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2. La transitoriedad

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La segunda de las Cuatro Comprensiones a Tener Presentes es la de transitoriedad. Poseemos una preciosa condición humana, pero existimos en el tiempo y este transcurre sin detenerse. Una vez fuimos niños y, a medida que crecimos, aprendimos a caminar, luego estuvimos en la escuela y poco a poco nos hicimos adultos. Algunos de nosotros aún somos jóvenes, otros somos mayores y otros somos ya ancianos.

Tal es la manifestación normal del tiempo, que nunca vuelve atrás. Minuto tras minuto, el tiempo va pasando y el hoy deja de ser hoy, pues se vuelve ayer. Si miramos el reloj o vemos cómo crecen los niños, podremos comprender lo rápido que pasa el tiempo. Cuando volvemos a ver a un niño después de algunos años, nos sorprendemos de que ya es un joven adulto y exclamamos: «¡Oh cuánto ha crecido!». Lo cierto es que nosotros también hemos crecido, aunque de una manera diferente. Todo ello representa el pasar del tiempo, que es relativo a nuestra existencia humana. Si no aprovechamos nuestras vidas, el tiempo transcurrirá sin que logremos nada. Si los jóvenes comprendieran que el tiempo corre rápido, no lo desperdiciarían y ello los ayudaría a completar sus estudios. Y si poseyeran algo de sentimiento espiritual y desearan ayudarse a sí mismos y a los demás, reaccionarían de manera concreta para obtener alguna realización.

Tener presente que el tiempo pasa es muy importante a fin de comprender y aplicar la práctica. Nuestra vida se mide por las estaciones: después de la primavera llega el verano, en el que todo florece; luego viene el otoño, en el que las flores y las hojas mueren; y finalmente el invierno, hasta que vuelve de nuevo la primavera. Con el paso de los años, nuestra vida también pasa. Nada existe en la condición relativa que no esté conectado con el tiempo. Si el tiempo fuera un hilo de algodón infinito y nuestras vidas pequeños nudos en él, veríamos que hay unos nudos más grandes y fuertes que otros –las vidas de quienes han dejado un importante legado y siguen siendo recordados después de varios siglos–. Hubo una vez un hombre llamado Dante Alighieri: su nudo todavía es visible, aunque esté distante en el tiempo, pero en el ínterin miles y miles de personas murieron sin que quedara la más mínima huella de sus nudos. Ahora estamos aquí, pero dentro de cien años ninguno de nosotros estará vivo: otra generación ocupará nuestro lugar.

Cuando después de muchos años regresé al Tíbet, ya no quedaba casi nadie en mi pueblo a quien yo conociera. Desde la época en que viví allí, habían ocurrido muchos cambios y la gente que yo conocí había desaparecido, mientras que de las nuevas generaciones no conocía a nadie. Sin embargo, cuando conversé con algunas personas, de inmediato pude identificarlas, pues había conocido a sus padres o sus tíos. Siempre había alguien de la familia a quien yo conocía o había conocido. Esto es la transitoriedad. Sin embargo, no deberíamos ponernos nerviosos cuando pensamos en ella. Alguna gente se angustia o se vuelve pesimista si piensa mucho en la muerte. La vida les parece desagradable y sienten que nada tiene sentido. Pero caer en la depresión es inútil.

En el Sutrayana, y particularmente en el Hinayana, se aplican ciertos tipos de meditación en los que uno concentra su atención en un esqueleto humano y reflexiona: «¿Quién fue esta persona? Tal vez fue una mujer hermosa, pero ahora lo que queda de ella es este esqueleto». El propósito de esta meditación es generar repugnancia por la existencia samsárica, cuya esencia es sufrimiento, de modo que se escape de ella renunciando al mundo y viviendo como un monje. Esta es una visión particular que tiene por objeto hacernos reaccionar de una manera consecuente con ella; pero en la enseñanza también hay métodos que tienen que ver con otras condiciones y circunstancias. El Buda Shakyamuni fue un maestro que enseñó diferentes métodos y sistemas, no con el fin de generar contradicciones, sino porque cada sistema puede usarse de acuerdo a distintas circunstancias de la existencia.

