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Quince años antes

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«La memoria es un arma de doble filo, pues se encarga de recordarte lo bueno y lo malo vivido. Y justo por eso es un elemento necesario y vital, aunque a veces doloroso».

Carolina estaba cursando la carrera de Magisterio; solo le quedaban dos cursos. Acababa de cumplir los veintiún años. Era una chica guapa, con buen cuerpo y una larga melena rubia y rizada, ojos marrones claros y labios carnosos; alta, delgada, inteligente y formal; de carácter alegre, aunque tímida y reservada. Siempre andaban revoloteando chicos a su alrededor en busca de una cita con ella. Había tonteado con un par de chicos, pero ninguno que la enamorase locamente ni con el que decidiese perder la virginidad. Su prioridad era sacarse la carrera; ya tendría tiempo de encontrar al príncipe de sus sueños. Era romántica y soñadora.

Carolina tiene un hermano mellizo, Lucas. Este es totalmente distinto en el carácter; no obstante, se complementan muy bien. Lucas es alegre, dinámico y deportista. Él siempre le confía a su hermana: «Carolina, tú en el útero cogiste la sensatez y yo la poca vergüenza. Tú la formalidad y yo el desenfreno. Por eso somos el yin y el yang y por eso te quiero con locura». Carolina se reía, no podía hacer otra cosa. Su hermano era cariñoso y trabajador y le gustaba disfrutar de la vida a tope. No había querido estudiar. Había seguido los pasos de su progenitor y trabajaba en el taller de mecánica que su padre tenía. Ella lo adoraba y protegía. Parecía que fuese su hermana mayor, cuando solo los separaban veinte minutos de vida.

Carolina acudía cada mañana a la cafetería de la facultad a desayunar. Le gustaba tomarse un café caliente y bien cargado que la mantuviese despierta en las clases y una tostada con aceite de oliva y jamón york. Siempre la atendía un chico, Emilio, con una sonrisa y alguna frase graciosa que la hacía reír. Era mayor que ella, tenía veintiséis años. Era moreno, de complexión fuerte y pelo corto. Le gustaban los tatuajes; tenía un par de ellos en los brazos. Él se sentía atraído por Carolina y cada día intentaba atenderla. Le gustaba verla sonreír. Observaba como algunos de sus compañeros de clase se ofrecían a invitarla y querían acomodarse a su lado. Carolina, con sutileza, los esquivaba y se sentaba con sus compañeras o simplemente sola.

Un día, Emilio observó desde la barra que un chico se le estaba poniendo pesado y no la dejaba comer. Notó la cara de disgusto de la chica y decidió espantarle a los babosos que la atosigaban y que iban en busca de una cita con ella. Se acercó a la mesa donde se hallaban y le manifestó al joven con gesto serio:

—Oye, perdona, ¿te importaría dejar a mi novia desayunar tranquila?— Carolina lo miró asombrada.

—Disculpa, tío. No sabía que eras su novio. Ya me marcho —contestó sorprendido a Emilio el chico que la molestaba.

—Ja, ja, ja. Fíjate, ni yo misma sabía que tenía novio —confesó ella cuando el chico se fue con rapidez. Los dos terminaron riendo y él aprovechó para estar un rato a su lado. Carolina le agradeció haberla librado de los moscones y poder desayunar en paz.

La noticia se extendió por la facultad y como Emilio era mayor dejaron de molestarla. Una tarde, cuando ella terminó las clases, Emilio la estaba esperando en la puerta. Le preguntó si podía acompañarla hasta la parada del metro y ella accedió. Así los que los veían juntos podían corroborar que la noticia era cierta y la dejaban tranquila. Carolina no tenía tiempo para perder ni ganas de ligues ni rollos, solo de terminar la carrera. Pero en el corazón no manda la razón y poco a poco, entre paseos y bromas, él la fue conquistando y a los dos meses eran novios de verdad. Emilio tenía mucha labia, era simpático y la hacía reír con facilidad. Sin darse cuenta se fue enamorando. Emilio se sentía afortunado de tener de novia a la chica más guapa de toda la facultad.

Emilio era valenciano. Llevaba dos años trabajando en Madrid. Vivía en un piso de alquiler con dos chicos más. Una tarde, cuando estaban besándose muy acaramelados en un parque, él la invitó a acompañarlo a su piso.

—Emilio, mi amor, todavía no estoy preparada —le explicó al verlo tan excitado y queriendo más de ella—. Eres mi primera relación seria y aún estamos conociéndonos.

