Читать книгу Grandes Esperanzas - Charles Dickens, Чарльз Диккенс, Geoffrey Palmer - Страница 6
Capítulo III
ОглавлениеHabía mucha escarcha y la humedad era grande. Antes de salir pude ver la humedad condensada en la parte exterior de mi ventanita, como si allí hubiese estado llorando un trasgo durante toda la noche usando la ventana a manera de pañuelo. Ahora veía la niebla posada sobre los matorrales y sobre la hierba, como telarañas mucho más gruesas que las corrientes, colgando de una rama a otra o desde las matas hasta el suelo. La humedad se había posado sobre las puertas y sobre las cercas, y era tan espesa la niebla en los marjales que el poste indicador de nuestra aldea, poste que no servía para nada porque nadie iba por allí, fue invisible para mí hasta que estuve casi debajo. Luego, mientras lo miré gotear, a mi conciencia oprimida le pareció un fantasma que me iba a entregar a los Pontones.
La niebla fue más espesa todavía cuando salí de los marjales, hasta el punto de que, en vez de acercarme corriendo a alguna cosa, parecía que ésta echara a correr hacia mí.
Esto era muy desagradable para una mente pecadora. Las puertas, las represas y las orillas se arrojaban violentamente contra mí a través de la niebla, como si quisieran exclamar con la mayor claridad: “¡Un muchacho que ha robado un pastel de cerdo! ¡Deténganlo!”. Las reses se me aparecían repentinamente, mirándome con asombrados ojos, y por el vapor que exhalaban sus narices parecían exclamar: “¡Eh, ladronzuelo!”. Un buey negro con una mancha blanca en el cuello, que a mi temerosa conciencia le pareció que tenía cierto aspecto clerical, me miró con tanta obstinación en sus ojos y movió su maciza cabeza de un modo tan acusador cuando yo lo rodeaba, que no pude menos que murmurar: “No he tenido más remedio, señor. No lo he robado para mí”. Entonces él dobló la cabeza, resopló despidiendo una columna de humo por la nariz y se desvaneció dando una coz con las patas traseras y agitando el rabo.
Ya estaba cerca del río, mas a pesar de que fui muy aprisa, no podía calentarme los pies. A ellos parecía haberse agarrado la humedad, como se había agarrado el hierro a la pierna del hombre a cuyo encuentro iba. Conocía perfectamente el camino que conducía a la Batería, porque estuve allí un domingo con Joe, y éste, sentado en un cañón antiguo, me dijo que cuando yo fuera su aprendiz y estuviera a sus órdenes, iríamos allí a cazar alondras. Sin embargo, y a causa de la confusión originada por la niebla, me hallé de pronto demasiado a la derecha y, por consiguiente, tuve que retroceder a lo largo de la orilla del río, pasando por encima de las piedras sueltas que había sobre el fango y por las estacas que contenían la marea. Avanzando por ahí, tan de prisa como me fue posible, acababa de cruzar una zanja que, según sabía, estaba muy cerca de la Batería, y precisamente cuando subía por el montículo inmediato a la zanja vi a mi hombre sentado. Estaba vuelto de espaldas, con los brazos doblados, y cabeceaba a causa del sueño.
Imaginé que se pondría contento si me aparecía ante él llevándole el desayuno de un modo inesperado, y así me acerqué sin hacer ruido y le toqué el hombro.
Instantáneamente dio un salto, y entonces vi que no era aquel mismo hombre, sino otro. Sin embargo, también iba vestido de gris y tenía un hierro en la pierna; cojeaba del mismo modo, tenía la voz ronca y estaba muerto de frío; en una palabra, se parecía mucho al otro, a excepción de que no tenía el mismo rostro y de que llevaba un sombrero de alas anchas, plano y muy metido en la cabeza. Observé en un momento todos estos detalles, porque no me dio tiempo para más. Profirió una blasfemia y me dio un golpe, pero estaba tan débil, que apenas me tocó y, en cambio, le hizo tambalear.