El Guhyasamajatantra cuenta que, cuando el Buda Shakyamuni fue a Oddiyana, enseñó el tantra en cuestión. Oddiyana era un país misterioso gobernado por generaciones de reyes llamados Indrabhuti, muchos de los cuales fueron posteriores al Buda Shakyamuni. El rey que reinó durante la época del Buda era muy poderoso y tenía una enorme fe en el Dharma. Oddiyana estaba bastante lejos del centro de la India y en esa época, puesto que no había trenes ni aviones, era muy difícil llegar allí. Indrabhuti ya conocía a un gran número de discípulos del Buda, entre los cuales había Bodhisattvas, Yoguis, Mahasiddhas, etcétera, pero él quería conocer al Buda en persona. Les preguntó a algunos Mahasiddhas qué podía hacer para conocerlo, y ellos le respondieron: «En este momento el Buda Shakyamuni está muy lejos, pero puesto que él es omnisciente, si le rezas y lo invitas, tendrás la posibilidad de conocerlo». (Hay una historia similar en China, relacionada con los dieciséis Arhats).

Una hermosa noche de luna llena, el rey preparó una gran ceremonia acompañada de ofrendas y dirigió una plegaria de invitación al Buda Shakyamuni. A mitad del día, el Buda y su séquito de Arhats salieron, como siempre, a mendigar alimentos, pero esta vez, a pesar de la distancia que los separaba, llegaron adonde el rey. Indrabhuti se sintió muy honrado de recibirlos y el Buda le transmitió algunas enseñanzas. El rey dijo: «La enseñanza que he escuchado es fantástica y en extremo significativa; tengo enormes deseos de ponerla en práctica. Pero puesto que debo gobernar el reino y a mi pueblo, no puedo abandonarlo todo y convertirme en monje». Y el Buda respondió: «No es necesario que te conviertas en monje, hay muchas maneras de practicar y obtener la realización».

Entonces Indrabhuti le pidió que le enseñara cómo practicar sin tener que convertirse en monje, y se dice que en respuesta el Buda se manifestó como Guhyasamaja –una deidad en yab-yum– y le enseñó un método que no requiere de la renuncia, pues en su lugar emplea la transformación. La Noble Verdad del Sendero incluye muchas enseñanzas del Buda, entre las cuales se hallan la enseñanza del Tantra, que emplea la transformación como método para alcanzar la realización, y la enseñanza del Dzogchén Atiyoga, que usa el método de autoliberación. Ahora bien, todas las enseñanzas, incluyendo el Dzogchén, se basan en la comprensión y la presencia de la transitoriedad.

No hace falta concentrarse demasiado en la muerte para comprender el paso del tiempo; basta con observar un reloj. No obstante, no basta con comprender de manera intelectual que el tiempo está pasando. Mantener la presencia de la transitoriedad debe servirle al practicante para lograr algo significativo.

En la enseñanza Dzogchén se dice que uno no debe forzarse, sino, por el contrario, darse mucho espacio. Ello no se corresponde con lo que afirma el Hinayana: que uno no debe dejarse dominar por la pereza; que debe luchar contra ella y sobreponérsele, pues de otro modo no logrará nada. En efecto, en la enseñanza Dzogchén, si a uno lo sobrecoge la pereza, debe «darse espacio» o, en otras palabras, descubrir la causa de la pereza. Si el agua está agitada no se puede ver lo que está sumergido, que puede ser un zapato, o peces, o ranas, etcétera. «Darse espacio» no significa volverse indiferente y holgazán, sino relajarse de modo que la causa –en este caso de la pereza– se haga evidente: debemos guiar este «darse espacio» con la presencia de la transitoriedad y del valor de la vida humana. Nuestra preciosa condición existe en el tiempo y, si no hacemos nada, la habremos desperdiciado. Pero si aplicamos la presencia, seremos capaces de identificar las causas de nuestro sufrimiento.

