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Capítulo X

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Una o dos mañanas más tarde se me ocurrió, al despertar, la feliz idea de que lo mejor para llegar a ser extraordinario era sonsacar a Biddy todo lo que ella supiera. Y a consecuencia de esta idea luminosa, cuando aquella tarde fui a casa de la tía abuela del señor Wopsle, dije a Biddy que tenía mis razones para emprender la vida por mi cuenta y que, por consiguiente, le agradecería mucho que me enseñara cuanto sabía. Biddy, quien era una muchacha amabilísima, se manifestó dispuesta a complacerme, y a los cinco minutos empezó a cumplir su promesa.

El plan de estudios establecido por la tía abuela del señor Wopsle puede ser resumido en la siguiente sinopsis.

Los alumnos comíamos manzanas y nos metíamos pajas cada uno en la espalda del otro, hasta que la tía abuela del señor Wopsle reunía sus energías y, sin averiguación ninguna, nos daba una paliza con una vara de abedul. Después de recibir los golpes con todas las posibles muestras de burla, los alumnos se formaban en fila y, con el mayor ruido, se pasaban de mano en mano un libro casi destrozado. Este libro contenía el alfabeto, algunos guarismos y tablas aritméticas, así como algunas lecciones fáciles de lectura; mejor dicho, las tuvo en algún tiempo. En cuanto este volumen empezaba a circular, la tía abuela del señor Wopsle se desplomaba en estado comatoso debido tal vez al sueño o a un ataque reumático. Entonces, los alumnos se entregaban a un examen y a una competencia relacionados con el calzado y con el objeto de averiguar quién sería capaz de pisar al otro con mayor fuerza. Este ejercicio mental duraba hasta que Biddy se precipitaba contra todos y distribuía tres Biblias sin portada y de una forma tal que no parecía sino que alguien las hubiera cortado torpemente. La impresión era más ilegible que cualquiera de las curiosidades literarias que he visto en mi vida entera; aquellos libros estaban manchados de orín y entre sus hojas había aplastados numerosos ejemplares del mundo de los insectos. Esta parte de la enseñanza se hacía más agradable gracias a algunos combates mano a mano entre Biddy y los alumnos refractarios.

Cuando se habían terminado las peleas, Biddy señalaba el número de una página, y entonces todos leíamos en voz alta lo que nos era posible y también lo que no podíamos leer, a coro y con espantosas voces; Biddy llevaba el compás con voz aguda, fuerte y monótona, y, por otra parte, ninguno de nosotros tenía la más pequeña noción ni tampoco reverencia alguna respecto de lo que estábamos leyendo. Cuando aquel horrible ruido había durado algún tiempo, despertaba mecánicamente a la tía abuela del señor Wopsle, quien, dejándose llevar por la casualidad, agarraba a un muchacho y le tiraba de las orejas. Ésta era la señal de que la clase había terminado aquella tarde, y nos apresurábamos a salir al aire libre con grandes gritos de victoria intelectual. Conviene hacer observar que en la escuela no había prohibición alguna acerca de que un alumno cualquiera se entretuviera con la pizarra o con la tinta, cuando la había. Pero no era fácil proseguir aquella rama de los estudios durante el invierno, a causa de que la abacería en que se daban las clases, y que también era el salón y el dormitorio de la tía abuela del señor Wopsle, no estaba alumbrada más que muy débilmente por un candil y, además, no había espabladeras.

Comprendí que para llegar a ser extraordinario en tales circunstancias tendría que emplear mucho tiempo. Sin embargo, resolví intentarlo, y, aquella misma tarde, Biddy empezó a cumplir nuestro convenio, comunicándome algunos conocimientos procedentes de su pequeño catálogo de precios, bajo el epígrafe de Azúcar y prestándome, para que la copiara en casa, una gran “D” de tipo inglés que había imitado de la cabecera de algún periódico y que yo tomé, hasta que ella me dijo lo que era, por el dibujo de una hebilla.