Luego echó a correr por entre la niebla, tropezando dos veces, y por fin le perdí de vista.
“Éste será el joven”, pensé —mientras se detenía mi corazón al identificarlo. Y también habría sentido dolor en el hígado si hubiera sabido dónde lo tenía.
Poco después llegué a la Batería, y allí encontré a mi conocido, abrazándose a sí mismo y cojeando de un lado a otro, como si en toda la noche no hubiera dejado de hacer ambas cosas. Me esperaba. Indudablemente, tenía mucho frío. Yo casi temía que se cayera ante mí y se quedara helado. Sus ojos expresaban tal hambre que, cuando le entregué la lima y él la dejó sobre la hierba, se me ocurrió que habría sido capaz de comérsela si no hubiera visto lo que le llevaba. Aquella vez no me hizo dar ninguna voltereta para apoderarse de lo que tenía, sino que me permitió continuar de pie mientras abría el fardo y vaciaba mis bolsillos.
—¿Qué hay en esa botella, muchacho? —me preguntó.
—Aguardiente —contesté.
Él, mientras tanto, tragaba de un modo curioso la carne picada; más como quien quisiera guardar algo con mucha prisa y no como quien come, pero dejó la carne para tomar un trago de licor. Mientras tanto se estremecía con tal violencia que a duras penas podía conservar el cuello de la botella entre los dientes, de modo que se vio obligado a sujetarla con ellos.
—Me parece que usted tiene fiebre. —Creo lo mismo, muchacho —contestó.
—Este sitio es muy malo —advertí—. Se habrá usted echado en el marjal, que es muy malsano. También da reuma.
—Pues antes de morirme —dijo—, desayunaré. Y seguiría comiendo aunque luego tuvieran que ahorcarme en esta horca. No me importan los temblores que tengo, te lo aseguro.
Y, al mismo tiempo, se tragaba la carne picada, roía el hueso y se comía el pan, el queso y el pastel de cerdo, todo a la vez. No por eso dejaba de mirar con la mayor desconfianza alrededor de nosotros, y a veces se interrumpía, dejando también de mascar, a fin de escuchar. Cualquier sonido, verdadero o imaginado, cualquier ruido en el río, o la respiración de un animal sobre el marjal, lo sobresaltaba, y entonces me decía:
—¿No me engañas? ¿No has traído a nadie contigo? —No, señor, no.
—¿Ni has dicho a nadie que te siguiera?
—No.
—Está bien —dijo—. Te creo. Serías una verdadera fiera si, a tu edad, ayudaras a cazar a un desgraciado como yo.
En su garganta sonó algo como si dentro tuviera una maquinaria que se dispusiera a dar la hora. Y con la destrozada manga de su traje se limpió los ojos.
Compadecido por su situación y observándolo mientras, gradualmente, volvía a aplicarse al pastel de cerdo, me atreví a decirle:
—No sabe usted cuánto me contenta que le guste lo que le he traído. —¿Qué dices?
—Que estoy muy satisfecho de que le guste.
—Gracias, muchacho; me gusta.
Muchas veces había contemplado mientras comía a un gran perro que teníamos, y ahora observaba la mayor semejanza entre el modo de comer del animal y el de aquel hombre. Éste tomaba grandes y repentinos bocados, exactamente del mismo modo que el perro. Se tragaba cada bocado demasiado pronto y demasiado aprisa; y luego miraba de lado, como si temiera que de cualquier dirección pudiera llegar alguien para disputarle lo que estaba comiendo. Estaba demasiado asustado como para saborear tranquilamente el pastel, y creí que si alguien se presentara a disputarle la comida, sería capaz de acometerlo a mordiscos. En todo eso se portaba igual que el perro.
—Me temo que no quedará nada para él —dije con timidez y después de un silencio durante el cual estuve indeciso acerca de la conveniencia de hacer aquella observación—. No me es posible sacar más del lugar de donde he tomado esto.