Es importante usar correctamente la presencia de la transitoriedad, sobre todo en lo que respecta a nuestras relaciones con los demás. Después de algunos años de matrimonio, los esposos a veces descubren que han disminuido las fuertes pasiones que los unían. Una vez estuvieron muy enamorados, pero luego de unos años las causas secundarias maduran y su matrimonio parece venirse abajo. La pasión enceguece, como la niebla de Milán, que oculta las casas y las calles, pero cuando la niebla se disipa aparecen edificios colosales: cuando disminuye la pasión, se hacen evidentes aspectos de la otra persona que ignorábamos.

La gente nunca permanece igual. Cuando una pareja está cegada por las pasiones, no puede ver nada y piensa: «Estamos de acuerdo en todo, tenemos puntos de vista muy parecidos, etcétera». Pero cuando la bruma desaparece piensa: «Ya no nos soportamos». Cuando los jóvenes están muy enamorados quieren sentarse hasta en la misma silla, aunque la rompan. Están tan apegados que incluso quieren ir juntos al baño. Pero ¿cuánto durará esto? ¿Irán juntos al baño cuando sean unos ancianos? Si de veras tienen la intención de permanecer juntos toda su vida, no necesitan estar todo el tiempo pegados, y será mejor que cada uno se siente en su propia silla.

Estos son algunos ejemplos de cómo podemos volvernos esclavos de la ilusión que está en la base de nuestras pasiones –lo que siempre trae como consecuencia una decepción–. Pero ello no significa que no nos debamos enamorar. Si nos enamoramos, debemos mantener la presencia, y si deseamos pasar la vida con la otra persona, debemos recordar que vivimos en el tiempo. Hoy somos como dos hermosas flores, pero un día seremos dos ancianos, tan hermosos como dos flores marchitas. Si mantenemos esta certeza, también mantendremos presente el transcurrir del tiempo y nuestra relación con la otra persona será más fácil.

De otro modo, cuando la pasión se desvanece, las personas comienzan a detestarse: «Ya no lo tolero más»; «No podemos pasar toda nuestra vida juntos». Ni siquiera comprenden lo que «toda nuestra vida» significa: podría ser un día, una semana, un mes, un año, diez años, pues no hay garantía de cuánto tiempo viviremos. Quizá después de dormirse esta noche, uno de los dos no despierte a la mañana siguiente. Algunas personas, incluso jóvenes, se enferman inesperadamente y mueren.

Por ejemplo, en la universidad en la que trabajaba había un profesor de japonés. Un día le llevé de regalo una botella de vino. Lo había visto fugazmente por la mañana; parecía algo nervioso y se había ido repentinamente. Al cabo de un rato apareció de nuevo cuando yo conversaba con alguien y lo llamé. Desapareció como un rayo y parecía aún más nervioso. Luego me fui a tomar un café y, cuando regresé, vi que cuatro profesores lo estaban sacando del ascensor. Se había desmayado. «¿Qué ha pasado?», pregunté y alguna de las personas que estaba por allí me contestó: «Un ataque al corazón». Alguien le dio un masaje en el pecho y llamaron a la ambulancia, que tardó mucho en llegar, como es habitual en Nápoles. Lo llevaron inconsciente al hospital. Ese mismo día había una reunión de la facultad, y alrededor de veinte minutos después de que todo comenzara uno de los profesores que había acompañado al profesor de japonés al hospital se presentó y dijo: «Desafortunadamente ha muerto. No pudieron hacer nada para salvarlo». Nos quedamos perplejos porque era un hombre joven. Pero tales cosas ocurren.

Así pues, cuando alguien dice: «No puedo seguir con esta persona durante el resto de mi vida», piensa que la vida durará aún muchos años. Pero si tenemos presente la transitoriedad, este nudo se aflojará y no tendremos esta actitud fija, como resultado de lo cual nuestras tensiones se relajarán.

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