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La triste noticia

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«Dicen que en la tranquilidad nocturna, mientras un remanso de paz relaja las almas de los durmientes, el diablo deambula a sus anchas haciendo de las suyas».

En el silencio de la noche, el sonido del teléfono retumbó en todo el apartamento, alterando el sueño de los que lo habitaban. Aún no había amanecido. Carolina se despertó sobresaltada y miró el reloj a la par que se levantaba con prisas para atender la llamada. Eran las 5:45. De pronto se le encogió el corazón; nadie llamaba a esa hora para nada bueno. Pensó en su Emilio y, sacudiendo la cabeza para espabilarse, cogió nerviosa el auricular.

—¿Sí? Dígame.

—Buenas noches. ¿Es usted la esposa del señor Emilio Mellán Campoy? —preguntó al otro lado una voz masculina, grave y segura. Esa pregunta la terminó de desestabilizar por completo.

—Sí. ¿Quién es usted?

—Tranquila, señora. Ahora le explico.

—Por favor, ¿qué ocurre? ¿Le ha pasado algo a mi marido? —Su voz suplicante e inquieta instó al hombre a contarle el motivo de la llamada.

—Soy el teniente Ortiz de la Guardia Civil de Cádiz. De la comandancia de Jerez de la Frontera. Su marido ha tenido un accidente y está ingresado en el hospital.

—¡Ay, Dios mío! ¿Qué le ha pasado? —Un temblor recorrió su cuerpo. Notó un ruido a su espalda y vio que su hijo también se había despertado.

—Como le digo, ha tenido un grave accidente y está en cuidados intensivos. ¿Cómo se llama usted?

—Me llamo Carolina Masera. Espere un momento, teniente. ¿Ha dicho Cádiz?

—Sí, señora. En la carretera que viene de Ronda a Jerez. La noche está muy lluviosa, la carretera es muy sinuosa y el vehículo se ha salido en una curva. Debe venir cuanto antes.

—Pero… Entonces es imposible que sea mi Emilio. —De pronto Carolina dio un suspiro de tranquilidad; se le había encogido el corazón—. Mi marido está en Asturias. Me llamó anoche y hablamos un rato. Está en Oviedo y llega mañana por la noche. Teniente, él no puede ser ese hombre.

—Señora, debe de estar confundida. Le aseguro que su marido está aquí, en Cádiz. —Le leyó los datos del DNI y eran correctos. Carolina no entendía nada. De repente todo le pareció una maldita broma pesada. ¿Cómo iba a estar en Cádiz si dormía en Oviedo?

Emilio no había podido cruzar España en solo unas horas. Además, ¿cómo iba a pasar por Madrid y no llegarse a verlos? Recordó la conversación; estaba segura de lo que él le contó la noche anterior: «Carolina, estoy en Asturias. He descargado la mercancía. Hoy duermo en Oviedo; aquí está lloviendo y hace frío. Mañana vuelvo a cargar para dejarla en Segovia y si todo sale bien llegaré a Madrid para cenar con vosotros. Dales besos a los niños. Os quiero». En su mente las ideas y conjeturas aparecían y desaparecían como por arte de magia. Era una locura, un sinsentido. Tenía que haber un error. Era imposible que fuese Emilio.

—Señora, ¿sigue ahí? —Tras un silencio en que la mente de Carolina se disparó, repasando cada palabra de la conversación con su marido, le confirmó que lo escuchaba—. Debe venir pronto, no se demore. No puedo engañarla; su esposo está bastante grave.

Le dio los datos del hospital y un número de teléfono para que cuando llegase a Jerez lo llamase. A continuación colgó, dejándola totalmente aturdida.

—Mamá, ¿qué pasa? —le preguntó Iván, su hijo mayor, que se encontraba a su lado medio dormido. Menos mal que la niña no se había despertado. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para disimular lo que sentía en ese instante.

—Hijo, parece que papá ha tenido una avería con el camión. Voy a tener que ir a ayudarlo. Acuéstate, cariño. Voy a llamar a los abuelos. Os llevarán al colegio y se quedarán con vosotros hasta que papá y yo volvamos.

