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Capítulo IV

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Estaba plenamente convencido de que al llegar a mi casa encontraría en la cocina a un agente de policía esperándome para prenderme. Pero no solamente no había allí ningún agente, sino que tampoco se había descubierto mi robo. La señora Joe estaba muy ocupada en disponer la casa para la festividad del día, y Joe había sido puesto en el escalón de entrada de la cocina, lejos del recogedor del polvo, instrumento al cual le llevaba siempre su destino, más pronto o más tarde, cuando mi hermana limpiaba vigorosamente los suelos de la casa.

—¿Y dónde demonios has estado? —exclamó la señora Joe al verme y a modo de salutación de Navidad, cuando mi conciencia y yo aparecimos en la puerta.

Contesté que había ido a oír los cánticos de Navidad.

—Muy bien —observó la señora Joe—. Peor podrías haber hecho. Yo pensé que no había duda alguna acerca de ello.

—Tal vez si no fuera esposa de un herrero y, lo que es lo mismo, una esclava que nunca se puede quitar el delantal, habría ido también a oír los cánticos —dijo la señora Joe—. Me gustan mucho, pero ésta es, precisamente, la mejor razón para que nunca pueda ir a oírlos.

Joe, quien se había aventurado a entrar a la cocina tras de mí, cuando el recogedor del polvo se retiró ante nosotros, se pasó el dorso de la mano por la nariz con aire de conciliación, en tanto que la señora Joe lo miraba, y en cuanto los ojos de ésta se dirigieron a otro lado, él cruzó secretamente los dos índices y me los enseñó como indicación de que la señora Joe estaba de mal humor. Tal estado era tan normal en ella, que tanto Joe como yo nos pasábamos semanas enteras haciéndonos cruces, señal convenida para dicho objeto, como si fuéramos verdaderos cruzados.

Tuvimos una comida magnífica, consistente en pierna de cerdo en adobo, adornada con verdura, y un par de gallos asados y rellenos. El día anterior, por la mañana, mi hermana hizo un hermoso pastel de carne picada, razón por la cual no había echado de menos el resto que yo me llevé, y el pudín estaba ya dispuesto en el molde. Tales preparativos fueron la causa de que, sin ceremonia alguna, nos acortaran nuestra ración en el desayuno, porque mi hermana dijo que no estaba dispuesta a atiborrarnos ni a ensuciar platos, con el trabajo que tenía por delante.

Por eso nos sirvió nuestras rebanadas de pan como si fuéramos dos mil hombres de tropa en una marcha forzada, en vez de un hombre y un chiquillo en casa; y tomamos algunos tragos de leche y de agua, aunque con muy mala cara, de un jarrito que había en el aparador. Mientras tanto, la señora Joe puso cortinas limpias y blancas, clavó un volante de flores en la chimenea para reemplazar el viejo y quitó las fundas de todos los objetos de la sala, que jamás estaban descubiertos, a excepción de aquel día, pues se pasaban el año ocultos en sus forros, los cuales no se limitaban a las sillas, sino que se extendían a los demás objetos, que solían estar cubiertos de papel de plata, incluso los cuatro perritos de lanas blancos que había sobre la chimenea, todos con la nariz negra y una cesta de flores en la boca, formando parejas. La señora Joe era un ama de casa muy limpia, pero tenía el arte exquisito de hacer su limpieza más desagradable y más incómoda que la propia suciedad. La limpieza es lo que está más cerca de la divinidad, y mucha gente hace lo mismo respecto de su religión.

Como mi hermana tenía mucho trabajo, se hacía representar para ir a la iglesia, es decir, que en su lugar íbamos Joe y yo. En su traje de trabajo, Joe tenía completo aspecto de herrero, pero con el de día de fiestas parecía más bien un espantajo en traje de ceremonias. Nada de lo que entonces llevaba le caía bien o parecía pertenecerle, y todo le rozaba y le molestaba en gran manera. En aquel día de fiesta salió de su habitación cuando ya repicaban alegremente las campanas, pero su aspecto era el de un desgraciado penitente en traje dominguero. En cuanto a mí, creo que mi hermana tenía la idea general de que era un joven criminal, a quien un policía comadrón recogió el día de mi nacimiento para entregarme a ella, a fin de que me castigaran de acuerdo con la ultrajada majestad de la ley. Siempre me trataron como si yo hubiera porfiado para nacer a pesar de los dictados de la razón, de la religión y de la moralidad y contra los argumentos que me hubieran presentado, para disuadirme, mis mejores amigos. E, incluso, cuando me llevaron al sastre para que me hiciera un traje nuevo, sin duda recibió orden de hacerlo de acuerdo con el modelo de algún reformatorio y, desde luego, de manera que no me permitiera el libre uso de mis miembros.

