla Benhabib, quien admite la categoría de «sistema de sexo/género» de Gayle Rubin, aplicándola a su propia concepción del yo.
El sistema de género/sexo es la red mediante la cual el self desarrolla una identidad incardinada, determinada forma de estar en el propio cuerpo y de vivir el cuerpo (…). El sistema de género/sexo es la red mediante la cual las sociedades y las culturas reproducen a los individuos incardinados. En definitiva, afirma Benhabib, «entiendo por sistema de género-sexo la constitución simbólica y la interpretación socio-histórica de las diferencias anatómicas entre los sexos»43.
Como podemos comprobar, la teoría de Benhabib, que se refiere a la formación de la identidad genérica individual, acepta la idea de «sistema sexo/género» sin caer en el esencialismo. Lo mismo ocurre con Nancy Fraser, aunque ésta última trate más bien de la formación de las identidades colectivas, dentro de las cuales distingue cuatro variables: la clase, el género, la raza y la orientación sexual. Para ella la raza y el género son colectividades bivalentes y que intersectan a la vez con el esquema de distribución y con el del reconocimiento. Así ser mujer y negra lleva consigo una doble discriminación y requiere una transformación de los dos esquemas antes citados. Fraser piensa que las identidades de clase deben ser transformadas mediante luchas por la redistribución (aunque no de forma exclusiva), mientras que el cambio de actitud ante las orientaciones sexuales «diferentes» debe realizarse mediante un cambio cultural o simbólico. Y esto ocurre no solamente porque hay un «subtexto genérico» en los programas del sistema del bienestar social (aunque oficialmente pretendan aparecer como «neutros» en lo que al género se refiere, hay programas «masculinos» u orientados hacia el trabajo fuera de casa, y «femeninos», vinculados al cuidado de la familia), sino también porque dentro del mismo discurso de las mujeres hay interpretaciones diferentes de cuáles serían las necesidades que deberían ser imprescindiblemente atendidas, ya que en el propio movimiento feminista hay conflictos entre mujeres de diferentes clases, etnias u orientaciones sexuales.
Fraser nos ofrece la posibilidad de pensar las identidades sociales como complejas, cambiantes y construidas discursivamente.
Han sido tejidas a partir de una pluralidad de descripciones diferentes que surgen de prácticas de significación diferentes. Por lo tanto, nadie es simplemente una mujer; somos, por ejemplo, mujer, blanca, judía, de clase media, filósofa, lesbiana, socialista y madre. Adicionalmente, puesto que todos actuamos en una pluralidad de contextos sociales, las diversas descripciones que comprenden la identidad social de cualquier individuo, entran y salen del centro de atención. Por lo tanto, no se es siempre una mujer en el mismo grado; en algunos contextos el ser mujer figura de manera fundamental en el conjunto de descripciones según las cuales actuamos; en otros, es algo periférico o latente44.
Esta concepción de la identidad, basada en el enfoque pragmático del discurso, es la que ella propone como alternativa, por una parte, frente a las concepciones reificadas y esencialistas de la identidad de género y, por otra, frente a las negaciones o dispersiones de la identidad. Sin embargo, para Seyla Benhabib esta concepción podría plantear problemas en lo que respecta al «yo» individual, sobre todo porque puede no existir acuerdo en la forma en la que la identidad de raza, de género y de clase social deben engarzarse para confluir en un solo yo.
Raramente, por no decir nunca, se plantea la cuestión de qué entendimiento del yo se debe presuponer para conceptualizar la confluencia de estas identidades. ¿Son éstas aditivas? ¿Son como ropajes superpuestos que los actores sociales pueden ponerse o quitarse? ¿Cómo las experimenta una mujer que es, en sí misma, una totalidad concreta que las reúne todas en una única historia vital? Las categorías de raza, género, clase son distinciones analíticas en el nivel de la teoría; en cualquier investigación social, histórica y cultural concreta debemos mostrar cómo llegan a constituirse conjuntamente como aspectos de las identidades de individuos específicos.[…] Dentro del actual panorama teórico de fragmentación y multiplicidad, la cuestión de la unidad del yo raramente se plantea. Este problema no es sólo de interés teórico; a menudo esas identidades existen en conflicto unas con otras. Las exigencias normativas que pesan sobre las identidades individuales de raza/ género/ clase y sobre otras dimensiones constituyentes del yo pueden estar en conflicto y, de hecho, pueden ser irreconciliables45.
En definitiva, para Benhabib sólo en la medida en que la teoría feminista sea capaz de desarrollar un concepto de agency normativa fuerte para discriminar entre esas identidades o dimensiones en conflicto, podrá seguir teniendo la agudeza crítica que ha mostrado en tantas ocasiones.
En Europa, la socióloga feminista francesa Christine Delphy no se opone tampoco a la utilización del concepto de género, siempre que se delimite claramente y que complemente al de patriarcado. Para Delphy los conceptos de «género», «patriarcado» y «opresión de las mujeres» son sólo diferentes aspectos del mismo fenómeno. La utilización del término «opresión» en los años 70 tuvo un valor simbólico y la sociedad lo comprendió muy bien; no se trataba de mejorar la situación de las mujeres en el marco de un «programa social», sino de la rebelión de todo un grupo social. «Patriarcado» es un término que designa el sistema de opresión de las mujeres. Tiene un sentido analítico (designa a un sistema y no a un conjunto de coincidencias) y sintético (se trata de un sistema político). El «género» es el sistema de división jerárquica de la humanidad en dos mitades desiguales. Según esta acepción del término, la jerarquía es tan importante como la división y para Delphy «género» puede utilizarse como sinónimo de patriarcado46.
