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Volviendo a la dura realidad

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«La existencia nos demuestra que somos los actores de la película de nuestra vida. Los papeles más complicados de ejecutar son los que sacuden nuestros sentimientos».

Habían pasado dos años desde Milán. No había vuelto a salir de vacaciones, salvo los días que iban en verano a Valencia. A veces sentía que la vida se le estaba escapando entre los dedos sin disfrutarla lo suficiente y eso le apenaba. Lo cierto era que se había divertido poco en su juventud, primero con los estudios y después dedicada a sus niños. Se le estaban yendo los años sin disfrutar de la vida. Luego miraba a sus hijos, hablaba con su marido cuando él la llamaba y se conformaba, dando gracias a Dios por la familia que tenía.

Y ahora, de repente, el destino les había abofeteado con un duro golpe. Abrió los ojos; la sala de espera de cuidados intensivos del hospital estaba llena de gente afligida, con situaciones iguales o peores que la de ella. Se enjugó las lágrimas, que le caían de nuevo. Cuántos recuerdos acudían a su mente en estos tristes momentos. Se sentía tan sola…

Carolina pasó la noche y el día siguiente en la misma sala del hospital. Una sala fría, lúgubre e incómoda, llena de gente llorando por todos lados. Solo la abandonaba para ir al baño a asearse o a comer algo al restaurante. Entró dos veces a ver a Emilio a través del cristal y pocas novedades había. Seguía en coma y sin mejoría. Los médicos no le daban ninguna esperanza.

A la mañana siguiente la dejaron entrar a verlo y le dieron unos minutos para estar a solas con él y poder despedirse, pues no le aseguraban si podría sobrevivir en el crítico estado en que se encontraba. La enfermera le aconsejó que le hablase de cosas agradables. No sabían si escuchaba. Ella se sentó a su lado y le cogió la mano con cariño. Comenzó a hablarle en voz baja. En un murmullo le decía:

—Emilio, mi vida, aquí estoy, a tu lado. Verás como te recuperas pronto. Tienes que ponerte bien; los niños te esperan. Iván ya está organizando cómo quiere festejar su cumple, porque dice que ya no es un niño, que ya está en secundaria. ¡Cómo crecen de rápido! Ya va a cumplir doce años. Y Nerea me tiene loca con las Barbies que tú le llevas. Dice que ahora quiere la Barbie pastelera, que no la tiene. —Siguió acariciando la mano de Emilio entre las suyas. Tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no mostrar tristeza ni ponerse a llorar al verlo tan dañado. Suspiró y continuó hablándole—. ¿Sabes? He estado recordando cómo nos conocimos. ¿Te acuerdas cuando me espantabas a los pretendientes? ¡Cómo pasa el tiempo! Cariño, llevamos ya quince años juntos. Cuando salgas de aquí vamos a irnos un fin de semana los dos solos para celebrarlo. Últimamente no salimos nunca y nos lo merecemos. Sé que cuando estés mejor me explicarás qué hacías aquí. Tienes que ponerte bien, mi vida. No olvides que te quiero y que estoy a tu lado. Tienes que luchar, mi amor. Te necesito.

Carolina lo besó. De repente observó cómo varias lágrimas caían por la mejilla de Emilio. Se las limpió con cariño y otras volvieron a resbalar por su rostro. ¿Estaba llorando? ¿La había escuchado? Seguía inmóvil, pero sus ojos, aunque cerrados, estaban anegados por las lágrimas. Cuando la enfermera le avisó de que tenía que salir se lo comentó y esta le explicó que no podían confirmar si en ese estado escuchaba o no. Carolina salió triste y pensativa: «Pobre Emilio».

A media mañana decidió llamar a la empresa de su marido e informarles del accidente.

—Gracias, señora, por avisarnos. El director se encuentra de viaje. En cuanto vuelva le paso la información. Que haya pronta mejoría.

Las horas se hacían eternas en aquella desapacible sala. Se entretuvo observando la cara de las personas que estaban allí, sentadas como ella. La tristeza se reflejaba en sus semblantes. Anidaba el temor de que la tragedia acechaba tras la puerta de cuidados intensivos y de un momento a otro podría aparecer el temido desenlace.