Así, pues, cuando Joe y yo íbamos a la iglesia, éramos un espectáculo conmovedor para las personas compasivas. Y, sin embargo, todos mis sufrimientos exteriores no eran nada para los que sentía en mi interior. Los terrores que me asaltaron cada vez que la señora Joe se acercaba a la despensa o salía de la estancia no podían compararse más que con los remordimientos que sentía mi conciencia por lo que habían hecho mis manos. Con el peso de mi pecaminoso secreto, me pregunté si la Iglesia sería lo bastante poderosa para protegerme de la venganza de aquel joven terrible si divulgase lo que sabía. Ya me imaginaba el momento en que se leyeran los edictos y el clérigo dijera: “Ahora te toca declarar a ti”. Entonces había llegado la ocasión de levantarme y solicitar una conferencia secreta en la sacristía. Estoy muy lejos de tener la seguridad de que nuestra pequeña congregación no hubiera sentido asombro al ver que apelaba a tan extrema medida, pero tal vez me valdría el hecho de que era el día de Navidad, no un domingo cualquiera.

El señor Wopsle, sacristán de la iglesia, tenía que comer con nosotros, y el señor Hubble, el carretero, así como la señora Hubble y también el tío Pumblechook (que lo era de Joe, pero la señora Joe se lo apropiaba), que era un rico tratante en granos, de un pueblo cercano, y que guiaba su propio carruaje. Se había señalado la una y media de la tarde para la hora de la comida. Cuando Joe y yo llegamos a casa, encontramos la mesa puesta, a la señora Joe mudada y la comida preparada, así como la puerta principal abierta —algo que no ocurría en ningún otro día— a fin de que entraran los invitados; todo ello estaba preparado con la mayor esplendidez. Por otra parte, ni una palabra acerca del robo.

Pasó el tiempo sin que trajera ningún consuelo para mis sentimientos, y llegaron los invitados. El señor Wopsle, unido a una nariz romana y a una frente grande y pulimentada, tenía una voz muy profunda, de la que estaba en extremo orgulloso; en realidad, era valor entendido entre sus conocidos que, si hubiera tenido una oportunidad favorable, habría sido capaz de poner al pastor en un brete. Él mismo confesaba que si la Iglesia estuviese “más abierta”, refiriéndose a la competencia, no desesperaría de hacer carrera en ella. Pero como la Iglesia no estaba “abierta”, era, según ya he dicho, nuestro sacristán. Castigaba de un modo tremendo los “amén”, y cuando entonaba el salmo, pronunciando el versículo entero, miraba primero alrededor de él y a toda la congregación como si quisiera decir: “Ya han oído ustedes a nuestro amigo que está más alto; háganme el favor de darme ahora su opinión acerca de su estilo”.

Abrí la puerta para que entraran los invitados —dándoles a entender que teníamos la costumbre de hacerlo; la abrí primero para el señor Wopsle, luego para el señor y la señora Hubble y últimamente para el tío Pumblechook. (A mí no se me permitía llamarle tío, con amenaza de los más severos castigos.)

—Señora Joe —dijo el tío Pumblechook, hombretón lento, de mediana edad, que respiraba con dificultad y que tenía una boca semejante a la de un pez, ojos muy abiertos y poco expresivos y cabello de color arena, muy erizado en la cabeza, de manera que parecía que lo hubieran asfixiado a medias y que acabara de volver en sí—. Quiero felicitarte en este día... Te he traído una botella de jerez y otra de oporto.

En cada Navidad se presentaba, como si fuera una novedad extraordinaria, exactamente con aquellas mismas palabras. Y todos los días de Navidad la señora Joe contestaba como lo hacía entonces:

—¡Oh, tío... Pum... ble... chook! ¡Qué bueno es usted!

Y, todos los días de Navidad, él replicaba, como entonces:

—No es más de lo que mereces. Espero que estarán todos de excelente humor.

Y ¿cómo está ese medio penique de chico?