Entre las feministas españolas, la filósofa Celia Amorós está también en contra de eliminar el concepto de «patriarcado» porque considera, a diferencia de Rubin, que tanto éste como el de «sistema de género-sexo» son ideas que no poseen la misma significación, ya que si existiera un sistema igualitario (lo que, según Rubin, es posible en teoría), no produciría la marca de género, ya que ésta no es sino el signo de la pertenencia a un grupo social con determinadas características y funciones. La socialización de género, dice Amorós, tiende, en primer lugar, a inducir una identidad sexuada, determina un rango distinto para hombres y mujeres y prescribe un rol sexual. El patriarcado consiste, fundamentalmente, en un sistema de dominación que se constituye mediante mecanismos de autodesignación que marcan la pertenencia al conjunto de dominadores y, correlativamente, mediante el de la heterodesignación, de las dominadas.
C. Amorós está convencida de que un sistema como el patriarcado no puede desaparecer de un día a otro, como postulan las pensadoras de la «diferencia sexual» sólo por el hecho de que algunas mujeres decidan no tenerlo en cuenta.
Tanto el sistema de género-sexo como el patriarcado tienen que ser «irracionalizados» por la teoría feminista para ser superados, y para ello es preciso plantearnos una nueva concepción del sujeto. «Es un concepto, pues, que debe ser adjetivado y contextualizado»; el prescindir de él hace que las feministas nos quedemos sin concepto alguno que dé cuenta, «distinta y cabalmente, de la dominación que ejerce el conjunto de los varones sobre las mujeres. A la vez somos conscientes de que el concepto requiere, para ser operativo, ciertas redefiniciones (…) Las grandes dificultades en que se encuentra la teoría política feminista de orientación postmoderna para reconstruir algo así como una identidad colectiva “mujeres” (…) están íntimamente relacionadas con el abandono del concepto de patriarcado por totalizador, “ahistórico” y “esencialista”»47.
De forma que será preciso efectuar una «re-significación» no sólo del concepto de género sino también del de patriarcado, si queremos avanzar en la reconstrucción del sujeto y no caer en una concepción del género donde «cabe todo». Amorós afirma que la conciencia feminista puede distanciarse de identidades adscriptivas, como la del género (identidad que, para la autora, «es la más cardinal y constrictiva de nuestras identidades»48) para re-significarlas y, así, transformarlas. La autora cree que puede hablarse de patriarcado como de un «conjunto práctico» en el sentido del Sartre de la Critique de la Raison Dialectique, es decir, que se constituye mediante un sistema de prácticas reales y simbólicas. Según esta autora el patriarcado es «un conjunto meta-estable de pactos —asimismo meta-estables— entre los varones por el cual se constituye el colectivo de éstos como género-sexo y, correlativamente, el de las mujeres»49. De esta forma evita cualquier tipo de unidad ontológica (un conjunto práctico no puede tenerla) o cualquier posible esencialización de «lo femenino» o «lo masculino» y pone de manifiesto que «la construcción social de los géneros, tal como nos es conocida no es sino la construcción misma de la jerarquización patriarcal.»
Cristina Molina, por su parte, cree que el feminismo ha de tener ante este concepto una actitud doble; por un lado, «ha de armarse contra el género, en la medida en que el género es un aparato de poder, es normativo, es heterodesignación; pero ha de pertrecharse con el género como categoría de análisis que le permite, justamente, ver esta cara oculta del género tras la máscara de la inocencia»50. En el mismo sentido, Alicia Puleo insiste en que la importancia del estudio del género para el feminismo reside, ante todo, en la forma crítica en que la teoría feminista lo analiza y que denota la perspectiva filosófica desde la que se sitúa para hacer la crítica51.
En conclusión, creo que la teoría feminista en la actualidad no puede prescindir del «género» como categoría de análisis pero, al mismo tiempo, no debe dejar de cuestionárselo críticamente en la medida en que el género es normativo, que se articula sobre una asimetría, que implica «heterodesignación», como diría Amelia Valcárcel. Habría que adoptar una actitud bivalente ante el género para hacer posible la «irracionalización» del sistema de sexo-género y del patriarcado, según la propuesta de Celia Amorós. En definitiva, el concepto de género ha de servirnos para replantear críticamente la reconstrucción del sujeto, tarea que me parece imprescindible para el feminismo filosófico desde la perspectiva de la filosofía moral, aunque aceptemos la posibilidad de que, una vez agotado su potencial analítico, su capacidad de herramienta hermenéutica, la noción de género pueda llegar a desaparecer. Pero para conseguir esto es preciso antes desmontar racional y críticamente las estructuras de la razón patriarcal, que se nos han querido presentar como las de la razón a secas, así como apostar por la unidad de la especie humana, empresa en la que Celia Amorós está empeñada desde su primera obra, Hacia una crítica de la razón patriarcal. En este sentido, suscribo su idea de que la razón que las feministas debemos buscar ha de ser, ante todo, crítica, sintetizadora (sin llegar al extremo de querer interpretarlo todo desde una sola clave significante), «una razón, en fin, menos esencialista, más nominalista, más orientada al valor intrínseco de todo lo individual. La verdadera diferencia es la de los individuos, no la de los géneros»52.