Cuando su hijo se volvió a acostar, Carolina cogió su móvil y llamó a su marido. El teléfono daba apagado o sin cobertura. Bueno, eso no era raro; él lo apagaba siempre cuando dormía o conducía. No obstante, la palidez de su rostro y el nerviosismo que recorría su cuerpo le hicieron presentir que algo malo le acechaba. Es como si dentro de su ser algún tipo de alarma se hubiese despertado de golpe.

Comenzó a dar vueltas por el salón con las manos en la cabeza, sin saber qué pensar. La verdad era que ella siempre vivía con el alma en vilo, pues su marido estaba día y noche en la carretera y el riesgo estaba ahí, constante. Carolina sabía que el asfalto, a veces, por el mal tiempo, por la oscuridad o por el cansancio, se convertía en un toro de Miura con dos pitones muy afilados, deseoso de cobrarse a su víctima por un simple descuido.

Los nervios no la dejaban llorar. Seguía repitiéndose decenas de veces que no podía ser él y, aunque los datos coincidían, debía de tratarse de un error. Bueno, al menos estaba vivo y si por un remoto caso fuese Emilio debía de haber una explicación convincente y justificada para esta situación. Carolina lo conocía muy bien y no imaginaba qué tendría que hacer allí para ocultárselo y no contarle nada. El teniente con sus palabras le había infundido temor y duda de que en realidad ese hombre sí pudiera ser su marido.

Investigó los horarios de los trenes y comprobó que dos horas más tarde salía uno. Luego llamó a sus padres y les contó lo ocurrido. Ellos vivían a media hora de su piso. Estos, preocupados por la noticia, le comunicaron que llegarían cuanto antes.

Con el alma por los suelos y un nudo en la garganta se dirigió al dormitorio, donde preparó una pequeña maleta. No supo bien qué ropa meter, pues no sabía si volvería ese mismo día al comprobar que no era Emilio o se tendría que quedar algunos días más. Comprobó el tiempo que hacía en Cádiz; pese a ser primeros de octubre, no hacía mucho frío todavía. Metió un par de vaqueros, dos camisas, un jersey, una chaqueta, ropa interior y unos zapatos cómodos. Luego se duchó, se puso un pantalón gris marengo, una camisa celeste y una rebeca azul finita e hizo tiempo para esperar a sus padres.

Un rato más tarde, tras dar una docena de besos a sus hijos, se dirigió hacia la estación de Atocha, donde cogería el tren para Cádiz. Cuando se subió al vagón del AVE sintió un escalofrío. Una inquietud se adueñó de sus entrañas y tuvo el presentimiento de que ya nada sería igual después este viaje.

Nada más comenzar a moverse el tren llamó al colegio donde trabajaba como profesora e informó de que debía ausentarse unos días, pues su marido había tenido un accidente. No dio detalles. No sabía bien qué decir hasta que llegase a Jerez. El director le transmitió mucho ánimo y le dijo que se tomase los días que necesitase.

Apoyada en la ventana, con la mirada perdida en la lejanía, Carolina ordenaba en su mente el puzle con la información que había recibido unas horas antes y del que, por muchas vueltas que le daba, no le encajaban las piezas. Tan solo el murmullo de las voces de algunos viajeros y el ruido del tren en movimiento la distraían de sus pensamientos. Aunque, para ser sincera, lo que le apetecía no era pensar, sino más bien quedarse dormida y despertar de ese maldito sueño.

Hizo grandes esfuerzos por contener el llanto. Se había propuesto mantener cerrado el grifo de las lágrimas, que empujaban por salir sin remisión, al menos hasta que pudiese comprobar con sus propios ojos todo lo que estaba pasando y cerciorarse de que todo era un tremendo error. Siguió llamando al móvil de su marido, pero seguía apagado. Se negaba a llorar por un equívoco o malentendido. Estaba convencida de que su marido estaba en Oviedo. Volvió a consultar el reloj; en dos horas el tren llegaría a Jerez. Aprovechó para llamar a su hermano Lucas y a sus amigas. Tenía que ponerlos al tanto de lo ocurrido. Tras colgar su cuerpo vibró, no supo si de incertidumbre, de tristeza o quizás de temor a descubrir la verdad, esa que ella se negaba a admitir.