Al mediodía llegó su hermano. Al ver a Lucas una alegría inundó su alma. Al menos ya no estaría sola en esos duros momentos. Le informó de que Emilio seguía muy grave.

—Lucas, si lo vieras… Da pena. Tiene heridas en la cara y los brazos. Y lo peor es lo que no se ve. Dice el doctor que por dentro está destrozado. No parece mi Emilio. ¿Qué haría aquí, hermano? ¿Por qué me lo ocultaría?

—No lo sé, cariño. Seguro que tiene una explicación taxativa. ¡Pobrecito mi cuñado! Esperemos que se mejore y ya te lo contará todo. Ahora deberías descansar un rato, se te ve agotada. Seguro que no has comido apenas ni descansado nada. Ahora estoy aquí para cuidarte. Por desgracia, con estar aquí día y noche no solucionas nada. No puedes hacer nada por salvarlo. Él está en las mejores manos y tú, a este ritmo, te vas a enfermar.

Lucas tenía razón. Necesitaba ducharse, acostarse y descansar un rato. De manera que cuando anocheció fueron a comer algo a un bar y alquilaron una habitación en un hostal cerca del hospital. Le había dejado su número a la enfermera por si había alguna novedad. Tenía todos los músculos agarrotados por las muchas horas sentada en el sillón y por la tensión acumulada. Se dio una ducha caliente y se acostó. Contra todo pronóstico, se quedó dormida al instante. Estaba agotada física y psicológicamente.

A la mañana siguiente el doctor les informó de que no había variación. Su pronóstico seguía siendo muy grave. Les dejaron verlo a través del cristal. Lucas se sorprendió al observar en el estado en que estaba. De nuevo la amargura que sentía al verlo tan herido e indefenso se adueñó de ella y rompió a llorar desconsolada.

A mediodía llegaron los padres de Emilio. Habían venido en coche y tuvieron que hacer noche por el camino, pues estaba lloviendo mucho y se habían encontrado carreteras cortadas. Los pobres quedaron desolados al constatar con el doctor la gravedad de su hijo. Carolina tenía poca relación con ellos, si bien era cordial. Solo se veían unos días en verano y alguna Nochebuena, pero en estos quince años los encuentros podían contarse con los dedos de una mano. Ellos tenían dos hijas y tres nietos más. Como Emilio hacía años que salió de Valencia, el contacto familiar se había ido enfriando en el tiempo.

Al menos tanto Carolina como sus padres, aunque sumidos en la tristeza, estaban acompañados. Rezaban para que no ocurriese lo peor.

Por la tarde le sonó el teléfono a Carolina. Eran sus hijos y eso la alegró enormemente.

—Hola, mi niño. ¿Qué tal el colegio?

—El colegio bien, mamá. Hoy he tenido un examen sorpresa de inglés y he sacado un ocho —le explicaba Iván orgulloso—. Mamá, ¿cuándo vais a venir?

—Hijo, papá ha tenido un accidente y estamos en el hospital. Los médicos lo están cuidando. Yo estoy aquí con él y el tito Lucas. Cariño, no sé cuándo volveremos.

—Mamá, espera, que Nerea quiere hablar contigo y no me deja tranquilo.

—¡Mamá, mamááá! —gritaba la niña, contenta de escucharla—. Yo también he sido buena en el cole. Quiero que te vengas ya, que me acuerdo mucho de ti.

—Ya pronto, mi niña. Papá está malito y lo están curando los médicos. Yo también tengo muchas ganas de veros. Pórtate bien y no les des mucha lata a los abuelos. Si es así, cuando vuelva te compro la Barbie pastelera, ¿vale? —La cría gritó de alegría—. Te quiero mucho, mi niña. —Le mandó varios besos—. Dile al hermano que se ponga, cariño.

—Vale, mamá, voy a portarme bien. Yo también te quiero. Y tráeme mi Barbie. —Retirándose el teléfono de la oreja, se dirigió a Iván—. Hermano, toma. Mamá quiere hablar contigo.

—Mamá, dale muchos besos a papá para que se mejore de nuestra parte y muchos más para ti —le dijo Iván con la voz tomada por la emoción.