—Yo te entiendo, cariño, pero ya somos adultos. Tú me gustas bastante y te deseo con locura. Haría lo que me pidieses por hacerte mía.

—Dame tiempo. Solo hace tres meses que nos conocemos. Yo te quiero, tú lo sabes. Debes tener un poco de paciencia.

Emilio se conformó y le dio tiempo, no le quedaba otra. La mimaba y era muy detallista. Eso hacía que ella cada día estuviese más ilusionada con su enamorado. Un mes después estaban sentados en el coche de él. Este comenzó a besarla y acariciarla. Sus manos recorrían todo su cuerpo, encendiéndola. Carolina también estaba muy excitada y, para sorpresa de él, le pidió que la llevase a su piso. Había decidido entregarse a su novio. Comprendió que lo amaba y decidió perder la virginidad con el chico que había conquistado su corazón.

Ya en su habitación, Emilio la tendió en su cama. Carolina temblaba, nerviosa pero segura del paso que iba a dar. Él, con dulzura, comenzó a besarla y con suaves caricias transitó por todo su cuerpo hasta hacerla vibrar de placer. Saboreó sus pechos como un sabroso manjar, lo que arrancó algún quejido a Carolina. Sus manos navegaron por sus curvas, adentrándose en un mar de deseos que la volvían loca. Sus dedos jugaron con sus partes prohibidas, haciéndola estallar de gozo. Luego, con tranquilidad y a sabiendas de que estaba preparada, la penetró con suavidad. Sabía que iba a ser doloroso para ella, si bien él fue con calma y tras unos minutos su cuerpo se adaptó a su virilidad y gozaron hasta llegar al orgasmo, quedando satisfechos y agotados. Fue el primero de muchos encuentros sexuales.

El noviazgo duró tres años, que para ella fueron maravillosos. Decidieron contraer matrimonio y formar una familia. Buscaron un piso de alquiler y a principios de octubre de 1990 se casaron por el juzgado. Emilio no era muy católico y Carolina respetó sus deseos. Los padres de Carolina le cogieron mucho cariño a su yerno, lo trataban como un hijo más, y para Lucas era su hermano mayor. Al poco tiempo de estar casados decidieron ser padres. Al año de la boda nació su hijo Iván. Dos años más tarde Carolina se presentó a unas oposiciones y consiguió una plaza de profesora en un colegio privado. Así que con veinticinco años estaba felizmente casada con un hombre adorable, era madre de un niño precioso y trabajaba en lo que le gustaba. Se sentía una mujer muy afortunada y viviendo los mejores años de su vida.

Pasaron los años y Emilio seguía trabajando en la cafetería de la facultad. No ganaba mucho y tenía una familia que mantener y unos gastos que afrontar. Al poco tiempo Carolina se quedó embarazada de Nerea. Iban a ser cuatro de familia. En esa época le ofrecieron a Emilio trabajar como camionero. Debía transportar mercancía de una importante marca de ropa textil por toda España. Dejó la cafetería, pues con el camión ganaba casi el doble, aunque también pasaba muchos días fuera. Como los dos trabajaban se compraron un piso más grande, de tres dormitorios. Dos años después Emilio se compró un camión. Siendo de su propiedad ganaba casi el doble de sueldo. No obstante, cuantas más deudas se echaban más debía trabajar y menos tiempo pasaba en casa. Eran una familia bien avenida que vivía cómodamente, aunque se veían poco.

En los últimos años Emilio trabajaba mucho. La empresa para la que transportaba la ropa estaba en pleno auge y el trabajo era incesante. Estos últimos años Carolina lo notaba cansado, más delgado, malhumorado e inquieto. Era el alto precio que tenían que pagar para que no les faltase de nada y los niños estudiasen en colegios privados.

—Emilio, trabajas demasiado. Deberías dejar el camión y buscarte algo por aquí cerca. Así podrías dormir en casa cada noche.

—Carolina, no puedo dejarlo ahora o perdería toda la antigüedad en la empresa. A mi edad tampoco es fácil encontrar un trabajo.

—Es que te pasas muchos días fuera y te noto agotado. Los niños apenas te ven y yo no me acostumbro a dormir sin ti —le sugirió Carolina en varias ocasiones.

—Es solo una etapa más complicada. Pagan poco y hay que trabajar muchas horas. De esta manera tengo la tranquilidad de que no os falta de nada. Ten paciencia, verás como dentro de poco todo cambia.