Como era natural, en el pueblo había una taberna, y también se comprende que Joe gustara de ir allí de vez en cuando a fumar una pipa. Mi hermana me había mandado con la mayor severidad que aquella tarde, al salir de la escuela, fuera a buscar a mi amigo a Los Tres Alegres Barqueros para hacerlo volver a casa, con amenaza de castigo en caso de no cumplir esta orden. Por consiguiente, dirigí mis pasos hacia Los Tres Alegres Barqueros.

Allí había un bar, y en la pared inmediata a la puerta se veía una lista alarmante de nombres escritos con tiza y con algunas cantidades al lado de cada una, acerca de cuyo pago yo sentía bastantes dudas. Aquella lista siempre estuvo allí, a juzgar por mis recuerdos más remotos, y había crecido bastante más que yo. Pero en la misma había tal cantidad de yeso, que sin duda la gente aprovechaba cuantas oportunidades podía para pagar con él, no con dinero.

Como era sábado por la tarde, encontré al dueño, quien tristemente contemplaba aquellos apuntes, pero como me llevaba allí Joe y no el deseo de hablar con él, me limité a darle las buenas noches y pasé a la sala general, situada al extremo del corredor, en donde ardía un buen fuego en la cocina. Encontré a Joe fumando una pipa en compañía del señor Wopsle y de un desconocido. El primero me saludó alegremente, y en el momento en que lo hacía, pronunciando mi nombre, el desconocido volvió la cabeza y me miró.

Era un hombre de aspecto reservado, a quien no había visto nunca. Tenía la cabeza ladeada y uno de sus ojos estaba medio cerrado, como si siempre apuntara a algo con un fusil invisible. Tenía una pipa en la boca, y la separó de sus labios despidiendo al mismo tiempo el humo; luego me miró fijamente y volvió la cabeza como si quisiera saludarme. Yo le correspondí del mismo modo, y él repitió el movimiento, haciendo sitio a su lado para que pudiera sentarme. Pero como siempre que iba allí tenía la costumbre de sentarme al lado de Joe, le dije:

—No, señor; muchas gracias.

Y fui a colocarme en el lugar que me ofrecía Joe en el lado opuesto. El desconocido, después de mirar a Joe y viendo que no nos prestaba atención, volvió a mover la cabeza, mirándome al mismo tiempo, y luego se frotó la pierna de un modo muy raro, según a mí me pareció.

—Decía usted —observó el desconocido volviéndose a Joe— que se dedica a la profesión de herrero.

—Eso mismo dije —replicó Joe.

—¿Qué quiere usted beber, señor...? Ignoro cómo se llama usted. Joe le dijo su nombre, y el desconocido lo llamó por él.

—¿Qué quiere usted beber, señor Gargery? Yo pago. Así brindaremos.

—Pues mire usted —contestó Joe—. Si he de decirle la verdad, no tengo costumbre de beber a costa de nadie.

—Pase porque tenga usted esa costumbre —contestó el desconocido—, pero por una vez puede prescindir de ella. Dígame si quiere beber, señor Gargery.

—En fin, no quiero desairarlo —dijo Joe—. Ron.

—Ron —repitió el extranjero—. ¿Y estos caballeros?

—Ron también —dijo el señor Wopsle.

—¡Tres copas de ron! —gritó el desconocido llamando al tabernero—. ¡Enseguida! —Este caballero —observó Joe presentando al señor Wopsle— es hombre a

quien le gustaría a usted oír. Es nuestro sacristán.

—¡Ah! —dijo el desconocido rápidamente y mirándome al mismo tiempo—. De la iglesia solitaria situada en el marjal y rodeada de tumbas, ¿no es verdad?

—Así es —contestó Joe.

El desconocido dio un sordo gruñido, como si lo dirigiera a su pipa, y extendió las piernas en el banco que tenía para él solo. Llevaba un sombrero de anchas alas y debajo un pañuelo que le rodeaba la cabeza, de manera que no se le veía el cabello. Mientras miraba al fuego me pareció descubrir en él una expresión astuta y en su rostro se dibujó una sonrisa.