—Sí, mi niño, yo se los daré. Os quiero muchísimo. Cuida de tu hermana y ayuda a la abuela, que tú eres ya mayorcito. —El sonido de muchos besos llegó al oído de Iván, que sonrió y se los devolvió—. Ponme con la abuela, corazón.

Después de hablar un rato con su madre, colgó. ¡Cuánto echaba de menos a sus hijos! Quitando los días de Milán, jamás se había separado de ellos. Cuando los niños llamaron, los padres de Emilio habían ido a tomar café, así que no les comentó nada a los niños de que estaban con ella. No quería que Iván se preocupase más.

Seguían en la sala de espera. Una hora más tarde el móvil de Carolina sonó de nuevo. Era el director de la empresa de Emilio.

—Buenas tardes, señora. Me acaban de comunicar lo del accidente de Emilio. Cuénteme, ¿cómo se encuentra él?

—Buenas tardes. Sigue en la UCI, su estado es crítico. Ha sido un accidente bastante grave. Está muy dañado, sigue en coma. Tiene muchos traumatismos y lesiones internas.

—¡Cuánto lo siento! Confío en que se recupere pronto y le queden pocas secuelas. Mañana si puede nos manda el parte de baja para tramitarla. Emilio no tenía turno hasta el lunes. Esta semana, como sabe, la cogió de vacaciones.

Carolina se movió inquieta en el asiento, aunque lo disimuló como pudo para no preocupar a sus suegros, que estaban sentados a su lado. Se levantó y se alejó un poco para poder hablar con tranquilidad.

—Perdone, ¿dice que esta semana mi marido estaba de vacaciones? —Notó que el director carraspeó nervioso, temiendo haber metido la pata. Carolina creía haber escuchado mal.

—Sí, nos la había pedido libre para unos asuntos personales. Pensé que usted estaba al tanto —le explicó algo confundido. Decidió dar por finalizada la conversación. Temía haber hablado más de la cuenta—. Bueno, señora, espero que tenga pronta mejoría. Ya nos va informando. Un fuerte abrazo.

Carolina tras darle las gracias colgó, pues no le salían las palabras. El nudo que se había formado en su garganta y en el corazón lo impedía. En esos momentos notaba sentimientos enfrentados en su interior. Por una parte, pena y dolor por ver a su marido debatiéndose entre la vida y la muerte; por otro lado, rabia e indignación al descubrir que su Emilio no era el hombre sincero y transparente que ella creía. Llevaba quince años a su lado y la vida se estaba encargando duramente de demostrarle que no lo conocía tanto como pensaba. Se sentó de golpe en el sillón de la sala de espera. Le dolía la cabeza de tanto buscar por qué o qué lo había llevado hasta allí.

En esa tesitura estaba cuando llegó su hermano, que había salido un rato. Solo con mirarla notó que algo no iba bien. Se la llevó fuera. Carolina, alejada de la mirada de sus suegros, le contó enojada lo que había descubierto por la empresa.

—¿¡Te das cuenta!? ¡Estaba de vacaciones y yo sin enterarme! —Se movía, nerviosa.

—No te agobies, hermana. Tiene que haber una justificación para todo esto. Lo mismo quería darte alguna sorpresa. —Lucas admiraba a Emilio—. No podemos empezar a imaginar historias raras como si fuese esto una peli de espías.

—Lucas, no es tan fácil y no te equivocas. Cada noticia que me dan es una sorpresa para mí. Me cuesta asimilar toda esta situación. —Se repetía una y otra vez las mismas preguntas y no encontraba las respuestas—. ¿Qué hacía en Cádiz, con su coche y de vacaciones? ¿Y por qué no me lo dijo y me engañó? Todo esto me está empezando a enojar.

—No lo sé. Estoy seguro de que no es lo que pensamos. Él os adora, es un hombre bueno y trabajador. Es verdad que trabaja mucho y está poco con vosotros, pero su trabajo es así. Seguro que hay una razón coherente para esta situación anómala.