En otra ocasión Carolina se preocupó al verlo después de varios días.

—Emilio, has perdido peso y te noto tenso. Deberías cogerte unos días y descansar. Yo también estoy cansada de estar siempre sola.

—¡No seas más pesada! ¡Eres insoportable cuando te pones así! Te he dicho que estoy bien y me gusta mi trabajo. ¡Entérate de una vez de que no lo voy a dejar! Para dos días que vengo no me agobies con monsergas. ¿¡Te digo yo algo del tuyo!? No. Pues déjame tranquilo —le gritaba enfadado y con genio—. Tengamos el día en paz. Lo único que vas a conseguir es que me vaya antes.

Carolina le insistía, pero él no cejaba en su empeño. No entendía el mal humor de su marido, pues siempre le aconsejaba por su bien. Al ver como se alteraba, se limitó a callar. De esta manera, la monotonía siguió instalada en sus vidas. Ella se ponía contenta cuando venía, lo mimaba, le hacía sus comidas preferidas, lo seducía y disfrutaba del poco tiempo que pasaban juntos. Algunas noches la llamaba desde la ciudad en la que estuviese y hablaban antes de que ella se acostase. Conversaban de los niños, de la rutina diaria y él le contaba los detalles de sus viajes y de las ciudades que visitaba. Al final se acostumbraron a ese ritmo de vida.

—Emilio, trabajas muchas horas y te pagan poco. Te pasas fuera muchos días. Te echamos de menos —le manifestaba Carolina de nuevo meses después, intentando convencerlo de que dejase la carretera—. Cada vez te vemos menos.

—¿Otra vez con lo mismo? Siempre con la misma canción —le respondía con acritud—. Tú lo has tenido muy fácil. Has tenido la ventura de encontrar trabajo aquí al lado. No todo el mundo tiene tu suerte.

Tras estas disputas Carolina decidió evitar discutir cuando él venía, pues con lo poco que estaba en casa no era plan de estar enfadados. Debido a tanto trabajo y a descansar poco, su carácter bonachón estaba cambiando. Se alteraba fácilmente, gritaba y se estaba volviendo muy reservado. Incluso cuando hacían el amor lo notaba distante y frío.

El tiempo fue pasando y los niños, creciendo. Claro que últimamente Carolina los estaba criando sola. Sin embargo, ella seguía enamorada de su marido y le apenaba que siempre estuviese luchando en esas carreteras. Cuando Emilio venía los agasajaba. Traía regalos para ella y los niños, pasaba un par de días con ellos y volvía a irse una semana o más días, dependiendo de dónde recogía y entregaba la mercancía. En verano cogía unos días de vacaciones y se iban a Valencia a la playa y a visitar a la familia de él.

Carolina en el colegio era feliz. Impartía tercero y cuarto de primaria. Le encantaba enseñar y ver la cara de los alumnos cuando aprendían a multiplicar, a dividir o algo nuevo. Ellos la respetaban y le tenían cariño, pues era amable y paciente con aquellos a los que les costaba más aprender. Con Maribel, otra profesora de primaria, había congeniado desde el principio. Eran buenas amigas y confidentes. Cierto era que Carolina entre el trabajo, los niños y los quehaceres salía poco. Solo tenía amistad con ella y con su vecina Fátima, a la que conocía desde hacía varios años. Exactamente, desde que se fue a vivir al piso que compraron.

Los fines de semana que no estaba Emilio y si el tiempo lo permitía iba al parque con los niños o al cine. Después tomaban alguna pizza o hamburguesa antes de volver a casa. Casi siempre la acompañaban Fátima y Maribel. Cuando Emilio estaba en casa iban de compras, a cenar o salían a pasear por el centro de Madrid, si bien en los últimos meses venía muy cansado y no le apetecía salir.

En el colegio donde Carolina impartía las clases, cada año, a mediados de junio, los alumnos mayores viajaban a Italia. Los acompañaban tres profesores, que iban rotando cada año. En Milán tenían un colegio de la misma compañía y hacían intercambio para conocer el idioma y la ciudad. Carolina no había acudido antes por tener a sus hijos pequeños, pero este año tendría que ir sin falta, pues le tocaba. Se lo comentó a su marido y este la animó: «Tómatelo como unas vacaciones y disfruta del viaje». Ese mes Carolina cumpliría treinta y tres años y la verdad era que apenas salía a ningún lado. Se le habían pasado los años volando casi sin darse cuenta. No obstante, aunque fuese con sus alumnos, la idea de ver mundo le fascinaba. Dejó a sus hijos con sus padres y se marchó ocho días a Milán junto con su compañera Maribel, Alfredo, otro profesor, y treinta alumnos deseosos de conocer Italia.

