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¡Conoce tu mente! Pasado en presente

«Matamos lo que amamos, lo demás no ha estado vivo nunca».

Rosario Castellanos

Nuestras experiencias durante la infancia irremediablemente marcan nuestras vidas. Allí se hallan las vivencias más fuertes, las más recónditas; éstas determinan, de una forma u otra, lo que vivimos y dejamos de vivir, lo que vemos y dejamos de ver, lo que escuchamos y dejamos de escuchar, lo que sentimos y dejamos de sentir. Desde este punto de vista, todos nuestros comportamientos están correlacionados con lo vivido en la infancia; es desde esta memoria que desarrollamos nuestras vidas. Es decir, si hemos vivido el abandono por parte de nuestros padres, tendremos tendencias fuertes para hacer lo mismo con nuestros hijos. En nuestra infancia no somos justos, sino que justificamos nuestras acciones porque no entendemos los hechos, los interpretamos; no aceptamos nuestros errores, culpamos a otros. La tendencia es buscar a alguien que responda por nuestras acciones. No vemos la realidad sino que la confundimos con nuestra percepción. Hay una confabulación interna en la mente que lentamente nos va destruyendo, cada día, a veces, hasta llevarnos a la tumba. Entendamos nuestra mente y cómo funciona.

Las vivencias (particularmente de la infancia) y las experiencias de la vida, hacen que una gran parte de nuestra mente esté ciega. Sí, ciega. Únicamente vemos lo que queremos ver. Lo demás no existe. Está fuera del alcance de la mente. Un ejemplo de dicha ceguera es cuando estás buscando un objeto perdido; miras por todos lados y no lo encuentras. Después, de repente, lo hallas frente a ti. Sí, en el mismo lugar donde habías buscado antes, y crees que alguien lo puso allí. No, nadie lo puso sino que tu ceguera no te permitió verlo, pero tú estás seguro de que alguien lo cambió de lugar.

Una gran parte de nuestra mente corresponde a una «zona ciega», mientras el resto pertenece a un «área consciente»; es decir, la zona ciega no nos deja ver las cosas; no quiere verlas. Ve al mundo como quiere verlo, según «su realidad», según «su contexto» y no como es. Esa parte no sabe lo que no sabe, mientras que el «área consciente» ve las cosas, tiene plena claridad de las acciones. Para darnos una idea, esta zona ciega la podemos equiparar con el punto ciego del espejo retrovisor de un automóvil, ese espacio donde puede caber un coche y el conductor no alcanza a verlo; por ello, si no observa con mucha atención puede chocar. Aunque esta zona de un vehículo es muy reducida, llega a ocasionar accidentes. Imaginemos lo que puede ocurrir si nuestro cerebro tiene una ceguera en más de sus dos terceras partes. Es debido a esta falta de visión que no escuchamos, sólo oímos. Y cuando oímos, solamente oímos aquello que queremos oír. Nuestras nociones, nuestra educación, las experiencias, las circunstancias, nos llevan a fijar unas ideas y éstas hacen que no escuchemos, que no veamos lo que es, sino lo que nosotros queremos ver. Sólo esto. Nada más. Nada menos. Exclusivamente vemos lo que queremos ver. En cierta forma, son los contextos de nuestras vivencias, nuestra infancia en particular, que –en gran medida– determinan nuestras percepciones, nuestras «realidades».

Es en el área consciente que ocurren eventos placenteros y felices de la vida: nos enamoramos, nos casamos, tenemos hijos; el «área consciente» nos lleva al altar y a decir: «Yo te tomo a ti como mi esposa. Prometo serte fiel en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad, amarte y respetarte todos los días de mi vida, hasta que la muerte nos separe». Y es la misma mente que, cuando entra en su zona de ceguera, años más tarde, es capaz hasta de matar a su pareja. Sí, a la que juró amar y respetar todos los días hasta que la muerte los separara. La muerte sí los separó, pero ésta fue provocada por la propia pareja. No es una metáfora: esa persona cometió un crimen. Varias de las personas –divorciadas– me han confesado que hubieran preferido la muerte de su pareja a divorciarse. La ceguera mental, pues, llega a provocar odio al grado de que una de las partes decide eliminar físicamente a la otra, a quien prometió serle fiel, apoyarla en las buenas y en las malas, amarla y respetarla todos los días de su vida… hasta que la muerte los separara. La pregunta es: ¿qué hay en la mente humana que llega a este grado de odio en el que se desea acabar con la vida de la persona a quien prometió amor eterno, con quien tuvo hijos, con quien pasó los mejores momentos de la juventud y de la madurez?