En tales ocasiones comíamos en la cocina y tomábamos las nueces, las naranjas y las manzanas en la sala, lo cual era un cambio muy parecido al que Joe llevaba a cabo todos los domingos al ponerse el traje de fiestas. Mi hermana estaba muy contenta aquel día y, en realidad, parecía más amable que nunca en compañía de la señora Hubble que en otra cualquiera. Recuerdo que ésta era una mujer angulosa, de cabello rizado, vestida de color azul celeste y que presumía de joven por haberse casado con el señor Hubble, aunque ignoro en qué remoto periodo, siendo mucho más joven que él. En cuanto a su marido, era un hombre de alguna edad, macizo, de hombros salientes y algo encorvado. Solía oler a aserrín y andaba con las piernas muy separadas, de modo que, en aquellos días de mi infancia, yo podía ver por entre ellas una extension muy grande de terreno siempre que lo encontraba cuando subía por la vereda.

En aquella buena compañía, aunque yo no hubiera robado la despensa, me habría encontrado en una posición falsa, y no porque me viera oprimido por un ángulo agudo de la mesa, que se me clavaba en el pecho, y el codo del tío Pumblechook en mi ojo, ni porque se me prohibiera hablar, cosa que no deseaba, así como tampoco porque se me obsequiara con las patas llenas de durezas de los pollos o con las partes menos apetitosas del cerdo, aquellas de las que el animal, cuando estaba vivo, no tenía razón alguna para envanecerse. No, no habría puesto yo el menor inconveniente en que me hubieran dejado a solas. Pero no querían. Parecía como si creyeran perder una ocasión agradable si dejaban de hablar de mí de vez en cuando, señalándome también algunas veces. Y era tanto lo que me conmovían aquellas alusiones, que me sentía tan desgraciado como un toro en la plaza.

Esto empezó en el momento que nos sentamos a comer. El señor Wopsle dio las gracias, declamando teatralmente, según me parece ahora, con un tono que tenía a la vez algo del espectro de Hamlet y de Ricardo III, y terminó expresando la seguridad de que debíamos sentirnos llenos de agradecimiento. Inmediatamente después mi hermana me miró y, en voz baja y acusadora, me dijo:

—¿No lo oyes? Debes estar agradecido.

—Especialmente —dijo el señor Pumblechook— debes sentir agradecimiento, muchacho, por las personas que te han criado a mano.

La señora Hubble meneó la cabeza y me contempló con expresión de triste presentimiento de que yo no llegaría a ser bueno, y preguntó:

—¿Por qué los muchachos no serán nunca agradecidos?

Tal misterio moral pareció excesivo para los comensales, hasta que el señor Hubble lo solventó concisamente diciendo:

—Son naturalmente viciosos.

Entonces todos murmuraron:

—Es verdad.

Y me miraron de un modo muy desagradable.

La situación y la influencia de Joe eran más débiles todavía, si tal era posible, cuando había invitados que cuando estábamos solos. Pero a su modo, y siempre que le era dable, me consolaba y me ayudaba, y así lo hizo a la hora de comer, dándome salsa cuando la había. Y como aquel día abundaba, Joe me echó en el plato casi medio litro. Un poco después, y mientras comíamos aún, el señor Wopsle hizo una crítica bastante severa del sermón, e indicó, en el caso hipotético de que la Iglesia estuviera “abierta”, el sermón que él habría pronunciado. Y después de favorecer a su auditorio con algunas frases de su discurso, observó que consideraba muy mal elegido el asunto de la homilía de aquel día; lo cual era menos excusable, según añadió, cuando había tantos asuntos excelentes y muy indicados para semejante fiesta.

—Es verdad —dijo el tío Pumblechook—. Ha dado usted en el clavo. Hay muchos asuntos excelentes para quien sabe emplearlos. Esto es lo que se necesita. Un hombre que tenga juicio no ha de pensar mucho para encontrar un asunto apropiado, si para ello tiene la sal necesaria. —Y después de un corto intervalo de reflexión añadió—: Fíjese usted en el cerdo. Ahí tiene usted un asunto. Si necesita usted un asunto, fíjese en el cerdo.

—Es verdad, caballero —replicó el señor Wopsle, cuando yo sospechaba que iba a servirse de la ocasión para aludirme—. Y para los jóvenes pueden deducirse muchas cuestiones morales de este texto.

—Presta atención —me dijo mi hermana, aprovechando aquel paréntesis. Joe me dio un poco más de salsa.