Cuando llegaron al aeropuerto de Milán les esperaban un autobús y un maestro del colegio de allí. Piero, un profesor de Educación Física, iba a ser el guía para los días que estuviesen en la ciudad. Era un joven de veinticinco años, alto, guapo, rubio, con el pelo largo y recogido en una coleta. Era simpático y musculoso. Hablaba un español mezclado con los matices del acento italiano, pero que era entendible perfectamente. Se le notaba que le gustaban los niños y se mostró dispuesto a enseñarles su ciudad con la mejor de sus sonrisas.

Se alojaron en un hotel cerca del colegio. Estaba anocheciendo cuando llegaron. Una vez instalados en las habitaciones, bajaron a cenar. Tras esto dieron un breve paseo con los alumnos para conocer los alrededores. Ya de vuelta, los profesores organizaron junto con Piero las rutas y visitas que harían los días siguientes.

Estuvieron toda la semana visitando el Duomo, el Castello Sforzesco, la Galería Vittorio Emanuelle, el Cementerio Monumentale, la piazza Garibaldi, el parque Sempione y muchas cosas más. Comenzaban las excursiones en el desayuno y no paraban hasta la cena. Carolina parecía una jovencita descubriendo mundo. Estaba fascinada con todo lo que contemplaba y no dejaba de preguntarle a Piero sobre la historia de cada lugar que visitaban. Un día fueron de excursión al lago de Como, donde pasearon en barco y disfrutaron de los Alpes suizos al fondo. Los alumnos se lo estaban pasando bien, aprendiendo un poco de italiano y hartándose de pizza, helados y pasta fresca.

Carolina parecía estar en un sueño. Disfrutó emocionada del cuadrilátero de la moda, de la gran variedad de tranvías que recorrían la ciudad y de todo cuanto iba conociendo. Todo lo que estaban viendo era precioso. Algún día tenía que volver con Emilio y los niños. A ella le fascinaba la historia y aprendió mucho de los lugares más emblemáticos de la ciudad gracias a las explicaciones de Piero. Él pasaba mucho tiempo junto a Carolina, orgulloso y contento del interés que mostraba. Le contó todos los detalles de cada lugar y los secretos más recónditos de Milán.

Un día, antes de volver a Madrid, cuando estaban almorzando en una pizzería famosa de Milán, los alumnos al unísono le cantaron cumpleaños feliz a Carolina y le entregaron un regalo. Era un recuerdo del Duomo y un bolso precioso de la Galería Vittorio. Ella, sonriendo, les dio las gracias emocionada. Piero le comentó:

Signorina Carol, observo felice que le agrada molto mi ciudad —le manifestó Piero, contento y orgulloso de ser su guía particular.

—Sí, Piero, me ha encantado. Es una ciudad muy completa. La parte histórica es preciosa, la moderna es impresionante y el lago de Como, de ensueño. Si Dios quiere, tengo que volver y traer a mis hijos.

—Bueno, mi bella signorina, como hoy es tu cumpleaños he organizado todo para llevarte esta noche a tomar aperitivos a los canales de Navigli y he conseguido dos entradas para el Teatro alla Scala. No puedes irte sin conocer ambas maravillas.

—¡Ay, Piero, me encantaría, mas no puedo! Debo cuidar de los alumnos.

—Carolina, tranquila. De ellos nos encargamos nosotros —le informó Maribel, que estaba sentada a su lado y había escuchado toda la conversación—. Es nuestro regalo de cumpleaños. Pero como a estas fieras no podemos dejarlas solas, Piero se ha ofrecido encantado a acompañarte. Alfredo y yo nos quedamos de niñeros.

—¡Ay, no sé qué decir! ¡Todo esto es un sueño para mí! —Emocionada, miró a su amiga y a Alfredo—. Gracias, os debo una.

—Tú disfruta, cariño, que te lo mereces. No siempre se puede celebrar un cumple en Milán —le dijo Maribel, dándole dos besos—. ¡Venga, a divertirte y vivir la noche milanesa!

—Entonces todo perfecto. A las seis de la tarde tienes que estar preparada, que paso a recogerte. —Ella sonreía nerviosa y Piero la miró a los ojos—. Voy a intentar que sea una velada inolvidable.

