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Capítulo XIII

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Fue una prueba para mis sentimientos cuando, al día subsiguiente, vi que Joe se ponía su traje dominguero para acompañarme a casa de la señorita Havisham. Aunque él creía necesario ponerse el traje de las fiestas, no me atreví a decirle que tenía mucho mejor aspecto con el de faena, y más todavía cerré los labios porque me di cuenta de que se resignaba a sufrir la incomodidad de su traje nuevo exclusivamente en mi beneficio y que también por mí se puso el cuello tan alto que el cabello de la coronilla le quedó erizado como si fuera un moño de plumas.

Nos encaminamos a la ciudad, precediéndonos mi hermana, que iba a la ciudad con nosotros y se quedaría en casa del tío Pumblechook, en donde podríamos recogerla; en cuanto termináramos con nuestras elegantes “señoritas”, modo de mencionar nuestra ocupación, del que Joe no pudo augurar nada bueno. La fragua quedó cerrada todo aquel día, y, sobre la puerta, Joe escribió en yeso, como solía hacer en las rarísimas ocasiones en que la abandonaba, la palabra “Hausente”, acompañada por el dibujo imperfecto de una flecha que se suponía haber sido disparada en la dirección que él tomó.

Llegamos a casa del tío Pumblechook. Mi hermana llevaba un enorme gorro de castor y un cesto muy grande de paja trenzada, un par de zuecos, un chal de repuesto y un paraguas, aunque el día era muy hermoso. No sé, exactamente, si llevaba todo esto por penitencia o por ostentación, pero me inclino a creer que lo exhibía para dar a entender que poseía aquellos objetos del mismo modo como Cleopatra a otra célebre soberana pudiera exhibir su riqueza transportada por largo y brillante cortejo.

En casa del tío Pumblechook, mi hermana se separó de nosotros. Como entonces eran casi las doce de la mañana, Joe y yo nos encaminamos directamente a casa de la señorita Havisham. Estella abrió la puerta como de costumbre, y, en el momento en que la vio, Joe se quitó el sombrero y pareció sopesarlo con ambas manos, como si tuviera alguna razón urgente para apreciar con exactitud una diferencia de peso de un cuarto de onza.

Estella apenas se fijó en nosotros, pero nos guió por el camino que yo conocía tan bien; yo la seguía inmediatamente, y Joe cerraba la marcha. Cuando miré a éste mientras íbamos por el corredor, vi que todavía pesaba su sombrero con el mayor cuidado y nos seguía a largos pasos, aunque andando de puntillas.

Estella me dijo que debíamos entrar los dos, de modo que tomé a Joe por la manga de su chaqueta y lo llevé ante la presencia de la señorita Havisham. La dama estaba sentada a la mesa del tocador, e inmediatamente volvió los ojos hacia nosotros.

—¡Oh! —dijo a Joe—. ¿Es usted el marido de la hermana de este muchacho?

Jamás me habría imaginado a mi querido Joe tan distinto de sí mismo o tan parecido a un ave extraordinaria, de pie como estaba, mudo, con su moño de plumas erizadas y la boca desmesuradamente abierta.

—¿Es usted el marido —repitió la señorita Havisham— de la hermana de este muchacho?

La situación se agravaba, pero durante toda la entrevista, Joe persistió en dirigirse a mí, en vez de hacerlo a la señorita Havisham.

—Cuando me casé con tu hermana, Pip —observó Joe con tono expresivo, confidencial y a la vez muy cortés— fue con la idea de ser su marido; hasta entonces fui un hombre soltero.

—¡Oiga! —dijo la señorita Havisham—. Creo que usted ha criado a este muchacho con intención de hacerlo su aprendiz. ¿Es así, señor Gargery?

—Ya sabes, Pip —replicó Joe—, que siempre hemos sido buenos amigos y que ya hemos convenido que trabajaríamos juntos, y hasta que nos iríamos a cazar alondras. Tú no has puesto nunca inconvenientes a trabajar entre el humo y el fuego, aunque tal vez los demás no se hayan mostrado nunca conformes con eso.

—¿Acaso el muchacho ha manifestado su desagrado? —preguntó la señorita Havisham.

—¿Le gusta el oficio?

—Ya te consta perfectamente, Pip —replicó Joe con el mismo tono confidencial y cortés —, que éste ha sido siempre tu deseo. Creo que nunca has tenido inconveniente en trabajar conmigo, Pip.