—Los cerdos —prosiguió el señor Wopsle, con su voz más profunda y señalando con su tenedor mi enrojecido rostro, como si pronunciara mi nombre de pila—. Los cerdos fueron los compañeros más pródigos. La glotonería de los cerdos resulta, al ser expuesta a nuestra consideración, un ejemplo para los jóvenes. —Yo opinaba lo mismo que él, pues hacía poco que había estado ensalzando el cerdo que le sirvieron, por lo gordo y sabroso que estaba—. Y lo que es detestable en el cerdo, lo es todavía más en un muchacho.

—O en una muchacha —sugirió el señor Hubble.

—Desde luego, también en una muchacha, señor Hubble —asintió el señor Wopsle con cierta irritación—. Pero aquí no hay ninguna.

—Además —dijo el señor Pumblechook, volviéndose de pronto hacia mí—, hay que pensar en lo que se ha recibido, para agradecerlo. Si hubieras nacido cerdo...

—Bastante lo era —exclamó mi hermana, con tono enfático. Joe me dio un poco más de salsa.

—Bueno, quiero decir un cerdo de cuatro patas —añadió el señor Pumblechook —. Si hubieras nacido así, ¿dónde estarías ahora? No...

—Por lo menos, en esta forma —dijo el señor Wopsle señalando el plato.

—No quiero indicar en esta forma, caballero —replicó el señor Pumblechook, a quien le molestaba que lo hubieran interrumpido—. Quiero decir que no estaría gozando de la compañía de los que son mayores y mejores que él, y que no se aprovecharía de su conversación ni se hallaría en el regazo del lujo y de las comodidades. ¿Se hallaría en tal situación? De ninguna manera. Y ¿cuál habría sido su destino? —añadió volviéndose otra vez hacia mí—. Te habrían vendido por una cantidad determinada de chelines, de acuerdo con el precio corriente en el mercado, y Dunstable, el carnicero, habría ido en tu busca cuando estuvieras echado en la paja, se lo habría llevado bajo el brazo izquierdo, en tanto que con la mano derecha se levantaría la bata a fin de tomar un cortaplumas del bolsillo de su chaleco para derramar tu sangre y acabar tu vida. No te habrían criado a mano, entonces. De ninguna manera.

Joe me ofreció más salsa, pero yo temí aceptarla.

—Todo eso ha significado para usted muchas molestias, señora —dijo la señora Hubble, compadeciéndose de mi hermana.

—¿Molestias? —repitió ésta—. ¿Molestias?

Y luego empezó a enunciar un tremendo catálogo de todas las enfermedades de que yo era culpable y de todos los insomnios que ella había sufrido por mi causa; enumeró todos los altos lugares de los que me caí y las profundidades a que me despeñé, así como también todos los males que me causé a mí mismo y todas las veces que ella me deseó la tumba adonde yo, con la mayor contumacia, me negué a ir.

Creo que los romanos se debieron de exasperar unos a otros a causa de sus narices. Quizá por esto fueron el pueblo más intranquilo que se ha conocido. Pero sea lo que fuere, la nariz romana del señor Wopsle me irritó de tal manera durante el relato de mis fechorías, que sentí el deseo de tirarle de ella hasta hacerlo aullar. Pero lo que había tenido que aguantar hasta entonces no fue nada en comparación con las espantosas sensaciones que se apoderaron de mí cuando se interrumpió la pausa que siguió al relato de mi hermana, y durante la cual todos me miraron, mientras yo me sentía dolorosamente culpable, con la mayor indignación y execración.

—Y, sin embargo —dijo el señor Pumblechook conduciendo suavemente a sus compañeros de mesa al tema del cual se habían desviado—, el cerdo, considerado como carne, es muy sabroso, ¿no es verdad?

—Tome usted un poco de aguardiente, tío —dijo mi hermana.

¡Dios mío! Por fin había llegado. Ahora observarían que el aguardiente estaba aguado, y en tal caso podía darme por perdido. Con ambas manos me agarré con fuerza a la pata de la mesa, por debajo del mantel, y esperé mi destino.

Mi hermana salió en busca de la botella de piedra, volvió con ella y sirvió una copa de aguardiente, pues nadie más quiso beber licor. El desgraciado, bromeando con la copita, la tomó, la miró al trasluz y la volvió a dejar sobre la mesa, prolongando mi ansiedad.

Mientras tanto, la señora Joe y su marido desocupaban activamente la mesa para servir el pastel y el pudín.