—No conozco esta región, caballeros, pero me parece que hacia el río debe de ser muy solitaria.

—Como suelen ser siempre los marjales —dijo Joe.

—Sin duda, sin duda. ¿Y ven ustedes por allí con frecuencia gitanos, vagabundos o mendigos?

—No —contestó Joe—. Tan sólo, de vez en cuando un penado fugitivo. Y no crea usted que se les atrapa con facilidad. ¿No es verdad, señor Wopsle?

Éste, con majestuoso recuerdo de antiguas incomodidades, dio su asentimiento, pero sin el menor entusiasmo.

—Parece como si los hubieran ustedes perseguido alguna vez —supuso el extranjero.

—Tan sólo en una ocasión —contestó Joe—. No porque a nosotros nos importara atraparlos. Fuimos como curiosos. Fui yo y me acompañaron el señor Wopsle y Pip. ¿No es verdad, Pip?

—Sí, Joe.

El desconocido volvió a mirarme, cerrando aún más su ojo, como si me apuntara con un fusil invisible, y dijo:

—¿Y cómo llama usted a este muchacho? —Pip —contestó Joe.

—¿Lo bautizaron con ese nombre?

—No, de ningún modo.

—¿Es un apodo?

—No —dijo Joe—. Es un nombre familiar que se le dio cuando era muy niño, y seguimos llamándolo de igual modo.

—¿Es su hijo?

—Verá usted —dijo Joe, meditabundo, no porque hubiera necesidad de meditar tal respuesta, sino porque era costumbre en la taberna que se fingiera reflexionar profundamente todo cuanto se discutía—. No, no es mi hijo. No lo es.

—¿Sobrino? —preguntó el desconocido.

—Tampoco —dijo Joe reflexionando, en apariencia, con la misma intensidad—. Como no quiero engañarlo, le diré que tampoco es mi sobrino.

—Entonces, ¿qué es? —preguntó el desconocido, con interés que a mí me pareció innecesario.

En aquel momento intervino el señor Wopsle como perito acerca de las relaciones familiares, ya que tenía motivos profesionales para saber exactamente qué grados de parentesco femenino impedían contraer matrimonio. Así, expuso el que había entre Joe y yo. Y como había tendido la mano para hablar, el señor Wopsle aprovechó la ocasión para recitar un pasaje terrible de Ricardo III y quedó satisfecho de sí mismo al añadir:

—Según dice el poeta.

Debo observar aquí que cuando el señor Wopsle se refería a mí, consideraba necesario meserme el cabello y metérmelo en los ojos. No puedo comprender por qué las personas de su posición social que visitaban nuestra casa habían de someterme al mismo proceso irritante, en circunstancias semejantes a las que acabo de describir. Sin embargo, no quiero decir con eso que en mi primera juventud fuera siempre, en el círculo familiar y social de mi casa, objeto de tales observaciones, pero sí afirmo que toda persona de alguna respetabilidad que allí llegaba tomaba tal camino oftálmico con objeto de demostrarme su protección.

Mientras tanto, el desconocido no miraba a nadie más que a mí, y lo hacía como si estuviera resuelto a dispararme un tiro y derribarme. Pero después de preguntar por el parentesco que nos unía a mí y a Joe no dijo nada más hasta que trajeron las copas de ron y de agua. Entonces disparó, y su disparo fue, ciertamente, extraordinario.

No hizo ninguna observación verbal, sino que procedió en silencio, aunque dirigiéndose a mí tan sólo. Mezcló el ron y el agua sin dejar de mirarme, y lo probó sin quitarme los ojos de encima. Pero lo notable es que revolvió el agua y el licor y se llevó la mezcla a la boca no con la cucharilla que le ofrecieron, sino con una lima.