Fue completamente inútil que yo intentara darle a entender que debía contestar a la señorita Havisham. Cuantas más muecas y señas le hacía yo, más persistía en hablarme de un modo confidencial y cortés.

—¿Ha traído usted su contrato de aprendizaje? —preguntó la señorita Havisham.

—Ya sabes, Pip —replicó Joe como si esta pregunta fuera poco razonable—, que tú mismo me has visto guardarme los papeles en el sombrero, y sabes muy bien que continúan en él.

Dicho esto, los sacó y los entregó, no a la señorita Havisham, sino a mí. Por mi parte, temo que entonces me avergoncé de mi buen amigo. Y, en efecto, me avergoncé de él al ver que Estella estaba junto al respaldo del sillón de la señorita Havisham y que miraba con ojos sonrientes y burlones. Tomé los papeles de manos de mi amigo y los entregué a la señorita Havisham.

—¿Usted no esperaba que el muchacho recibiera ninguna recompensa? —preguntó la señorita Havisham mientras examinaba los papeles.

—Joe —exclamé, en vista de que él no daba ninguna respuesta—, ¿por qué no contestas?...

—Pip —replicó Joe, en apariencia disgustado—, creo que entre tú y yo no hay que hablar de eso, puesto que ya sabes que mi contestación ha de ser negativa. Y como ya lo sabes, Pip, ¿para qué he de repetírtelo?

La señorita Havisham lo miró, dándose cuenta de quién era, realmente, Joe, mejor de lo que yo mismo habría imaginado, y tomó una bolsa de la mesa que estaba a su lado.

—Pip se ha ganado una recompensa aquí —dijo—. Es ésta. En esta bolsa hay veinticinco guineas. Dalas a tu maestro, Pip.

Como si la extraña habitación y la no menos extraña persona que la ocupaba lo hubieran trastornado por completo, Joe persistió en dirigirse a mí.

—Eso es muy generoso por tu parte, Pip —dijo—. Y aunque no hubiera esperado nada de eso, no dejo de agradecerlo como merece. Y ahora, muchacho —añadió, dándome la sensación de que esta expresión familiar era dirigida a la señorita Havisham—. Ahora, muchacho, podremos cumplir con nuestro deber. Tú y yo podremos cumplir nuestro deber uno con otro y también para con los demás, gracias a tu espléndido regalo.

—Adiós, Pip —dijo la señorita Havisham—. Acompáñalos, Estella.

—¿He de volver otra vez, señorita Havisham? —pregunté.

—No. Gargery es ahora tu maestro. Haga el favor de acercarse, Gargery, que quiero decirle una cosa.

Mientras yo atravesaba la puerta, mi amigo se acercó a la señorita Havisham, quien dijo a Joe con voz clara:

—El muchacho se ha portado muy bien aquí, y ésta es su recompensa. Espero que usted, como hombre honrado, no esperará ninguna más ni nada más.

No sé cómo salió Joe de la estancia, pero lo que sí sé es que cuando lo hizo se dispuso a subir la escalera en vez de bajarla, sordo a todas las indicaciones, hasta que fui en su busca y lo agarré. Un minuto después estábamos en la parte exterior de la puerta, que quedó cerrada, y Estella se marchó. Cuando de nuevo estuvimos a la luz del día, Joe se apoyó en la pared y exclamó: —¡Es asombroso!

Y allí repitió varias veces esta palabra con algunos intervalos, hasta el punto de que empecé a temer que no podía recobrar la claridad de sus ideas. Por fin prolongó su observación, diciendo:

—Te aseguro, Pip, que es asombroso.

Y así, gradualmente, volvimos a conversar de asuntos corrientes y emprendimos el camino de regreso.

Tengo razón para creer que el intelecto de Joe se aguzó gracias a la visita que acababa de hacer y que en nuestro camino hacia casa del tío Pumblechook inventó una sutil estratagema. De esto me convencí por lo que ocurrió en la sala del señor Pumblechook, en donde, al presentarnos, mi hermana estaba conferenciando con aquel detestado comerciante en granos y semillas.

—¿Qué? —exclamó mi hermana dirigiéndose inmediatamente a los dos—. ¿Qué les ha sucedido? Me extraña mucho que se dignen en volver a nuestra pobre compañía.