Tratemos de entender un poco esta ceguera mental. La parte ciega de nuestra mente no busca justicia, sino que justifica sus acciones. No entiende el hecho sino que lo interpreta según su conveniencia. No construye, sólo destruye. Incluso llega a la propia destrucción porque no está consciente y, cuando se da cuenta, ya es demasiado tarde.

Es por ello, que cuando hay una discusión en una pareja, una de las partes tiene que estar en el punto consciente para resolver esa disputa. Si los dos están en su «zona ciega», pueden desencadenar una guerra mundial. Sí, así comienza la gran guerra en la familia, con el detalle más insignificante. Te cuento un caso:

Una pareja decidía una noche a dónde ir a cenar. Las opciones eran ir a la casa de los papás de la mujer o con unos amigos de él. Decidieron cenar con los últimos. Todo iba bien, pero el problema empezó cuando regresaron a casa. Con unas copas de más, retomaron el tema inicial, ella le reclamaba por qué tenían que ir siempre a casa de sus amigos y no donde sus papás. Él contestó que ya estaba harto de ir a la casa de sus suegros. Ahí surgió el chispazo que iba a prender el incendio que los devoraría a los dos. Lo que ellos no entendían era que cuando fueron a la cena, los dos o uno de ellos estaban en su punto consciente. Y ahora, de regreso, los dos, ya con la ceguera mental aumentada por algunas copas de más, están a punto de destruirse, pues ninguno está dispuesto a ceder. Uno ataca y el otro contraataca. Uno ofende, el otro le «devuelve el favor». Ya son las seis de la mañana y siguen enfrascados en la discusión, en esa guerra que quieren ganar a toda costa. No advierten que lo único que ya no está en discusión es el motivo de la cena, ya son otros asuntos. Tienen una memoria envidiable cuando quieren destruir. Han sacado temas de años anteriores, de décadas atrás, con el afán de ganar. Ella dice: «¿Por qué sacas cosas de hace cinco años?» Y él le contesta: «¡Porque tú estás sacando cosas de hace diez!». La destrucción está en su auge, pero la batalla debe suspenderse momentáneamente porque uno tiene que ir a trabajar, con la promesa de que esto continuará.

Lo que sucede es que los dos están en sus zonas ciegas. Ninguno está dispuesto a condescender porque cuando la mente entra a la ceguera, no sabe tolerar. Un pequeño problema se convirtió en una guerra que devorará a otros, directa o indirectamente. Los hijos serán las primeras víctimas. En esta lucha de ganar por ganar, todos van a perder. El objetivo de ambos contendientes es mostrar quién humilla más. ¡Quién grita más! Quién tiene la mejor memoria. Quién destruye más. Así las cosas, ése será, quizá, el preludio de la pérdida de una familia. Todo comenzó porque en lugar de irse a dormir, escogieron el momento menos adecuado para discutir el asunto. Debieron haberse ido a la cama y comenzar el siguiente día con un buen desayuno, un buen jugo, un buen beso, un buen «hasta luego». Así que, si llegaras a estar en una circunstancia semejante a la de la pareja que fue a la cena, espera, piensa y duérmete. Dice un consejo budista: si estás enojado, aguanta al menos 24 horas para contestar. Al fin y al cabo, como apunta García Márquez, «el problema del matrimonio es que se acaba todas las noches después de hacer el amor y hay que volver a reconstruirlo cada mañana antes del desayuno». Las peores implicaciones –las más negativas y destructivas– surgen a raíz de la justificación de nuestros actos. Esta necesidad de justificarse es parte de la mente ciega.