A las seis Carolina estaba lista. Se había puesto un vestido fucsia sin mangas, con flores bordadas, y unas sandalias de medio tacón. Estaba guapa, elegante y con un brillo de emoción en la mirada como hacía años no tenía. Recordó que llevaba siglos sin salir de noche.

En esos días apenas había podido hablar con su marido, solo en un par de ocasiones. El resto daba sin línea. Ese día aún no la había llamado para felicitarla. «Deberá de estar en las montañas, como otras veces, y no tiene cobertura. Seguramente, estará sufriendo por no poder llamarme y felicitarme», imaginaba Carolina, disculpándolo.

Piero la recogió puntual. Venía muy guapo, con un traje de chaqueta gris, una camisa blanca un poco abierta y sin corbata. El pelo lo llevaba suelto, con la melena rizada, que le llegaba por los hombros. Estaba muy atractivo. Era un joven fascinante. Se fueron directos al teatro. Pese a que la ópera era en italiano, las voces eran maravillosas y Carolina disfrutó muchísimo del espectáculo. Él le susurraba al oído algunas frases que no entendía de la obra. Al salir cogieron un taxi, que los llevó a los canales Navigli. Allí había cientos de bares donde pagabas un cóctel y comías todo tipo de aperitivos y postres. Piero no la dejó pagar nada; era su invitada. Estuvo encantador. La mimó y la hacía reír con su mezcla de italiano-español y ese acento tan característico. Le propuso un brindis por su cumple y ella aceptó.

—Piero, los cócteles están riquísimos, pero se me están subiendo a la cabeza —confesó Carolina tras haber tomado cuatro y sentirse animada—. Vamos a tener que irnos ya o no voy a encontrar mi habitación.

—Ja, ja, ja. No te preocupes, mi bella Carol. Yo te llevo en brazos si hace falta. —Rompieron en risas. Los dos estaban contentitos por el alcohol. Ella, debido a eso, tenía las mejillas sonrojadas. Estaba radiante. La penetrante mirada de los iris grises la inquietaba, pues Piero no le quitaba ojo—. La noche está preciosa y tienes que vivirla. ¡Disfruta tu última velada en Milán!

—Todo esto es una maravilla. Me siento muy feliz de haber venido. Nunca olvidaré este fantástico viaje. Me lo estoy pasando genial. Gracias, Piero.

—Gracias a ti, Carol. Eres una mujer muy especial. —La agarró de la mano y tiró de ella hacia fuera.

Estuvieron un par de horas paseando por la orilla de los canales. También escucharon música en un pub e incluso bailaron un par de canciones. Carolina se encontraba dichosa. Era de los mejores cumpleaños que había tenido. Pensó en Emilio y sus hijos, en no poder tenerlos a su lado. Se apenó un poco, pero apartó los pensamientos de su cabeza. «Siempre me dedico a ellos. Esta es una oportunidad que me ha dado la vida y la tengo que saborear. Yo no hago nada malo ni le estoy faltando al respeto a nadie, solo divirtiéndome un rato», pensó, y siguió riendo y disfrutando del poco tiempo que le quedaba en la ciudad.

Ya de madrugada, Piero la acompañó hasta su habitación. La llevaba agarrada, pues se tambaleaba un poco. Él también había bebido más de lo que acostumbraba. Ella en el pasillo, frente a su puerta, se tropezó con la alfombra y estuvo a punto de caer. Piero con rapidez la sujetó entre sus brazos, quedando frente a frente, muy cerca el uno del otro. Se quedaron con la mirada prendida unos segundos. Carolina parecía hipnotizada por los ojos grises de Piero. Sin pensarlo dos veces, el italiano hizo lo que llevaba toda la noche ansiando. Se acercó, recorrió la poca distancia que los separaba y la besó en los labios con pasión. Ella se quedó inmóvil; él la abrazó y saboreó sus labios con dulzura y ansia. Hubo un instante en que Carolina, por el efecto del alcohol ingerido o porque el perfume y la compañía de Piero la embargaban, cerró los ojos y se dejó llevar. Bebió de sus jugosos labios, sintió la potente excitación de Piero y correspondió a sus besos. No sabía si habían pasado segundos o minutos cuando con gran esfuerzo se separó de él.

—En estos días he descubierto en ti a una linda mujer. Carol, me gustas mucho. Eres bellísima… —Ella puso un dedo en sus labios, pidiéndole silencio.