Carolina tiene treinta y cinco años. Es una mujer alta, guapa, tiene el pelo claro con media melena rizada, ojos grandes y expresivos. No hace apenas deporte, pero se conserva bien. Le gusta mucho leer, coser y se le da bien la cocina. Le encanta ver pelis románticas y de misterio. Estudió en un colegio religioso que, sumado a la educación conservadora de su madre, ha forjado en ella un carácter tímido y reservado. Ya de la mano de su marido y por su trabajo, a lo largo de los años ha ido perdiendo un poco esa timidez, mostrándose más abierta. Lleva doce años casada con Emilio, que tiene cuarenta. Viven en una barriada a las afueras de Madrid. Es madre de dos hijos: Iván, de once años; y Nerea, de siete. Desde hace nueve años es profesora de EGB en un colegio privado. Lleva una vida monótona pero tranquila. Trabaja en lo que le gusta, adora a sus hijos y con Emilio la convivencia es medianamente buena. Cierto es que con los años el enamoramiento del principio se ha transformado en cariño y respeto. Se llevan bien; no obstante, la distancia por el trabajo de él ha hecho mella en el matrimonio. Emilio lleva ocho años trabajando como camionero. Viaja por toda España transportando mercancías de una importante empresa textil de marca. Casi nunca duerme en su casa y su ausencia, pese a los años transcurridos, Carolina no la lleva bien.

Al principio lo pasaba mal porque, aparte de echarlo de menos, se apenaba de que mientras ella dormía en su cómoda cama, su marido la mitad de las noches solo daba una cabezadita en la cabina del camión. Luego, con el tiempo, se fue a la fuerza acostumbrando a dormir muchas noches sola. No había más remedio; había que pagar el piso, el camión, el colegio de los niños y vivir cómodamente, que no era poco.

El sonido del altavoz, avisando de que estaba llegando a Jerez de la Frontera, apartó a Carolina de sus pensamientos. Sacó el móvil y llamó al teniente Ortiz. Este quedó en recogerla en la estación diez minutos después para acompañarla al hospital, donde supuestamente se hallaba su marido.

—Buenos días, Carolina. Soy el teniente Ortiz. Espero que haya tenido buen viaje dentro de lo que cabe. —El guardia le estrechó la mano. Era un hombre de unos cincuenta años, alto y delgado. Se le notaba educado y bonachón. Su porte transmitía respeto y seguridad.

—Sí, gracias. Por favor, lléveme al hospital. Estoy deseando comprobar si es mi marido o no. Desde que me llamó no he parado de darle vueltas y, aunque pienso que no es posible que sea él, mi mente está a punto de explotar de incertidumbre.

—Comprendo que no se lo crea aún, pero le aseguro que sí lo es. El diagnóstico es bastante grave. No llevaba el cinturón puesto y el impacto ha sido fuerte. El coche ha quedado destrozado. Lo han tenido que sacar los bomberos.

—Perdone. ¿¡Ve como no puede ser!? —exclamó sobresaltada—. Mi marido va en un camión, no en un coche. Debe de ser otro que se llama igual. Sin duda, una triste casualidad, porque mi Emilio está en Oviedo.

—Carolina, ¿ha logrado hablar con él después de recibir mi llamada? —Ella negó con la cabeza.

—Lo tiene apagado o sin cobertura. Claro que eso no es raro. Me ha pasado muchas veces.

—Siento contradecirla. Su marido anoche conducía un Ford Escort con matrícula 8211 BBN. ¿Es suyo ese coche?

—¡Sí, sí, es nuestro! —La voz sonó apagada y temblorosa. Se había puesto blanca como la pared. Se sintió desfallecer y las primeras lágrimas empezaron a rodar por sus pálidas mejillas. No pudo detenerlas por más tiempo y un pellizco se agarró a sus entrañas.