—La señorita Havisham —contestó Joe mirándome con fijeza y como si hiciera un esfuerzo para recordar— insistió mucho en que presentáramos a ustedes... Oye, Pip: ¿dijo cumplimientos o respetos?

—Cumplimientos —contesté yo.

—Así me lo figuraba —dijo Joe—. Pues bien, que presentáramos sus cumplimientos a la señora Gargery.

—Poco me importa eso —observó mi hermana, aunque, sin embargo, complacida.

—Dijo también que habría deseado —añadió Joe mirándome de nuevo y en apariencia haciendo esfuerzos por recordar— que si el estado de su salud le hubiera permitido... ¿No es así, Pip?

—Sí. Deseaba haber tenido el placer... —añadí.

—... de gozar de la compañía de las señoras —dijo Joe dando un largo suspiro. —En tal caso —exclamó mi hermana dirigiendo una mirada ya más suave al señor Pumblechook—, podría haber tenido la cortesía de mandarnos primero este mensaje. Pero, en fin, vale más tarde que nunca. ¿Y qué le ha dado al muchacho?

La señora Joe se disponía a dar suelta a su mal genio, pero Joe continuó diciendo:

—Lo que ha dado, lo ha dado a sus amigos. Y por sus amigos, según nos explicó, quería indicar a su hermana, la señora J. Gargery. Éstas fueron sus palabras: “a la señora J. Gargery”. Tal vez —añadió— ignoraba si mi nombre era Joe o Jorge.

Mi hermana miró al señor Pumblechook, quien pasó las manos con suavidad por los brazos de su sillón y movió afirmativamente la cabeza, devolviéndole la mirada y dirigiendo la vista al fuego, como si de antemano estuviera enterado de todo.

—¿Y cuánto les ha dado? —preguntó mi hermana riéndose, sí, riéndose de veras. —¿Qué dirían ustedes —preguntó Joe— acerca de diez libras?

—Diríamos —contestó secamente mi hermana— que está bien. No es demasiado, pero está bien.

—Pues, en tal caso, puedo decir que es más que eso.

Aquel desvergonzado impostor de Pumblechook movió enseguida la cabeza de arriba abajo y, frotando suavemente los brazos del sillón, exclamó:

—Es más.

—Lo cual quiere decir... —articuló mi hermana.

—Sí, así es —replicó Pumblechook—, pero espera un poco. Adelante, Joe, adelante. —¿Qué dirían ustedes —continuó Joe— de veinte libras esterlinas?

—Diríamos —contestó mi hermana— que es una cifra muy bonita.

—Pues bien —añadió Joe—, es más de veinte libras.

Aquel abyecto hipócrita de Pumblechook afirmó de nuevo con la cabeza y se echó a reír, dándose importancia y diciendo:

—Es más, es más. Adelante, Joe.

—Pues, para terminar —dijo Joe, muy satisfecho y tendiendo la bolsa a mi hermana—, digo que aquí hay veinticinco libras.

—Son veinticinco libras —repitió aquel sinvergüenza de Pumblechook, levantándose para estrechar la mano de mi hermana—. Y no es más de lo que tú mereces, según yo mismo dije en cuanto se me preguntó mi opinión, y deseo que disfrutes de este dinero. Si aquel villano se hubiera interrumpido entonces, su caso habría sido ya suficientemente desagradable, pero aumentó todavía su pecado apresurándose a tomarme bajo su custodia con tal expresión de superioridad que dejó muy atrás toda su criminal conducta.

—Ahora, Joe y señora —dijo el señor Pumblechook tomándome por el brazo y por encima del codo—, tengan en cuenta que yo soy una de esas personas que siempre acaban lo que han comenzado. Este muchacho ha de empezar a trabajar cuanto antes. Éste es mi sistema. Cuanto antes.

—Ya sabe, tío Pumblechook —dijo mi hermana mientras agarraba la bolsa del dinero— que le estamos profundamente agradecidos.

—No se ocupen de mí para nada —replicó aquel diabólico tratante en granos—. Un placer es un placer, en cualquier parte del mundo. Pero en cuanto a este muchacho, no hay más remedio que hacerlo trabajar. Ya lo dije que me ocuparía de eso.