—Piero, hemos bebido más de la cuenta. Gracias por esta estupenda e inolvidable noche. Tenemos que descansar, que es tarde. Molte grazie, Piero. Buonanotte. Hasta mañana. —Con rapidez le dio un beso en la mejilla. Se volvió y entró en su dormitorio, dejándolo en el pasillo, contento y excitado. Maribel estaba dormida. En silencio se dirigió al baño y se tocó los labios. ¡Dios mío! ¿Cómo había dejado que la besase? ¿Cómo había consentido y saboreado sus besos?

Durmió poco y mal. Se sentía rara, pues en el fondo le había gustado la forma de besarla y sentirse deseada, aunque no lo quería reconocer. Por otro lado, se sentía mal por Emilio. Ella lo quería, era su hombre y no estaba bien que se besase con otro. Llegó a la conclusión de que todo había sido fruto de los cócteles ingeridos.

Al mediodía Piero vino a almorzar con ellos y a acompañarlos al aeropuerto. Él no dejó de mirarla; los ojos grises tenían un fulgor especial. Buscaba poder hablar con ella a solas, mas siempre había alguien alrededor. Un instante después tuvo la ocasión. No podía dejarla ir sin hablarle.

—Carol, mi bella signorina. He pasado unos días fantásticos contigo. —Carolina lo escuchaba mientras un nerviosismo se adueñaba de su interior y no entendía bien por qué. Su mente la traicionaba y recordaba sus ardientes besos—. Me gustaría seguir con nuestra amistad, poder llamarte y visitarte alguna vez.

—Piero, por favor, olvida lo que ocurrió anoche. Bebimos más de la cuenta y yo no estoy acostumbrada. No fue más que una situación confusa. —Piero la miró no muy conforme con sus palabras. Para él no era nada confusa. Lo tenía claro: ella le gustaba bastante—. Gracias por hacernos sentir tan bien y enseñarnos todos los rincones de tu linda ciudad.

—Carol, como te he confesado, me siento muy atraído por ti.

—Shhhh, Piero. Yo estoy felizmente casada, tengo dos hijos y… ¡Santo cielo, soy muy mayor para ti! Olvida todo, no tiene ninguna importancia. —En ese instante Maribel se acercó a ellos, rompiendo la conversación.

Piero se quedó serio tras la última frase. ¿Mayor? A él no le importaba la edad. ¿Por qué a ella sí? ¿Para Carolina no había sido importante? No había podido dormir recordando sus jugosos labios y haría lo que fuese por volverlos a probar. Estaba claro que ella no pensaba igual y que no quería nada con él. Se despidieron dándose la mano y minutos después embarcaron con rumbo a Madrid. En el avión, ya en el aire, Maribel le manifestó:

—No sé si te has dado cuenta, pero has dejado a Piero triste por tu partida.

—¡Venga ya, no digas tonterías! —contestó malhumorada. Su mente volvió a traicionarla y pensó en lo fogoso y atractivo que era, si bien ella era fiel a su marido. ¿Cómo había podido dejarse llevar de esa manera?

—No hay más ciego que el que no quiere ver y a Piero lo has obnubilado. Solo hay que ver que no te quitaba ojo y te comía con la mirada.

—¡Maribel, por Dios, que es un crío! Ni que fuese yo una asaltacunas. Además, yo tengo a mi Emilio y no necesito a nadie más.

—Joder, Carolina, no es un crío. Es todo un hombre, guapo y bien formado. Si no te apetece hablar del tema vale, lo respeto. Acabas de cumplir treinta y tres años, eres bonita, no eres una vieja y que un atractivo joven se fije en ti es de lo más normal y de agradecer. —Carolina no le contestó, solo desvió la mirada. Abrió una novela e intentó leer, cosa que no consiguió. De esta manera al menos consiguió que Maribel se callase y no siguiese con el tema.

Tres días después de su llegada, Emilio vino un par de días. Le trajo unos zapatos de marca y unos pendientes como regalo de cumpleaños. Ella le contó ilusionada todo lo que había visto, pero obvió decirle cómo y con quién celebró su cumpleaños. Pensó que a lo mejor no le iba a gustar que estuviese a solas con otro hombre, de noche y de fiesta. No quería que se molestase, sino poder disfrutar de él estos pocos días. Esa noche hizo el amor con su marido, sintiéndose deseada. Aunque, contra su pesar, recordó los apasionados besos de Piero. Emilio no la besaba igual. Luego se volvió a marchar y la rutina retornó a su vida una vez más.

Una vida de mentiras

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