El teniente se apenó al verla tan afectada. La invitó a sentarse en el coche y en silencio la llevó al hospital. Tras hablar con los médicos la dejaron pasar a verlo.

Carolina quiso morirse allí mismo. La llevaron frente a un cristal y… ante ella estaba su Emilio inconsciente, lleno de botes y máquinas a su alrededor. Tuvo que agarrarse fuerte, pues el temblor que la invadió hizo flaquear sus piernas. Estaba herido y muy magullado, pero sin duda alguna era él. ¿Qué había ido a hacer a Cádiz con el coche? ¿Y por qué la había engañado? ¿Por qué se lo había ocultado? El llanto ya no cesaba. Tenía el corazón encogido y su cuerpo había perdido las fuerzas.

El médico le informó de que su marido se estaba debatiendo entre la vida y la muerte. Las cuarenta y ocho horas siguientes eran decisivas. Tenía un traumatismo craneoencefálico, hemorragias internas, múltiples contracturas y huesos rotos, además de varios órganos dañados, debido a la gravedad del impacto. Lo habían operado de tres costillas rotas y habían intentado parar la hemorragia interna. También le habían escayolado el brazo izquierdo. Estaba en coma; no sabían cuándo podría despertar. Por el momento no era aconsejable operarlo de nada más, pues eran muchos los daños interiores y estaba muy débil.

Al salir de verlo se sentó en la sala de espera. Permaneció en silencio y con los ojos anegados en lágrimas. No podía parar de llorar y de su garganta no salían las palabras. El teniente se acercó al verla tan sola y triste. Tras intentar consolarla, le entregó una bolsa con todas las pertenencias de su marido y le informó de que el coche había quedado destrozado. Como fue en plena noche infernal, poco pudieron sacar de él. De todas formas, el automóvil pasaba a disposición de la Guardia Civil para un examen pericial. Él sabía que para ella había sido una gran impresión, pues había confiado ciegamente en su marido y este, por algún motivo, le había mentido. Le aconsejó que llamase a algún familiar para que le hiciese compañía. «Al menos, si llega el fatal desenlace, que no le coja sola», pensó. Antes de marcharse volvió a recordarle que si necesitaba algo no dudase en llamarlo. Tras esto se despidió.

Carolina siguió sentada en la sala de espera de la UCI con la única compañía de su pequeña maleta marrón. Desde ese instante ya el llanto no la abandonó. ¡Qué pena de su marido! Estaba destrozado. Se sentía abrumada, no lograba comprender qué motivo tendría para haberla engañado. Emilio siempre se portó bien con ella y nunca le mintió. Tenía que haber una explicación razonable. Ese hombre era el amor de su vida y el padre de sus hijos. En esos tristes momentos su corazón lo añoraba, su alma estaba triste y sus ojos lo lloraban sin consuelo.

Sin darse apenas cuenta empezó a rezar por él. Más tarde buscó entre las cosas que le había entregado el guardia por si encontraba algo que le aclarase sus dudas. Allí estaba su cartera, donde había trescientos euros y una tarjeta Visa Oro que nunca había visto. También algunas monedas sueltas, un juego de varias llaves que no conocía y su chaqueta. Miró en los bolsillos y no encontró nada, excepto algunos tiques y recibos.

A media tarde llamó a sus padres, a su hermano y a sus amigas. Les confirmó que, efectivamente, era su marido quien estaba en la UCI y con pronóstico muy grave. Su hermano le informó de que al día siguiente viajaría a Cádiz para acompañarla, cosa que alegró a Carolina, que se encontraba muy sola en aquella inhóspita sala. También llamó a la familia de Emilio, que vivía en Valencia. Sus padres le aseguraron que saldrían para Cádiz al amanecer del día siguiente.

Las horas se hacían eternas temiendo el triste desenlace. Intentó distraer su mente recordando cómo se conocieron años atrás. Llevaban ya quince años juntos. Entrecerró los ojos y comenzó a recordar…

Una vida de mentiras

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