Al anochecer los cuatro se dirigieron al hostal. Los padres de Emilio estaban cansados del viaje. Esa noche apenas cenaron, cada uno por un motivo. Carolina no lograba entender lo que estaba pasando. Tras ducharse, se acostó e intentó dormir, mas no consiguió conciliar el sueño. Su mente saltaba de una reflexión a otra, como si en una montaña rusa se encontrase. Además de agotada y apenada, estaba enfadada y confundida. ¡Todo esto no podía estar pasando!

Al día siguiente, a primera hora de la mañana, la llamó el teniente Ortiz de la Guardia Civil. Aún estaba en el hostal. Llamaba para interesarse por la salud de su marido y por si había alguna evolución favorable. Ella le informó de que todo seguía igual. Carolina, aprovechando el tenerlo en línea, no pudo resistirse a preguntarle:

—Teniente, ¿han encontrado algo en el coche que me dé alguna pista de qué hacía mi marido aquí?

—No, Carolina. Comprendo su incertidumbre, pero aún no han hecho el informe pericial. Tardará un tiempo; tenga en cuenta que el coche ha quedado destrozado. Habrá que cortar el maletero y el techo para poder acceder al interior del mismo y todo ello lleva mucho papeleo.

—Gracias, inspector. Si hay alguna novedad le ruego, por favor, que me llame. Estoy sumida en un mar de dudas y sin saber qué pensar.

El teniente le dio su palabra. Tras desayunar, los cuatro fueron al hospital. Emilio seguía grave, no había ningún cambio. Pasaron todo el día allí. En un par de ocasiones los dejaron verlo a través del cristal. Carolina lloró en silencio. ¡Qué pena verlo así! Cuando lo tenía delante y lo observaba tan dañado se olvidaba de la batalla que se estaba librando en su interior. Simplemente, recordaba cuánto lo quería y le pedía a Dios que lo salvase.

A media tarde Lucas convenció a su hermana para irse pronto a cenar y descansar. Llevaba todo el día llorando y sin pronunciar apenas palabra. Los suegros ídem de lo mismo: tenían el corazón en vilo sin saber si su hijo iba a conseguir sobrevivir.

Carolina en ningún momento les dijo a sus suegros nada de los engaños de Emilio. No quería que pensasen que tenían problemas en la pareja, cosa que, según pensaba ella, no era cierto.

Lucas se despertó temprano. Carolina aún dormía. Tuvo que darle dos valerianas la noche antes, pues la tristeza y apatía que sentía no la dejaban conciliar el sueño. Se vistió en silencio y salió a correr. Necesitaba relajar los nervios. También lo estaba pasando mal por su cuñado y por su hermana.

Cuando Carolina despertó vio que Lucas no estaba. Se fue al baño y al salir de la ducha sonó su teléfono. Era del hospital. Le informaban de que Emilio, pese a llevar días luchado por sobrevivir, había empeorado. El médico le comunicó que seguramente no viviría más de unas horas. Las hemorragias internas y las infecciones estaban ganando la horrible lucha que se ejecutaba en su interior y no podían hacer nada para detenerlo.

Carolina se fue resbalando sobre la pared hasta quedar sentada en el suelo, sin hablar ni hacer nada. Bloqueada y ausente. Sintió que algo dentro de ella se desgarraba. En un par de días se le estaba desplomando el castillo de naipes de su estable, organizada y feliz vida. Había necesitado quince años para levantarla y se desmoronaba ante sus ojos en un solo instante, sin ella ser muy consciente de ello ni poder remediarlo.

Cuando Lucas volvió se la encontró sentada en el suelo, rota de dolor. Se sentó a su lado e intentó consolarla. Lloraron juntos durante un buen rato. Carolina estaba destrozada. Le dio un relajante, un vaso de tila y la acompañó a la cama. No podía ni tenerse en pie. De pronto su cuerpo percibió el cansancio y el dolor de esos días.