La mente, en su ceguera, es muy destructiva. Daña. Lastima. Ofende. Humilla. Se justifica. Hiere. Corta. Hace sangrar. Ataca. Recupera todo de la memoria de su pasado, para embestir más fuerte: justo en donde más le duela al otro, a fin de herir en lo más profundo y dejar cicatrices para toda la vida. Hay heridas que parecen cerrar, pero hay cicatrices que con el tiempo se abren más. La próxima vez que regreses de una cena y te halles en una situación parecida, hazme un favor: vete a la cama, refutando el consejo milenario de no irse a la cama si no han arreglado sus problemas. Siempre amanece. Al día siguiente la historia será distinta con las dos mentes (o mínimo una) en su «área consciente». Sólo espera. Al menos 24 horas.

Las pasiones de la mente

«Por mucho que pretenda ignorar la herencia genética de su pasado evolutivo, el hombre seguirá siendo un primate».

Desmond Morris

La estructura del cerebro humano es muy compleja. Nuestro cerebro está formado por diferentes zonas que se desarrollaron a través del tiempo, hasta que en nuestros antepasados se hizo visible una nueva: la neocorteza, el último cerebro. Así que tenemos instintos que vienen de nuestros ancestros, pero a la vez nuestro cerebro se volvió pensante, analítico, frío, es decir, evolucionado. De cualquier modo, en los diferentes momentos de la vida surgen nuestros instintos, para bien o para mal. Dependiendo de las circunstancias, aparece alguna actividad instintiva.

La parte más primitiva es «el cerebro reptil», que se encarga de los instintos básicos de la supervivencia; por ejemplo, el deseo sexual, la búsqueda de comida y las respuestas viscerales y agresivas. En esta parte, la amígdala tiene una posición privilegiada y posee la capacidad de «secuestrar» nuestra mente.

La neocorteza (nueva corteza, corteza evolucionada o el último cerebro) es la que nos guía hacia una decisión serena y adecuada. No solamente es el área más accesible, sino que es también la más humana, sensata y analítica; la del pensador y planificador: tiene la capacidad del lenguaje, la imaginación, la creatividad y la abstracción. Pero la amígdala se puede entrometer para manipular nuestra neocorteza, privilegiando sentimientos, pasiones y emociones.

Daniel Goleman, en su obra maestra La inteligencia emocional, explica esta estructura cerebral: «El hipocampo y la amígdala eran dos partes clave del primitivo ‘cerebro nasal’ que, durante la evolución, dio origen a la corteza y luego a la neocorteza. En nuestros días, estas estructuras límbicas se ocupan de la mayor parte del aprendizaje y el recuerdo del cerebro; la amígdala es la especialista en asuntos emocionales».[2]

Normalmente, la información de la vista y los oídos (señales sensoriales) pasa a través del tálamo a la neocorteza y ésta analiza y decide sensatamente. Pero una parte de la información pasa del tálamo directamente a la amígdala y ésta es capaz de crear grandes problemas emocionales y puede provocar las acciones más primitivas. La amígdala es el centro de creación de temores y alarmas de emergencia. Es allí donde comenzamos con las respuestas más viscerales, las más instantáneas.[3]

Entendamos la forma en la que nuestra amígdala puede tomar el control de nuestra mente antes de que la neocorteza decida. Para la comprensión de la vida emocional, como dice Goleman, «la investigación de LeDoux (neurólogo que descubrió el comportamiento de la amígdala) es revolucionaria porque es la primera que encuentra vías nerviosas para los sentimientos, que evitan la neocorteza. Entre los sentimientos que toman la ruta directa a través de la amígdala se incluyen los más primitivos y potentes; este circuito hace mucho por explicar el poder de la emoción para superar la racionalidad».[4] Y cuando el poder de la emoción supera la racionalidad, es decir, cuando la amígdala domina la neocorteza, cometemos los errores más graves que más tarde, una vez que la neocorteza comience a actuar, lamentamos. «Cuanto más intenso es el despertar de la amígdala, más fuerte es la huella».[5]