Lo hizo de tal modo que nadie más que yo vio la herramienta, y en cuanto terminó la limpió y se la guardó en el bolsillo del chaleco. Reconocí inmediatamente la lima de Joe, y entonces reconocí también al penado. Me quedé mirándolo, sin saber qué hacer, pero él, entonces, se reclinó en su banco y, sin fijarse en mí para nada, empezó a hablar principalmente de coles.

Se experimentaba una deliciosa sensación de limpieza y de tranquilidad antes de reanudar la vida corriente en nuestro pueblo y en las tardes del sábado. Esto estimulaba a Joe a permanecer fuera de casa los sábados hasta media hora más que de costumbre. Y pasados que fueron la media hora y el agua con ron, Joe se levantó para marcharse y me tomó la mano.

—Espere usted un momento, señor Gargery —dijo el desconocido—. Me parece tener en mi bolsillo un chelín nuevo y, si es así, se lo voy a regalar al muchacho.

Rebuscó en un puñado de monedas de poco valor, sacó el chelín, lo envolvió en un papel arrugado y me lo entregó, diciendo:

—Ya es tuyo. Acuérdate. Para ti solo.

Le di las gracias, mirándolo con mayor intensidad de la que permitía la cortesía, y salí agarrado a la mano de Joe. Dio a éste las buenas noches, así como también al señor Wopsle, quien salió con nosotros, y a mí no me dedicó más que una mirada con su ojo semicerrado; pero no, no fue una mirada, porque acabó de cerrarlo, y nadie puede imaginarse las maravillas de expresión que pueden darse a un ojo ocultándolo por completo.

Durante nuestro camino hacia casa, si yo hubiera tenido humor de hablar, la conversación se habría convertido en monólogo, porque el señor Wopsle se despidió de nosotros a la puerta de Los Tres Alegres Barqueros, y Joe, durante todo el camino, tuvo la boca abierta para que el aire hiciera desaparecer de ella el olor del ron. Pero yo estaba tan asombrado de haber encontrado a mi antiguo conocido, que no podía pensar en otra cosa.

Mi hermana no estaba de demasiado mal humor cuando nos presentamos en la cocina, y Joe se sintió reanimado por su deseo de referirle el regalo que me habían hecho de un chelín brillante y nuevo.

—Será falso —exclamó, resuelta, la señora Joe—. Si fuera bueno, no se lo habría dado al muchacho. Vamos a verlo.

Yo lo desenvolví del papel, y resultó ser legítimo.

—Pero ¿qué es esto? —exclamó la señora Joe dejando caer el chelín y tomando el papel que lo envolviera—. ¿Dos billetes de una libra esterlina?

En efecto, no menos de dos billetes de una libra esterlina, que parecían haber estado circulando por todos los mercados de ganado del condado. Joe se puso el sombrero otra vez y, llevando los billetes, se encaminó a Los Tres Alegres Barqueros para devolverlos a su propietario. Mientras estuvo fuera me senté en mi taburete acostumbrado, mirando con asombro a mi hermana y sintiendo la convicción de que aquel hombre ya no estaría allí.

Poco después volvió Joe diciendo que el desconocido se había marchado, pero que él, Joe, dejó recado en Los Tres Alegres Barqueros referente a los billetes. Entonces mi hermana los envolvió en un trozo de papel y los puso bajo unas hojas secas de rosa, en una tetera de adorno que había en lo alto de un armario y en la sala de la casa. Y allí permanecieron durante muchos días y muchas noches, constituyendo una pesadilla para mí.

Interrumpiendo mi sueño de sobremesa me fui a la cama pensando en que aquel hombre extraño me apuntaba con su fusil invisible y también que no era nada agradable estar secretamente relacionado o haber conspirado con penados, detalle de mis primeros tiempos que había olvidado ya. También me obsesionaba la lima, y temí que, cuando menos lo esperara, volvería a aparecérseme. Quise dormirme refugiándome en la idea de mi visita del miércoles próximo a casa de la señorita Havisham, y en mi sueño vi que la lima salía de una puerta y se acercaba a mí sin que la empuñara nadie, y, así, me desperté dando un grito de miedo.

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