Carolina intentó poner en orden sus pensamientos: «Si mi Emilio muere, me quedo sola y mis hijos se criarán sin su padre. ¡Santo cielo! ¿Por qué, con lo joven que es?». Las lágrimas sigilosas surcaban sus mejillas como un velero en alta mar, silenciosas e incontroladas. «¿Qué voy a hacer sin ti?». Y volvió a cerrar los ojos, inundados en llanto. «¿Qué hacías aquí, Emilio? ¿Por qué me lo has ocultado?». Después de un buen rato, rendida por el abatimiento y el desconsuelo que anidaban en su alma, se quedó dormida sin darse ni cuenta en los brazos de su hermano.

Se despertó sobresaltada. Miró la hora; eran las doce. Había dormido casi una hora. Se levantó con pereza. Parecía un autómata. Era como si algo dentro de su ser se hubiese roto, averiado o quizás muerto para siempre. Sus suegros habían salido temprano hacia el hospital. Cuando llegó se los encontró muy apenados. El médico no les daba ninguna esperanza. Había que asimilar lo peor y prepararse para la triste pérdida de Emilio.

El ánimo de ellos era gris y lluvioso como el clima exterior, que esa mañana había amanecido con el cielo cubierto y tormentoso. El día pasó sin que les avisasen del fatal desenlace. Las horas pasaban lentas y los ojos de los cuatro no se apartaban de la puerta que daba paso a la UCI, temiendo que cada vez que se abría fuese para anunciarles el final de Emilio. Ya de madrugada decidieron ir a ducharse y descansar un rato. Al fin y al cabo, ellos nada podían hacer.

El día siguiente pasó en la misma tesitura. Cada vez que se abría la puerta los músculos de los cuatro se tensaban; no obstante, las noticias no eran para ellos, lo cual les daba un leve respiro. Eso imaginaba Carolina que a lo mejor era buena señal. ¿Se estaría recuperando contra todo pronóstico?

Al tercer día, el doctor los reunió en su despacho:

—Tengo que informarles de que, aunque parece increíble, los niveles se han estabilizado por el momento. Ayer le volvimos a poner una transfusión y parece que se ha normalizado. Sigue en coma, pero la infección ha remitido un poco. Está demostrando ser más fuerte de lo que imaginábamos. Si creéis en los milagros, este parece uno de ellos.

—Entonces, doctor, ¿hay esperanzas de que pueda mejorar y salir del coma? —le cuestionó Carolina con un halo de optimismo.

—No puedo asegurarle ni prometerle nada. Estudiando los daños y lesiones, le puedo asegurar que la mayoría no hubiese sobrevivido más que unas horas, si bien su marido está luchando y dando pequeños pasos. Esperemos que no sea solo una quimera. Les noto cansados; deberían turnarse y descansar. Los días aquí son muy largos y con la incertidumbre mucho más. Mañana hace una semana del accidente. No puedo asegurar que esté fuera de peligro, pero va por buen camino. Si no hay complicaciones puede que salga de esta. —Se miraron esperanzados de que Dios los escuchara y se mejorase.

Dos días después la situación era algo más estable. Seguía en cuidados intensivos, mas, dentro de la gravedad, sus órganos lesionados estaban reaccionando despacio pero positivamente.

A mediados de esa semana, tras informarles el médico de que estaba más estable, Lucas y los padres de Emilio se marcharon. Lucas tuvo que volver a Madrid un par de días para organizar el trabajo. Solucionaría algunos asuntos y luego volvería a acompañar a su hermana.

El doctor les había indicado que los estados de coma son impredecibles. No se sabe cuándo o cómo despiertan de ese letargo. La madre de Emilio estaba enferma y tenía cita para unas pruebas importantes en su ciudad. Como su hijo estaba casi fuera de peligro, ella y su marido decidieron volver a Valencia. Quedaron con Carolina en que si empeoraba ellos vendrían de inmediato.

Carolina le aconsejó a su hermano que no viniese, pues no se sabía cuántos días iba a estar así. Él tenía que trabajar y ayudar a sus padres a cuidar de sus hijos.

Los días fueron pasando y una semana después de quedarse sola pasaron a Emilio a una habitación de planta. Como Carolina no tenía familia en Cádiz y el gasto diario en un hostal era considerable, pusieron a Emilio en una habitación individual con un sofá cama para ella. Uno de los días que el médico lo visitaba, Carolina le sugirió que no podía seguir mucho tiempo allí, pues tenía a sus hijos y su trabajo abandonados. Se alegraba de la estabilidad de la salud de su marido, pero no le especificaban pautas ni tiempos y, claro, no podía seguir tantos días fuera.