La certeza de este hecho fue la que me dio valor bastante para hacer la indicación.
—¿Dejarle nada? Y ¿quién es él? —preguntó mi amigo, interrumpiéndose en la masticación del pastel.
—El joven. Ese de quien me habló usted. El que estaba escondido.
—¡Ah, ya! —replicó con bronca risa—. ¿Él? Sí, sí. Él no necesita comida.
—Pues a mí me pareció que le habría gustado mucho comer —dije.
Mi compañero dejó de hacerlo y me miró con la mayor atención y sorpresa. —¿Que te pareció...? ¿Cuándo?
—Hace un momento.
—¿Dónde?
—Ahí —dije señalando el lugar—. Precisamente ahí lo encontré medio dormido, y me pareció que era usted.
Me tomó por el cuello de la ropa y me miró de tal manera que llegué a temer que de nuevo se propusiera cortarme la cabeza.
—Iba vestido como usted, aunque llevaba sombrero —añadí, temblando—. Y... y... —temía no acertar a explicarlo con la suficiente delicadeza—. Y con... con la misma razón para necesitar una lima. ¿No oyó usted los cañonazos ayer por la noche?
—¿Dispararon cañonazos? —me preguntó.
—Supuse que lo sabía usted —repliqué—, porque los oímos desde mi casa, que está bastante más lejos y además teníamos las ventanas cerradas.
—Ya comprendo —dijo—. Cuando un hombre está solo en estas llanuras, con la cabeza débil y el estómago desocupado, muriéndose de frío y de necesidad, no oye en toda la noche más que cañonazos y voces que lo llaman. Y no solamente oye, sino que también ve a los soldados, con sus chaquetas rojas, alumbradas por las antorchas y que lo rodean a uno. Oye cómo gritan su número, oye cómo lo intiman a que se rinda, oye el choque de las armas de fuego y también las órdenes de “¡Preparen! ¡Apunten! ¡Rodéale, muchacho!”. Y siente cómo le ponen encima las manos, aunque todo eso no exista. Por eso anoche creí ver varios pelotones que me perseguían y oí el acompasado ruido de sus pasos. Pero no vi uno, sino un centenar. Y en cuanto a cañonazos... Vi estremecerse la niebla ante el cañón, hasta que fue de día. Pero ese hombre... —añadió después de las palabras que acababa de pronunciar en voz alta, olvidando mi presencia—. ¿Has notado algo en ese hombre?
—Tenía la cara llena de contusiones —dije, recordando que apenas estaba seguro de ello.
—¿No aquí? —exclamó el hombre golpeándose la mejilla izquierda con la palma de la mano.
—Sí, aquí.
—¿Dónde está? —preguntó guardándose en el pecho los restos de la comida—. Dime por dónde fue. Lo alcanzaré como si fuera un perro de caza. ¡Maldito sea este hierro que llevo en la pierna! Dame la lima, muchacho.
Indiqué la dirección por donde la niebla había envuelto al otro, y él miró hacia allí por un instante. Pero como un loco se inclinó sobre la hierba húmeda para limar su hierro y sin hacer caso de mí ni tampoco de su propia pierna, en la que había una antigua escoriación que en aquel momento sangraba; sin embargo, trataba su pierna con tanta rudeza como si no tuviera más sensibilidad que la propia lima. De nuevo volví a sentir miedo de él al ver cómo trabajaba con aquella apresurada furia, y también temí estar fuera de mi casa por más tiempo. Le dije que tenía que marcharme, pero él pareció no oírme, de manera que creí preferible alejarme silenciosamente. La última vez que lo vi tenía la cabeza inclinada sobre la rodilla y se ocupaba con el mayor ahínco en romper su hierro, murmurando impacientes imprecaciones dirigidas a éste y a la pierna. Más adelante me detuve a escuchar entre la niebla, y todavía pude oír el roce de la lima que seguía trabajando.