Los jueces estaban sentados en la sala del tribunal, que se hallaba a poca distancia, y en el acto fuimos todos allí con intención de formalizar mi contrato de aprendizaje a las órdenes de Joe. Digo que fuimos allí, pero, en realidad, fui empujado por Pumblechook del mismo modo como si acabara de robar una bolsa o incendiado algunas gavillas. La impresión general del tribunal fue la de que acababan de agarrarme in fraganti, porque cuando el señor Pumblechook me dejó ante los jueces oí que alguien preguntaba: “¿Qué ha hecho?”, y otros replicaban: “Es un muchacho muy joven, pero tiene cara de malo, ¿no es verdad?”. Una persona de aspecto suave y benévolo me dio, incluso, un folleto adornado con un grabado al boj que representaba a un joven de mala conducta, rodeado de grilletes, y cuyo título daba a entender que era “PARA LEER EN MI CALABOZO”. La sala era un lugar muy raro, según me pareció, con bancos bastante más altos que los de la iglesia. Estaba llena de gente que contemplaba el espectáculo con la mayor atención, y en cuanto a los poderosos jueces, uno de ellos con la cabeza empolvada, se reclinaban en sus asientos con los brazos cruzados, tomaban café, dormitaban y escribían o leían los periódicos. En las paredes había algunos retratos negros y brillantes que, con mi poco gusto artístico, me parecieron que eran una composición de tortas de almendras y de tafetán. En un rincón firmaron y testimoniaron mis papeles, y así quedé hecho aprendiz. Mientras tanto, el señor Pumblechook me tuvo tomado como si ya estuviera en camino al cadalso y en aquel momento se hubieran llenado todas las formalidades preliminares.

En cuanto salimos y me vi libre de los muchachos que se habían entusiasmado con la esperanza de verme torturado públicamente y que parecieron sufrir gran desencanto al notar que mis amigos salían conmigo, volvimos a casa del señor Pumblechook. Allí, mi hermana se puso tan excitada a causa de las veinticinco guineas, que nada le pareció mejor que celebrar una comida en el Oso Azul con aquella ganga, y que el señor Pumblechook, en su carruaje, fuera a buscar a los Hubble y al señor Wopsle.

Así se convino, y yo pasé el día más desagradable y triste de mi vida. En efecto, a los ojos de todos, yo no era más que una persona que les amargaba la fiesta. Y, para empeorar las cosas, cada vez que no tenían que hacer nada mejor, me preguntaban por qué no me divertía. En tales casos, no tenía más remedio que asegurarles que me divertía mucho, aunque Dios sabe que no era cierto.

Sin embargo, ellos se esforzaron en pasar bien el día, y lo lograron bastante. El sinvergüenza de Pumblechook, exaltado al papel de autor de la fiesta, ocupó la cabecera de la mesa, y cuando se dirigía a los demás para hablarles de que yo había sido puesto a las órdenes de Joe y de que, según las reglas establecidas, sería condenado a prisión en caso de que jugara a los naipes, bebiera licores fuertes, me acostara a hora avanzada, fuera con malas compañías, o bien me entregara a otros excesos que, a juzgar por las fórmulas estampadas en mis documentos, podían considerarse ya como inevitables, en tales casos me obligaba a sentarme en una silla a su lado, con objeto de ilustrar sus observaciones.

Los demás recuerdos de aquel gran festival son que no me quisieron dejar que me durmiera, sino que, en cuanto veían que inclinaba la cabeza, me despertaban ordenándome que me divirtiera. Además, a hora avanzada de la velada, el señor Wopsle nos recitó la oda de Collins y arrojó con tal fuerza al suelo la espada teñida en sangre, que acudió inmediatamente el camarero diciendo:

—Los huéspedes que hay en la habitación de abajo les envían sus saludos y les ruegan que no hagan tanto ruido.

Cuando tomamos el camino de regreso, estaban todos tan contentos que empezaron a cantar a coro. El señor Wopsle tomó a su cargo el acompañamiento, asegurando con voz tremenda y fuerte, en contestación a la pregunta que el tenor le hacía en la canción, que él era un hombre en cuya cabeza flotaban al viento los mechones blancos y que, entre todos los demás, él era el peregrino más débil y fatigado. Finalmente, recuerdo que cuando me metí a mi cama me sentía muy desgraciado y convencido de que nunca me gustaría el oficio de Joe. Antes me habría gustado, pero ahora ya no.

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