El doctor le informó de que, aunque la gravedad del paciente había remitido, había daños importantes que debían ser tratados y controlados en un hospital. La alimentación se le seguía dando por vía intravenosa y debía seguir con las sondas vesicales puestas y los controles diarios de los órganos vitales dañados, como con el tratamiento en vena y la ayuda de respiración artificial.

—Carolina, no sabría decirle cuántos días o meses va a estar Emilio en esta situación. Incluso hay casos en que ni siquiera despiertan. En el estado en que está su marido es imposible que lo pueda tener en casa. La evolución ha sido increíble, contra todo pronóstico. Ha demostrado ser un hombre fuerte, si bien hay daños irreversibles y no va a volver a tener una vida normal como tenía antes. Debe tener paciencia, pues pasarán los días y no verá ninguna mejoría. Estos procesos suelen ser muy lentos. —Carolina se movió inquieta y una lágrima se deslizó por sus mejillas—. Yo le aconsejo que usted vuelva a su vida normal con sus hijos, su trabajo y vaya a visitarlo cuando tenga un rato. No se siente día a día a esperar. Es injusto para usted, además de desesperante. Con seguridad ni siquiera sabrá que usted está a su lado y no puede hacer nada por acelerar su mejoría. En estos casos ni nosotros mismos podemos. No puedo darle falsas esperanzas. Debe preocuparse por usted y sus hijos. De él nos encargamos nosotros.

Lo hablaron durante un rato y tomaron una decisión. Y así fue como, una semana más tarde, tras firmar decenas de papeles, Carolina volvía en el tren a Madrid, con el alma rota y triste, mientras una ambulancia, una uvi móvil, trasladaba a su marido a un hospital de Madrid. Una unidad de cuidados paliativos lo esperaba para seguir atendiéndolo el tiempo que lo necesitase.

Cuando llegaron a la capital todo estaba dispuesto para su ingreso y cuidados. Sin embargo, ella sentía un gran vacío y se encontraba muy sola sin él, pues, aunque lo tenía vivo, era angustioso verlo siempre dormido. Había perdido bastante peso, estaba muy demacrado. En menos de un mes parecía haber envejecido años. No era ni por asomo el hombre que ella conoció. Ni por dentro ni por fuera. «¿Cómo ha cambiado todo en menos de un mes?», pensaba Carolina en silencio mientras lo miraba, ya instalado en el nuevo hospital. Lo habían puesto en una sala grande en cuyo centro había mesas de controles y enfermería y alrededor, varios habitáculos abiertos con camas para los enfermos. Eran casos de lenta mejoría, que debían estar controlados las veinticuatro horas del día. Sus familiares podían visitarlos, pero los liberaban de pasar malas noches, ya que eran enfermedades muy largas.

Días después Carolina habló con el médico para ver si su hijo podía visitar a su padre. Este se lo había pedido reiteradas veces. El doctor lo desaconsejó: «No es conveniente que lo vea tan demacrado y enganchado a las máquinas. Suele ser una fuerte impresión, que puede dejarlo marcado. Es mejor esperar un poco a ver si se recupera». Así que ella lo visitaba cada día un rato y se sentaba a su lado. Algunos días le contaba cosas por si escuchaba algo o simplemente se ponía a leer para entretenerse.

Los familiares, amigos y compañeros de su marido la llamaban para interesarse por su salud. Ninguno, salvo su hermano, sabía la pura verdad. Carolina no se lo había contado a nadie. Ni incluso a la familia de Emilio, que, tras volver a Valencia, no había vuelto a Jerez. ¿Para qué crear dudas y habladurías entre la gente? Además, ¿qué les iba a contar? Si ella misma estaba ajena a toda esta historia. Ojalá que Emilio despertarse pronto de su letargo y se lo contase todo. Algún día de estos se desahogaría con sus amigas para aliviar esa fuerte presión que le oprimía el alma y no la dejaba respirar con tranquilidad.

Una vida de mentiras

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