Yo no podía apartar la mirada del tío Pumblechook. Siempre agarrado con las manos y los pies a la pata de la mesa, vi que el desgraciado tomaba, jugando, la copita, sonreía, echaba la cabeza hacia atrás y se bebía el aguardiente. En aquel momento, todos los invitados se quedaron consternados al observar que el tío Plumblechook se ponía de pie de un salto, daba varias vueltas tosiendo y bailando, al mismo tiempo y echaba a correr hacia la puerta; entonces fue visible a través de la ventana, saltando violentamente, expectorando y haciendo horribles muecas, como si estuviera loco.

Continué agarrado, mientras la señora Joe y su marido acudían a él. Ignoraba cómo pude hacerlo, pero sin duda alguna le había asesinado. En mi espantosa situación me sirvió de alivio ver que lo traían otra vez a la cocina y que él, mirando a los demás como si lo hubieran contradecido, se dejaba caer en la silla exclamando:

—¡Alquitrán!

Yo había acabado de llenar la botella con el jarro lleno de agua de alquitrán. Estaba persuadido de que a cada momento se encontraría peor, y, como un médium de los actuales tiempos, llegué a mover la mesa gracias al vigor con que estaba agarrado a ella.

—¿Alquitrán? —exclamó mi hermana, en el colmo del asombro—. ¿Cómo puede haber ido a parar el alquitrán dentro de la botella?

Pero el tío Plumblechook, quien en aquella cocina era omnipotente, no quiso oír tal palabra ni hablar más del asunto. Hizo un gesto imperioso con la mano para darlo por olvidado y pidió que le sirvieran agua caliente y ginebra. Mi hermana, que se había puesto meditabunda de un modo alarmante, tuvo que ir en busca de la ginebra, del agua caliente, del azúcar y de las pieles de limón, y en cuanto lo tuvo todo lo mezcló convenientemente. Por lo menos, de momento, yo estaba salvado; pero seguía agarrado a la pata de la mesa, aunque entonces movido por la gratitud. Poco a poco me calmé lo bastante como para soltar la mesa y comer el pudín

que me sirvieron. El señor Plumblechook también comió de él, y lo mismo hicieron los demás. Terminado, el señor Pumblechook empezó a mostrarse satisfecho bajo la influencia maravillosa de la ginebra y del agua. Yo empezaba a pensar que podría salvarme aquel día, cuando mi hermana ordenó a Joe:

—Trae platos limpios y fríos.

Nuevamente me agarré a la pata de la mesa y oprimí contra ella mi pecho, como si el mueble hubiera sido el compañero de mi juventud y mi amigo del alma. Preveía lo que iba a suceder y comprendí que ya no había remedio para mí.

—Quiero que prueben ustedes —dijo mi hermana, dirigiéndose amablemente a sus invitados—, quiero que prueben, para terminar, un regalo delicioso del tío Pumblechook.

¡Dios mío! Ya podían perder toda esperanza de probarlo.

— Tengan en cuenta —añadió mi hermana levantándose— que se trata de un pastel. Un sabroso pastel de cerdo.

Los comensales murmuraron algunas palabras de agradecimiento, y el tío Pumblechook, satisfecho por haber merecido bien del prójimo, dijo con demasiada vivacidad, habida cuenta del estado de las cosas:

—En fin, señora Joe, nos esforzaremos un poco. Regálenos una raja de ese pastel. Mi hermana salió a buscarlo, y oí sus pasos cuando se dirigía a la despensa. Vi cómo el señor Pumblechook tomaba el cuchillo, y observé en la romana nariz del señor Wopsle un movimiento indicador de que volvía a despertarse su apetito. Oí que el señor Hubble hacía notar que un poquito de sabroso pastel de cerdo les sentaría muy bien sobre todo lo demás y no haría daño alguno. También Joe me prometió que me darían un poco. No sé, con seguridad, si di un grito de terror mental o corporalmente, de modo que pudieran oírlo mis compañeros de mesa, pero lo cierto es que no me sentí con fuerzas para soportar aquella situación y me dispuse a echar a correr. Por eso solté la pata de la mesa y emprendí la fuga.

Pero no llegué más allá de la puerta de la casa, porque fui a dar de cabeza con un grupo de soldados armados, uno de los cuales tendía hacia mí unas esposas diciendo:

—Ya que estás aquí, ven.

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