Quizá nos arrepintamos de nuestras acciones viscerales en la tumba, en los hospitales o en las cárceles. ¡«Patadas en la tumba»! ¡Agonías en los hospitales! ¡Lamentos en las cárceles! De las últimas dos he tenido varios testimonios: «No supe qué hice pero hoy estoy pagando las consecuencias». «Estaba ciego cuando cometí este crimen, hoy no me queda otra cosa que lamentarlo durante el resto de la vida». En una visita al Reclusorio Oriente, uno de los reos me comentó que había cometido un crimen sin ningún plan. «Jamás había pensando que haría esto, que mataría a alguien. Pero ese día algo me pasó y me cegó, no medí las consecuencias, no vi nada, sólo quería matar a ese tipo. Y todo esto sucedió por una provocación momentánea. La verdad no sé qué me pasó. Estaré aquí por lo menos 15 años más. Lo perdí todo en unos segundos. Aún no entiendo cómo hice esto. Terminé con varias vidas, incluyendo la mía».

Esto es lo que hace la ceguera provocada por la amígdala: destruye toda una vida en unos segundos. La gran mayoría de la gente que cometió algún crimen, no lo volvería a hacer si tuviera una segunda oportunidad y estuviera bajo el control de la neocorteza. Lástima que muchos no la tendrán. Mucha gente que intenta suicidarse durante una etapa de depresión se ríe –una vez que ha salido de ella– de cómo llegó a pensarlo. Agradece no haber cometido este acto y estar viva. Es una lástima que muchos actuaron bajo depresión y no tendrán la oportunidad de salir y pensar.

He grabado testimonios de algunas personas deprimidas cuando querían quitarse la vida y una vez que salen –les pido que esperen noventa días– no creen lo que oyen: su propio testimonio. Los comentarios son: «No puedo creer que llegué a pensar en esto». «La vida tiene un sentido, lástima que haya llegado casi a perderlo, y a perder la vida. Gracias a Dios que estoy vivo. Ojalá todos tuvieran esta oportunidad de agradecer a Dios». Algunos seguramente estarían reclamándose por no haberse dado esa oportunidad. En sus tumbas.

A modo de conclusión podemos afirmar que una gran parte de la información que recibimos a través de los sentidos pasa a la neocorteza, que la evalúa, analiza, piensa, sopesa, calcula y, enseguida, responde adecuadamente; pero una pequeña parte de esta información va directamente a la amígdala, que nos lleva a responder de forma más espontánea e instintiva: suficiente para cambiar nuestra vida entera en unos cuantos segundos.

Para entender un poco mejor, veamos un ejemplo: al ver una colilla de cigarro encendida, la información (de los ojos) pasa al tálamo y de allí, a procesarse en la neocorteza, la cual nos puede indicar que lo único que tenemos que hacer es pisarla para apagarla; pero mientras la neocorteza analiza, procesa y decide (o está en ese proceso), una parte de la información (de la colilla encendida) llega del tálamo directamente a la amígdala, y ésta, en lugar de procesar o analizar, decide –como siempre, rápida y abruptamente– reaccionar visceral y exageradamente, mandando la señal de un gran incendio y crea una situación de peligro en donde no la hay. Bueno, casi nada, sólo una colilla, pero la alarma de que hay «un gran incendio», «llamen a los bomberos y paramédicos», llega a confundir nuestra neocorteza, la parte pensante y la mente ya no es capaz de distinguir entre la brasa de una colilla (que lo único que necesitaba era ser pisada) y la alarma de un gran incendio.

Así, el poder de la amígdala, con el sentido más primitivo, puede llevar nuestra mente «secuestrada» al pánico y a cometer errores irreparables. «La amígdala puede hacer que nos pongamos en acción mientras la neocorteza –más lenta pero plenamente informada– despliega su plan de reacción más refinada».[6]

La próxima vez que estés bajo fuertes emociones, piensa por lo menos 24 horas antes de tomar alguna decisión.

Comenta Joseph Ledoux: «La emoción es más potente que la razón». En el capítulo El tercer retrovisor: la verdad, legado de mi padre, veremos cómo entrenar nuestra mente y cómo podemos guiar nuestras emociones.

Reflexiones1. No permitas que una colilla incendie el bosque.2. Sé justo, no busques culpables de tus actos.3. El arte de la vida también consiste en saber ver.4. No lastimes, pues las cicatrices permanecen toda la vida.5. Ante emociones intensas, piensa 24 horas antes de tomar una decisión.
Del vientre a la muerte

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